ALEXANDER VON SCHÖNBURG

HISTORIA PORTÁTIL

DEL MUNDO

Traducción de

María Esperanza Romero

© Rowohlt Berlin Verlag, GmbH, Berlín, 2016

© Traducción: María Esperanza Romero

© Los libros del lince, S. L.

Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo

08010 Barcelona

www.linceediciones.com

Título original: Weltgeschichte to go

ISBN: 978-84-947400-0-8

Depósito legal: B-12595-2017

Primera edición: julio de 2017

Imagen de cubierta: © Pierre Pavot / Alamy Stock Photo

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ÍNDICE

En lugar de un prólogo, una advertencia

1. Cáscara de nuez

2. Los momentos big bang de la historia universal

3. Por favor, ¿cómo se llega al centro?

4. De héroes y villanos

5. El problema de Humpty-Dumpty

6. ¿O se puede prescindir de ello?

7. De Adán a Apple

8. Monstruos, S. A.

9. El ejército invisible

10. Todo tiene un final...

Epílogo y otras hierbas

Agradecimientos

Bibliografía

EN LUGAR DE UN PRÓLOGO,
UNA ADVERTENCIA

Los pueblos y las gentes, la estupidez y la sabiduría, la guerra y la paz van y vienen como las olas del agua; el mar permanece. ¿Qué son, a los ojos de Dios, nuestros Estados y su gloria y poder sino hormigueros y colmenas a los que aplasta la pezuña del buey o alcanza el destino en forma de apicultor?

OTTO VON BISMARCK

Apenas son las diez de la mañana. En la terraza de nuestro hotel el termómetro ya marca 30 ºC a la sombra. Estoy desayunando con mis hijos. Justo delante de nuestras narices se levanta la Acrópolis, la fortaleza urbana más famosa del mundo. En el centro se encuentra el Partenón, el templo que sus habitantes hicieron construir en su día en honor a la diosa Atenea, para agradecerle el socorro que les prestó en su lucha contra los poderosísimos persas que, por aquel entonces, constituían una especie de potencia nuclear. El rey persa, con su ejército armado hasta los dientes, había creído que podía liquidar a Atenas de un zarpazo, como a una molesta mosca. Pero luego vinieron Maratón y Salamina, dos victorias milagrosas de la historia universal, tan poco probables como una derrota de 7 a 1 de la selección alemana contra Liechtenstein, victorias que cambiaron el rumbo de la historia. El pueblucho de Atenas, con sus gentes aventureras, alertas de cuerpo y mente, se convirtió en la superpotencia del Mediterráneo y sigue determinando nuestras acciones hasta el día de hoy.

Hace rato que mi mujer ha abandonado la terraza. Con este sofocante calor no tiene ganas de participar en la inminente excursión familiar a las moradas de la Antigüedad, no quiere dejarse arrastrar por mí a paso de oca por el ágora, el principal centro de reunión de la ancestral Atenas. Además, está furiosa conmigo, y con razón, porque anoche me dejé llevar por un amigo, el corresponsal Paul Ronzheimer. Salimos de noche por la capital mientras nuestros hijos hacían lo posible por devastar su habitación del hotel al estilo de las estrellas del rock. Mis retoños son adolescentes; en este momento les interesa más el bufé del desayuno que el paisaje de ruinas más impresionante del mundo. El menor ha ido a por una ración gigante de huevos revueltos con tocino, acompañada de toneladas de pan blanco, un volumen de calorías que habría hecho felices a tres docenas de espartanos durante una semana. Mi hija lleva una hora intentando conectarse a la red WLAN del hotel. Es una chica culta. Lo hace para demostrar ante el mundo digital que ha pasado por este lugar. En el perfil de Instagram se puede ver, mediante banderitas plantadas en un pequeño mapamundi, desde dónde ha subido sus fotos a la red. Una banderita en Atenas y una foto del blanco Partenón que destaca sobre el cielo color azul piscina, tomada con la Hipstamatic, el combo John S y la película Ina1969 da el pego.

¿Por qué los someto a todo esto? ¿Por qué no quedarse con la vista panorámica y luego dar solo una vuelta, comiendo un helado, por el barrio comercial de Plaka? ¿Qué nos importa la civilización cuyos escombros tenemos aquí a la vista? En resumidas cuentas, ¿por qué los humanos nos creemos tan extraordinariamente importantes? ¿Por qué siempre nos contamos historias de nuestro pasado?

¿No sería más sabio permanecer en el presente? ¿Qué sacamos con mirar hacia atrás constantemente? A esta pregunta solo se puede responder de una manera: no tenemos otra cosa. Desde el punto de vista de la física, no hay prueba de que el presente exista. Todo lo que vemos es pasado. Veo el vaso que tengo al lado con fracciones de segundo de retraso, con la dilación de tiempo que ha necesitado la imagen para llegar a mi retina. Cuando miramos al cielo nocturno, podemos divisar, sin ayuda, unas seis mil estrellas. Todo rayo de luz que vemos se está proyectando en ese preciso momento sobre la tierra, pero en realidad procede de tiempos muy remotos. Cuanto más se aleja la fuente de nosotros, más vieja es. El rayo más antiguo tiene trece mil millones de años y emprendió su viaje a la velocidad de la luz en el momento en que se produjo el Big Bang.

Hubo una época en que este interés en nosotros mismos parecía más que obvio. Hasta hace poco los humanos creían de verdad que nuestro planeta era el centro del universo. No lejos de aquí, en Delfos, hay un hito de piedra. Antaño señalizaba el centro del mundo. Hoy sabemos que ni siquiera somos el centro del pequeño sistema planetario en el que nos encontramos, que, como otros sistemas, nos hallamos en la periferia, en un arrabal cualquiera de nuestra galaxia. Una galaxia entre miles de millones. El universo le concede a nuestro planeta la importancia de un bacilo en el moco de una pulga sentada en un pelo de la cola de uno de los miles y miles de elefantes en las inmensidades de África... ¿No es ridículo que seres tan minúsculos como nosotros dediquen su tiempo a poner por escrito quién se ha peleado o gobernado con quién, cuándo y por qué motivos? Si a partir de mañana nuestro planeta dejara de existir, esto no se notaría en la vastedad del universo. Nuestra galaxia, esa nebulosa espiral a la que llamamos Vía Láctea, seguiría girando tranquilamente como todas las demás. ¿O acaso todo esto son tonterías, y el universo entero solo existe porque proyectamos luz sobre él, porque lo vemos, porque lo percibimos como real? Si no hay nadie que perciba, ¿puede acaso haber realidad?

Pero hagamos el esfuerzo de considerar nuestro planeta como algo especialmente interesante. Eso no quiere decir que automáticamente hayamos de dirigir toda nuestra atención hacia el advenedizo Homo sapiens, como suelen hacer los libros de historia, en los que por lo general se lee: «Y luego apareció el hombre». Como si con nosotros se culminara la creación, o la evolución, según se quiera expresar. Como si fuéramos el broche de oro de un plan universal que nos reserva el papel de soberanos de este mundo.

Este libro trata de la extraña especie humana que de manera fulminante, es decir, en el momento mismo de su aparición, subyuga al planeta. Para comprender a nuestra extraña especie vale la pena conocer antes al primigenio Homo sapiens por una sencilla razón: somos ese hombre primigenio. Existimos desde hace tantos cientos de miles de años que el último par de milenios de cultura humana prácticamente no han tenido oportunidad de cambiarnos de forma sustancial y apenas hemos disfrutado de la ocasión de adaptarnos a las condiciones que nosotros mismos hemos creado. Desde hace al menos ciento cincuenta mil años existimos tal como somos ahora. Ni en el aspecto exterior ni en lo que concierne al rendimiento de nuestro cerebro presentamos diferencia alguna con respecto a nuestro antepasado de entonces. Probablemente aquel era incluso más inteligente que nosotros, porque tenía que almacenar e interpretar en su cabeza miles de informaciones de las cuales dependía su vida, mientras que nosotros, a menudo por aburrimiento, no hacemos más que comprobar en el smartphone el tiempo que hace o jugar a CandyCrush. Hace tan solo doce mil años que dejamos de andar por el mundo como recolectores o cazadores. Des-de ese tiempo relativamente corto nos dedicamos a edificar, cosechar, realizar trámites burocráticos, abrir libretas de ahorro y acudir a citas. El hombre, que considera tan importante ser «moderno», solo tiene que hacer un sencillo experimento para sentir qué poca diferencia hay entre él y aquel hombre primigenio que vivía en cuevas y cazaba mamuts: tomar un baño de cuerpo entero. Cuando el agua de la bañera se enfría, se nos pone la piel de gallina. Nuestros antepasados eran más peludos que nosotros. Cuando tenían frío, la piel de gallina les ayudaba a erizar el vello. El aire se enredaba en él y los calentaba.

Si usted no tiene bañera, pase alguna vez por delante de una mesa llena de comida. Desde que sé que la mayoría de mis antepasados pasaron muchas penalidades para recolectar o cazar su alimento, me resulta evidente que no pueda ignorar el bufé de desayuno de un hotel medianamente bueno. Antes no tenía hambre; nunca tengo hambre por la mañana. Pero durante cientos de miles de años cualquier alimento ha sido un triunfo para mí, ha producido una tempestad neuronal de júbilo en mi cerebro. De modo que antes, en el desayuno, tuve que llenarme el plato a rebosar. En lo más hondo de mi ser reside la sospecha de que esta va a ser mi única comida por mucho tiempo.

Interesarse por la historia significa interesarse por sí mismo. Observamos la historia por una única razón: para observarnos a nosotros mismos. Veremos que existen buenas razones para contarla desde la perspectiva de nuestra especie, con el trasfondo de la cultura que ella misma ha creado.

Los primeros millones de años de nuestra historia (mucho antes de la bañera y del bufé de desayuno del hotel) me los saltaré en buena parte para centrarme en los últimos milenios, más o menos a partir del año 10.000 a. C., cuando nos hicimos sedentarios. Al hacerlo, y entiéndase como advertencia expresa, estoy emitiendo un juicio de valor. Según la propia manera de entender la historiografía clásica, la llamada revolución agrícola, que tuvo su origen hace unos doce mil años, es el origen del progreso de la humanidad, origen de lo que llamamos civilización. Aunque lo habitual es contar la historia solo a partir del momento en que el hombre comienza a oponerse a la naturaleza, antes de proceder de esta manera hemos de ser conscientes de que la premisa inicial es muy osada. A saber, que la historia solo es digna de ser observada desde el momento en que el hombre deja de ser una parte de la naturaleza para convertirse en un ser de la civilización, a partir del momento en que no se entiende a sí mismo como parte de la naturaleza, sino como superador de la misma. También podríamos limitarnos a los primeros ciento cincuenta mil años de historia de la humanidad, argumentando que es la época más larga y con creces la más exitosa que jamás ha habido. Luego resumiríamos los últimos doce mil años —época posterior a la revolución agrícola— calificándolos como quien dice de triste posdata de la historia, en la que nos hemos dedicado a explotar y destruir la naturaleza que durante miles de generaciones nos ha supuesto un magnífico sustento. No es esto lo que me propongo hacer en este libro, pero encuentro que es de justicia señalar en qué medida estoy emitiendo ya un juicio de valor al concentrarme en la época desde la cual los hombres se hicieron sedentarios y empezaron a crear civilizaciones, así como también es un juicio de valor hablar de «nuestro mundo» y de «nuestro medioambiente». Al hacerlo, doy a entender, como lo hacemos todos, que no considero al hombre como parte de la naturaleza, sino como algo ajeno a ella, y, en caso de duda, incluso como su dueño y señor.

Existe, además, una razón muy banal y práctica por la cual los libros de historia se centran por lo general en los últimos doce mil años, es decir, en los tiempos desde la revolución agrícola: resulta más sencillo. Todo lo que es más próximo en tiempo y espacio es más fácil de contemplar y permite conocimientos más exactos. A esto se añade la dificultad de que sabemos menos acerca de la época anterior a nuestro paso al sedentarismo porque no existen testimonios escritos. Los cazadores y recolectores no eran, por lo general, muy dados a la escritura. La idea de la escritura es un invento moderno que aún habían de realizar los miembros de una civilización urbana.

Tener un conocimiento más exacto acerca del progreso del hombre en los últimos doce mil años también vale la pena porque se trata de una historia de un éxito bastante remarcable. Hemos hecho avances asombrosos a un ritmo vertiginoso. Comenzamos en la cadena alimenticia en alguna parte entre la oveja y el león, y hoy tuiteamos desde el espacio sideral, construimos minicerebros a partir de neuronas para probar medicamentos, manipulamos nuestro patrimonio genético y desarrollamos superinteligencias. Cuando hablamos de historia universal, tenemos ante nosotros cuatro mil quinientos millones de años. Los primeros primates humanos que utilizaron herramientas aparecieron hace unos tres millones de años, hombres de aspecto idéntico al nuestro, desde aproximadamente ciento cincuenta mil años, y seres humanos pensantes capaces de planificar, desde hace setenta mil años. Si tenemos presente que la historia universal se remonta a cuatro mil quinientos millones de años, los setenta mil de historia de la humanidad no son ni siquiera un nanosantiamén. Desde el momento en que el hombre empezó a partir piedras hasta que fundó la OTAN y Google, construyó robots y coches autónomos no habría transcurrido ni una fracción de segundo, si la historia universal fuera una película de 100 minutos de duración, pero el caso es que han sucedido muchas cosas interesantes para nosotros.

Aquí entra en liza mi especial cualidad de diletante: soy periodista, es decir, lo contario de un especialista. Para el lector de este libro esto constituye una enorme ventaja. Basta con leer a Nietzsche para ver adónde puede conducir el ser demasiado profundo: cuando uno sabe mucho, entiende mucho, es capaz de reconocer muchos contextos, posee mucha información y el asunto acaba de forma indefectible en la confusión total. Únicamente el hecho de no tener miedo a dejar incógnitas sin resolver, a desechar detalles, el hecho de concentrarme tan solo en lo esencial (o en lo que considero como tal) me habilita para emprender esta empresa (completamente descabellada por la enorme cantidad de material), cuyo objetivo es contemplar la historia de la humanidad. Solo si está usted dispuesto a aceptar las simplificaciones de un diletante como yo tiene si acaso una posibilidad de conservar la visión de conjunto. El gran periodista y filósofo de la civilización, Egon Friedell, escribió una sagaz defensa del diletante, a la cual me puedo remitir. Friedell no se sentía para nada ofendido cuando era tildado de tal; al contrario, según cuenta Friedrich Torberg, como autor dramático, Friedell fue objeto de una feroz crítica por parte de un periódico vienés que acababa con el siguiente veredicto: «A este beodo diletante muniqués no queremos volver a verlo nunca más en Viena». Friedell respondió a la redacción del diario diciendo lo siguiente: «No niego sentirme de vez en cuando atraído por el alcohol, tampoco encuentro nada negativo en la palabra diletante, puesto que se trata de alguien que ama lo que hace, pero la palabra “muniqués” tendrá consecuencias judiciales». Toda ocupación humana solo reviste verdadera vitalidad si es realizada por un diletante, escribió Friedell en una ocasión en una carta dirigida a Max Reinhardt. «Solo el diletante apasionado, que con razón también se le llama “amateur”, tiene una relación verdaderamente humana con el objeto de su afición.»

La simplificación es el único camino transitable para contar la historia. Incluso la historiografía más científica implica, siempre, ordenar. Y ordenar, por fuerza, quiere decir encasillar, interpretar, explicar, construir contextos a posteriori. La cientificidad no es otra cosa que un intento de poner orden. La alternativa es un revoltijo de información y datos confusos y sin conexión. Quien empiece a hacer un inventario de todo gobernante, anotando cuándo y dónde este se ha desempeñado, queda anclado en el pozo de la categorización y del orden arbitrarios. El gran Nassim Nicholas Taleb, matemático financiero, cuyo libro El cisne negro figura entre uno de los más influyentes del momento, denomina «platonidad» a la compulsión del hombre a clasificar las cosas. Sin embargo, el querer clasificar y establecer vínculos es lo que hace de nosotros seres pensantes. Pensar significa establecer conexiones en el cerebro. Cuanto más ordenados estén los datos y menos aleatorias sean las conexiones entre sí, en la medida en que pueden constituir patrones, más fácil resulta almacenarlos en la mente, transmitirlos a otra persona, anotarlos en un libro. Según Taleb, necesitamos lo tangible, lo evidente, lo que salta a la vista, lo cautivador, lo romántico. No estamos hechos para lo abstracto. El problema es que al ser de esta manera cometemos un error de pensamiento. La clasificación solo puede realizarse a posteriori. Mirando en retrospectiva decimos esto o aquello tenía que suceder, la Revolución Francesa, la Primera Guerra Mundial tenía que estallar porque sucedió esto o lo otro... Solo que cuando ocurrió, nadie vio lo que se avecinaba. Desde el 11 de septiembre todo el mundo puede explicar el fenómeno del terrorismo islámico. El 10 de septiembre apenas había quien pudiera hacerlo. Esto significa, entre otras cosas, que no tenemos ni la más remota idea de cómo vamos a ser juzgados un día por futuras generaciones.

La historia no es una ciencia que consigne la verdad objetiva. En ocasiones, incluso los cuentos contienen más verdades que carpetas enteras llenas de datos y hechos. Historias, como la de Adán y Eva, que tratan de la rebeldía del hombre frente al orden establecido o la epopeya babilónica de Gilgamesh, que cuenta cómo el hombre emprende la tarea de vencer a la más inmisericorde de las leyes naturales, la muerte, son quizá las historias más veraces que existen. A lo mejor lo importante no radica tanto en el rigor científico de la historiografía como en su efecto terapéutico. A lo mejor solo nos contamos historias para consolarnos. Porque somos conscientes de nuestra temporalidad o porque con ellas podemos darnos a nosotros mismos la sensación de perdurabilidad.

Aquí en Atenas, donde estoy ahora, se inventó el teatro. El objetivo, claramente definido, era darnos la posibilidad de contemplarnos a nosotros mismos, ver reflejados en el escenario nuestros anhelos y sombras. A una distancia segura. Sesiones de autoterapia escenificada.

La historia tampoco puede ser una ciencia ya por el solo hecho de que todo depende de quién cuenta qué y dónde. Pensamos en forma de relatos. Y es que la palabra historia significa en primer lugar contar historias, por lo tanto también es legítimo que en este libro me remonte una y otra vez a mitos y relatos, en los cuales se ha condensado la historia desde el punto de vista científico. Cuando dentro de un par de años un congolés en Kinshasa (una de la ciudades del mundo que crece a mayor velocidad) escriba una historia universal o cuando hace quinientos años lo hizo un budista a los pies del Himalaya, en el reino de Mustang, claramente las versiones resultantes sonarán muy diferente a la mía, la de un europeo blanco, bien alimentado, escribiendo desde su portátil en Atenas. Sin embargo, no tengo otra perspectiva que la mía propia. Asimismo, utilizo la palabra europeo, a sabiendas de que la denominación es ya de por sí un engaño. Europa no es un continente sino una idea que tejen desde hace dos mil años las gentes que viven en estas latitudes. Desde el punto de vista geológico, no somos más que la última estribación fragmentada de una gigantesca placa continental que llamamos Asia. Pero los hombres que habitan este extremo del planeta han introducido un desorden considerable y duradero en la vida de los demás habitantes del planeta. Por tanto no es solo comprensible, sino que, desde la perspectiva actual, es obligado que describa la historia desde la atalaya europea. O, para decirlo con las palabras del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu: «La cuestión es el trato que el hombre blanco dispensa a personas con otro color de piel, a la naturaleza, a los animales, a la vida en general». ¿Qué ha pasado con el resto de grandes civilizaciones? ¿Por qué China, que descubrió Australia, no ha pensado nunca en conquistarla? ¿Por qué fueron los europeos quienes descubrieron América y no al revés? ¿Por qué los mayas nunca emprendieron viaje alguno hacia Europa, o tan siquiera hacia América del Sur? Habrá que dilucidar estas preguntas.

¿Cuál será mi modo de proceder? ¿Qué le espera a usted, lector? El filósofo Karl Jaspers, que no es un adepto de la simplificación, divide la historia de la humanidad en cuatro períodos. Según él, hay cuatro momentos en los que el hombre sienta nuevas bases. El primero comienza cuando surgen el lenguaje y las herramientas. Le sigue la fase en la que los hombres ya no cazan ni recolectan, sino que siembran, cosechan y construyen grandes reinos. Para la tercera fase, el primer milenio antes de nuestra era, Jaspers inventa la bella denominación de Era Axial. Es la época en que, intelectualmente, alcanzamos las estrellas, filosofamos, levantamos edificios de ideas y surgen las religiones universales. La cuarta fase es nuestro tiempo, la época técnico-científica. Como toda categorización es absurda. Y a la vez muy útil. Me ciño en gran medida a la clasificación de Jaspers e incluso voy un poco más allá en la aplicación del sentido de la estructura típico del Homo sapiens. Al final de cada capítulo hay una lista de los 10 ítems más destacados que resumen el tema tratado en el capítulo. ¡Supera esta, Jaspers!

Tras un recorrido rápido para lectores con prisa, en cada uno de los 10 capítulos enfoco la historia universal en su conjunto desde un ángulo diferente. Al capítulo sobre los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad, sigue un capítulo que describe la historia universal tomando como base el progreso de ciudades importantes, luego viene un capítulo sobre héroes de la historia, otro sobre las grandes ideas, uno sobre las grandes obras de arte y otro sobre los inventos más revolucionarios. Y luego, para ponerle el condimento adecuado, uno sobre los grandes canallas y las grandes palabras. Al final tenemos que hablar, por mucho que nos pese, del fin del mundo, pero, para que esto no aflija a los lectores, a continuación les esperan unas cuantas ideas sorprendentes sobre contextos históricos.

En este libro usted notará la ausencia de muchos nombres, sucesos y datos, pues no se trata de un manual de historia universal. En cualquier caso, lo que aquí interesa no es una relación de fechas de batallas y revoluciones o de nombres de diferentes gobernantes. No creo siquiera que a alguien le interesen los atenienses que vivieron hacia el año 400 a. C. o las inquietudes de los romanos allá por el año 10 d. C. Lo que en efecto interesa de la historia son las preguntas que se plantean para nosotros al contemplar la Atenas antigua y la importancia que, en la actualidad, tienen para nosotros las respuestas a las preguntas que aquellos hombres se formularon. Según Tucídides, la historia no es otra cosa que una clase de filosofía en base a ejemplos. Le ruego entonces, lector, que se atenga más bien a encontrarse con ejemplos del pasado que nos conciernen hoy en día, y no espere una especie de compendio u obra de consulta.

Otra advertencia: no va a encontrar en este libro ni un solo pensamiento que sea exclusivamente mío. Aunque, a este respecto, hay que poner al lector sobre aviso en cuanto a pensamientos originales. Quien haya leído a Spengler y a Marx, dos de los últimos pensadores que han intentado lanzar teorías históricas originales, sabe lo que quiero decir. Ese tipo de discursos caen rápidamente en la charlatanería. Para Marx, el hombre solo tiene que ser liberado de sus cadenas, luego todo irá bien para él. Para Spengler, las civilizaciones son como frutos de vida limitada: se conservan unos mil años desde que florecen hasta que se pudren y luego se hunden; todo sigue una trayectoria fatal. Entonces, con seriedad mesurada, hago voto de no exponer aquí tesis originales. Todos los pensamientos esenciales acerca del hombre han sido generados cientos, qué digo, miles de veces antes de mí. El mundo es ahora tan viejo y tantos hombres ilustres han vivido y pensado durante tantos siglos que pocas novedades se pueden encontrar o decir. El último pensamiento es mío, pero la manera como está formulado la encontré en un escritor llamado Goethe. ¿Ya no me pertenece? Para prever cualquier guttenbergización, confieso ya aquí, para curarme en salud, que soy un enano en hombros de gigantes. Y así tiene que ser.

Al final del libro encontrará usted una breve visión de conjunto; estoy especialmente agradecido a todos los que me han ayudado, a Jan Assmann en el tema de los tiempos más remotos, al gran Moses Finley en el de la Antigüedad, a Peter Brown en el de la antigüedad tardía. En lo referente a la Edad Media conté con Jacques Le Goff, desgraciadamente ya fallecido, a los 90 años. Los libros y las clases del gran historiador de la civilización y del pensamiento, el berlinés Alexander Demant, han sido mi guía. También me he dejado orientar por Norbert Elias, Karl Jaspers, Karl Popper e Isaiah Berlin porque los sociólogos y filósofos son, al fin y al cabo, los historiadores más competentes. A Isaiah Berlin, seguramente el más importante pensador liberal de nuestro tiempo, tuve ocasión de visitarlo en su despacho de Oxford, poco antes de que falleciera, y discutir con él sobre ilustración y liberalismo. Pero quien más información me ha aportado ha sido mi amigo Yuval Harari, profesor en la Universidad de Jerusalén. Sin su libro Sapiens,1 este que usted tiene en las manos no existiría. Cuando acudí a verlo en otoño de 2014, Yuval acababa de terminar la escritura de Sapiens. Recibí de él valiosos consejos para este libro.

1. Yuval Noah Harari, Sapiens: de animales a dioses. Una breve historia de la humanidad, Madrid, Debate, 2014.