V.1: junio de 2018
Título original: Girl of Ink and Stars
© Kiran Millwood Hargrave, 2016
© de la traducción, Claudia Casanova, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018
La edición original en inglés de La chica de tinta y estrellas ha sido publicada por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS en 2016.
Diseño de cubierta: © Helen Crawford-White, 2016
Publicado por Ático de los Libros
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-16222-60-5
IBIC: YF
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Todos los libros son el resultado del esfuerzo de un equipo, especialmente este, así que sed pacientes.
En primer lugar, como siempre, quiero dar las gracias a mi familia. A mis padres, Andrea y Martyn, y a mi hermano pequeño, John. Gracias por permitirme vivir aventuras alrededor de todo el mundo y en mi cabeza, por apoyarme y animarme en mi labor como escritora, por ser mis amigos, editores, correctores, bármanes, compañeros de viaje, antagonistas… todo cuanto he necesitado en cada momento. Todo empezó gracias a la fe que tuvisteis en que lo conseguiría.
A Yvonne y John, los abuelos menos convencionales del mundo y, como consecuencia, los mejores. Gracias por apoyarme en todo lo que he querido hacer, sin importar lo descabellado que fuese, desde ser la primera mujer en viajar a Marte a convertirme en poeta.
A Sabine, gracias por hacer que quiera escribir historias que te encanten.
A todos los Hargrave, Millwood, Karer y Kakkar a lo largo y ancho del mundo que me han regalado libros e historias y me han inspirado.
A Izzy, Hatty, Cecily, Ruth y Jess. Gracias por vuestro apoyo y por prestarme algunos de vuestros maravillosos atributos (¡y, en un caso en concreto, incluso un nombre!) para mis heroínas.
Esta historia es la última versión de una larga lista de borradores. Gracias a Amal Chaterjee, quien me asignó la tarea que dio comienzo a esta novela, y a Rebecca Abrams, que me facilitó las herramientas para terminarla.
A todos mis lectores beta que han leído muchos de mis borradores: Andrea Millwood Hargrave, Tom de Freston, Janis Cauthery, Miranda de Freston, Madelaine Furnivall, Max Barton, Daisy Johnson, Sarvat Hasin, Joe Brady y Amy Waite. A Pablo de Orellana por revisar mi castellano y ayudarme a mejorar la pronunciación. A Tom Corbett, por su amabilidad y por creer en mí. A los Escritores Rebeldes: gracias por vuestras crueles críticas y compartir vuestra bebida.
A Sarvat y Daisy: una de las mejores partes de todo este proceso ha sido escribir junto a vosotros y hacernos amigos. Estoy sumamente celosa orgullosa de los dos.
A mis increíbles editores a ambos lados del charco. Melanie, recibí tu oferta en una semana muy dura para mí, y aquello me dio fuerzas. Tu apoyo me ha cambiado la vida de veras. Gracias a ti y a todo el equipo de Knopf y de Random House por creer en el libro. Victor Ngai, gracias por crear una cubierta que me hace sentir mariposas en el estómago cada vez que la veo. ¡Espero visitarte de nuevo pronto!
Chicken House se ha convertido en un gallinero realmente increíble para este libro. Barry, Rachel L., Rachel H, Elinor, Jazz y Kesia, me he sentido involucrada, apoyada y cuidada en todo momento. Gracias. Rachel H. y Helen, gracias por diseñar una cubierta de la que me he enamorado por completo. Gracias a Daphne, una correctora extraordinaria, y a Laura, por ser una directora de publicación paciente y meticulosa que me ha apoyado. A mi colega en Chicken House M. G. Leonard, por los ánimos y las charlas motivadoras.
Gracias, Barry, por ver el potencial de un manuscrito confuso y gracias, Rachel L., por convertirlo en el libro que siempre he querido que fuera. Por favor, no dudéis en llamarme una tarde de domingo para argumentar vuestra postura… ¡teníais razón!
A mis agentes, Hellie Odgen y Kirby Kim, y a todo el equipo de Janklow and Nesbit. Gracias por encontrar unos hogares tan extraordinarios para mi historia. Hellie, gracias por confiar tanto en mí y obligarme a creer en mí misma.
Gracias, lector, por escoger este libro.
Y, por último, como siempre, quiero dar las gracias a Tom, mi inspiración, mi mejor amigo, la razón por la que empecé a escribir y otras tantas cosas. Espero que veas que este libro existe por ti… y por tus palabras: «Eres demasiado vaga para escribir una novela». Salta a la vista que no es cierto.
Kiran Millwood Hargrave es una poeta y novelista británica. Es graduada en Literatura Inglesa, Artes Dramáticas y Magisterio por la Universidad de Cambridge y realizó el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Oxford en 2014. Nació en Londres en 1990 y su debut, La chica de tinta y estrellas, ha ganado los prestigiosos premios Waterstones Children’s Book y el British Book of the Year, y se ha convertido en un best seller internacional que ha vendido más de cien mil ejemplares en Reino Unido y se ha publicado en una quincena de países.
La joven Isabella sueña con escapar a las tierras lejanas que su padre, un célebre cartógrafo, dibujó en mapas, pero no puede porque el Gobernador Adori oprime a todos los habitantes de la isla de Joya.
Cuando su mejor amiga desaparece, se presenta como voluntaria para participar en la búsqueda. El mundo que queda más allá de su pueblo es una tierra baldía habitada por monstruos, y bajo los ríos secos y las montañas humeantes, un demonio de fuego vuelve a despertar.
Isabella seguirá su mapa, su corazón y una antigua leyenda para dar con su amiga y, pronto, descubrirá el verdadero fin de su viaje: salvar a toda la isla de un horrible destino.
Ganadora del premio
Waterstones Children’s Prize
Ganadora del premio
British Book of the Year de Literatura Juvenil
«Kiran Millwood Hargrave me recuerda a la mejor narrativa de fantasía clásica, como Philip Pullman. Es un libro que la gente seguirá leyendo a lo largo de muchos años.»
James Daunt, librero de Daunt Books y director de Waterstones
«Una novela mágica con una hermosa y fascinante historia de mapas, mitos y amistad. Una lectura deliciosa.»
The Guardian
«Hargrave posee el envidiable don de contar aventuras con un estilo narrativo lírico y cautivador.»
The Bookseller
Portada
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Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Mapa La isla de Joya
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Mapa Los Territorios Olvidados
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Mapa El laberinto
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Mapa En alguna parte del mar Occidental
Capítulo 25
Agradecimientos
Sobre la autora
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Para una estrella, Sabine Karer,
en 28,6139˚ N, 77,2090˚ E.
Y para aquellos que me ayudaron
a poner negro sobre blanco,
51,7519˚ N, 1,2578˚ O.
Dicen que el día que llegó el Gobernador también lo hicieron los cuervos. Los pájaros pequeños huyeron todos al mar y por eso no quedan pájaros cantores en Joya. Solo enormes, sucios cuervos. Esa tarde los miraba, posados en los tejados como profecías, e intentaba imaginarlos como los pinzones y reyezuelos que papá dibujaba de memoria. Esforzándome mucho, casi podía imaginármelos cantando.
—¿Por qué se fueron los pájaros, papá? —le preguntaba.
—Porque podían, Isabella.
—¿Y los lobos? ¿Los ciervos?
Entonces el rostro de papá se ensombrecía.
—Parece que el mar era mejor que aquello de lo que huían —respondía.
Después, papá me contaba historias sobre la chica-guerrera Arinta o sobre el pasado mítico de Joya, cuando era una isla flotante que viajaba por el mar, y se negaba a seguir hablando de los lobos y de los pájaros que huyeron. Pero yo seguía preguntándole, hasta que llegó el día en que encontré mis propias respuestas.
Aquella mañana comenzó como otra cualquiera.
Desperté en mi estrecha cama, cuando la luz del amanecer arrancaba los primeros brillos a las paredes de barro de mi habitación. El olor a gachas quemadas flotaba en el aire. Papá debía de llevar horas despierto, porque el fuego tardaba en calentar la pesada olla de barro. Oía a la señorita La, nuestra gallina, escarbar frente a la puerta de mi habitación en busca de migas. Tenía trece años, como yo, y eso, que es poco para una persona, para una gallina significa que es muy, muy, muy vieja. Tenía las plumas grises, el humor negro y hasta nuestro gato Pep le tenía miedo.
Me rugieron las tripas mientras me desperezaba. Pep estaba tumbado sobre mis piernas y maulló ruidosamente cuando me incorporé.
—¿Estás despierta, Isabella? —preguntó papá desde la cocina.
—¡Sí! Buenos días, papá.
—El desayuno está listo. Bueno, un poco pasado, de hecho…
—¡Voy! —dije, liberando mis piernas con cuidado y acariciando el pelaje del gato allá donde se había revuelto durante la noche—. Lo siento, Pep —añadí.
Ronroneó y cerró sus ojos verdes.
Me lavé la cara en la palangana que había bajo la ventana y saqué la lengua al reflejo del metal pulido que colgaba encima de la cama de Gabo. Di un tirón a las sábanas, cada día más polvorientas, pero al menos la cama estaba hecha. La línea de voz se arqueaba al lado de su almohada: una cánula larga y estrecha que papá había agujereado para nosotros y que recorría las paredes y el techo. Cuando acercábamos los labios a nuestro extremo y susurrábamos, las voces viajaban y así podíamos hablar, aunque estuviéramos al otro lado de la habitación, cada uno en su cama.
Tres años ya. Tres años desde que me senté allí, con la lamparilla de mi gemelo en la mano, mientras él desaparecía en la noche, esfumándose tan rápido como se apaga una cerilla.
Pero todavía era capaz de traerlo a mi memoria. Era tan fácil como respirar.
No debía empezar el día con tristeza. Sacudí la cabeza para distraerme y saqué mi uniforme escolar. Era tan grande como hacía seis semanas. Mi mejor amiga, Lupe, se reiría de mí. ¡Aún eres la más pequeña de la clase!, exclamaría.
Me trencé el cabello alborotado, con la esperanza de que papá no se fijara en que no me había peinado el pelo como era debido en todo el verano. Pep seguía hecho un ovillo sobre la cama, pero no tenía permiso para acariciarlo con el uniforme escolar puesto. Mi profesora, la señora Feliz, siempre me quitaba los pelos rojizos pegados a mi falda con un gesto irritado.
Aparté la cortina que hacía las veces de puerta de la habitación y pasé con cuidado por encima de la señorita La, que cloqueó ofendida porque sin querer había derribado su pequeña pila de migas de pan. Achicó sus ojos empañados y se lanzó a picotearme los tobillos, expulsándome de su territorio y empujándome hacia la sala principal, donde comíamos, hablábamos y planeábamos nuestras aventuras.
Un enorme bol de gachas ennegrecidas esperaba en la gran mesa de pino, a la deriva entre un mar de mapas. De las paredes colgaban otros mapas de papá, que se mecían a mi paso, como una brisa parlanchina.
Reseguí las cartas con el índice, como hacía cada mañana. Contemplé el pigmento plateado de los ríos de Afrik unirse a los de Ægipto y cómo luego Ægipto se colgaba de la curva de la bahía de Europ, como una mano estrechando a otra por encima del mar. En la pared opuesta colgaba otro mapa con un esbozo de la costa de Amrica y sus peligrosas corrientes oceánicas, de nombres extraños y maravillosos: el Círculo Helado, el Triángulo de los Desaparecidos, el Mar de Cobalto. El papel estaba teñido de un hermoso azul zafiro, y las corrientes estaban cosidas con hilo encima de él. Papá utilizaba una aguja tan fina como un cabello para confeccionar esos mapas, e hilo de oro para el Cobalto, negro para el Triángulo, blanco para el Círculo Helado. Pero más allá de la costa oriental, todo se detenía. Solo una palabra rompía la oscuridad.
Incognito. Desconocido.
Casi se palpaba la decepción de papá en esa palabra de tinta reseca. En su último viaje, mareas poco favorables lo obligaron a regresar a Joya antes de tiempo y no pudo repetir la travesía de aquella gran extensión de territorio salvaje antes de la llegada del Gobernador a nuestra isla. El Gobernador Adori cerró los puertos, convirtió en una frontera el bosque que iba de costa a costa, desde nuestro pueblo de Gromera al resto de la isla, y desterró a cualquiera que discutiera sus órdenes al otro lado. Gromera quedó separada del resto de la isla de Joya y en el bosque se plantaron espesos espinos y grandes campanas para advertir a los vigilantes del Gobernador si alguien se acercaba. Yo jamás había oído tañer las campanas.
Sabía que papá soñaba con llenar el vacío en sus mapas de Amrica, mientras que yo ansiaba más que nada en el mundo cruzar la frontera del bosque y explorar los Territorios Olvidados que había más allá, aunque jamás se lo había confesado.
Solo existía un mapa de toda nuestra isla, y estaba colgado en el estudio de papá. Era el mapa de mamá. Lo llamábamos así porque era una herencia de su familia, y había pasado de generación en generación, quizá incluso desde los tiempos de Arinta, mil años atrás. Siempre había sido como una señal de que papá y mamá estaban hechos el uno para el otro; el cartógrafo y la heredera del mapa.
Cada uno de nosotros lleva el mapa de su vida en la piel, en la manera en que camina, hasta en cómo ha crecido, solía decir papá. ¿Ves? Aquí la sangre de mi muñeca se ve negra, no azul. Tu madre siempre decía que era tinta, y que yo era cartógrafo hasta en lo más profundo de mi corazón.
—Trae la jarra, por favor —la voz de mi padre me sobresaltó y volví a la realidad.
Llevé la silla hasta la alacena, bajé con cuidado la jarra y la puse al lado de las gachas. Era de color verde bosque y era especial, porque era lo último que hizo mamá. Solamente la sacábamos el primer día de escuela, en los cumpleaños y los días de fiesta. Papá la guardaba y la limpiaba con mucho cuidado.
A veces me acordaba de mamá, de sus ojos oscuros, su sonrisa eterna, del olor del barro oscuro con el que trabajaba haciendo ollas para los campesinos del pueblo y delicadas vajillas para el Gobernador. O quizá tan solo la imaginaba, como imaginaba los pájaros cantores.
—Buenos días, pequeña —dijo papá, mientras renqueaba desde la cocina. Me apresuré a ayudarlo con el cubo de leche y los vasos que acarreaba.
—No deberías andar sin tu bastón —lo regañé.
Papá se había roto la pierna de joven, saltando del embarcadero de un puerto en Ægipto a un barco que zarpaba, y ahora utilizaba un bastón hecho con la madera de un fragmento del barco de pesca de su tatarabuelo. Era mi objeto favorito, de entre los muchos objetos favoritos que teníamos. Era ligero como el papel, flotaba hasta en el charco más pequeño de agua; lo más asombroso era que brillaba en la oscuridad. Papá decía que era gracias a la savia, pero yo sabía que era magia.
Dejé las Montañas del Himalaya en una estantería para hacer un hueco en la mesa. Papá vertió la leche en la jarra de mamá y luego se instaló en el banco, a mi lado, sonriendo.
—Escoge un bolsillo —dijo.
Entorné los ojos y sugerí:
—El izquierdo.
Enarcó las cejas, arrugándolas como dos orugas negras.
—¡Respuesta correcta! —dijo, y extrajo un pequeño tarro del bolsillo.
—¡Miel de pino! —exclamé, desenroscando la tapa. El aroma inundó mi olfato y se me hizo la boca agua—. Gracias, papá.
—Solamente lo mejor para tu primer día de escuela.
—Bueno, solo es la escuela… —dije, encogiéndome de hombros.
—Ah, entonces supongo que tendré que comérmela yo… —dijo, tomando el tarro y fingiendo verter la miel en su boca.
—¡No! —exclamé, riendo—. Tienes razón, es un día muy importante. Me sorprende que no me hayas regalado dos tarros en lugar de uno.
La miel estaba tan buena que apenas noté el sabor a quemado de las gachas, pero cuando miré a papá me fijé en que no había tocado su plato. Estaba sentado un tanto encorvado, como solía hacer cuando le daba vueltas a algo. Su mano reposaba en el asa de la jarra de leche y veía el pulso en su muñeca. Tenía la mirada perdida.
Los primeros días de escuela eran duros para los dos.
Aparté mi bol procurando no hacer ruido y empujé el suyo hacia él.
—Te veré después, papá.
Cuando no contestó, cogí mi bolsa y salí de casa, cerrando la descascarillada puerta de madera verde con cuidado tras de mí.
Nuestra calle corría en línea recta y pronunciada hasta el Mar del Oeste, y todas las casas eran iguales: una larga hilera de cabañas de barro con techos de paja que Lupe calificaba como pintorescas. A mí me parecía que tenían toda la pinta de salir rodando hasta el mar si se levantaba un viento fuerte.
Normalmente corría hasta la plaza del mercado, patinando colina abajo sobre mis talones, porque a los cuervos les gustaba volar bajo y mi carrera los espantaba. Hoy, en cambio, opté por caminar a buen paso; después de todo, casi era mi último año en la escuela y no era cuestión de correr como una cría.
Masha, que vivía al otro lado de la calle, estaba de pie en su portal. La saludé mientras trataba de mirar en el interior de su casa disimuladamente.
—¿Buscas a alguien? —dijo con una sonrisa y arrugando el rostro como si fuera de papel viejo—. Pablo ya se ha ido. Ya sabes que el Gobernador quiere que todos estén en sus puestos de trabajo antes del amanecer.
El hijo de Masha, Pablo, había nacido cuando ella ya era mayor; su vientre se hinchó a pesar de las canas y una cara surcada de arrugas. Masha decía que era increíble, que Pablo era un milagro. Siempre nos había asombrado a Gabo y a mí, como al resto de habitantes del pueblo, porque era muy fuerte. A los diez años era capaz de levantar a sus padres, uno en cada brazo, por encima de los hombros. Cuando Pablo te llevaba a caballito, era como volar, pero hacía mucho tiempo que no lo veía.
Hacía dos años, cuando la espalda de su madre empeoró, Pablo dejó la escuela y buscó trabajo de jornalero, aunque Masha le suplicó que no lo hiciera. Ahora, con quince años, empujaba carros como si fueran de papel y trabajaba en los establos del Gobernador, cuidando de los caballos.
—Se llevó el regalo para Lupe —añadió Masha, frunciendo la nariz. No entendía por qué yo era amiga de la hija del Gobernador—. Le dije que lo escondiera, tal y como le pediste.
—Gracias —respondí—. ¿Podría verlo mañana?
—Quizá —dijo, pero no había esperanza en su voz. Siempre madrugaba más que el sol y regresaba a casa bien entrada la noche.
Me despedí, me colgué la bolsa al hombro y empecé a descender colina abajo.
Desde arriba, Gromera se parecía a una rueda, a una estrella brillante: la plaza del mercado en el centro y las calles como rayos apuntando hacia fuera. Algunas descendían hasta la dársena del puerto, ancha y calma, que se estrechaba en la embocadura que daba al mar, de abundante pesca. Cuando brillaba la luna, las estrellas se posaban sobre la superficie del puerto como nenúfares.
Allí permanecía amarrado el barco del Gobernador, como siempre. Papá decía que había sido tallado en un solo tronco de baobab de Afrik. Debía de ser un árbol enorme, porque el casco ocupaba casi toda la anchura del puerto y el mástil apuntaba hacia el cielo, con las velas plegadas. Se cernía sobre la flota pesquera como una montaña, enorme e inmóvil. Como todas las propiedades del Gobernador, ocupaba mucho más espacio del que debería.
Al este, su residencia resplandecía bajo el sol. Estaba construida con basalto negro y era tan grande como cinco barcos. La mansión se erigía entre el mar azul y el bosque verde y se extendía sobre los campos como una nube de tormenta. Desde aquí, sin embargo, parecía lo bastante pequeña como para aplastarla entre mis dedos índice y pulgar. Más abajo se encontraba el pueblo y la escuela, a medio camino.
La antigua escuela era pequeña, pero alegre, y habíamos pintado las paredes de los colores del arcoíris, con las pinturas que papá nos había prestado. Pero el Gobernador la había derribado. Lupe se había cansado de estudiar sola en casa y había pedido que la dejaran asistir a clase con los demás niños. Por eso, el Gobernador Adori, después de echarla abajo, la había vuelto a levantar, dos veces más grande, porque si su hija iba a ir a clase, el edificio tenía que ser de más categoría.
—No lo hizo por mí, ya sabes —me había dicho Lupe, con una sonrisa triste, aunque adoptó un tono afectado al añadir—: Es por el honor de la familia.
No nos estaba permitido pintar las paredes de la nueva escuela y muchos niños se metían con Lupe echándoselo en cara, pero yo sabía que no era culpa suya.
Detrás de la casa del Gobernador, cerca del bosque, estaba el huerto y el parque, donde nunca había estado. Escudriñé las siluetas de los trabajadores que se movían por allí, pequeños como hormigas, y me pregunté cuál de ellos sería Pablo. Al oeste, la marea casi había cubierto la negra arena de las playas. No nos dejaban ir a la playa cuando había marea alta y nadie tenía permiso para bañarse a menos que se echara al agua alguno de los botes del Gobernador. Me picaban los dedos. Papá me había contado cómo era nadar en el mar, pero no era lo mismo que probarlo en persona.
En los acantilados, sobre la playa, estaban las minas de barro, que intenté no mirar porque siempre me devolvían uno de los pocos recuerdos nítidos que tenía de mi madre: el día que nos llevó a Gabo y a mí a las minas. Nos enseñó cómo atarnos con las lianas a un árbol de dragón —Tenéis que ataros así y luego frotaros las manos con la savia del árbol, para que no resbalen— y nos hizo bajar uno detrás de otro hasta la garganta de la mina. Gabo se asustó mucho y se zarandeó tanto que rompió el nudo y se cayó. Cuando aterrizó en el blando barro del fondo hizo un ruido muy desagradable y asomó asqueroso cuando mamá regresó con él a cuestas, dejando atrás la oscuridad del pozo. Me reí tanto que llegó a dolerme.
Recuerdo eso, el dolor de barriga de tanto reír. Me volvió a doler igual dos meses más tarde, cuando mamá murió, pero no fue porque me riera. Fue un dolor más agudo y nadie nos sacó del pozo esa vez. Pasaron tres años y las mismas fiebres se llevaron a Gabo. Y tres años después de eso, el recuerdo de la mina de barro aún me provocaba un nudo en la garganta.
Siempre quedaba con Lupe cerca de un tonel donde acababa la plaza del mercado para ir juntas a la escuela, aunque eso la obligaba a levantarse casi tan temprano como sus jornaleros. Cuando llegué a la plaza, había una cola en el pozo. Más y más gente acudía al pozo desde que el río Arintara había empezado a secarse.
Todos los puestos estaban abiertos, y ofrecían pescado y grano y cuero. La mayoría eran propiedad del Gobernador y sus toldos eran de color azul claro, como un pedazo de cielo, con el puesto que vendía miel en medio de todos ellos, de color amarillo brillante.
Mientras me acercaba al tonel, alguien me agarró la muñeca. Di un salto y sin querer tropecé con el puesto más cercano, arrojando al polvoriento suelo un montón de verduras.
—¡Eh, tú! —gritó el tendero—. ¿Qué haces?
Me giré para ver quién me había agarrado. Era una mujer con un vestido de color verde, es decir, una trabajadora del huerto del Gobernador. Ya tendría que estar en su puesto; a veces azotaban a los rezagados.
—Lo siento —se disculpó con el tendero, sin dejar de mirarme, y me preguntó—: ¿Eres Isabella Riosse?
—Sí —repuse—. ¿Quién…?
Me apretó la muñeca con más fuerza. Era bajita, y su rostro quedaba a la altura del mío.
—Ha pasado algo.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —insistió el tendero, que se acercó y dejó atrás su pila de patatas.
—Cata —susurró la mujer, ignorándolo—. ¿Has visto a Cata?
—¿Cata Rodríguez? —pregunté, frunciendo el ceño. Iba a mi clase, en la escuela, pero apenas habíamos hablado un par de veces.
La mujer asintió vigorosamente.
—Soy su madre. Me dijo que erais amigas. Pensé que tal vez sabrías dónde está.
Me sentí incómoda. Era cierto que, de entre todos los niños de la escuela, yo era la que mejor se portaba con Cata, pero no éramos amigas. Cata era muy reservada y la mayoría de niños la ignoraban.
—Lo siento —quise decir—. Yo no…
—La he buscado por todas partes. No estaba en casa cuando me desperté y…
La mujer enmudeció, tenía la respiración alterada. Se llevó la mano al pecho, como si no tuviera suficiente aire en los pulmones.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?
La madre de Cata se sobresaltó. Uno de los hombres del Gobernador se acercaba en nuestra dirección y la gente se apartaba como el trigo bajo el viento ante su guerrera azul.
—Si la ves, dile que vuelva a casa —me dijo la mujer, apresuradamente, con preocupación. Y echó a correr en dirección a la residencia del Gobernador.
—Qué desastre —se quejó el tendero y empezó a recoger las verduras—. No, no me ayudes. Bastantes problemas me has causado ya.
Aturdida, caminé hasta el rincón de la plaza donde Lupe y yo nos encontrábamos siempre. La madre de Cata me había alterado: su expresión ansiosa, su estado de ánimo… Esperaba que Cata estuviera sana y salva.
—¡Isa!
Me di la vuelta y vi a Lupe corriendo hacia mí por la plaza, con su bolsa al viento. Los otros se apartaron de ella. La hija del Gobernador no tenía muchos amigos, aunque eso a Lupe no le importaba demasiado o, al menos, no hablaba de ello.
—No me importa un higo —había dicho a una de las chicas que se burlaba de las elaboradas trenzas con que la peinaba su madre—. A Isabella le gustan, y eso me basta.
Hacíamos una extraña pareja, Lupe y yo. Ella era casi tan alta como un chico y yo, más pequeña, no le llegaba al hombro. Parecía todavía más alta después de no habernos visto durante todo un mes. Su madre no estaría contenta: la señora Adori era una mujer menuda y elegante, de ojos tristes y gélida sonrisa. Lupe decía que nunca la había visto reír y que decía que las niñas no deberían correr ni tenían derecho a ser tan altas como ahora Lupe.
Me abrazó con fuerza y luego se echó hacia atrás y me miró de arriba abajo.
—¡Sigues siendo tan pequeña! —exclamó, con envidia, y luego frunció el ceño—. ¿Qué te pasa? Estás muy pálida. ¿Es que tu padre no te ha dejado salir este verano? A veces mi madre me lo prohíbe también, pero me las arreglo para escaparme a dar una vuelta.
—Cata ha desaparecido —solté de repente—. Me lo acaba de decir su madre.
—¿Cata?
Puse los ojos en blanco, impaciente.
—La chica que se sienta al fondo de la clase.
Lupe se balanceó de un lado a otro. Su expresión se parecía a la de Pep cuando se alejaba de un plato roto. La miré fijamente.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa con qué? —respondió, echándose la bolsa al hombro.
—Tú sabes algo —insistí, y di un paso hacia ella.
—No —dijo, y se apartó.
Enarqué la ceja como papá me había enseñado.
Lupe parpadeó, confusa.
—Seguro que no es nada. Solo que… Bueno, este verano Cata estuvo trabajando en la cocina y le pedí que fuera al jardín ayer por la noche, porque necesitaba…
—¡El jardín! —Me dio un vuelco el estómago—. Lupe, sabes que eso está prohibido.
—Sí, claro que lo sé, pero no había comido pitaya en siglos. Me apetecía y era mi cumpleaños, ¿o no?
Yo jamás había comido pitaya o fruta de dragón o como se llamara y ni siquiera estaba segura de qué aspecto tenía, pero sí sabía que era la fruta favorita de Lupe y que en el huerto del Gobernador, al lado del bosque prohibido, la cultivaban por eso. Nadie podía acercarse sin permiso, excepto los guardias y los pocos sirvientes que cuidaban de los árboles y del huerto del jardín.
—Lupe, sabes perfectamente que si sorprendieron a Cata allí, lo más seguro es que ahora sea una prisionera en el Dédalo.
Lupe agitó la mano, como si no diera crédito a tal posibilidad.
—¿Todavía no te has quitado de la cabeza ese lugar? Jamás lo he visto, y vivo allí.
Era típico de Lupe no ver algo que tenía bajo sus narices. Y el Dédalo, el laberinto, estaba precisamente ahí, debajo de sus narices, porque el Gobernador Adori había construido su casa justo encima de los túneles naturales que se habían convertido en la prisión de la isla. El marido de Masha había pasado diez años encerrado en el Dédalo, antes de morir.
Lupe volvió a abrazarme y exclamó:
—Vamos, gruñona. ¡Cata estará bien! —Me empujó por la callejuela hacia los campos—. Seguro que ya estará en clase y probablemente se habrá comido toda mi fruta de dragón. Si aún queda, te dejaré probar un poco. ¡Y no te olvides de que esta noche habrá fuegos artificiales!
Lupe odiaba la oscuridad, pero adoraba los fuegos artificiales. Eran realmente extraordinarios, con los hermosos colores de esas resplandecientes estrellas que se deshacían en el cielo, pero a Pep le daban mucho miedo y por eso no me acababan de gustar.
—Papá me ha dejado escoger los colores. Habrá uno dorado, uno azul y dos rojos…