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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 402 - marzo 2019

 

© 2010 Robyn Grady

De camarera a amante

Título original: Fired Waitress, Hired Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2011 Robyn Grady

Pasión en París

Título original: The Billionaire’s Bedside Manner

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-936-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

De camarera a amante

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Pasión en París

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

En cuanto abrió los ojos, Nina Petrelle se dio cuenta de tres cosas.

La primera: había recibido un golpe en la cabeza que la había dejado inconsciente. La segunda: su tobillo estaba atrapado y no podía liberarlo por mucho que lo intentase. Y tercera: la parte inferior de su postrado cuerpo estaba mojada y, de repente, notó que un chorro de agua salada entraba en su boca, en sus pulmones…

A punto de ahogarse, Nina volvió en sí del todo pero cuando intentó mover la pierna, dejó escapar un grito de dolor. No podía moverla, estaba atrapada. Intentando respirar con tranquilidad, se apoyó en la arena.

No se pondría a llorar. No, de eso nada.

Poco a poco, durante los últimos dos meses, había sentido que una parte de sí misma se desintegraba. La sensación de que estaba perdiendo la batalla la había debilitado hasta que, después de un turno agotador en el hotel, decidió escapar un rato. Pero lo que quería dejar atrás, la pregunta a la que no quería enfrentarse, parecía perseguirla.

¿Quién soy yo?

Ya no estaba segura.

Una vez, la vida había sido un camino fácil. Su padre era el propietario de una famosa empresa de ingeniería y desde pequeña había vivido atendida por los numerosos empleados de la casa, con la mejor ropa, la mejor comida, lo mejor de todo. Por supuesto, eso había sido antes de que su padre muriese, la maníaca de su madre dejase limpios los cofres de la fortuna Petrelle y su hermana pequeña quedase embarazada de un imbécil que había desaparecido al conocer la noticia.

Cuando su madre se gastó todo lo que tenían, Nina se puso a trabajar. Después de terminar sus estudios había conseguido trabajo en una editorial, un mundo intenso y emocionante que adoraba. Hasta poco antes, había sido la editora de reportajes de una conocida revista para adolescentes, Shimmer.

Pero entonces había caído el hacha.

Junto con un buen número de empleados, Nina había sido despedida. Necesitaba un trabajo para pagar la hipoteca y todas las demás facturas mensuales, pero una posición bien remunerada no era fácil de encontrar en estos tiempos de crisis, particularmente en su terreno. Con todo el mundo abrochándose el cinturón, la industria editorial estaba tan silenciosa como una catedral.

Una mañana, mientras decidía qué facturas podía pagar, la llamó una vieja amiga. El padre de Alice Sully tenía una agencia de viajes y le dijo que, si estaba desesperada, podía conseguirle un puesto de camarera en un hotel de lujo cuyo propietario era amigo de su familia. Las horas de trabajo eran interminables, le advirtió, pero el sueldo era estupendo.

Nina había aceptado, aliviada, y durante las últimas seis semanas había trabajado sin descanso en Diamond Shores, un complejo en el arrecife de coral australiano.

Y durante todo ese tiempo, lo único que deseaba era volver a su casa. Ella nunca había sido camarera y a los demás empleados no les hacía gracia que hubiera llegado allí gracias a sus contactos. Y se lo hacían saber. Un puesto de trabajo en la que muchos consideraban la meca de las vacaciones en Australia debía ser ganado a pulso y dos años ayudando por horas en la cafetería de la universidad no contaban para nada.

Pero, como necesitaba el trabajo, Nina estaba decidida a ganarse el puesto y la confianza de sus compañeros. Aunque se sentía como un fraude, mantuvo la cabeza bien alta, sonriendo hasta que le dolía la boca… incluso cuando los clientes le pedían cosas absurdas como un masaje en las sienes porque les dolía la cabeza. Y eso sólo era el principio. Cuando caía en la cama por las noches, sus sueños eran una mezcla de cócteles vertidos, comandas indescifrables y un interminable desfile de clientes superricos y superinsoportables protestando por todo.

Eso era lo peor.

Una vez, Nina Petrelle había estado en la lista de VIPS. Ella era la que tomaba cócteles de champán y se preocupaba sólo de su ropa de diseño, de sus uñas de porcelana o de la falta de espacio para acomodar su cada día más amplio vestuario. Ahora, al otro lado del espejo, ese tipo de cosas la ponían enferma. Le gustaría sacudir a esos millonarios y recordarles que en el mundo había gente real a la que le costaba mucho llegar a fin de mes.

Pero junto con esa indignación vivía otra emoción muy diferente, un deseo que la avergonzaba.

Envidia.

Le gustaría poder quitarse el uniforme y tumbarse en una de las hamacas de la piscina para volver a ser la chica que había sido antes, aunque sólo fuera un par de días.

No sabía que echara de menos esas extravagancias. Tenía una nueva vida y el lujo, sencillamente, ya no era lo suyo. Pero allí estaba, debatiéndose entre criticar la caprichosa vida de los ricos y deseándola con todas sus fuerzas.

Una ola la golpeó entonces y Nina se vio forzada a volver al presente. La siguiente la hizo gritar de miedo, pero con la boca llena de agua, su grito de ayuda se convirtió en una tos.

¿Quién iba a oírla de todas formas?

Decidida a olvidar sus problemas, y hacer un poco de ejercicio en su tarde libre, había ido dando un paseo por la playa hasta llegar a la zona sur, donde apenas había gente. Mientras recogía caracolas para su sobrino, se encontró un árbol tirado en medio de la playa. Al intentar saltar por encima, su pie había atravesado la corteza como si fuera de papel y, al caer hacia atrás, se había golpeado fuertemente la cabeza.

Nina hizo una mueca al tocarse el chichón… pero entonces recordó algo. Un segundo antes de perder la conciencia le había parecido ver un ángel en un promontorio cercano. Por supuesto, había sido una visión, pero una visión que la había afectado de manera extraña.

Nina se apoyó en un codo para mirar hacia allí. El sol tropical intentaba abrirse paso entre unas oscuras nubes, pero ningún ángel adornaba la cumbre del promontorio.

Una pena porque la imagen se había quedado grabada en su cerebro. Era un hombre de pelo negro y hombros de jugador de rugby, con unas alas blancas acariciadas por el viento. Dada la distancia, sólo debería haberse fijado en eso. Y, sin embargo, había visto unos hipnóticos ojos azules, unas facciones como cinceladas en granito, un torso bronceado. Su postura erguida daba una impresión no sólo de autoridad, sino de…

No sabía bien cómo definirlo.

Tal vez determinación. Y emitía una cruda sexualidad…

¿Los ángeles emitían cruda sexualidad? En fin, nunca había visto nada tan increíble.

Ni tan hermoso.

Antes de perder el conocimiento, Nina había imaginado que sus ojos se encontraban, como pasándose un mensaje. El ángel le decía que no se preocupase, que él la protegería.

Nina miró alrededor, dejando escapar una risita histérica.

Qué absurdo era. Y, sin embargo, qué lógico. Durante los últimos meses había necesitado un ángel de la guarda y, con una enorme ola acercándose, en aquel momento lo necesitaba más que nunca.

La impresión del agua fría la hizo tirar desesperadamente del tobillo, pero tuvo que morderse los labios cuando las astillas se clavaron en su carne. Luego intentó sentarse para empujar el tronco, pero parecía de cemento.

Dejándose caer de nuevo sobre la arena, Nina se cubrió la cara con las manos y empezó a rezar.

Su padre y su hermano habían muerto, este último en trágicas circunstancias, de modo que ahora su madre, su hermana Jill y su sobrino Codie eran lo único que le quedaba. Y daría cualquier cosa, lo que fuera, por salir de allí y volver a verlos.

Otra ola golpeó la playa y esta vez, Nina apenas pudo mantener la barbilla por encima del agua. Jill siempre había dicho que su problema era que se negaba a aceptar la ayuda de nadie… ojalá estuviera allí en aquel momento. No sólo aceptaría ayuda, sino que suplicaría alegremente porque la ola que se acercaba parecía lo bastante grande como para ahogarla.

Mirando alrededor, Nina hizo acopio de fuerzas para gritar:

–¡Socorro! ¿Alguien puede oírme? ¡Socorro!

 

 

Mucho antes de escuchar el grito de ayuda, Gabriel Steele se había percatado de tres cosas:

A: las ramas que lo golpeaban mientras se deslizaba por la pendiente hasta la playa le estaban haciendo mucho daño.

B: sus nuevas zapatillas de deporte valían su peso en oro.

C: apenas le quedaba tiempo.

Con el corazón acelerado, Gabriel mantenía la mirada clavada en el suelo mientras bajaba por la pendiente a toda prisa. Ir deprisa estaba bien, pero llegar abajo de una pieza estaría mucho mejor. No podría ayudar a la mujer de la playa si se rompía una pierna… o el cuello.

¿Y por qué demonios se había alejado tanto del complejo?

Cuando estaba sobre el promontorio, contemplando la peligrosa pendiente, la había visto intentando saltar sobre un tronco tirado en medio de la playa. La había visto caer y, cuando su cabeza golpeó una roca, Gabriel había sentido el golpe en los huesos.

La mujer había perdido el conocimiento y, como siempre que existía la posibilidad de que las cosas empeorasen, la marea estaba subiendo en ese momento.

Él tenía una visión perfecta, pero hasta un ciego hubiera visto que aquella chica tenía un serio problema.

Ahora, con los faldones de la camisa blanca volando tras él, Gabriel bajaba por el mismo camino por el que había subido media hora antes.

Y él pensando descansar un rato para enfrentarse con un reto que, por una vez, no tenía nada que ver con el Derecho Tributario.

En realidad, le encantaba su trabajo como presidente de la empresa Steele. Durante los últimos diez años había acumulado una fortuna considerable, aunque aún no podía competir con sus multimillonarios clientes. Pero había trabajado demasiado como para ponerse a descansar… particularmente después de haber infringido una de sus reglas de oro.

No ampliar el negocio más de lo necesario.

Cuatro semanas antes se había arriesgado invirtiendo casi todas sus posesiones en una aventura que, estaba seguro, iba a salir bien. La solvencia del negocio estaba en juego, pero si tenía cuidado podría cuadruplicar su fortuna y acabar siendo la envidia de todos los magnates de Australia.

Era el momento. No había sitio para sentimentalismos y menos para debilidades.

–¡Socorro! ¡Por favor, que alguien me ayude!

Gabriel aceleró el paso. Una rama golpeó su frente y soltó una palabrota que hizo temblar las copas de los árboles, pero cuando dejó de ver las estrellas aceleró el paso un poco más. Tenía que ayudar a esa mujer antes de que fuera demasiado tarde.

Ojalá hubiera podido hacer lo mismo por…

Gabriel apartó de sí esos recuerdos para concentrarse en la tarea que tenía por delante. En esa mujer… y en la agradable sensación que había experimentado antes, mientras la veía pasear por la playa.

Con el pelo rubio oscuro cayendo como una cascada por su espalda y esas bronceadas y bien torneadas piernas, le había parecido extrañamente familiar. Cada vez que se inclinaba para tomar una caracola lo hacía con una elegancia que sólo había visto en las chicas de la alta sociedad.

Y sin embargo, llevaba un pantalón vaquero cortado e iba descalza. Nada de sandalias de Manolo Blahnik. Aunque esas piernas no necesitaban accesorios. De hecho, podría haber estado mirándolas todo el día y…

Por eso le parecía tan familiar, pensó. Esos vaqueros cortados le habían recordado unas vacaciones de su infancia, cuando iba descalzo las veinticuatro horas del día, sin soltar la caña de pescar. Su tía Faith había sido una joya, cuidando de él y dándole toneladas de cariño. A pesar de las trágicas circunstancias que rodeaban la desaparición de su madre, cuando él tenía cuatro años, Gabriel había disfrutado de una vida maravillosa.

Hasta que su mejor amigo murió.

Por fin, Gabriel atravesó la última capa de espesura y llegó a la playa. Le dolían los pulmones y su cuerpo estaba cubierto de sudor cuando vio a la mujer a unos veinte metros de él. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, corrió hacia ella antes de que la ahogase una ola colosal.

El agua la cubrió por completo, pero Gabriel logró sacar su cabeza del torrente. Mientras ella tosía, intentando llevar aire a sus pulmones, él estudió la situación. Una de sus piernas se había quedado enganchada en el árbol, en un ángulo muy feo. Posiblemente se habría roto el tobillo.

Sujetándola por los hombros con una mano, apartó el pelo de su cara con la otra mientras ella intentaba respirar. Si tuviera tiempo, le diría que era una chica preciosa…

–¿Te encuentras bien?

–Ahora sí, pero… –la joven tocó su pierna–. Me duele mucho.

Cuando la ola se retiró, Gabriel metió la mano entre el tobillo y el árbol. Aparentemente, se había quedado enganchado y las astillas que había alrededor eran duras como piedras. Después de tirar un par de veces sin éxito, empezó a preocuparse de verdad. Pero respiró profundamente, decidido a sacarla de allí como fuera. Un trocito de corteza se rompió, luego uno más. Y ella no protestó, aunque debía dolerle muchísimo. La chica se limitó a suspirar cuando por fin liberó su tobillo, un segundo antes de que otra ola los cubriera por completo.

Sumergido bajo el agua, conteniendo el aliento, Gabriel tuvo que fiarse del tacto para sacarla de allí. Pero por fin, unos segundos después, la dejaba sobre la arena, a salvo.

Después de llevar aire a sus pulmones, se puso de rodillas para examinar el tobillo herido. No parecía estar roto, afortunadamente. Pasó los dedos por el empeine y lo movió adelante y atrás, sujetando el talón con una mano para comprobar si había rotura de ligamentos. Cuando no se quejó, aplicó más presión… y ella dejó escapar un suave gemido, pero nada más.

Una chica valiente.

Tendrían que hacerle una radiografía pero, con un poco de suerte, en un mes el tobillo estaría curado del todo.

Gabriel examinó sus piernas, llenas de arañazos sin importancia. Pero cuando siguió hacia arriba tuvo que apartar la mirada. Por invitadora que fuera con la camiseta pegada al cuerpo, los pezones marcados bajo la tela mojada, aquél no era el momento.

Suspirando, acumuló arena a un lado y luego colocó el pie malherido sobre el improvisado almohadón. Y, por fin, se dejó caer sobre la arena, agotado. Su corazón latía como un tren en marcha. No se había cansado tanto desde que competía en los campeonatos de triatlón cuando era adolescente.

–Parece que no te has roto nada.

La chica suspiró.

–¿Estás seguro? Porque hoy no es mi día.

–Tienes algunos arañazos y seguramente un esguince en el tobillo, pero nada más.

–Dios mío… –ella lo señaló con la mano entonces–. Tú estás herido…

Gabriel sintió algo caliente al lado del ojo derecho y cuando pasó la mano vio que era sangre.

–No es nada, me he golpeado con una rama mientras bajaba corriendo.

–Tienes arañazos por todas partes.

–No es nada, de verdad.

Gabriel agradecía su preocupación, pero sobreviviría. Y, afortunadamente, ella también.

–¿Eres médico?

–No, administrador de empresas. Algo así como un contable.

–No te ofendas, pero pensé que los contables llevaban gafas de pasta y tenían pinta de empollones.

Él sonrió.

–No me he ofendido.

Había llevado esas gafas una vez, pero ya no las necesitaba. Eran extraños en una situación peculiar, pero eso no significaba que no pudieran conocerse el uno al otro. Tal vez era por las extraordinarias circunstancias o por la sobrecarga de adrenalina, pero aquella chica le parecía…

Diferente.

Él salía con muchas mujeres. Resultaba difícil no hacerlo cuando era considerado uno de los solteros más cotizados y sus amigos le presentaban constantemente a chicas nuevas. Las mujeres le encantaban, pero estaba demasiado ocupado con su trabajo como para pensar en relaciones serias. Demasiado ocupado para todo lo que no fueran aventuras temporales.

Como si ese pensamiento fuera un deseo, en su mente apareció una imagen alternativa de la chica sin la camiseta y los vaqueros, bronceada por todas partes, sus pechos generosos, la uve entre sus piernas cubierta por un excitante triángulo de vello dorado y…

¿Y por qué dejaba que su imaginación le jugara esa mala pasada?

Gabriel se pasó una mano por la cara. Muy bien, las duchas frías y los baños en el mar ya no servían de nada. Había pasado demasiado tiempo. Pero él podía controlar sus niveles de testosterona. La fuerza de voluntad era su especialidad.

De modo que, irguiendo los hombros, se inclinó para tocar su cabeza y, cuando rozó un bulto con los dedos, ella gimió de dolor.

–Lo siento –murmuró–. Tienes un buen chichón.

–Debe de ser enorme, siento como si se me hubiera hinchado toda la cabeza.

Gabriel levantó su barbilla con un dedo para comprobar si sus pupilas estaban dilatadas. Pero, al ver esos brillantes ojos azules, de nuevo volvió a experimentar esa extraña atracción y, aclarándose la garganta, se apartó.

–Perdiste el conocimiento…

–Sí, creo que sí.

–¿Recuerdas cómo ocurrió? ¿Recuerdas tu nombre? ¿Notas un zumbido en los oídos?

Pero ella no parecía estar escuchando. Sus ojos, de color azul topacio rodeados por largas pestañas, parecían estar examinándolo casi con inocente sorpresa.

–Estabas encima de ese promontorio, ¿verdad?

–¿Me habías visto?

–Sólo un momento –respondió ella, bajando la mirada–. Te parecerá una locura, pero justo antes de perder el conocimiento pensé qué… bueno, pensé que eras un ángel.

Gabriel soltó una carcajada.

–Siento decepcionarte, pero no lo soy.

No era médico y, desde luego, tampoco era un ángel.

–Pero tu rostro me resulta familiar –insistió ella.

También a él le había parecido que la conocía. Tal vez vivían en el mismo barrio. Potts Point, en Sydney, era muy caro pero cualquiera que estuviese de vacaciones en Diamond Shores debía de tener mucho dinero.

Antes de que pudiera preguntar, ella dejó escapar un gemido.

–Todo es un borrón… parece como si tuviera algodón dentro de la cabeza.

–No me sorprende.

–Espera un momento –Gabriel se incorporó, intentando descansar las piernas– y te llevaré al hospital.

–Estupendo. Puedo apoyarme en ti… o podría apoyarme en una rama para caminar.

–Tú no vas a ir caminando a ningún sitio.

–¿Y qué vamos a hacer entonces? ¿Cerrar los ojos y juntar los pies tres veces, como Dorothy en El mago de Oz?

Gabriel sonrió.

–Yo te llevaré en brazos.

–¿Hasta el hotel? Se te caerán los brazos.

–Te aseguro que no.

Ella negó con la cabeza.

–Mira, agradezco mucho tu ayuda… de hecho, te estaré eternamente agradecida, pero no soy exactamente un peso ligero.

No lo era, afortunadamente. Era una chica con formas, voluptuosa en realidad. Precisamente como debía ser una mujer, pensó Gabriel.

–Túmbate, anda. Y no te preocupes por mí, yo haré lo que tenga que hacer.

–No quiero que sufras un infarto por mi culpa –insistió ella–. Puedes ir a buscar ayuda, yo esperaré aquí.

–Necesitas atención médica inmediatamente.

Y no la dejaría sola porque, casi con toda seguridad, intentaría llegar hasta el hotel.

–No lo entiendes. Yo era de huesos anchos antes de llegar aquí y, si hubieras probado los postres del hotel, sabrías que cuando empiezas no puedes parar.

Tenía los labios entreabiertos y el pulso latía delicadamente en la base de su cuello… y Gabriel tuvo que apartar la mirada de nuevo.

–¿Me estás escuchando?

Él se pasó una mano por el pelo.

–Sí, claro. En el hotel sirven unos postres deliciosos.

–No quiero que te rompas la espalda, de verdad no merece la pena. Puedo esperar aquí –le dijo, intentando incorporarse un poco–. Y como soy yo quien tiene la última palabra…

–Sí, tú tienes la última palabra –la interrumpió Gabriel, empujándola suavemente–. Y la última palabra es «sí, señor».

–No sabía que estuviera en el ejército.

–Voy a contar hasta tres –le advirtió él.

–Soy más que capaz de tomar mis propias decisiones, si no te importa.

Gabriel suspiró. Allí sólo había una persona al mando y había llegado el momento de dejarlo bien claro.

De modo que la empujó suavemente sobre la arena, colocándose sobre ella, su boca a unos centímetros de la boca femenina.

–¿Decías?

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Nina tragó saliva, inmóvil.

Con ese torso tan ancho, tan capaz e irritantemente seguro de sí mismo, su superhéroe había aparecido como por arte de magia para salvarle la vida.

Pero estaba desconcertada. ¿Era aquel hombre excepcionalmente bueno o terriblemente malo?

Cualquiera, por tonto que fuese, se daría cuenta de que no podía llevarla en brazos hasta el hotel porque estaba muy lejos. Pero no sólo había desechado su sugerencia, sino que estaba encima de ella para dejar claro quién mandaba allí.

Estaba atrapada y debería echar humo por las orejas.

En lugar de eso, sentía un cosquilleo de la cabeza a los pies al imaginar cómo sería tener esos labios sobre los suyos.

–Estás muy callada –dijo él.

–Estoy pensando.

–Pensando en portarte bien, espero.

Tenía una voz ronca, poderosa, y el aliento sobre sus labios le parecía menos molesto de lo que debería.

–¿Debo recordarte que no soy yo quien está portándose mal?

–No importa. Si dejo que te levantes, podrías acabar con una lesión importante en el tobillo, así que no pienso hacerlo –el oscuro flequillo cayó sobre su frente al inclinar la cabeza–. ¿No te das cuenta de que podrías tener una conmoción cerebral?

–¿Quieres dejar de portarte como un cavernícola?

Él se inclinó un poco más.

–Sólo estás viva porque este cavernícola te rescató antes de que los tiburones te comiesen de merienda.

Nina contuvo el aliento, con el corazón latiendo a mil por hora.

Porras. Odiaba admitirlo, pero tenía razón. Nunca la convencería de que podía llevarla en brazos hasta el hotel, pero la verdad era que estaba mareada. Si se levantaba e intentaba caminar seguramente caería al suelo. Tal vez incluso perdería el conocimiento otra vez. Le gustase o no, aquel hombre estaba rescatándola, protegiéndola.

De modo que asintió con la cabeza y, por fin, él se apartó un poco.

El sol estaba poniéndose detrás de su cabeza, dándole un halo rosado. Nina cerró los ojos un momento y luego volvió a abrirlos. No era un ángel. Ahora estaba segura de eso y, sin embargo, su presencia, aquella escena, todo en aquella tarde le parecía irreal.

Tal vez seguía inconsciente. Tal vez sus pulmones se habían llenado de agua y estaba alucinando, sucumbiendo a la fase final del ahogamiento. ¿Estaría teniendo un sueño antes de morir? Había oído historias de experiencias parecidas…

¿Aquello era real?

Decidida a averiguarlo, alargó una mano para tocar sus pectorales, un centímetro por encima de la tetilla derecha. Su piel estaba ardiendo y, de repente, sintió una oleada de deseo tan poderosa que la dejó más mareada todavía. Mientras rozaba con los dedos el vello oscuro de su torso sintió una especie de descarga eléctrica. Era una piel tan masculina, tan firme, tan…

Nina levantó la mirada y sus ojos se encontraron.

–Dime cuándo es mi turno –murmuró él, con tono burlón.

Ella apartó la mano como si se hubiera quemado. Respiraba con dificultad y tenía la cara colorada. Sencillamente, quería morirse.

–Yo sólo… bueno… quería saber si… –empezó a decir, más avergonzada que nunca–. Sólo quería saber si eras real.

–Ah, ¿eso es lo que estabas haciendo?

Cuando sonreía se formaban unas deliciosas arruguitas en la comisura de su boca. Y en sus ojos, claros y brillantes, había un brillo de burla. Estaba riéndose de ella.

Y entendía por qué. Estaba actuando como una demente… una demente desagradecida y tocona.

–¿Tienes frío? –le preguntó él.

–No, pero… –Nina levantó los ojos al cielo. Las nubes eran cada vez más oscuras e instintivamente se abrazó a sí misma–. Me siento un poco… no sé, mareada.

Cuando él volvió a tomarle el pulso, mirando su Omega de platino, Nina no dijo nada. Después de seis semanas atendiendo los caprichos de los clientes del hotel, una parte de ella necesitaba un poco de atención.

–¿Cuál es el veredicto, doctor? –bromeó.

Sin decir nada, él se quitó la camisa. Y Nina tuvo que tragar saliva.

–Tienes que mantener el calor –le dijo, mientras ella miraba esos bíceps de escándalo.

–No creo que una camisa sea suficiente.

–No voy a ponértela –dijo él, tirándola sobre la arena–. Lo que necesitas es calor corporal.

–¿Vas a abrazarme?

–¿Alguna objeción?

Nina miró esos labios tan masculinos y su pelvis se contrajo.

Había intentado rechazar su oferta antes y no la había llevado a ningún sitio. Al contrario, mostrarse obstinada había empeorado la situación. Aunque atemperado por un aspecto de modelo de GQ, aquel hombre exudaba autoridad. Había visto a muchos hombres así durante las últimas semanas, gente que una vez la hubiera considerado una igual.

Aparte de eso, no era tonto. Si él decía que necesitaba calor corporal, seguramente sería verdad. Y si tenía que abrazarla, que así fuera.

–Dime si te hago daño –murmuró él, pasando un brazo bajo sus hombros.

A pesar de su irritación, Nina casi suspiró al notar el roce de esas manos de acero.

Podría mentir y decir que estaba incómoda. Y lo estaba en cierto modo… sólo porque él tenía razón. Pero parecía que esos brazos de marcados bíceps eran justo lo que necesitaba su traumatizado cuerpo.

Nina enterró la cara en su pecho.

–Estoy bien.

–Me alegro.

Estaba húmedo, caliente, como si tuviera un horno encendido bajo la piel. Y cuando cerró los ojos, se olvidó de todo lo que no fuera la fuerza y la seguridad que le ofrecía. Su aroma a sal, mezclado con un rastro de colonia masculina o jabón, la mareaba.

Pero le gustaba estar entre sus brazos y suspiró para sí misma.

¿Por qué no admitirlo? El cosquilleo que sentía en el vientre no era de agradecimiento, era de deseo; un deseo prohibido que la excitaba y alertaba sus sentidos como no le había ocurrido nunca.

Era una locura.

Evidentemente, el golpe en la cabeza la había afectado.

Eran dos extraños unidos por un accidente que podría haber terminado en tragedia. Ella era una mujer sensata que llevaba algún tiempo sin tener relaciones con un hombre… bueno, mucho tiempo. Y desde luego, nunca con uno como aquél. Pero el deseo de mirarlo a los ojos y ofrecerle sus labios…

Era un error. Una tontería.

¿O no?

 

 

Un minuto antes su gatita mojada había querido saber si aquello era real y, de repente, Gabriel empezaba a hacerse la misma pregunta. Se había quitado la camisa para abrazarla porque estaba temblando y necesitaba entrar en calor, pero también él se estaba beneficiando.

Tumbado sobre la arena, escuchando el rítmico sonido de las olas, podía recuperarse un poco. Su cuerpo necesitaba un respiro, pero…

No se sentía muy relajado.

Su corazón latía con tal fuerza que temía que ella pudiera escucharlo. Y no era por el cansancio.

Él era un hombre que vivía bien; disfrutaba de la mejor comida, de los mejores alojamientos, de los coches más caros. Pero abrazar a aquella mujer era otra cosa. Ella era otra cosa.

Él no era extraño al sexo. Sexo lento, sexo ardiente… sexo salvaje incluso mejor. Pero, por muy estimulante que fuese la compañía, nunca había tenido que preocuparse por mantener el control. Nunca había perdido la cabeza del todo. Y, sin embargo, el deseo que recorría sus venas en ese momento era distinto, único.

Turbador.

Tenía que ser la situación, las extraordinarias circunstancias, pero la realidad era que tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no apretarse contra ella, para no levantar su barbilla y besarla.

Normalmente, él sabía cuándo una mujer estaba interesada. Una miradita, una sonrisa, ese tipo de comunicación no verbal había sido perfeccionada por la naturaleza durante los siglos para asegurar la supervivencia de la especie. «Estoy disponible, yo también». No había que ser un genio.

Pero tumbado bajo esa palmera con la señorita Crusoe a su lado, Gabriel estaba desconcertado. Se había mostrado desagradecida, testaruda, incluso burlona hasta que, por fin, aceptó su ayuda. Y no podía ser su imaginación que estuviera disfrutando del contacto tanto como él.

¿Dónde terminaba el drama y empezaba el jugueteo con una mujer atractiva y empapada? Si se acercaba un poco más, ¿cómo reaccionaría ella? ¿Se enfadaría como antes o le haría saber con la mirada que también estaba dispuesta?

Cuando la notó temblar violentamente empezó a pasar una mano por su brazo para hacerla entrar en calor.

–Siento mucho haberte estropeado el día.

–Esas cosas pasan.

–Y te estoy muy agradecida, quiero que lo sepas. Tienes razón, habría sido comida para peces si no me hubieras rescatado.

–Yo me alegro de haber podido ayudar –dijo Gabriel–. ¿Qué tal el pie?

Nina movió la pierna y, de inmediato, hizo una mueca de dolor.

–Me duele un poco.

–Deberíamos movernos, antes de que te duela más.

Ella asintió con la cabeza, pero no se movió.

Gabriel levantó los ojos para mirar el cielo y luego volvió a cerrarlos, concentrándose en el roce de su mano en las costillas.

¿Qué demonios? No pasaría nada por unos minutos más.

Casi sin darse cuenta, pasó la mano por su brazo de nuevo… y luego por el hombro, por el codo. Las gaviotas seguían gritando sobre sus cabezas mientras el tiempo parecía detenerse. Si alguien pasara por allí, los confundiría con una pareja de amantes.

–Creo que deberíamos irnos –dijo ella entonces–. Seguramente habrá alguien esperándote.

Gabriel reconocía ese tono de voz, esa inflexión. Una chica de clase alta, desde luego. Los precios en Diamond Shores eran exorbitantes, pero eso no tenía importancia para los clientes que iban a la isla a pasarlo bien. ¿Hasta qué punto estaría aquella chica dispuesta a pasarlo bien?, se preguntó.

Hora de descubrirlo.

–No hay nadie esperándome… en el sentido que tú lo dices.

–¿Qué sentido es ése?

–¿Cuántos hay?

–Podrías haber venido con un amigo a pasar el fin de semana.

–No.

–Podrías estar con algún cliente, esperando firmar un contrato multimillonario.

–Podría ser, pero no.

–¿Has venido con tu chica?

–No tengo chica.

–A lo mejor has venido buscándola entonces.

–¿Es una invitación?

Ella rió, pero sin mirarlo a los ojos.

–Créeme, yo no soy tu tipo de chica.

–¿Qué tipo de chica eres?

–Debería empezar por decir… patosa.

–¿Entonces no es la primera vez que tienes un accidente?

–Ayer tiré una copa en los pantalones de un príncipe árabe.

Gabriel hizo una mueca.

–Pero él se ofreció a invitarte a otra, imagino.

–No, qué va.

–¿Al príncipe no le gustaban las modelos?

–¿Las modelos? Yo no soy alta y delgada.

–¿No eres modelo? Una atleta entonces. ¿Compites en el circuito europeo de equitación?

–Los caballos me hacen estornudar. Además, recuerda que soy patosa. Me rompería el cuello y el del caballo también.

–Muy bien. Entonces, tu padre es uno de los abogados más importantes del país, tú acabas de terminar la carrera de Derecho y estás a punto de llevar tu primer caso.

Nina soltó una carcajada.

–Me gustaría, pero…

–¿Me he equivocado?

–Del todo.

–Estaría bien que me dieras una pista.

–Pero entonces el juego no sería tan divertido.

Un mechón de pelo había caído sobre su frente, rozando su nariz. Gabriel lo apartó con un dedo y su sangre se calentó aún más.

–Ya lo tengo: eres una heredera incomprendida que huye de la prensa.

–No, este año no.

El comentario la había hecho reír, pero enseguida hizo una mueca de dolor.

–¿Qué tal el chichón?

–Sólo me duele cuando me río.

–Puedo ponerme serio.

–Cuéntame algo que no sepa.

–Quiero abrazarte –dijo él entonces.

Nina lo miró, sorprendida.

–¿Qué has dicho?

–Que quiero abrazarte. Pero no es una orden, es una sugerencia.

–¿Y si yo dijera que no?

–Nos iríamos al hotel.

–¿Y si dijera que sí?

–Entonces añadiría otro deseo a mi lista.

Ella parpadeó varias veces, como si no lo entendiera. Pero no se apartó, al contrario, se acercó un poco más.

–¿A qué te refieres?

Él inclinó la cabeza para rozar su frente con los labios y el contacto hizo que su corazón se acelerase.

–Haría esto.

Sintió que temblaba cuando de nuevo rozó su frente con los labios. Y cuando puso una mano sobre su torso, lo vio como una señal positiva.

–¿Y luego?

Gabriel acarició su pelo antes de levantar su barbilla con un dedo.

–Levantaría tu barbilla… así.

Ella abrió los labios y respiró suavemente, en silencio.

–¿Y luego qué? –preguntó por fin.

–Luego esto –respondió él, inclinándose un poco más hacia su boca.