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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 488 - octubre 2019

 

© 2011 Jackie Braun Fridline

Confesiones de una princesa

Título original: Confessions of a Girl-Next-Door

© 2012 Jackie Braun Fridline

Falso amor

Título original: The Pretend Proposal

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-733-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Confesiones de una princesa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Falso amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Confesiones de una princesa

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HOLLYN Elise Phillipa Saldani siempre hacía lo que se esperaba de ella. Siendo la primera en la línea de sucesión al trono del pequeño reino europeo de Morenci, había sabido desde niña cuáles eran sus obligaciones y las había seguido al pie de la letra. Y por eso su chófer la miró como si estuviera hablando en un idioma extranjero cuando le dijo:

–Llévame al aeropuerto, por favor.

–¿Al aeropuerto, Alteza? –repitió Henry.

Hollyn se arrellanó en el lujoso asiento de la limusina, alisándose la falda. Aunque su corazón latía acelerado, respondió con su característica serenidad:

–Sí, al aeropuerto.

El chófer enarcó una espesa ceja.

–¿Vamos a buscar a algún pasajero antes de ir al concurso anual de jardines? La reina no me había dicho nada.

No, por supuesto. Su madre no lo había mencionado porque Olivia Saldani no sabía nada sobre el cambio de planes.

–No vamos a buscar a un pasajero –Hollyn se pasó la lengua por los labios.

No habría vuelta atrás cuando pronunciase las palabras. Una vez que emitiera el edicto, se cumpliría su voluntad.

–Vas a dejarme allí.

Henry se aclaró la garganta.

–Perdone, Alteza, debo haberla oído mal.

–No, me has oído perfectamente –a pesar de los nervios, Hollyn sonrió–. Tienes tan buen oído ahora como cuando me pillaste intentando conducir el Bentley con mi prima Amelia, a los dieciséis años.

–Sus risas las delataron, Alteza.

Ella suspiró.

–Llámame Hollyn.

Pero no había sido Hollyn en muchos años. Ni para Henry, ni para la gente que trabajaba en el palacio ni para los ciudadanos del pequeño país sobre el que reinaría algún día. Para ellos, era la princesa Hollyn, hija del rey Franco y la reina Olivia, la primera en la línea de sucesión al trono y, según los rumores, prometida con el hijo de uno de los empresarios más ricos del país.

El sentido del deber. Hollyn lo entendía y lo aceptaba, pero eso no significaba que le gustase. O que no deseara a veces ser una persona normal, con una vida normal.

Holly.

El apelativo cariñoso con el que la llamaban cuando era niña al otro lado del Atlántico. Hollyn se permitió a sí misma el lujo de recordar al chico que la llamaba así. En su recuerdo, era un chico de ojos castaños, siempre alegres, y una sonrisa que hacía asomar dos hoyitos en sus mejillas.

A los quince años, Nathaniel Matthews había sido un chico sorprendentemente seguro de sí mismo y decidido a marcharse de la isla Corazón, llamada así porque tenía la forma de ese órgano, en cuanto tuviese oportunidad. Aunque a ella, la pequeña isla entre Canadá y Estados Unidos cruzada por el lago Huron, un lago de agua salada, le parecía un paraíso.

Hollyn había pasado cinco veranos en la isla, viviendo en el anonimato y adorando cada minuto de aquella vida de libertad. Ni recepciones ni galas a las que acudir. Nada de serias cenas de Estado o aburridas fiestas donde todos los ojos estaban clavados en ella.

–El aeropuerto –repitió–. Hay un avión esperándome.

No era el avión de la familia real sino un jet privado que había alquilado para aquel viaje.

Por el retrovisor, Hollyn vio que Henry fruncía el ceño y su perpleja expresión le pareció enternecedora y nostálgica. Recordaba ese mismo gesto de preocupación de los días en los que le enseñaba a conducir por la carretera que rodeaba el palacio. Después, Henry y ella reían como locos de sus aventuras; aventuras que habían incluido un encuentro con un tronco infestado de avispas, por ejemplo. Pero era más que dudoso que aquel día terminase con la misma alegría.

–Me marcho, Henry.

–Su madre no me ha dicho nada.

Hollyn volvió a estirarse la falda. Estaba deseando quitársela y ponerse algo menos formal.

–Ella no lo sabe.

De nuevo, Henry frunció el ceño.

–Pero Alteza…

Hollyn cerró los ojos un momento, sintiéndose tragada por una vida que muchas jóvenes consideraban un sueño. Pero para ella, al menos últimamente, era una pesadilla.

–Llámame Hollyn. Por favor, Henry, llámame Hollyn.

El chófer, que se había detenido en un semáforo, se volvió para mirarla.

–Hollyn.

A pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme, los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas.

–Necesito unas vacaciones, Henry. Solo unos días, una semana como máximo, para estar sola. Mi vida ha sido decidida por mí desde que nací y ahora, con las presiones para que acepte la proposición de Phillip… por favor.

Tal vez fueron sus lágrimas lo que hizo que Henry asintiese con la cabeza. Después de todo, era famoso por su estoicismo.

–Al aeropuerto entonces.

–Gracias.

–¿Pero qué voy a decirle a Su Majestad?

Hollyn respiró profundamente mientras intentaba reunir valor para desafiar a su madre. Nadie retaba a Olivia Saldani sin esperar una venganza.

–Le dirás que yo te he ordenado que me llevases al aeropuerto y le darás una carta en la que explico mi decisión y mi paradero. También le doy instrucciones para que no te culpe a ti por nada.

Henry asintió con la cabeza.

–Lo haría de todas formas, ya lo sabes.

Sí, era cierto, lo sabía.

Sus ojos se encontraron en el espejo retrovisor.

–Gracias, Henry. Sé que es una imposición.

El hombre se encogió de hombros, echándose la gorra hacia atrás.

–Nunca has sido una imposición para mí, Hollyn.

Eso la emocionó, pero no había tiempo para sentimentalismos. Habían llegado al aeropuerto y Henry condujo la limusina hacia una entrada privada, reservada para la familia real y personas de gran importancia, donde nadie podría verlos. Aunque algún fotógrafo había logrado saltar la barrera de seguridad en más de una ocasión.

Hollyn contuvo el aliento, pensando: «hoy no, por favor, hoy no» mientras Henry sacaba el equipaje que había guardado en el capó sin que el chófer se diera cuenta: tres maletas de diseño cuyo contenido apenas podía recordar porque las había hecho a toda prisa.

Pero no iba a necesitar mucho donde iba. Ni vestidos de fiesta ni ostentosas joyas o tiaras. Incluso los zapatos eran opcionales.

–Espero que encuentres lo que buscas –se despidió Henry, dándole un abrazo de padre, aunque el suyo no era dado a muestras de afecto, ni en público ni en privado.

–En este momento lo que necesito es un poco de tranquilidad.

–Entonces, eso es lo que te deseo. ¿Me escribirás?

Hollyn esbozó una sonrisa.

–No estaré fuera tanto tiempo. Una semana como máximo.

Henry permaneció serio.

–Llámame si necesitas algo.

–Claro que sí.

Una hora después, mientras se acomodaba en uno de los sillones del lujoso jet, pensó en esa conversación.

Un poco de tranquilidad.

En su caso, era como pedir la luna. Pero con la mayoría de los paparazzi ocupados cubriendo el concurso anual de jardines, tal vez podría marcharse sin ser vista. Se preocuparía de lo demás una vez que llegase a su destino.

 

 

Nate estaba sentado en el embarcadero de su casa, terminando una hamburguesa que había comprado en el pub local y disfrutando de una cerveza bien fría cuando vio una avioneta Cessna planeando sobre el lago Huron.

Menuda tarde para aterrizar allí, con ese viento.

Incluso en las relativamente protegidas aguas del lago, las olas golpeaban la playa con fuerza. Los meteorólogos habían avisado de que habría tormenta antes de medianoche y los habitantes de la isla, especialmente los que vivían cerca de la playa, estaban preparados. Tormentas como aquella no eran inusuales en verano y la gente con sentido común estaba ya en sus casas, sus avionetas y barcos sujetos con gruesas maromas en los cobertizos o en los muelles.

¿Cómo se le ocurría a Hank Whitey volar cuando había aviso de tormenta?

Hank era un aventurero. La semana anterior, por ejemplo, se había tirado un farol durante su partida de póquer semanal llevando una mano paupérrima. Pero, en general, no se arriesgaba con la avioneta porque era su medio de vida.

Nate entró en su casa, dejó la cerveza sobre la encimera de la cocina y volvió a salir. Además de sentir curiosidad, estaba seguro de que Hank iba a necesitar que alguien le echase una mano.

Cuando llegó a la playa, la avioneta había pasado sobre el resort de su propiedad para amerizar frente a su casa. En un día soleado, podría haber amerizado allí sin el menor problema, pero aquel día sería imposible. Las olas moverían la avioneta como si no pesara más que un barco de papel.

Hank era un piloto experimentado, aunque a veces su buen juicio en otros asuntos fuera cuestionable. Pero con el viento empujando la avioneta hacia las rocas del faro, hacía falta mucha experiencia y habilidad para guiar la Cessna hacia la playa.

Nate esperó hasta que apagó el motor y las hélices dejaron de dar vueltas antes de quitarse los zapatos para lanzarse al agua. Las olas hacían que fuera difícil mantener el equilibrio y su pantalón corto se mojó en un segundo. La puerta de la avioneta se abrió y Hank lanzó un grito de júbilo, totalmente apropiado en esas circunstancias.

–¡Has tenido mucha suerte de llegar vivo! –gritó Nate.

–¡No sabes cuánto me alegro de verte!

–Yo también me alegro, Hank. ¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido volar hoy?

La puerta del pasajero se abrió entonces y una mujer, bellísima y asombrosamente tranquila en aquellas circunstancias, le sonrió

–Me temo que la culpa es mía. Estaba deseando llegar y le ofrecí al señor Whitey el triple de su tarifa habitual.

Su acento hizo que Nate frunciera el ceño. Él conocía esa voz… y conocía esa cara. A pesar de los años que habían pasado, lo supo inmediatamente. El rostro ovalado, la nariz delicada, un par de labios perfectos y unos ojos tan azules como las aguas del lago Huron…

Holly.

Se le encogió el estómago mientras volvía atrás en el tiempo, cuando era un adolescente feliz, sin preocupaciones, viviendo su primer amor… antes de que le arrancaran brutalmente el corazón.

–¿Holly?

–Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

Cuanto tuvo el descaro de sonreír, Nate apretó los dientes. Después de tantos años seguía sintiéndose traicionado.

–¿Por qué has venido? –le espetó.

La sonrisa de Holly desapareció.

–Necesitaba unas vacaciones.

Nate podía leer entre líneas. Quería normalidad, anonimato.

Eso era lo que su abuela estadounidense había buscado al insistir en que Holly pasara los veranos en la isla cuando era niña. Desde los diez a los quince años, Holly y su abuela habían llegado allí la segunda semana de junio y se habían quedado hasta la segunda semana de agosto, en el bungalow más grande y más privado de la isla, propiedad de sus padres.

Se habían hecho amigos cuando ella tenía diez años y él doce. Pero cuando Holly tenía quince y él diecisiete, quién podía llegar antes nadando a la balsa de madera en el centro del lago no era lo que más los interesaba.

–¿Unas vacaciones? –repitió Nate–. ¿Y para eso has estado a punto de matar a Hank? Bueno, claro, tus deseos son órdenes.

–Yo podría haber dicho que no –le recordó Hank, sin duda perplejo por el enfado de su amigo.

Nate también estaba un poco perplejo. Esa furia, esas emociones, pertenecían al pasado y, sin embargo, no pudo evitar añadir:

–Nadie le dice que no a una princesa, Hank.

El otro hombre pareció desconcertado y Holly lo miró, desesperada.

–Soy una mujer normal, Nate.

El viento seguía soplando con fuerza y las olas empezaban a ser amenazadoramente altas. Y Nate decidió no replicar, aunque sabía que nada en ella era normal. Él sabía que no lo era incluso antes de conocer su verdadera identidad.

–Échame los brazos al cuello –le dijo.

–¿Perdona?

Perversamente, Nate disfrutó al ver que lo miraba con los ojos como platos. «¿Nerviosa, Alteza?», hubiese querido preguntar. Le gustaría saber que estaba tan alterada por su encuentro como él.

–Yo te llevaré en brazos hasta la playa. Imagino que esos bonitos zapatos tuyos no deberían mojarse.

Los zapatos eran unas bailarinas rojas con un lazo y Nate podía imaginar lo que costaban. En su mundo serían algo normal, como el traje de lino blanco. En el suyo, aquel era un atuendo de domingo. Si esa era la ropa que había llevado para mezclarse con la gente de la isla, iba a llamar tanto la atención como si llevara una bandera roja.

–Muy bien, de acuerdo –Holly levantó la barbilla.

Nate recordaba aquel gesto desafiante de su infancia; lo hacía cada vez que él la retaba a hacer algo.

–Date prisa. Tengo que ayudar a Hank a amarrar la avioneta.

–No voy a quedarme –dijo el piloto–. Tengo una partida de cartas esperándome en Michigan. El primo de Gerald ha vuelto… juega de pena, pero apuesta como un tahúr de Las Vegas.

–No puedes irte –insistió Nate–. Una misión suicida es suficiente por hoy. Puedes dormir en mi casa.

Hank inclinó a un lado la cabeza.

–¿Tienes cerveza fría?

–Sí, claro.

El piloto se encogió de hombros.

–Bueno, me has convencido. El primo de Gerald va a quedarse todo el fin de semana, así que puedo desplumarlo mañana. Mientras tanto, te desplumaré a ti.

Nate alargó los brazos hacia Holly y ella, sonriendo tímidamente, le echó los suyos al cuello.

Le gustaba demasiado tenerla así, su cuerpo pegado al suyo. Nate recordaba a la niña que había sido: flaca y de piernas larguísimas. Pero esa no era la mujer que tenía en brazos. Aunque seguía siendo delgada, en esos años había engordado… en los sitios adecuados.

Se dirigió hacia la playa a toda prisa, deseando llegar a un sitio seguro para soltarla. ¿Para liberarse de ella? Hasta aquel día se había creído libre de Holly, pero empezaba a maldecir su arrogancia. Porque Holly siempre había estado ahí, en su cabeza.

Caminaba a grandes zancadas, tal vez demasiado rápido dado el estado del mar y el peso de la mujer que llevaba en brazos. Pero sus hormonas lo empujaban tanto como las olas. Se golpeó un pie contra una piedra del fondo y consiguió mantener el equilibrio durante un segundo… para perderlo cuando se golpeó de nuevo con otra piedra.

–¡Nate!

Holly se agarró a su cuello como si quisiera estrangularlo mientras él se balanceaba de un lado a otro, intentando recuperar el equilibrio. Pero era demasiado tarde. El impulso y las olas se confabularon contra él y, por fin, cayó al agua de bruces con su carga. Los dos hacían pie pero acabaron empapados, el pelo de Holly pegado a su cara. Una lástima por los zapatos que tan caballerosamente se había ofrecido a salvar y que seguramente estarían estropeados, como el traje de lino.

Había esperado que Holly se enfadara, incluso que le echase una regañina. Después de todo, era una princesa. Y él no era más que el propietario del resort Haven, un pequeño aunque bien atendido resort en una isla perdida.

Pero lo que Holly hizo fue echarse a reír. Una risa alegre, feliz.

–Muy bien, Nathaniel. Sí, estupendo, lo has hecho de maravilla –sin dejar de reír, le ofreció su mano para ayudarlo a salir del agua. Parecía la niña que tanto disfrutaba gastándole bromas años antes…

Nate se sentía como un idiota, pero eso no evitó que tomase su mano. O que riera con ella mientras se apartaba el pelo de la cara. La situación era divertida, aunque fuera a expensas suyas.

Tras ellos, Hank también estaba riendo y Nate lanzó un bufido. Su reputación estaba por los suelos. A menos que tuviera suerte y la tormenta tirase algún poste de teléfonos o cerrase la taberna a la que solían ir, la noticia del «accidente» correría por la isla antes de que anocheciera.

–Lo siento mucho, he perdido pie –se disculpó–. Además, has engordado desde que éramos niños.

Holly le dio un empujón.

–Un caballero no le dice esas cosas a una señorita.

Aunque sabía que estaba bromeando, esas palabras hicieron que Nate se pusiera serio. Ella era algo más que una señorita, era una princesa. Y, de repente, recordó las diferencias entre ellos.

–Será mejor que vaya a echarle una mano a Hank.

Apenas tardaron quince minutos en llevar la avioneta hasta la playa para amarrarla al muelle. Por si acaso, usaron el tronco de un cedro como ancla. La Cessna no iría a ningún sitio a pesar de la tormenta y Nate esperaba poder decir lo mismo sobre el resto de los botes y yates amarrados en el puerto.

Mientras tanto, Holly esperaba pacientemente en la playa, calada hasta los huesos y temblando de frío, pero sin quejarse como él había esperado.

Cuando sacaron su equipaje de la avioneta, Nate hizo una mueca.

–¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí?

Ella se encogió de hombros.

–Tal vez una semana.

–Una semana, ¿eh?

Él podría guardar todo lo necesario para una semana en una bolsa de viaje, especialmente en aquella época del año.

–No sabía lo que iba a necesitar –se justificó ella.

Por un momento, Nate olvidó que estaba hablando con una princesa. Era sencillamente Holly.

–Pantalones cortos, camisetas, un par de zapatillas de deporte, tal vez un chubasquero, un jersey y un bañador. Eso es todo lo que necesitas.

–Llevo todo eso en las maletas… y algunas cosas más.

–Ya veo.

El contenido de todo su armario cabría en esas maletas de diseño, pero Nate decidió no decir nada. Después de todo, él conocía a las mujeres y sabía que la expresión «llevar lo esencial» tenía un significado diferente para ellas.

Una de las maletas tenía ruedas, aunque no servirían de mucho en la arena, pensó mientras tiraba de ella.

–¿Dónde te alojas?

Holly sonrió.

–Había pensado ocupar el bungalow que solía alquilar mi abuela. El de tus padres.

–Mis padres ya no están.

–¿Han muerto? –exclamó ella, sorprendida.

–No, no, están retirados –le aclaró Nate–. Se fueron a Florida hace cuatro años.

Cuando él volvió a la isla, después de haber trabajado en el mejor hotel de Chicago.

–¿Y el resort?

Normalmente, a Nate le producía gran satisfacción decir que era suyo y que lo había ampliado considerablemente desde que sus padres se retiraron. Pero estaba hablando con la princesa Hollyn y dudaba que eso la impresionara.

–Ahora yo soy el propietario.

–Ah, vaya –murmuró Holly–. Yo esperaba poder alquilar el bungalow.

–Lo siento, en este momento todo está ocupado. No sé si queda alguna habitación libre en toda la isla.

Dado que la isla Corazón estaba muy al norte, los hoteles no se llenaban hasta después del cuatro de julio, el Día de la Independencia, pero aquel año el buen tiempo había llegado antes de lo previsto y la gente estaba dispuesta a tomar el ferry que salía de Michigan para pasar unos días tomando el sol.

–Debería haber llamado por teléfono –murmuró ella–. ¿Crees que podría alquilar alguna casa? Me encantaría que estuviera en la playa, por supuesto, pero aceptaré lo que haya.

–Ahora mismo no se me ocurre ninguna. Y con esta tormenta, imagino que todo estará cerrado hasta mañana. Ya conoces la isla, las calles se quedan vacías a partir de las ocho.

Imaginaba que se habría acostumbrado a lujosas fiestas, con listas de invitados importantes y la mejor cocina del mundo. Sin embargo, no parecía molesta por la idea de que no hubiese vida nocturna en la isla.

–Sí, me acuerdo –respondió, con una nostálgica sonrisa.

Según ella, había ido allí para tomarse unas vacaciones pero en Europa había balnearios mucho más adecuados para una princesa que una isla alejada de todo, con turistas de clase media buscando buena pesca, bonitos paisajes y un ritmo de vida tranquilo.

Hank llegó a su lado entonces con la última de las maletas.

–No se preocupe, señorita. En casa de Nate hay sitio para los tres. Puede dormir aquí esta noche –le dijo, esperando que Nate corroborase su afirmación.

¿Y qué podía decir él? La noche tranquila en casa que había imaginado una hora antes no incluía dos invitados. Sabía por experiencia que Hank roncaba como un marinero borracho. Y también sabía que era Holly quien lo mantendría despierto.