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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Zona peligrosa
Título original: The Most Dangerous Place
© 2017, James Grippando Inc.
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© Traducción del inglés, Sonia Figueroa Martínez
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com
ISBN: 978-84-9139-484-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
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Verano
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Agradecimientos
Para Tiffany, con amor.
Siempre.
—No hay duda de que esta muñequita tiene tu mismo pelo —comentó Keith, el marido de Isabelle Bornelli.
Ella le miró e intercambiaron una sonrisa llena de cansancio; habían partido de Hong Kong con destino a Miami y llevaban veintidós horas de vuelo. En un Boeing 777, y la distribución de los asientos de primera clase es 1-2-1, así que la pareja estaba separada por un pasillo y ella tenía sentada a su izquierda a Melany, la hija de cinco años de ambos, que estaba profundamente dormida con la cabeza apoyada en el regazo de su madre y el rostro oculto bajo una ondulante y sedosa cabellera castaña.
—Es un gen fuerte —afirmó Isa.
Era una morena despampanante que no guardaba un grato recuerdo de los concursos de belleza en los que había participado de niña, pero el hecho de que una de las más prestigiosas academias de belleza de Caracas la seleccionara a los seis años había alimentado el ansia de su madre por alcanzar a través de ella los codiciados títulos de reina de la belleza. En un país sin rival en cuanto al número de ganadoras de Miss Universo y donde eso era motivo de orgullo nacional, los concursos de belleza eran mucho más que el billete de salida del barrio para una muchacha pobre: eran una oportunidad para que la familia entera tuviera una vida mejor. Pero ese no había sido el caso de los Bornelli. El padre de Isa detestaba los concursos de belleza y apoyaba el punto de vista revolucionario (un punto de vista sostenido por Hugo Chávez, el presidente en aquel entonces), que sostenía que la cirugía estética era «monstruosa». Al final fue el leal servicio de Felipe Bornelli al régimen de Chávez lo que hizo ascender a la familia y la sacó del ruinoso pisito situado en los marginales cerros del oeste de Caracas en el que vivían. Isa tenía once años cuando su padre consiguió un puesto diplomático en el Consulado General de la República Bolivariana de Venezuela en Miami, y recibió una educación de primera en la escuela internacional de enseñanza secundaria más prestigiosa de la ciudad. Pero lo mejor de todo fue que se salvó de que le pusieran implantes de trasero a los doce años, de que le redujeran quirúrgicamente los intestinos a los dieciséis, de que le cosieran en la lengua una malla que habría hecho que comer fuera una tortura para ella, y de otras medidas extremas que las «fábricas de reinas de la belleza» alentaban a las chicas a tomar en pos de una definición de «perfección» que había sido establecida por otros.
Isa apartó un mechón de pelo que había caído sobre el rostro de Melany, y un deje de tristeza tiñó su maternal sonrisa. Aquel hermoso cabello ocultaba también el aparato de última generación que permitía que la niña oyera.
—Hora de despertarse, cielo.
Melany apenas se había movido desde la breve y única escala que habían hecho en San Francisco, así que Isa no había tenido a nadie con quien conversar. Keith era el director de gestión de patrimonios en Hong Kong del International Bank of Switzerland y se había pasado el vuelo entero trabajando en su portátil. Tan solo había parado para comer o echarse una siesta; Isa, por su parte, no había dormido nada de nada, ya que aquello no era un viaje de vacaciones familiares.
Melany no había nacido con problemas de audición. Cuando el IBS le ofreció a Keith el puesto en Hong Kong, Melany era como la mayoría de las niñas de veintidós meses de Zúrich, es decir, no había completado aún la secuencia completa de vacunaciones contra la Haemophilus influenzae tipo b. Pero el «Hib» no estaba incluido en el plan de vacunación infantil de Hong Kong, y dos meses antes de su tercer cumpleaños Melany contrajo meningitis bacteriana provocada por dicha bacteria. Los médicos le dieron un noventa por ciento de probabilidades de sobrevivir, lo que sonaba bien en teoría hasta que Isa pensó en las últimas diez personas a las que había saludado y se imaginó a una de ellas muerta. Semanas más tarde, cuando la niña empezó a mejorar, los médicos les advirtieron de que había un veinte por ciento de probabilidades de que padeciera secuelas a largo plazo, secuelas que podían abarcar desde daños cerebrales a enfermedades renales, pérdida auditiva o amputación de extremidades. Para cuando llegó su cuarto cumpleaños, se había confirmado que Melany había ido a parar al extremo más desfavorable de ese amplio espectro de posibilidades: la infección había destruido las diminutas células ciliadas de la cóclea y le había causado una profunda sordera en ambos oídos. Ni siquiera podía oír sonidos superiores a los noventa y cinco decibelios (un cortacésped, un taladro… Ni siquiera un martillo neumático).
Los audífonos eran inútiles en su caso, la única esperanza que les quedaba era un implante coclear bilateral (un pequeño aparato mecánico que, básicamente, cumplía la función de las destrozadas células ciliadas que estimulaban el nervio auditivo). La intervención quirúrgica había sido todo un éxito… por un tiempo. Melany llevaba seis meses de rehabilitación auditiva cuando había surgido un problema en el oído derecho y, aunque el médico de Hong Kong les había asegurado que podía solucionarlo, Isa no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Un segundo fallo provocaría que la cóclea se osificara aún más, con lo que a Melany le quedaría una sordera permanente en un oído porque ya no podría ser candidata para recibir un implante. De modo que en marzo la llevó a Miami para que la examinara el cirujano que había sido el pionero en implantes cocleares en el Jackson Memorial Hospital, y este deshizo la primera cirugía y las mandó de vuelta a casa para que la niña pudiera recuperarse. En abril, una vez pasado el riesgo de infección, volvían para que se realizara la segunda intervención quirúrgica.
—Falta poco para aterrizar —les advirtió la auxiliar de vuelo—. Tiene que ponerle el cinturón de seguridad a su hija.
Isa ajustó el procesador de sonido de la niña. Esta no solía dormir con el aparato, pero no pasaba nada si lo hacía. Las únicas partes externas eran el micrófono y el procesador del habla (que se sujetaba en la parte posterior de la oreja, igual que un audífono), y un transmisor que llevaba en la cabeza, justo detrás de la oreja.
—Despierta, cielo.
Al ver que los ojos de Melany parpadeaban y se abrían, descargó con una exhalación la tensión que la atenazaba. Desde que las cosas se habían torcido con el implante del oído derecho, experimentaba una sensación de alivio palpable cada vez que algo le confirmaba que el izquierdo seguía funcionando, que el cerebro de Melany daba muestras de poder percibir el sonido de la voz de su madre, aunque en realidad no estuviera «oyéndolo» en el sentido tradicional de la palabra.
Melany se incorporó en el asiento y, adormilada aún, se abrazó a su cuello y apoyó la cabeza en su hombro. Isa miró de nuevo a su marido y vio que estaba tecleando en su smartphone.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Avisar a Jack de que llegamos según lo previsto —contestó él.
Jack Swyteck era el mejor amigo de Keith de su época de instituto e iba a ir a recogerlos al aeropuerto.
—No puedes mandar mensajes de texto desde un avión.
—Sí que puedo, tengo una rayita.
—Me refiero a que no está permitido.
El suelo vibró bajo sus pies y entonces se oyó el chirrido hidráulico del tren de aterrizaje. La auxiliar de vuelo regresó en ese momento.
—Cinturones de seguridad, por favor. Y nada de mensajes de texto, señor.
—Perdón —contestó Keith.
—Por el amor de Dios, ¡vas a hacer que nos arresten! —le dijo Isa, mientras alzaba a Melany y la acomodaba en el asiento correspondiente.
Él guardó el móvil antes de extender el brazo y tomarla de la mano.
—Estás muy estresada, cariño. Todo va a salir bien, te lo prometo.
—¿Qué es lo que va a salir bien?
La pregunta la hizo Melany, que se había perdido la primera parte de la conversación de sus padres (la que había ido a parar principalmente a su oído derecho, el que había que operar).
Keith capturó un dulce beso en su propio puño y se lo pasó desde el otro lado del pasillo a Isa. Esta lo depositó a su vez en la frente de la niña, que esbozó una sonrisa.
—Todo, cielito mío —le aseguró Keith—. Todo va a salir de maravilla, absolutamente todo.
Maniobrando como buenamente podía, Jack Swyteck iba abriéndose paso con la silla de paseo de tres ruedas por una abarrotada terminal del Aeropuerto Internacional de Miami. Su mujer se esforzaba por seguirle el paso mientras Riley, de dos añitos, chillaba entusiasmada conforme la silla zigzagueaba entre los pasajeros cual coche de pruebas sorteando conos.
—¡Eh, tú, Jeff Gordon![1] Podrías aminorar el paso, ¿por favor? —le pidió Andie.
—¡Vamos tarde! —contestó él.
Siempre iban tarde. La cantidad de trastos que un papá sherpa se llevaba de casa era inversamente proporcional al tamaño y el peso del retoño; era un axioma inmutable de la paternidad. Y, de igual forma, estaba fehacientemente demostrado que, por muy bien planeado que estuviera un trayecto, era imposible llegar al lugar de destino sin tener que regresar al coche a por un peluche, una mantita, una taza o cualquier otra cosa que, por supuestísimo, resultaba ser el objeto en particular sin el que Riley no podía vivir en ese momento determinado.
Un agente de la TSA los detuvo en el control de seguridad situado al fondo de la terminal internacional. No podían avanzar más allá, habían llegado a la versión de aeropuerto de un cordón de terciopelo: una cinta de balizamiento de nailon unida mediante postes. Jack encontró un punto desde donde se veían bien las puertas de salida de la aduana y esperaron allí.
—¿Crees que podrás reconocerlo? —le preguntó Andie.
Jack no había visto a Keith Ingraham en más de una década, y ambos estaban a punto de conocer a la mujer y a la hija del otro.
—Sí, pero solo porque busqué su foto en la página web del IBS.
—¿Está muy cambiado?
—Está igual, salvo por el pelo rapado.
—Ese es un cambio demasiado grande.
—No te creas, ya empezaba a tener bastantes entradas en el último año de instituto. Supongo que al final terminó por tirar la toalla. Pero le queda bien, parece un Bruce Willis más joven.
Riley emitió un sonido raro desde la sillita. Estaba imitando a la pareja entrada en años que tenía al lado, que estaba hablando en chino, y Andie se disculpó en mandarín (había aprendido unas nociones básicas en una de sus misiones encubiertas) antes de continuar.
—¿Por qué perdisteis el contacto?
—Por lo típico, supongo. Keith se quedó aquí y estudió Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Miami, yo me fui para estudiar Derecho. Para cuando volví, él estaba trabajando en Wall Street para Sherman & McKenzie.
—Así que mientras tú vivías con una mensualidad precaria y defendías en el Freedom Institute a presos condenados a muerte, tu viejo colega Keith estaba ganando dinero a manos llenas con S y M.
—Se les llama «SherMac» para abreviar, no «S y M».
—Pues mira tú por donde, resulta que cuando me pasaba setenta horas a la semana investigando fraudes hipotecarios en plena Gran Recesión, en el FBI casi todos los llamábamos «S y M», tanto a ellos como a sus balances generales. «Superturbios y Manipuladores».
Esa era una de las muchas cosas interesantes que tenía ser un abogado criminalista casado con una agente del FBI: uno se llevaba una sorpresa tras otra al darse cuenta de la cantidad de amigos que, muy posiblemente, habían estado a punto de salir chamuscados por cortesía de Andie Henning y el largo brazo de la ley, pero que, a diferencia de Ícaro, habían logrado escapar volando de las llamas.
—Keith ahora trabaja para el IBS.
—Ah, el S y M de S. «Superturbio y Manipulador de Suiza».
—Qué cínica eres —comentó él, sonriente.
Un flujo constante de pasajeros de aspecto cansado iba pasando por la aduana. Amigos y familiares esperaban expectantes e iban recibiendo a sus seres queridos con abrazos, sonrisas y lágrimas de alegría cuando estos procedían a pasar al otro lado del cordón de seguridad. Jack siguió pendiente de la puerta de salida hasta que, finalmente, a pesar de verlo al fondo del largo pasillo, lo reconoció al instante.
—¡Ahí están! —le dijo a Andie antes de saludar con la mano a Keith.
Su amigo le devolvió el saludo mientras se acercaba acompañado de su familia. Empujaba un carrito de equipajes lleno hasta los topes, y su esposa y su hija caminaban junto a él tomadas de la mano.
—¡Madre mía! —exclamó Andie—. Si esa es la pinta que tiene su mujer después de sobrevolar medio mundo, está claro que tu viejo amigo se casó con un bellezón.
Andie no era celosa, pero Jack seguía sin comprender esa costumbre de las mujeres de fijarse unas en otras (aunque, en ese caso, él mismo estaba pensando lo mismo que ella, la verdad).
El gran momento consistió en un reencuentro típicamente masculino: palmadas en la espalda y una especie de abrazo a medias; Jack insistiendo en ayudar con el equipaje en un tira y afloja que, como era de esperar, terminó con Keith apilando las maletas más pequeñas en un carrito que ya estaba a rebosar de por sí y afirmando que lo tenía controlado. Los adultos estaban en medio de las presentaciones cuando Riley se bajó de su sillita para saludar, estaba claro que quería convertirse al instante en la mejor amiga de Melany; esta, sin embargo, se mostró más reservada, aunque puede que tan solo fuera por el cansancio del viaje.
Jack volvió a sentar a Riley en la sillita y ya se disponían a dirigirse hacia la salida cuando vio que se acercaban dos policías, dos agentes del Departamento de Policía de Miami-Dade.
—¿Isabelle Bornelli? —preguntó el más alto de los dos.
La caravana se detuvo antes siquiera de haber podido iniciar la marcha. Las sonrisas se desvanecieron y un súbito nerviosismo se adueñó del grupo.
—Sí —respondió ella.
—Está usted arrestada.
El otro agente se acercó a ella y le esposó rápidamente las manos a la espalda. Isa no opuso resistencia.
—¡Un momento! —exclamó Keith—, ¿qué está pasando aquí? —siguió hablando mientras el agente que estaba realizando el arresto procedía con la consabida tarea de leerle sus derechos a un detenido—. ¡Esto es una locura! Miren, si es por el mensaje de texto que he mandado desde el avión, no he…
—No digas ni una sola palabra más, Keith —le ordenó Jack con firmeza, asumiendo al instante su papel de abogado defensor.
—¡Tengo que saber de qué va todo esto!
—Keith, hazme caso.
Su viejo amigo hizo caso omiso a la advertencia y siguió insistiendo.
—¿Por qué está siendo arrestada mi mujer?
—Por asesinato —afirmó el agente con semblante pétreo.
—¡¿Qué?!
—Está siendo arrestada por el asesinato de Gabriel Sosa —añadió el agente.
Keith lo miró atónito y las palabras brotaron atropelladamente de sus labios.
—¿Qué…? ¿Cómo…? Pero… ¡No conocemos a ningún…!
—¡Cállate, Keith, te lo digo muy en serio! —le advirtió Jack—. Isa, no respondas a ninguna pregunta ni hables sobre esto con la policía. Limítate a decir que quieres hablar con tu abogado, ¿entendido?
Ella asintió, aunque la expresión de su rostro revelaba lo aterrada que estaba.
—¿A dónde vas, mami? —preguntó Melany con voz teñida de preocupación.
—Concédanle treinta segundos con su hija.
Los agentes accedieron a la petición de Jack. Isa hincó una rodilla en el suelo e intentó explicarle a Melany lo que ocurría. Un grupito de curiosos se había congregado en el lado público del cordón de seguridad formando un tosco semicírculo a su alrededor, así que Jack dio medio pasito hacia uno de los agentes y, moderando el tono de voz para que solo le oyera quien tenía que oírle, se aseguró de dejar clara la situación ante las autoridades.
—Soy abogado.
—¿Es usted el abogado de la señora? —le preguntó el agente.
—Ahora sí —afirmó Keith.
—Querría ver la orden de arresto.
El agente le entregó una copia. Consistía en una única hoja donde, tal y como solía ocurrir, tan solo se enumeraban las cláusulas aplicables del código penal y se exponía que el juez, en base a la declaración jurada de un inspector de la policía de Miami-Dade, había llegado a la conclusión de que existían causas probables para creer que Isa Bornelli había cometido el delito en cuestión. Los datos concretos debían de estar en dicha declaración y Jack tendría que obtenerla a través del juzgado o del fiscal.
—Vamos, señora Bornelli —dijo el agente.
Isa intentó abrazar a su hija de forma instintiva, pero las esposas se lo impidieron. Luchó por reprimir las lágrimas al besar a Melany en la mejilla, y las rodillas le flaquearon al incorporarse.
Jack le dio a Keith una tarjeta de visita y le indicó que se la metiera a Isa en el bolsillo de la chaqueta; esperó a que lo hiciera, y entonces le dijo a ella:
—Ahí está mi número de teléfono, vamos a seguirte hasta… —Se interrumpió porque no quería decir «centro penitenciario» delante de las niñas— el sitio al que vas. Pero llámame si tienes que hablar antes de que lleguemos.
Ella no contestó, se la veía aturdida. Keith hizo ademán de ir a darle un último abrazo, pero al ver que Melany rompía a llorar se centró en ella y la alzó en brazos.
—No pasa nada, cielo. Mami va a ir a charlar un rato con estos policías tan agradables, eso es todo —lo dijo en un tono de voz que no habría engañado a Riley, y mucho menos a una niña de cinco años.
Los agentes se llevaron a Isa, pero no la condujeron hacia la salida principal de la terminal. La llevaron de vuelta al otro lado del cordón de seguridad y un agente de la Administración de Seguridad en el Transporte los escoltó a través del control de seguridad, con lo que ni su abogado ni su mismísimo marido pudieron acompañarla.
—¡Te queremos! —le gritó Keith, hablando también por Melany.
Isa se volvió a mirar por encima del hombro mientras los agentes la alejaban más y más de su familia. Jack observó con atención la expresión de su rostro. Después, miró por un instante a Keith antes de dirigir de nuevo la mirada hacia ella; aunque la atención de Isa estaba centrada en Keith, logró establecer contacto visual con ella por un segundo antes de que ella apartara la mirada.
Guardó silencio y no le dijo nada a su viejo amigo, pero, como espectador privilegiado, tenía claro lo que aquella mujer estaba diciéndole sin palabras a su marido: ella sí que conocía a Gabriel Sosa.
Isa sabía perfectamente bien de qué iba todo aquello.
[1] Jeff Gordon es un piloto californiano de automovilismo de velocidad, retirado en la actualidad. Ganador de competiciones como la NASCAR, está considerado uno de los mejores automovilistas americanos de la historia. (N. del E.)
Jack fue con Keith a toda prisa a por el coche, que había dejado en el aparcamiento Flamingo. Andie, por su parte, se quedó haciendo cola en la parada de taxis para llevar a las niñas a la casa que tenían en Cayo Vizcaíno.
Jack puso el manos libres mientras conducía hacia la salida del aeropuerto y, dado que a aquellas horas estaban fuera del horario de oficina, llamó a Abe Beckham al teléfono de casa. Abe era un litigante principal de la fiscalía general del condado de Miami-Dade, y se le consideraba uno de los fiscales de referencia a los que acudir en juicios por homicidio en primer grado. No podía decirse que fueran amigos exactamente, pero Jack se había enfrentado a él en dos casos de pena capital y existía un respeto mutuo.
—Lo siento, pero el caso no es mío. Este lo lleva Sylvia Hunt —le dijo Abe.
—No la conozco.
—Le diré que has llamado.
—Me urge hablar con ella lo antes posible; de hecho, tendría que ser hoy mismo.
—Veré lo que puedo hacer.
Jack le dio las gracias antes de colgar. Había varias rutas posibles para llegar al centro penitenciario, pero, dado que ya había pasado la hora punta, decidió ir por la autopista Dolphin.
—¿Crees que la fiscal te llamará? —le preguntó Keith.
Jack contestó sin apartar la mirada de la carretera.
—Si en cinco minutos no lo ha hecho, la llamo yo.
—Bueno, la verdad es que no era así cómo había planeado que conocieras a mi mujer —comentó Keith, con un profundo suspiro.
Jack podría haber sido un amigo y haberse limitado a ofrecerle unas palabras tranquilizadoras, pero en ese momento estaba pensando como el abogado que era.
—¿Hasta qué punto la conoces, Keith?
—Llevamos seis años de casados, ¿a qué viene esa pregunta?
—No estoy preguntándote desde cuándo la conoces, sino si la conoces bien. ¿Qué supone una semana laboral normal para ti? ¿Setenta horas de trabajo?, ¿ochenta?
—Isa y yo compartimos tiempo de calidad.
«Calidad»: nombre en clave para «insuficiente».
—Seguro que viajas mucho.
—A Zúrich una vez por semana. Cada dos semanas a Singapur o a Tokio, depende de dónde se celebre la reunión sobre patrimonios privados en Asia. Y también hago algún que otro viaje esporádico…Desarrollo comercial, eventos de grandes clientes y cosas así.
—Resumiendo, que en casa estás… ¿qué?, ¿tres noches por semana?
—A veces cuatro. Si estás insinuando que no conocía de verdad a la mujer con la que me casé y que resulta que es una asesina, estás delirando.
—Me limito a formular las preguntas necesarias. ¿Tiene Isa antecedentes penales?
—No.
—¿Estás seguro?
—No la he investigado nunca para comprobarlo, si a eso te refieres.
—¿Qué sabes acerca de su familia?
—Su madre murió antes de que nos conociéramos. Su padre vive en Caracas…, bueno, eso tengo entendido. No le conozco, Isa y él no tienen ninguna relación; de hecho, ella ni siquiera quiso invitarlo a nuestra boda.
—¿Por qué no?
—Por cuestiones políticas. Estaba aliado con Chávez durante la infancia de Isa. No voy a poner palabras en boca de mi mujer diciendo que fue una rebelión, pero ¿qué mayor capitalista podría haber elegido como esposo la hija de un miembro declarado del Partido Socialista Unido que un gestor de patrimonios de un banco suizo?
—Sí, puede que tengas razón en eso —afirmó Jack.
—Todo esto tiene que ser un error, Isa llevaba años sin poner un pie en Miami. Se fue de Estados Unidos tras su primer año de universidad y completó los estudios en la Universidad de Zúrich. Estaba trabajando en su doctorado en Psicología cuando la conocí.
—¿Tiene un doctorado? —No era su intención mostrarse tan sorprendido.
—Aún no. Ha quedado aparcado desde que nació Melany; de hecho, casi todo ha quedado aparcado desde que empezaron los problemas de oído de nuestra hija. Es la misión a la que Isa dedica todo su tiempo.
Jack se incorporó al carril derecho de la autopista, tomó la salida de la calle Doce y, parado en el semáforo situado al final de la rampa, le sonó el móvil. Era Sylvia Hunt. Ella no quiso decirle gran cosa por teléfono, pero sí que accedió a enviarle un correo electrónico con una copia de la declaración jurada que sustentaba la orden de arresto.
Obtener dicha copia había sido su objetivo principal, pero había una cuestión que requería de una respuesta inmediata.
—¿Cuándo fue asesinado Gabriel Sosa?
—Este mes se cumplen doce años del asesinato. El diecisiete de abril, para ser exactos.
—Entonces se trata de un caso sin resolver, ¿verdad?
—Sí.
—Deduzco que ha aparecido alguna prueba nueva que, supuestamente, vincula a Isa Bornelli con el crimen.
—Sí, así es. Todo se detalla en la declaración jurada.
—¿No puede explicármelo usted sin más?
—Estoy preparándome para una vista de exclusión de pruebas relacionada con otro caso. En este momento no estoy centrada en la señora Bornelli y no quiero que se me acuse de tergiversar nada. Lea la declaración jurada y entonces accederé gustosa a concertar una cita con usted para sentarnos a hablar del tema.
Algunos fiscales preferían ser cautos, sobre todo con abogados criminalistas con los que no habían tratado anteriormente.
—¿Va a mandarme ya la copia? —le preguntó Jack.
—En cuanto colguemos.
—Está bien. Una última pregunta rápida: he visto que la orden de arresto alega homicidio en primer grado con circunstancias especiales. ¿Cuáles son esas circunstancias?
—Secuestro y tortura.
El semáforo se puso en verde, igual que el semblante de Keith.
—¿Está hablando de un secuestro para pedir un rescate? —insistió Jack.
—Mire, debo seguir con mi otro caso. Lea la declaración jurada, por favor.
Jack le dio las gracias, colgó y se incorporó al tráfico en dirección al edificio judicial.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó a Keith, que parecía estar realmente descompuesto.
—¿Secuestro y tortura?, ¿en serio? ¡Esto es una jodida pesadilla!
Jack no quería empeorar aún más las cosas, pero necesitaba respuestas.
—¿Dónde estaba Isa por estas fechas doce años atrás?
Keith respiró hondo antes de contestar.
—Estaba estudiando.
—¿Dónde? —Le lanzó una mirada, pero su amigo estaba mirando por el parabrisas como si la hilera de faros traseros rojos que tenían delante lo tuviera hipnotizado.
—Aquí, en la Universidad de Miami.
Ambos guardaron silencio. No hacía falta que ninguno de los dos dijera que la vía más rápida para salir de aquel embrollo (que Isa no hubiera vuelto a pisar Estados Unidos después de terminar la secundaria, lo que habría sido una coartada irrefutable) se había esfumado.
El juzgado de lo penal estaba sumido en la oscuridad, pero las luces del centro de detención preventiva brillaban al otro lado de la calle (la conocida como «calle Trece de la Suerte»). Jack dejó el coche en el aparcamiento, que a aquellas horas ya estaba desierto. Eran las ocho de la tarde pasadas cuando Keith y él cruzaron la entrada de visitantes situada en la planta baja.
Aquel centro penitenciario, dotado de varias plantas y situado al norte del centro de Miami, albergaba a ciento setenta presos a la espera de juicio por cargos que cubrían el espectro legal al completo, desde infracciones de tráfico hasta homicidios. Los hombres y las mujeres estaban alojados en plantas distintas, pero en ambos casos se aplicaban las mismas normas en lo referente a las visitas: las de la familia tenían lugar estrictamente en locutorios, y las que estuvieran fuera del horario normal tan solo se permitían mediante una orden judicial.
—¿Me está diciendo que no puedo ver a mi mujer? —preguntó Keith.
Estaban en el vestíbulo, ante la ventanilla donde se llevaba a cabo el registro de visitas. La funcionaria de prisiones que estaba en el interior de la cabina contestó a través de un micrófono de cuello flexible.
—Las reclusas pueden recibir visitas los jueves y los sábados, de 17:30 a 21:15.
Keith parpadeó, perplejo. La neblina de jet lag que le envolvía era prácticamente visible.
—Estamos a martes —le aclaró Jack.
—Acabo llegar de Hong Kong, seguro que hay excepciones.
—Solo las hay para abogados y agentes de fianzas.
—¿Cuánto tardaría en hacerme agente de fianzas?
Jack sabía que su amigo no estaba diciéndolo en serio (bueno, no del todo), así que no le contestó y procedió a acercarse un poco más a la ventanilla para que la funcionaria le programara una visita en calidad de abogado. La mujer consultó el ordenador y confirmó que Isa ya había pasado por el proceso de ingreso y que Jack Swyteck estaba registrado como su representante legal; al parecer, estaba recluida en un calabozo temporal a la espera de que se le asignara una cama.
Unos quince minutos después, un guardia condujo a Jack a la sala donde los abogados podían reunirse con sus clientes. Isa ya estaba esperándole allí, y el guardia le hizo entrar antes de cerrar la puerta y echar el cerrojo desde fuera para dejarlos a solas.
La nueva clienta de Jack, que estaba sentada tras una pequeña mesa y todavía iba vestida con la ropa que se había puesto para viajar desde Hong Kong, se levantó de la silla para saludarlo.
—Gracias por venir.
—Me alegra poder ayudar —contestó él.
Isa volvió a ocupar su silla y Jack se sentó frente a ella al otro lado de la mesa. Estaban rodeados de paredes sin ventanas construidas con bloques de cemento pintados de amarillo; la brillante luz fluorescente le daba a la sala tanta calidez como la que podría haber en un taller.
—¿Cómo lo llevas? —añadió él.
—No sé, supongo que voy dejándome llevar como una autómata. Esto es bastante surrealista.
—Sí, tu reacción es comprensible.
Ella se cruzó de brazos como si tuviera frío, aunque lo más probable era que su incomodidad se debiera a todo lo ocurrido en conjunto… Por no hablar del hecho de que él era un viejo amigo de su marido. Keith había mencionado que aquellas no eran las circunstancias ideales para conocerse, ni mucho menos, y seguro que la situación debía de ser incluso más incómoda para ella.
Decidió abordar el tema antes de continuar.
—Mira, no quiero que te sientas obligada a contratarme como tu abogado. Da la casualidad de que este es mi trabajo y resulta conveniente a corto plazo, pero elegir representación legal es una decisión muy personal.
—Gracias por decirlo.
—Estoy dispuesto a ayudar todo el tiempo que tú quieras, pero una vez que lidiemos con todas las cuestiones preliminares puedo darte una pequeña lista de abogados criminalistas de primera para que hables con ellos y decidas lo que quieres hacer.
—Keith me habló largo y tendido sobre ti y sobre tu trabajo en el Freedom Institute; por lo que me contó, me da la impresión de que tú ya eres un abogado de primera.
El Freedom Institute era la institución en la que Jack había iniciado su carrera al terminar los estudios, y había sido allí donde había tenido su primera toma de contacto con los casos de pena capital.
—Podemos hablar de eso más adelante. Por ahora, centrémonos en el problema que tenemos entre manos. Tengo unas cuantas preguntas. Pero, antes de nada, ¿hay algo que quieras saber?
—¿Cómo está Melany?
—Está bien, Andie la ha llevado a casa junto con nuestra hija.
—Dile a Keith que la deje dormir con el procesador de audio si ella quiere. Estar en una casa extraña puede hacerla sentir demasiado aislada si no puede oír por ambos oídos.
—Me aseguraré de decírselo. Él está aquí, en la sala de espera.
Le explicó las restricciones que existían para las visitas de familiares.
—¿Jueves y sábados? Pero supongo que para cuando llegue el jueves yo ya no estaré aquí, ¿verdad?
Jack titubeó por un instante que se alargó un pelín de más.
—¡Tengo que ver a mi familia! —protestó ella—, ¡y no puedo traer a mi hija a este lugar! ¿Cuándo podrás sacarme de aquí?
—Deja que te explique cómo funciona el proceso: te presentarás ante el juez por primera vez para la vista incoatoria, y eso no será hasta mañana. Tratarán tu caso como uno más junto con el resto de los arrestos por delitos graves, a partir de las nueve y media de la mañana.
—¿Estás diciendo que tengo que pasar la noche aquí?
—Sí.
Isa respiró hondo y expulsó el aire poco a poco, como intentando asimilar todo aquello.
—Vale, podré soportarlo. ¿Después ya me podré ir?
—Intentaré que la fiscalía acceda.
—¿Crees que el fiscal accederá?
—Es una mujer, no un hombre, y de momento solo hemos hablado una vez por teléfono. Se ha comprometido a enviarme por correo electrónico una copia de la declaración jurada del inspector de Homicidios de la policía de Miami-Dade donde se detallan las pruebas que hay en tu contra. He tenido que dejar mi móvil al registrarme como visitante, pero hace veinte minutos todavía no me había llegado su mensaje; si no está en la bandeja de entrada cuando me devuelvan el móvil, pasaré por encima de ella y recurriré a algún superior suyo.
—Eso no me parece un comienzo demasiado halagüeño. ¿Qué pasa si la fiscal no accede a dejarme en libertad?, ¿me dejará salir el juez?
Precisamente esa era la primera mala noticia que tenía para ella, y Jack intentó expresarse con tacto.
—En un caso de homicidio en primer grado, la presunción legal es que no se establezca una fianza.
Fue como si acabara de golpearla en el pecho. Isa apartó la mirada por un momento antes de volver a dirigirla hacia él.
—¡No puedo quedarme aquí! Melany tiene la operación este viernes.
—Quizás podamos usar eso a nuestro favor.
—¡No es cuestión de usarlo! Mi hija tiene cinco años, ¡no puede estar sin su madre!
—Perdona. Lo que quería decir es que nos encontramos en una situación donde existen circunstancias atenuantes que respaldarían tu salida de prisión.
—Sí, hay un montón de circunstancias atenuantes. Empezando por el hecho de que no soy culpable, ¡yo no maté a Gabriel Sosa!
—Mis clientes no siempre me dan la respuesta a esa pregunta, y te aseguro que no influye lo más mínimo en mi decisión de aceptar el caso. Lo único que quiero es la verdad.
—Esa es la verdad, yo no lo maté.
Jack no respondió de inmediato. Le concedió un momento para ver cómo actuaba tras afirmar lo que, según ella, era la verdad, para observar su comportamiento. No es que fuera un detector de mentiras, pero sí que se dio cuenta de que ella no sintió la necesidad de parlotear con nerviosismo para llenar el silencio.
—Está bien. Si estás decidida a tomar esa vía, tenemos que hacerlo sin reservas. ¿Sabes quién lo hizo?
—No.
—Retrocedamos más aún, vayamos al principio. Será por mi intuición de abogado, pero cuando la policía te arrestó en el aeropuerto me dio la impresión de que no era la primera vez que oías hablar de Gabriel Sosa.
—Ajá.
—Vale, ahora dime quién es. O, mejor dicho, quién era.
Ella respiró hondo antes de contestar.
—Un chico al que conocí en la universidad.
—¿Le conocías bien?
—No tanto como yo creía.
—¿Qué significa eso?
Al verla titubear, tuvo la certeza de que estaba a punto de contarle algo que jamás le había revelado a su marido.
—Me violó.
Jack había llegado a un punto de su carrera en el que realmente creía haber oído todo lo habido y por haber, y de repente se topaba con cosas así.
—Lo siento, Isa, pero vas a tener que contarme todo lo que pasó.