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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 443 - abril 2020

 

© 2008 Anna Cleary

Un buen presentimiento

Título original: Untamed Billionaire, Undressed Virgin

 

© 2013 Paula Roe

Deseo íntimo

Título original: The Pregnancy Plot

 

© 2013 Fiona Gillibrand

Conflicto de amor

Título original: The Fiancée Charade

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-375-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un buen presentimiento

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Deseo íntimo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Conflicto de amor

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Un buen presentimiento

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El avión de Connor O’Brien se deslizó sobre Sídney con los primeros rayos de luz del día. La borrosa ciudad se materializó debajo como un misterioso collage de tejados y mar oscuro emergiendo de la neblina de la noche. Recibió con agrado las comodidades que prometía después de los desiertos que había atravesado los últimos cinco años, pero Connor no esperaba sentir que volvía a casa. Para él, Sídney era solo una ciudad más. Se sentía tan poco conectado a las torres y los rascacielos como a las mezquitas y los minaretes que había dejado atrás.

Una vez en tierra, atravesó la aduana sin detenerse gracias a su estatus de diplomático. Su aspecto disipaba cualquier duda. Solo era otro australiano más del Servicio de Inteligencia. Se dirigió a la terminal internacional con paso firme tirando de la maleta de cabina y con el maletín del ordenador en la otra mano. Escudriñó con ojo crítico a los grupos de familiares adormilados que esperaban a sus seres queridos para abrazarlos. Esposas y novias sonriendo a sus hombres y niños llorosos que corrían a los brazos de sus padres. A él nadie le esperaba. Ahora que su padre había muerto, no mantenía relaciones personales con nadie. Nadie corría peligro por conocerlo. Su preciado anonimato seguía intacto. A nadie le importaba si Connor O’Brien estaba vivo o muerto, y así tenía que ser.

Las puertas de cristal de la salida se abrieron ante él y salió a la madrugada del verano australiano sintiéndose a salvo en su soledad. El cielo había adquirido un tono gris pálido. Hacía calor. El tenue aroma de los eucaliptos le llegó con la brisa como si fuera el olor de la libertad.

Mientras buscaba la parada de taxis, Connor se rascó la barbilla y pensó en las comodidades de un buen hotel: una ducha, desayuno, dormir…

–¿Señor O’Brien? –un chófer uniformado salió por la puerta de una limusina y se tocó respetuosamente la gorra–. Su transporte, señor.

Connor se quedó muy quieto con los nervios y los reflejos en alerta.

Una voz chillona salió del interior del coche.

–Vamos, vamos, O’Brien, dale a Parkins el equipaje y pongámonos en marcha.

Connor conocía aquella voz. Miró con desconfianza hacia el interior poco iluminado del vehículo. Entonces vio a un hombre pequeño y mayor acomodado con gesto regio en la lujosa tapicería.

Sir Frank Fraser. Un zorro astuto, una leyenda del Servicio de Inteligencia y uno de los antiguos compañeros de golf de su padre. Según tenía entendido, el antiguo director había colgado la capa y la daga hacía tiempo y se había retirado para vivir de la fortuna de los Fraser. Por lo que Connor sabía, ahora era un pilar respetable de la sociedad rica.

–Bueno, ¿a qué estamos esperando? –la voz anciana encerraba un tono de incredulidad por no ser obedecido al instante.

La curiosidad de Connor pudo más que la molestia al verse privado de su momento de libertad, así que le tendió la maleta a Parkins y se deslizó en el asiento de atrás de la limusina.

El anciano le estrechó al instante la mano con vigor.

–Me alegro de verte, O’Brien –el hombre observó las largas y fuertes piernas de Connor y su complexión atlética con admiración–. Dios mío, eres la viva imagen de tu padre. Idéntico a Mick.

Connor no trató de negarlo. Sí, había heredado el pelo negro como la tinta y la piel aceitunada de algún antepasado español que acabó en la costa irlandesa tras un naufragio, pero su padre había sido un hombre de familia, y allí era donde terminaba la semejanza.

–Y parece que te ha ido bien. ¿Para qué departamento te ha contratado la embajada? ¿Asuntos Humanitarios?

–Algo así –reconoció Connor mientras la limusina se ponía en marcha hacia la ciudad–. Consejero humanitario para la Secretaría de Inmigración.

El rostro anciano de sir Frank se arrugó un poco más en una expresión pensativa.

–Sí, sí, entiendo que necesiten más abogados. Hay mucho trabajo que hacer ahí.

Una visión del horror al que había tenido que enfrentarse en la embajada australiana de Bagdad le cruzó por la mente a Connor. Incapaz de empezar siquiera a describirlo, se limitó a encogerse de hombros y esperó a que el antiguo camarada de su padre soltara lo que tenía que decirle.

Sir Frank le lanzó una mirada penetrante y dijo con perspicacia:

–¿No es suficiente toda esa tragedia para mantener tu interés sin tener que dedicarte al otro trabajo que haces? Tu padre siempre decía que el derecho era tu primer y único amor.

Connor controló todos los músculos para no reaccionar, aunque sintió una leve punzada en el estómago.

–Sir Frank, ¿hay algo detrás de esta charla amigable, algo que quiera decirme?

El anciano sacó un puro del bolsillo superior de la chaqueta.

–Digamos que tenemos un amigo de un amigo en común.

Connor agudizó el oído. Aquella era la forma de contactar de la agencia. Pero, ¿por qué el viejo y no alguien que estuviera en activo? Estaba considerando las posibilidades cuando sir Frank le asestó un golpe bajo.

–Me enteré de que habías perdido a tu mujer y a tu hijo. Eso es muy duro. ¿Cuándo fue?

Connor agarró con fuerza el mango del maletín y dejó que las cenizas y el polvo volvieran a asentarse en su alma. A pesar del tiempo que había transcurrido, todavía le sorprendía la fuerza del golpe.

–Hace casi seis años. Pero…

El anciano suavizó un poco el tono de voz.

–Ya va siendo hora de que lo intentes otra vez, muchacho. Un hombre necesita una mujer, hijos que le reciban en casa. Es hora de que dejes esta forma de vida y eches raíces. Ese trabajo en Bagdad… –sacudió la cabeza– quema mucho. Dos o tres años debería ser el límite, y tú ya lo has pasado con creces. Dicen que te has librado por los pelos en varias ocasiones. Y que eres bueno, el mejor. Pero no se puede permanecer demasiado tiempo en la cumbre –miró a Connor de reojo–. El hombre al que reemplazaste terminó con un cuchillo en el vientre.

Connor le miró con una mezcla de incredulidad y frialdad.

–Gracias.

Pero el anciano estaba lanzado y gesticulaba con creciente fervor.

–No cumpliría con mi deber hacia Mick si no te dijera esto, muchacho. Estás jugando con la muerte.

–Igual que hizo usted durante mucho tiempo –le espetó Connor.

–Así es, lo hice, y he aprendido una lección. Nadie sale ganando nunca en este juego –sir Frank le agarró del brazo–. Mira, puedo tirar de algún hilo. Tu padre te dejó convertido en un hombre rico. Podrías montar tu propio bufete. Un buen abogado siempre es bienvenido en este país. Aquí también hay muchas injusticias. Y un chico guapo como tú no tardará mucho en encontrar otra mujer encantadora.

El trozo de hielo en el que se le había convertido el corazón a Connor desde lo ocurrido en aquella montaña de Siria no registró nada. Sabía lo que había perdido y lo que nunca volvería a tener. Ahora vivía sin ataduras. El encuentro ocasional con alguna mujer guapa bastaba para mantener las sombras a raya.

–La vida civil también ofrece muchos retos –insistió sir Frank–. Y tiene sus emociones –agitó el puro que aún no había encendido–. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco?

–Treinta y cuatro –Connor sintió cómo se le tensaban los músculos abdominales.

Entendía perfectamente a qué se refería el anciano. Para trabajar en los servicios de inteligencia, los oficiales tenían que ser tan objetivos y asépticos con sus contactos. Tal vez algunos desarrollaran grietas con el tiempo por las que podría filtrarse alguna emoción, pero él no tenía de qué preocuparse. Seguía siendo tan frío y equilibrado en su trabajo como siempre. Y necesitaba la constante amenaza de la muerte para darse cuenta de que estaba vivo.

–Sir Frank –continuó con voz profunda y pausada–, le agradezco su preocupación pero no es necesaria. Si tiene algo que decirme, suéltelo ya. En caso contrario su chófer puede dejarme aquí.

Sir Frank lo miró con aprobación.

–Un tipo directo, igual que Mick. Exactamente igual que él –sacudió la cabeza y suspiró–. Ojalá Elliott fuera tan claro.

Ah. Por fin. Ahí estaba el quid de la cuestión.

–¿Su hijo?

–De eso quería hablar contigo. Ha sucedido algo.

Por lo que Connor sabía, Elliott Fraser era uno de aquellos cincuentones ricos que dirigían el sector financiero.

–¿Se ha metido en algún lío?

El anciano parecía abatido.

–Se puede decir que sí. Se trata de una mujer.

Connor aspiró con fuerza el aire.

–Mire, creo que le han informado mal, sir Frank. Estoy aquí de permiso –afirmó con tono frío. Era necesario dejarle claro al hombre su rechazo–. No he volado desde el otro lado del mundo para arreglar la vida amorosa de su hijo.

Sir Frank se puso rojo de indignación.

–Eso es precisamente para lo que estás aquí –contestó con furia–. ¿Quién crees que te ha conseguido el permiso? –sir Frank blandió el puro hacia el rostro de Connor–. No tienes que ponerte chulo conmigo solo porque te conozco desde que tenías dientes de leche. Te he escogido a ti.

Antes de que Connor pudiera responder, sir Frank se inclinó hacia delante y clavó la mirada en la suya.

–No voy a interrumpir tu descanso durante mucho tiempo, Connor. Te llevará una semana, dos como mucho, y luego puedes disfrutar del resto de los tres meses de permiso que tienes. ¿Quién sabe? Tal vez decidas quedarte aquí más tiempo. En cualquier caso, sé que harás todo lo posible por ayudarme. Lo harás por Mick.

Ah, ahí estaba. La vieja carta de la amistad. Todas aquellas mañanas en el campo de golf. Las tardes de copas posteriores en el club. Connor sabía de qué iba aquello. Era un chantaje emocional imposible de rechazar. Cerró los ojos y se resignó.

–De acuerdo, de acuerdo. Adelante. Suéltelo.

–Eso está mejor –sir Frank se reclinó con gesto de satisfacción–. Esto tiene que quedar entre nosotros. Están considerando a Elliott para un puesto importante en el ministerio. No puede permitirse ningún escándalo –alzó una mano–. Esto es serio. Marla está en América por trabajo. Si vuelve y descubre que Elliott está jugando fuera de casa… –se estremeció–. Marla puede llegar a ser muy contundente. Tengo un presentimiento muy fuerte respecto a esto, Connor, y mis presentimientos no suelen fallar. Cabe la posibilidad de que la chica con la que se ha liado sea una trampa. El momento en que ha aparecido me hace sospechar. Pero aunque no lo sea…

Sir Frank cerró los arrugados ojos en gesto de desprecio.

–¿Entiendes ahora por qué te he escogido a ti? No quiero que la agencia tenga nada que ver con esto. Se trata de mi familia. No quiero desconocidos –se inclinó hacia Connor y bajó la voz–. Estarás solo. Esto será exclusivamente entre tú y yo. No puedes entrar en los servicios informáticos de la agencia –le advirtió blandiendo un dedo hacía él.

Connor sacudió la cabeza sin entender nada.

–Pero seguro que bastaría con que usted hablara con Elliott en serio, ¿no?

–Eso no funcionaría. Cree que lo tiene todo controlado.

Connor disimuló una sonrisa. Estaba claro que el anciano no quería que su hijo supiera que le estaba vigilando de cerca.

Sir Frank le agarró con fuerza la muñeca.

–A pesar de todos sus fallos, Elliott es mi hijo, Connor. Y luego está mi nieto –los cansados ojos se le llenaron de lágrimas–. Tiene cuatro años.

Connor percibió un leve temblor en la mano que le agarraba la manga y sintió una ligera punzada en el pecho.

–De acuerdo –dijo dejando escapar el aire de los pulmones. La gente mayor y los niños siempre habían sido su talón de Aquiles. Lo mejor que podía hacer era apretar los dientes, acceder al encargo y acabar con el asunto cuanto antes–. ¿Qué sabe de la mujer?

Sir Frank contuvo las lágrimas con asombrosa rapidez. Sacó un archivo.

–Se llama Sophy algo. Woodford… no, Woodruff. Trabaja en el edificio Alexandra.

–¿Dónde está eso? –preguntó Connor agitando la única página del informe.

La información era muy escasa: unos cuantos datos y fechas, encuentros con Elliott en cafés, la foto borrosa de una mujer delgada de pelo oscuro. No tenía el rostro enfocado, pero la cámara había conseguido captar la delicadeza del óvalo de su rostro, el lustre de su cabello largo y ondulado. Trabajaba como foniatra en una clínica pediátrica.

–¿Conoces Macquarie Street?

–¿Y quién no?

Macquarie Street era una de las mejores avenidas de Sídney. Durante mucho tiempo fue el feudo de los mejores médicos de la ciudad.

–Te he reservado un despacho allí. Si decides quedarte, puedes convertirlo en tu lugar de trabajo permanente –añadió el anciano como quien no quiere la cosa.

Observó el rostro inteligente del anciano.

–¿Qué quiere exactamente de mí?

–Que averigües cosas sobre ella: su pasado, sus contactos, todo. Seguro que no tiene buenas intenciones –sir Frank sacudió la cabeza disgustado–. Bueno, si averiguas que es una sacacuartos, dale dinero para que se vaya.

Connor parpadeó. En principio parecía una misión fácil, nada que ver con encontrarse con un contacto cubierto de explosivos.

–Un chico guapo como tú no tendrá ningún problema en intimar con una mujer.

Connor lo miró con recelo. Él no intimaba con nadie. Estaba a punto de dejárselo claro cuando la limusina giró hacia una avenida flanqueada por árboles y reconoció la elegante arquitectura colonial de Macquarie Street.

Había poco tráfico a aquellas horas de la mañana y tuvo la oportunidad de admirar lo agradable que era la calle, que a un lado tenía el denso y verde misterio de los jardines botánicos, esplendorosos en verano. El chófer se detuvo a mitad de la calle.

–El Alexandra –anunció sir Frank.

Connor alzó la vista para contemplar el edificio de ladrillo color miel. De la ventana del tercer piso colgaban varias flores color escarlata.

–Tu oficina está en la planta superior. Suite 3E –sir Frank le puso un juego de llaves en la mano a Connor–. Por favor, tenme al tanto de todos los pasos –se reclinó en el asiento y encendió el puro antes de añadir con entusiasmo–: ¿Sabes qué, Connor? Tengo un buen presentimiento respecto a esto. Estoy seguro de que eres el hombre adecuado para frenar a la señorita Sophy Woodruff.

 

 

Sombra de ojos. Solo un poco para resaltar el color violeta, como su nombre, según solía decir su padre. Violeta era su nombre oficial, aunque no lo utilizara nunca. Gracias a Dios solía aparecer únicamente en documentos oficiales o en los extractos bancarios. ¿Qué clase de personas le pondrían a su hija un nombre tan cursi?

Desde luego no los padres que ella conocía. Se habían sentido en la obligación de conservarlo, pero todo el mundo prefería llamarla por el nombre que ellos habían escogido: Sophy, lo había escogido su padre. Henry, su padre de verdad, no el biológico.

Aquella incómoda sensación volvió a abrirse paso en su estómago. Su padre biológico. Qué descripción tan fría. Pero, ¿sería tan frío como parecía? ¿Podía comportarse con calidez un hombre al encontrarse con la hija que no sabía que tenía? O eso le había dicho él. Pero si le había mentido, ¿por qué había pedido una prueba de ADN?

Le estaba mintiendo en algo. Lo sentía.

Sophy tenía las cejas negras, más negras todavía que el pelo. Un rápido toque de lápiz para definir el arco natural. Serviría dada la urgencia.

El rímel era obligatorio. Las pestañas nunca eran lo suficientemente largas. Un fugaz toque de colorete en los pómulos para darle color a su rostro, pálido tras una noche de insomnio. Una mirada al reloj hizo que decidiera que estaba satisfecha con su aspecto si quería subirse al ferry de las seis.

La ola de calor seguía abrasando Sídney después de tres días, así que tenía que ponerse algo fresco. Escogió una falda recta a la altura de la rodilla y se giró para mirarse al espejo. Era lo suficientemente sosa. La camisa lila sin mangas acababa de llegar de la tintorería. Agarró el bolso y se puso los zapatos de tacón.

Zoe y Leah, sus compañeras de piso, empezaban a despertarse. Sophy se abrió camino entre el equipo de acampada que había en el pasillo, se despidió precipitadamente de ellas y corrió hacia la puerta.

El sol apenas había salido. Sophy repasó mentalmente por enésima vez cada paso que había dado desde recogió la carta certificada de la oficina de correos el día anterior a la hora de comer.

Se la había llevado directamente al despacho para leerla. Y allí estaba. La confirmación oficial. El perfil genético de Elliott Fraser coincidía con el suyo, el laboratorio podía afirmar que se trataba de su padre. Se lo metió en el bolso y fue a ayudar a Millie, que estaba en el despacho de al lado, a recoger sus cosas porque se marchaba. Pero cuando llegó a casa se dio cuenta de que ya no tenía el informe. Tras el pánico inicial, recordó que había pasado por la sala de lactancia antes de ir al baño. En la sala estaba Sonia, de la clínica oftalmológica, llorando. Sophy sacó unos pañuelos de papel del bolso. La carta podía haberse caído entonces. Si quería encontrarla antes que nadie, debía llegar al Alexandra antes de que lo hiciera todo el mundo. Seguramente podría pedirle una copia al laboratorio. Pero aquello no ayudaría al problema de la confidencialidad.

Una promesa era una promesa. Si no lo encontraba rápidamente tendría que informar a Elliott. La idea le provocó un escalofrío. Tras su primer encuentro en el café, la primera vez que lo vio, le pareció que era muy frío. Incluso su nombre, que vio por primera vez en el certificado de nacimiento original, tenía algo de fría realidad.

A los dieciocho años, cuando la ley lo permitía, había iniciado los trámites para averiguar los nombres de sus padres biológicos, por simple curiosidad. Seguramente no habría actuado nunca de acuerdo a aquella información. Dudaba mucho que se hubiera puesto en contacto con él si no hubiera sido por aquel martes, seis semanas antes.

Sophy estaba en el mostrador de recepción consultando el historial de un paciente cuando alguien se acercó y le dijo a Cindy:

–Soy Elliott Fraser. He traído a Matthew para su revisión.

A Sophy se le detuvo el corazón. Alzó la vista muy despacio y lo miró por primera vez. Su padre. Tenía cincuenta y muchos años y el pelo plateado. Parecía muy seguro de sí mismo, era la imagen de un hombre de negocios de éxito. Tenía los ojos de un tono gris frío, en absoluto parecidos a los suyos. Sophy se lo quedó mirando y trató de encontrar algún parecido, pero no lo consiguió.

Seguramente se parecería a su pobre madre, quien, según los informes, había muerto de meningitis. Pero tendría que tener algún punto en común también con su padre.

Sophy deslizó entonces la mirada hacia el niño de cuatro años que estaba al lado de Elliott Fraser. Tenía un rostro adorable y muy serio. Se dio cuenta entonces en medio de una oleada de emociones contradictorias de que era su hermanastro.

Qué extraño le resultaba ver a las personas que compartían su sangre, sus genes. Tal vez incluso tuvieran cosas en común. Aunque quería a sus padres adoptivos, tenían una hija mucho mayor en Inglaterra del primer matrimonio de Bea, y Sophy sentía en ocasiones que la comparaban con ella. Lauren era buena en matemáticas y en ciencias, mientras que Sophy prefería el arte. Lauren había estudiado Medicina mientras que ella escogió Foniatría. Lauren hacía escalada y a Sophy le gustaban la jardinería y visitar librerías.

Poco después de que Sophy cumpliera los dieciocho años, fue como si Henry y Bea se sintieran liberados de su responsabilidad hacia su hija adoptiva, porque regresaron a Inglaterra para estar con Lauren, la hija biológica de Bea, cuando formó su propia familia.

Sophy había pensado muchas veces que si tuviera hermanos, tal vez no echaría tanto de menos a sus padres. Aquel hermanito…

Cuando recordó sus grandes ojos marrones sintió una punzada placentera en el corazón, aunque también le preocupó. Le había dado la sensación de que se trataba de un niño muy dulce pero que también estaba muy solo. Se dio cuenta de que mientras Elliott Fraser estaba esperando en recepción con su hijo, no le había mirado ni una vez.

Los guardias de seguridad habían abierto ya las pesadas puertas de cristal del edificio. Una vez dentro, decidió que no podía esperar a que bajara el ascensor y subió por las escaleras.

Había poca gente tan temprano, aunque el aroma a café que le llegó al pasar por la segunda planta le hizo pensar que Millie, su amiga y compañera, ya estaba allí, instalándose en su nuevo despacho.

El antiguo estaba justo al lado del de Sophy. Si no encontraba el sobre en el cuarto de baño, tendría que estar allí, en el despacho de Millie.

Al llegar a lo alto de la escalera se detuvo para recuperar el aliento y se encontró con la visión de la puerta de Millie cerrada. Entonces vio la nueva chapa y se quedó sorprendida: «Connor O’Brien».

¿Quién era Connor O’Brien?

Se dirigió a toda prisa al cuarto de baño de señoras. La pesada puerta de caoba se abrió al instante. Entró y miró en todos los cuartos de baño, en las papeleras y en los lavabos. Nada.

Una desilusión, pero no una sorpresa. Todavía confiaba en encontrar la carta en la sala de lactancia.

Corrió por el pequeño vestíbulo, abrió la puerta de la sala y se quedó completamente paralizada. Había un hombre.

Estaba desnudo de cintura para arriba, era alto y delgado y tenía los brazos musculosos y el pelo oscuro. Estaba de pie frente al lavabo con la mitad de la cara cubierta por la espuma de afeitar. Había una camisa y una chaqueta sobre el maletín que tenía a los pies. Tenía el poderoso torso bronceado, como si hubiera pasado mucho tiempo al sol, y los pies plantados en el suelo de la sala de lactancia como si tuviera todo el derecho del mundo a estar ahí. ¿No tenía baño en su casa?

Cuando el hombre se inclinó un poco más hacia delante vio una cicatriz que le cruzaba las costillas en el lado derecho. Una sensación de ahogo se apoderó de ella. Los paralizados dedos de Sophy dejaron escapar la puerta justo cuando el hombre se empezaba a afeitar uno de los bronceados pómulos. Detuvo la mano a medio movimiento y su mirada se cruzó con la suya en el espejo.

Tenía los ojos más oscuros que la noche, las pestañas espesas y unas fuertes cejas negras. Pero lo que más le impresionó a Sophy fue su expresión. En aquel primer instante de conexión se había producido una especie de brillo entre ellos. Como si la hubiera reconocido.

Pero no se conocían. El hombre se giró a medias y ella vislumbró su perfil, la frente ancha, la nariz recta y larga. Entonces la miró de frente y…

Espectacular. Incluso medio cubierto por la espuma, la fuerza y la masculinidad se manifestaban en la simétrica estructura de su hermoso rostro.

–Hola. Soy Connor O’Brien.

Tenía una voz profunda y grave, rica en texturas. Una pizca de vello oscuro en su poderoso pecho invitaba a la hipnotizada mirada de Sophy a continuar deslizándose bajo la hebilla del cinturón, hacia… algún sitio.

–Ah. Eh… hola. Lo siento –Sophy reculó y volvió a salir al pasillo.

Connor se quedó mirando la puerta cerrada con cierto divertimento. Se arrepintió un poco de haber retrasado el registro en algún hotel. Lo último que necesitaba era alertar a la señorita Sophy Woodruff de su precipitada llegada. Pero, ¿quién habría imaginado que fuera tan pronto a trabajar? Sintió una cierta intriga. A primera vista, no era en absoluto lo que esperaba. Los ojos dulces y las bocas apasionadas no casaban con las mujeres maquinadoras. A menos, por supuesto, que fuera su instrumento de trabajo. Perfecta para tragarse a los palomos de mediana edad.

En el pasillo, Sophy trató de centrarse. Vaya. Tardó unos segundos en apartar la imagen de aquel pecho de su cabeza. Por el amor de Dios, ¿quién podría buscar nada en presencia de un hombre semidesnudo? Era una maldita molestia. Menuda cara, utilizar la sala de lactancia como si fuera su propio cuarto de baño.

Y ahora que lo pensaba, ¿por qué había dejado las cosas así? Armándose de valor, volvió a entrar.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Connor se estaba abrochando la camisa. Pero ya era demasiado tarde. La primera impresión estaba ya grabada en el cerebro de Sophy.

Al escuchar sus pasos, él la miró bajo las oscuras pestañas. Sophy conocía aquella mirada. Era la mirada del cazador apreciando sus curvas y su disponibilidad sexual.

–Esta es la sala de lactancia –afirmó ella–. Por si no lo sabía.

Los oscuros ojos del hombre se agudizaron bajo las pestañas y una repentina tensión se apoderó de la estancia.

–Lo sé –el hombre enjuagó la cuchilla bajo el agua del grifo y la agitó un par de veces.

Sophy esperó a que hiciera alguna señal que indicara que había captado la indirecta, pero siguió afeitándose como si tal cosa.

¿Quién era aquel hombre por el que Millie había tenido que dejar su despacho? No se parecía a ninguno de los médicos que conocía. Echó un rápido vistazo al suelo y a las demás superficies. Las limpiadoras habían hecho ya su trabajo cuando ella entró allí el día anterior por la noche, pero otra persona podría haber agarrado la carta después de que ella saliera y podría haber pensado que era para tirar. Buscó con la mirada la papelera pero no había nada.

Sophy se aclaró la garganta y afirmó con fría autoridad:

–Mire, lo siento, pero me temo que tendrá que terminar lo que está haciendo en otro lado. Hay un cuarto de baño de hombres un poco más allá –Sophy abrió la puerta y la sostuvo con decisión.

Transcurrieron varios segundos. Sophy empezó a preguntarse si habría escuchado lo que le había dicho. Entonces él la miró bajo sus largas pestañas.

–No.

Para indignación de Sophy, Connor permaneció tan inmóvil como un tronco y siguió arañando la espuma de su preciosa mandíbula como si tuviera todo el tiempo del mundo. Tras un segundo cargado de tensión en el que a Sophy se la pasó por la cabeza la idea de llamar a la policía, Connor tuvo el valor de añadir:

–No hay por qué ponerse nerviosa.

¿Nerviosa? ¿Quién estaba nerviosa? Aunque fuera extraño encontrar un hombre tan guapo, Sophy Woodruff era perfectamente capaz de lidiar con él.

Para no parecer una idiota, soltó la puerta para que se cerrara. Connor empezó con la zona del bigote. Antes de que Sophy pudiera apartar la vista, él se detuvo en las comisuras de los labios y esbozó una media sonrisa.

–Estaré fuera de aquí en unos segundos. No dejes que mi presencia te altere.

–¿Alterarme? –Sophy soltó una carcajada despreocupada–. Mi única preocupación es que alguna madre necesite entrar aquí para alimentar a su bebé.

Connor consultó su reloj.

–¿A las seis y media de la mañana?

–Por supuesto que sí. Podría haber alguna cita temprana. Creo que debe saber que esta sala es para uso exclusivo de las madres.

–Ah –un brillo iluminó los oscuros ojos de Connor–. Entonces creo que debemos irnos los dos.

Sin esperar respuesta, Connor volvió a mirarse en el espejo. La espuma de afeitar le dibujaba la boca, destacando su perfección. El labio de arriba era firme y recto, el de abajo sensual de un modo masculino.

Sophy se dio la vuelta y empezó a buscar con ahínco.

–Pido humildemente disculpas por haber entrado en un espacio femenino sagrado –dijo en un intento de que volviera a darse la vuelta y poder disfrutar de su bello rostro ovalado. Luminosos ojos azules… ¿o eran violetas? Labios rosados y piel blanca. El conjunto bastaba para hacer babear a cualquier hombre–. No supongo ninguna amenaza –añadió con dulzura.

Sophy le dirigió una mirada fulminante.

–¿Sueles preferir el baño de mujeres al de hombres?

A Connor le brillaron los ojos bajo las gruesas pestañas. El aire se volvió de pronto más denso y cargado de un peligroso voltaje.

–Casi siempre. Ya sabes cómo es esto. Me gusta conocer gente, ¿y qué mejor sitio que este para hacerlo? –deslizó la mirada audaz y oscura desde la boca hacia los pechos y siguió por las piernas antes de volver a subir.

Sophy sintió una llamarada que le llegó hasta los tobillos. Le dio la espalda y se inclinó para mirar en el sofá en el que se había sentado el día anterior. Metió la mano detrás del asiento y recorrió el perímetro.

No había nada más que polvo. Hiper consciente de la presencia de Connor, se incorporó para mirar en el cambiador de bebés. Él fingía estar otra vez centrado en el afeitado, pero Sophy no se dejó engañar. Estaba al tanto de todos sus movimientos.

Sophy miró el maletín de cuero al lado de Connor. Tal vez había encontrado el sobre.

–¿Has visto por casualidad una carta por aquí?

–¿Una carta? –Connor alzó sus expresivas cejas–. Es un lugar un poco raro para recibir el correo.

–He perdido un sobre. Creo que se me ha caído del bolso cuando estaba sentada ahí, o…

–¿Cómo es el sobre?

–Un sobre normal, ya sabes, de esos con ventanita. Como… mira, no importa cómo sea. ¿Lo has visto o no?

Connor se giró y la miró fijamente.

–No sé si debo contestar a eso. Depende de a quién esté dirigido ese sobre.

Sophy sintió una breve sacudida, como si de pronto se hubiera topado con un muro inesperado, pero dijo con la mayor naturalidad posible:

–Bueno, obviamente está dirigido a mí.

–Ah –Connor había terminado por fin de afeitarse y se giró para enjuagar la cuchilla–. Pero, ¿quién eres tú?

–Soy… –Sophy se estiró sobre los tacones.

Connor agarró una toalla de papel y se secó la cara. Luego se puso la chaqueta y guardó las cosas de afeitar en un neceser de piel.

–Escucha –le espetó Sophy–. ¿Por qué no puedes darme una respuesta directa?

Él suspiró.

–De acuerdo, a ver qué te parece esta. No he encontrado tu carta. Puedes registrarme si quieres –extendió las manos en muda invitación y le mostró los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones.

Al ver que ella le miraba con desconfianza le ofreció el maletín.

–Vamos, mira dentro.

–¿Sabes que eres un hombre muy maleducado y molesto? –le dijo con un temblor de voz.

–Lo sé –contestó Connor con un brillo malicioso en la mirada–. Estoy avergonzado de mí mismo.

Sophy sintió cómo se le elevaba la tensión arterial cuando él se acerco tanto que su ancho pecho desnudo quedó a escasos centímetros de sus senos.

–¿Y tú sabes que eres una jovencita muy estirada? Deberías aprender a relajarte.

La sensual boca de Connor estaba demasiado cerca para su gusto, e, involuntariamente, la suya se le secó. Le miró con rabia, incapaz de hablar o de respirar.

–Si encuentro la carta te lo haré saber –Connor deslizó la mirada a su escote antes de volver a subirla a los ojos–. Con esos ojos, deberías llamarte Violet –se dio la vuelta y salió por la puerta dejándola allí, paralizada.

Entonces, la enormidad de lo que acababa de decir la arrolló como un tren. Sus palabras resonaban en sus oídos.

Conocía su nombre. Lo conocía desde el principio. No había sido una coincidencia.

Pero, ¿cómo podía saberlo a menos que hubiera encontrado la carta?

 

 

Sophy avanzó por la galería de la clínica infantil. La puerta de Connor O’Brien estaba cerrada, pero tuvo que armarse de valor para pasar por delante de ella. Seguramente él estaría allí dentro regodeándose mientras miraba su ADN.

Aunque, ¿qué podía significar aquello para él? Cerró los ojos y trató de mantener la calma. Aquel hombre podía ser un chantajista.

Rezó para que alguien hubiera encontrado el sobre y lo hubiera dejado en el buzón. Pero no tuvo tanta suerte. Una vez en su despacho llevó a cabo una búsqueda frenética… pero solo confirmó lo que ya sabía: lo había perdido después de salir de allí el día anterior.

Sophy se dejó caer en la silla. Tal vez debería alertar a Elliott, pero no estaba dispuesta a rendirse todavía. A él parecía inquietarle mucho la idea de que la noticia saliera a la luz. Aunque no podía culparle. Su existencia había supuesto un auténtico shock para él.

Pero Sophy tampoco podía negar su desilusión. En los encuentros en el café y en el bar, Elliott parecía más preocupado por saber a quién se lo había contado que cómo eran su Sophy y su vida, mientras que ella… ella tenía el corazón lleno de alegría y esperanza, quería saberlo todo sobre él. Y sobre Matthew.

Connor O’Brien era el culpable de su angustia. Una oleada de confusión la atravesó. Sintió un escalofrío. Solo había un camino. Costara lo que costara, necesitaba encontrar el modo de recuperar aquella carta. No permitiría que Connor O’Brien le estropeara la oportunidad de conocer a su padre. Aunque le costara la vida, encontraría la manera de entrar en su despacho.

 

 

Connor frunció el ceño mientras miraba por encima de las copas de los árboles, donde brillaba la Bahía Walsh bajo el cálido cielo azul. Se le pasó por la cabeza que tenía una casa no muy lejos de allí. La mayoría de las cosas de su padre se habían subastado, como solía suceder con las posesiones de los ricos, pero le serviría, sobre todo porque no estaba muy lejos del feudo de Elliott Fraser.

Se apartó de la ventana y observó con satisfacción el despacho de altos techos y cornisas ornamentales. Si hubiera buscado un despacho de verdad, no habría encontrado un lugar más agradable. Consultó la hora. Alquilar un coche, planear su próximo encuentro con Sophy Woodruff…

El pulso se le aceleró. Se preguntó por la carta que ella buscaba. La ansiedad de sus ojos le había parecido real. Con aquella voz tan dulce y el sonrojo de las mejillas, le había parecido demasiado blanda para que sir Frank sospechara de ella. Pero Connor era demasiado duro como para dejarse llevar por las apariencias. Las mujeres podían llegar a ser grandes actrices.

Buscara lo que buscara, su reto sería encontrarlo él primero.

 

 

A la hora de comer, de camino al café que había en la planta de abajo del edificio, Sophy vio a Connor O’Brien ayudando a unos transportistas a meter una preciosa librería por la puerta del despacho.

Sophy entró en el café y pidió un sándwich vegetal, pero en lugar de llevárselo a su lugar habitual en los jardines, volvió a subir para terminar unos informes. Cuando llegó al final de las escaleras, el estómago le dio un vuelco.

La puerta del Connor estaba medio abierta.

Su cabeza sopesó las posibilidades. Los transportistas debían haber ido a buscar la siguiente carga. ¿Habría ido la bestia arrogante con ellos?

Sophy aminoró el paso y cuando llegó a la puerta vaciló y fingió buscar algo en el bolso. No escuchó ningún sonido dentro. Lo único que podía ver a través de la puerta entreabierta era un trozo de la recepción vacía y una esquina del mostrador. Connor podría estar en el interior del despacho. Agudizó el oído y trató de averiguar si había alguien. Pero por el momento parecía que no había moros en la costa.

Era una oportunidad demasiado valiosa como para perderla. Llamó suavemente con los nudillos y esperó. Nada perturbó el silencio. Entró.

Como estaba familiarizada con el espacio, percibió al instante que la oficina entera, incluidos los dos despachos y la pequeña salita, estaban vacíos. Se adentró en el despacho más grande. Había un ordenador portátil sobre un pesado escritorio de palosanto. Las estanterías estaban vacías, pero a su lado había varia cajas con libros. Sophy inclinó la cabeza y leyó un par de títulos: Práctica de la Ley de Derechos Humanos, Derechos humanos internacionales. Se quedó desconcertada. ¿O’Brien era abogado?

Había un archivador nuevo cerca del escritorio. Sophy miró hacia la puerta e, ignorando un escalofrío de alerta, intentó abrir el cajón de arriba. Parecía vacío, pero estaba cerrado con llave. Todos estaban cerrados. Buscó las llaves, primero en los cajones del escritorio, y luego, al ver que estaban vacíos, por el resto del despacho. Sus ojos se clavaron en un maletín que había apoyado en la pata de la silla del escritorio.

Vaciló un instante, pero no tenía tiempo para dudas. Con el pulso latiéndole con fuerza en los oídos, colocó el maletín encima del escritorio y abrió la cremallera del compartimento principal, pensado para guardar el ordenador. Estaba vacío.

Consciente del regreso de los encargados de la mudanza, buscó rápidamente en los otros compartimentos. Su carta no estaba en ninguno de ellos, ni tampoco había ninguna llave.

Vio la chaqueta de Connor O’Brien colgada del respaldo de la silla. Deslizó las manos en los bolsillos y no sacó nada. No tuvo más suerte con el bolsillo del pecho, aunque detectó un bulto a través de la tela. Le dio la vuelta a la chaqueta y lo intentó en el bolsillo interior. Se le cayó el alma a los pies. Allí no había ningún sobre, solo un pasaporte, agarró el pequeño librito por la página de la fotografía. Connor tenía treinta y cuatro años, según indicaban los datos. Pasó más páginas y abrió los ojos sorprendida. Connor viajaba mucho. Y según el último sello, acababa de llegar al país.

Sophy dio un respingo al escuchar el sonido de unas voces que se aproximaban. Iban a pillarla con las manos en la masa. El pasaporte se le cayó de las manos. Se agachó para recogerlo mientras escuchaba quejas en la zona de recepción que sugerían que varios hombres estaban intentando hacer pasar un mueble grande por una apertura estrecha. En su precipitación al guardar otra vez el pasaporte en el bolsillo, Sophy le dio un golpe a la pila de cosas que había en el escritorio y varios documentos cayeron al suelo.

Cayó de rodillas y mientras trataba de recoger los documentos para volver a dejarlos en el escritorio, la actividad de fuera cesó. El corazón se le detuvo al ver el maletín. Lo tiró rápidamente al suelo.

Podía hacerlo, pensó con el corazón latiéndole con fuerza. Se incorporó, y, mirando hacia la puerta, se preparó para lo peor.

Hubo un breve intercambio de palabras fuera. Sophy agudizó el oído para escuchar lo que decían cuando se abrió la puerta de golpe. En aquel preciso instante ella miró horrorizada el pasaporte, que todavía estaba en una esquina del escritorio. Lo agarró y lo escondió a su espalda justo en el momento en que Connor entraba. Cuando la vio se detuvo sobre sus pasos y un brillo de asombro asomó a sus ojos oscuros.

Sin decir una palabra, pasó por delante de Sophy, agarró un bolígrafo del escritorio y volvió a salir, donde firmó algo que le entregó uno de los transportistas. Como no había tiempo para volver a poner el pasaporte en la chaqueta, ni tampoco tenía dónde esconderlo, se lo guardó en el escote de la camisa en el momento en que Connor se giraba para entrar con paso firme en el despacho.

Si vio el subrepticio movimiento, no lo demostró. Cerró la puerta despacio al entrar y se detuvo para observarla con sus oscuras cejas enarcadas.

Parecía más alto, más serio y más autoritario cuando estaba enfadado. A Sophy se le secó la boca y se atusó la falda con manos húmedas. A juzgar por el duro brillo de su mirada, Connor no estaba dispuesto a dejar que fuera de rositas.

–¿Querías algo? –su voz era grave y educada, con un cierto tono de incredulidad.

–Bueno, supongo que debería… disculparme. No tendría que haber entrado. Quería hablar contigo. La puerta estaba abierta, así que… entré –afirmó haciendo un gesto despreocupado.

La voz le tembló un poco, pero mantuvo la cabeza alta y no apartó los ojos de los suyos.

Connor deslizó la vista a su escritorio, donde antes estaba la pila ordenada de documentos, ahora puestos a un lado. Y dirigió la mirada hacia el maletín.

En un momento de brillantez inspirado por la adrenalina, hizo lo que único que podía hacer. Se sentó en el escritorio en aquel espacio y estiró la mano para poder apoyarse en ella. Entonces volvió a tirar la pila de documentos.

–Oh, vaya –dijo tratando de parecer despreocupada–. Es la segunda vez que lo hago.

Connor O’Brien no parecía dispuesto a dejarse engañar. Sus ojos oscuros la miraron burlones. Sophy fue dolorosamente consciente de sus senos y sus piernas, acentuadas por la postura, y confió en que el pasaporte rojo no se le notara.

–¿En qué puedo ayudarte, Sophy?

Ella sonrió, aunque sus sensores indicaban pánico. Pero el peligro en que se encontraba le proporcionó una especie de valor. No había visto tanto cine clásico en vano. Sabía cómo actuaría Lana Turner en una escena así.

–Vaya, así que has averiguado ni nombre –dijo con tono ronco cruzando las piernas.

Connor deslizó la mirada hacia ellas.

–Le di tu descripción al guardia de seguridad. No tuvo ningún problema en reconocerte.

A Sophy se le había subido un poco la falda por el muslo y tiró discretamente de ella para bajarla.

A Connor no le pasó desapercibido el movimiento. Se acercó un poco más y se la quedó mirando con sus ojos fríos.

–Irrumpir en una propiedad privada es un delito –deslizó la mirada hacia la boca de Sophy–. ¿Qué querías robar?

–¿Robar? Eso es ridículo –Sophy batió las pestañas–. Y no he irrumpido aquí. Dejaste la puerta abierta de par en par y entré para charlar contigo. Así de simple.

–¿Charlar? –Connor curvó los labios en gesto de desconfianza–. ¿De qué?

–Del tiempo –respondió poniendo los ojos en blanco–. ¿De qué si no?

Se bajó del escritorio para sentirse más alta, pero al verse frente a Connor sintió que su metro sesenta y nueve de mujer culpable no podía hacer nada frente al metro noventa de hombre duro.

–Me siento un poco culpable por no haber sido más amable esta mañana –se estiró lánguidamente y luego se contoneó en dirección a la puerta, lanzándole una mirada de reojo al estilo Lana–. Pero ahora veo que mi primera impresión respecto a ti era la correcta.

Acababa de agarrar el picaporte de la puerta cuando sintió unos poderosos pasos a su espalda. Una mano firme se cerró sobre la suya.

–Nada de eso, cariño. Todavía no.