Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Sophia James

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un pasado misterioso, n.º 15 - marzo 2014

Título original: High Seas to High Society

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4091-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

¡Para Pete, mi pirata!

Capítulo Uno

 

Londres, mayo de 1822

 

Asher Wellingham, noveno duque de Carisbrook, observaba desde una esquina y acompañado de su anfitrión, lord Henshaw, a una mujer que estaba sentada sola cerca del estrado.

—¿Quién es, Jack? —preguntó con fingida indiferencia y naturalidad. Lo cierto era que se había fijado en ella desde el instante en que había entrado en el salón, porque no era habitual que una mujer así de bella llevara un vestido tan sencillo a un baile, y que después se sentara sola como si de verdad estuviera disfrutando sin tener compañía.

—Lady Emma Seaton, la sobrina de la condesa de Haversham. Llegó a Londres hace seis semanas y desde entonces todos los jovencitos de por aquí han intentado entablar alguna clase de relación con ella.

—¿De dónde es?

—De alguna parte del país, diría. Y está claro que no ha visitado a ningún peluquero en Londres... jamás había visto un pelo así.

La mirada de Asher recorrió una mata de pelo rubio rizado apenas sujeto por unas horquillas. Un peinado hecho en casa y muy mal, por cierto, aunque el efecto completo de esas ondas doradas resultaba inquietante.

Rara vez la gente lo sorprendía... o lo intrigaba.

Pero esa chica, con su timidez y su descuidado estilo, lo había seducido. Después de todo, ¿qué mujer comía con los guantes puestos y se relamía la punta de un dedo cubierto de seda cuando la mermelada de una galleta dulce se lo había manchado?

Esa mujer.

Sí, esa mujer no mordisqueaba delicadamente la comida como el resto de mujeres de la sala estaban acostumbradas a hacer, sino que llenaba el plato que tenía delante sirviéndose de la bandeja que pasaba un camarero, y lo hacía como si le fuera la vida en ello. Como si fuera a pasar mucho tiempo hasta que apareciera el siguiente plato, o como si, tal vez en su antigua vida en alguna aldea, no hubiera tenido tanta comida y apenas pudiera creer que ahí le estaban ofreciendo esa recompensa.

Vio cómo la miraban las demás y se sintió ligeramente irritado. El zumbido de los susurros había aumentado cuando al levantarse, alta y delgada, el bajo de su vestido quedó unos centímetros por arriba de lo que habría sido decente y unos cuantos más de lo que estaba en boga.

Podía oír las conjeturas y los murmullos a su alrededor, aunque ella no pareció darse cuenta, y se preguntó por qué demonios debería preocuparlo, pero esa mujer tenía algo que le resultaba familiar. ¿Cómo podía conocerla? Intentó determinar el color de sus ojos, pero desde esa distancia no pudo. Se dio la vuelta mientras maldecía a la condesa de Haversham por descuidar el armario y el peinado de su sobrina, y dejó a lady Emma Seaton sola ante los lobos de sociedad que la rodeaban.

 

 

La sala estaba abarrotada de hombres y mujeres que charlaban a gran velocidad y sin pausa haciendo que la música interpretada por un cuarteto de cuerda fuera apenas perceptible.

Emerald frunció el ceño y se sentó, cerrando los ojos para escuchar mejor. La gente que había allí no parecía apreciar la música, no parecía entender que el silencio ensalzaba la melodía.

La música no le resultaba familiar; era una melodía inglesa. Casi podía sentir la armónica en sus labios, unas suaves notas sobre el murmullo del mar, y Jamaica la invadió produciéndole un doloroso recuerdo.

Pero no. No tenía que pensar en eso, se dijo mientras se colocaba en la silla y se obligaba a observar al gentío que la rodeaba.

Ésa sería su vida durante un tiempo.

Inglaterra.

Sus manos tocaban el vestido de seda que la enfundaba de pies a cabeza, y después de llevarse a los labios la tercera copa de champán, tragó deprisa. Beber le calmaba la ansiedad y le agudizaba otros sentidos. El oído. El olfato. El tacto. Cada poro de su cuerpo anhelaba el sol, el viento, la lluvia; liberarse de su corpiño de volantes. Anhelaba tumbarse sobre una arena cálida o la hierba salvaje de la Bahía Montego y sumergirse en un mar azul, más y más abajo, hasta perderse en otro mundo.

Mientras dejaba escapar un sonoro suspiro, intentó controlar sus pensamientos.

—No más recuerdos —susurró y se alegró cuando su tía se sentó en el asiento que quedaba libre frente a ella. Sin embargo, la palidez de su rostro resultaba alarmante.

—¿Estás bien, tía?

—Está aquí, Emmie... —Miriam apenas pudo pronunciar la frase.

—¿Quién está aquí? —aunque antes de que su tía hablara, ya sabía qué nombre oiría.

—Asher Wellingham.

El miedo y el pánico se entremezclaron con la furia.

Finalmente, había ido.

Semanas de espera le habían provocado unos nervios difíciles de contener y los avances y proposiciones de los hombres del lugar se habían vuelto cada vez más difíciles de evitar. Pero, ¿la había visto? ¿Se acordaría?

Tras colocar la copa sobre la mesa y rechazar otra que le ofreció un camarero, se colocó un mechón de pelo. Por favor, que no la reconociera porque, en ese caso, todo estaría perdido.

—¿Dónde está? —odiaba los nervios que la estaban consumiendo.

—Allí, en la esquina, junto a la puerta. Antes ha estado mirándote. Mirándote fijamente.

Resistiendo unas fuertes ganas de darse la vuelta, Emerald reunió todas sus fuerzas para evitarlo.

—¿Crees que sospecha?

—No, porque si lo hiciera haría que te sacaran de este lugar de inmediato y que te colgaran en la horca de Tyburn como a la hija de un traidor.

—¿Podría hacer eso?

—Oh, te sorprendería lo que puede hacer, Emmie. Actúa con la impunidad de un lord que cree que siempre lleva la razón.

—Entonces debemos darnos prisa para hacer lo que hemos venido a hacer. Ahora, míralo. Despacio —añadió y su tía giró la cabeza—. ¿Lleva un bastón?

—No. En la mano tiene una copa. Vino, creo, y además blanco.

Intentó que no se viera su frustración.

—Al menos no dejará señal en el vestido —tenía tres vestidos sacados de los mercados de segunda mano de Monmouth Street y, ya que no tenía fondos para ninguno más, no quería que ése se echara a perder por una mancha que no podría quitar nunca.

—Oh, querida. Seguro que no pretendes sólo tropezarte con él. Reconocería a un farsante en cuanto lo viera, estoy segura.

—No te preocupes, tía Miriam. Ya he hecho esto antes en Kingston y en Puerto Antonio cuando Beau quería que le presentara a algún extraño con dinero. Aquí será fácil, sólo necesito un pequeño empujón. Al menos lo suficiente para que me permita iniciar una conversación y me dé la oportunidad de verme incluida durante un tiempo en su círculo de amigos.

—Se trata del duque de Carisbrook. No lo subestimes como hizo tu padre.

Emerald respiró hondo. Beau se había vuelto descuidado, pero ella no lo sería. Estaba de pie y se agachó para soltarse la hebilla de plata de su zapato izquierdo. Tenía que estar pendiente de los pequeños detalles; eso era algo que Beau le había repetido una y otra vez.

Asher Wellingham seguía hablando con el anfitrión cuando ella se le acercó por detrás y cayó hábilmente contra él, que reaccionó rápido ante su grito y ya se había girado para sujetarla cuando comenzó a perder el equilibrio. Si la tela de su falda no hubiera quedado atrapada bajo el tacón de su zapato, lo habría hecho bien; y si el pequeño hombre que había a su lado hubiera sido más fuerte y se hubiera mantenido en pie, ninguno de los tres se habría caído. Pero con el suelo tan barnizado y sus suaves suelas de piel, no pudo sujetarse y simplemente se dejó caer mientras el frío vino caía sobre su piel.

Oyó las exclamaciones de los allí presentes a su alrededor mientras los fuertes brazos del duque de Carisbrook le rodeaban la cintura y las rodillas y la suave tela de su chaqueta negra le rozaba la mejilla. Estaba levantándola en brazos. Con absoluta facilidad.

Ella respiró en el mismo momento en que notó el constante latido de su corazón, y cuando los dedos de él rozaron su corpiño, su mundo se tambaleó. Vestida con esa ridícula ropa, la suave turgencia de sus senos era especialmente visible y se quedó atónita ante lo que vio en los ojos de Asher Wellingham mientras la sacaba del salón de baile. Así de cerca, el marrón claro de su mirada estaba cubierto por un tono dorado y un innegable interés masculino. Durante un único segundo, se quedó desorientada y todo se le volvió infinitamente más difícil.

—Os habéis desmayado —dijo él al tenderla sobre un sofá en una habitación algo apartada del salón. Su voz era profunda y su mirada contenía más de una pregunta. Con su cabello oscuro peinado hacia atrás y sus ojos de color brandy, el duque de Carisbrook resultaba inolvidable. Un hombre con una legendaria seguridad en sí mismo y el descaro suficiente para perseguir a su padre por tres océanos.

¡Y matarlo!

Una amarga furia se mezcló con un viejo dolor y, alzando el tono de voz para aparentar estar algo avergonzada, Emerald se llevó los dedos a la boca.

—Lo siento enormemente —dijo deshaciéndose en disculpas, y satisfecha de que el sentimiento que le había puesto a sus palabras resultara tan auténtico—. Creo que debe de haber sido el calor del salón o tal vez la aglomeración de gente. O el ruido, acaso... —con aire vacilante, se detuvo. ¿Estaba exagerando la tendencia de las mujeres al histrionismo alegando tres excusas en una? La exageración era peligrosa, pero ataviada con ese vestido ajustadísimo y esos endebles e inservibles zapatos, le estaba resultando sorprendentemente fácil.

Con un rápido movimiento de su abanico ocultó sus ojos y reagrupó sus defensas, mientras cada poro de su piel era consciente de la presencia del duque de Carisbrook, y cada uno de sus problemas dependía directamente de las acciones de él. Después de tragar saliva por el nudo de culpabilidad que se le había hecho en la garganta, quedó satisfecha cuando el dio un paso atrás.

—¿Sois vos quien me habéis sujetado, Su Excelencia?

—En realidad podría decirse que habéis rebotado contra el frágil y anciano conde de Derrick y habéis aterrizado en mis brazos.

Intentó parecer avergonzada mientras pensaba lo duro que era estar mostrándose arrepentida continuamente o eternamente agradecida, y de pronto le pareció que toda esa farsa no podía ser más complicada. Ella no pertenecía a ese lugar, no podía entender sus reglas o matices y su instinto le decía que fuera precavida. Necesitaba mantener el anonimato; si iba a haber preguntas, le hacían falta respuestas y no podía darlas sin poner en peligro a todas las personas que amaba. Sólo pensarlo la hizo temblar.

—¿Dónde está mi tía?

—La condesa ha ido a buscaros un chal para vuestro vestido.

Después de bajar las piernas del sofá, Emerald intentó levantarse.

—Si pudiera levantarme...

—Creo que lo más sensato sería que os quedarais quieta —dijo con voz ronca y el pulso de ella se aceleró cuando él posó los dedos sobre el interior de su muñeca izquierda. Estaba tomándole el pulso y, cuando le sonrió, ella supo que ese hombre no podía incitar una reacción de indiferencia en ninguna mujer. Apartó la mano y se abanicó imitando a la perfección a las chicas que había visto en muchos salones durante el pasado mes.

—No suelo ser tan patosa y no sé qué me ha podido hacer tropezar... —cuando se alzó el bajo del vestido, se pudo ver la hebilla suelta del zapato—. Apuesto a que debe de haber sido esto... —dejó que él lo viera y se sintió agradecida cuando Miriam regresó, acompañada de lord Henshaw.

—¿Te encuentras mejor, querida? Podrías haberte golpeado la cabeza al caer y el vino te ha arruinado el vestido. Toma, inclínate hacia delante y te echaré esto por encima —enseguida se vio rodeada por una tela de color oro rojizo, pero tenía la sensación de que ya había sido el centro de atención durante demasiado rato y se puso de pie.

—Tendré más cuidado en el futuro y os doy las gracias por vuestra ayuda —estaba descalza y tuvo que alzar la vista para mirar a Asher Wellingham mientras hablaba, a pesar de que con su metro setenta y cinco, descalza, no estaba acostumbrada a esa situación. Cuando los ojos de él la miraron deseó que su cabello fuera más largo y su vestido de mejor calidad.

No. No. No.

Sacudió la cabeza. Nada tenía sentido. Asher Wellingham era su enemigo y ella se marcharía de Inglaterra tan pronto como encontrara lo que estaba buscando. Era el calor de la habitación lo que estaba haciendo que se sonrojara y el impacto de la caída era lo que le había acelerado el corazón. Ojalá pudiera escapar y respirar un poco de aire fresco o sentir el viento que soplaba a lo largo del río de Londres dando esa sensación de libertad.

Alzando la voz hasta el tono chillón y discordante que había perfeccionado bajo la tutela de Miriam, dijo:

—Sospecho que han sido las suelas de mis zapatos las que me han hecho tropezar y además el suelo está muy pulido. Espero que las habladurías no sean demasiado crueles.

—Estoy seguro de que no lo serán —dijo él con rotundidad.

—Oh, qué amable sois, Su Excelencia —y, aunque la oscuridad de sus ojos resultaba amedrentadora, se obligó a continuar—: Siempre que las cosas iban mal en casa, mamá decía que la fuerza del carácter de una mujer no estaba en sus éxitos, sino en sus fracasos.

El gesto de la boca del duque no resultó demasiado alentador.

—Vuestra madre parece una mujer muy sabia, lady Emma —en su respuesta no hubo ni un ápice de interés y ella sabía que se estaba aproximando a los límites de su paciencia.

—Oh, sí que lo era, Su Excelencia.

—¿Era?

—Murió cuando yo era muy pequeña y mi padre me crió.

—Entiendo —parecía un hombre harto de esa conversación, pero una educación innata lo contenía—. Se rumorea que sois del país. ¿De qué parte exactamente?

—Knutsford, en Cheshire —había estado allí una vez siendo niña. Había sido durante el verano y el recuerdo de las flores de Inglaterra no la había abandonado nunca. Su madre había guardado una en el relicario que ahora llevaba ella. Un delfinio, cuyo tono azul cielo se había atenuado con el ataque de tantos años.

—Y vuestro acento... no soy capaz de ubicarlo.

La pregunta la hizo sobresaltarse y un florero situado sobre un pedestal cerca de su mano derecha cayó al suelo en forma de miles de esquirlas de porcelana que le rodearon los pies. Cuando se agachó para recoger algunas, la porcelana atravesó su guante y lo manchó de sangre.

—Déjalo, Emma. Esto no es apropiado —la reprimenda de Miriam fue algo brusca y Emerald se quedó paralizada. Estaba claro que un sirviente limpiaría lo que manchara una lady; tendría que recordarlo la próxima vez.

—¿Es caro?

Henshaw dio un paso al frente.

—El pedestal era inestable y nunca me han gustado demasiado los ornamentos.

La carcajada que emitió Wellingham preocupó a Emerald que, al mirar a su alrededor, pudo ver que ese último comentario no era cierto. Todo en esa habitación estaba profusa y elaboradamente decorado. Aun así, dado que ochenta libras y unas cuantas joyas eran lo único que se interponía entre la bancarrota y ella, apenas podía permitirse ser magnánima.

—Lo siento muchísimo —la desesperación dotó a su voz de su tono habitual. Quería salir de allí. Quería los espacios abiertos de Jamaica y sitio suficiente para moverse. Quería estar a salvo con Ruby y su tía y lejos, muy lejos de un hombre que podía destrozarla por completo.

Pero primero necesitaba el bastón.

Sin el bastón, nada sería posible. Apretó los ojos y se alegró de sentir humedad en ellos. A esos hombres ingleses les encantaban las mujeres frágiles y necesitadas y había podido comprobarlo desde que había llegado allí. En los bailes, en los salones, incluso en el parque donde las mujeres se sentaban junto a sus hombres y se paseaban con caballos que para Emerald eran tan dóciles que un niño en Jamaica podría haberse hecho con ellos. Así funcionaban las cosas en Inglaterra.

Había hecho algo mal, de eso estaba segura, porque las carcajadas del duque de Carisbrook ya habían cesado y ahora un ambiente violento pendía entre ellos. Evaluando las opciones que tenía, se mordió el labio inferior. El duque no era como el resto de los hombres que había allí. Ni en físico, ni en carácter, ni en tamaño.

¡Maldición!

Un mes más y se habría quedado sin fondos. Un mes más y los sirvientes que habían contratado le estarían pidiendo su sueldo y todo Londres las detestaría.

Para ella el panorama no era tan desalentador como lo sería para su tía, porque Miriam era mayor y se merecía algo de confort en sus últimos años, ya que su título, aunque venerable, poco le aportaba económicamente.

Dinero.

Cómo odiaba que todo acabara limitándose a eso. Si hubiera estado sola, se las habría arreglado, pero no lo estaba. Tembló y se cubrió más todavía con el chal.

—Hace frío —tenía que pensar, tenía que reflexionar sobre la reacción que el enigmático duque parecía haber provocado en ella, tenía que alejarse y volver a plantearse sus estrategias en esa tierra gris y compleja.

—Haré que traigan mi carruaje —Asher Wellingham estaba dándose la vuelta cuando Miriam lo detuvo.

—No será necesario, Su Excelencia. Podemos pedir un coche.

Pero Emerald, que ya había trazado un plan, intervino.

—Estaremos encantadas de aceptar vuestro generoso ofrecimiento, Su Excelencia, y confío en que no os importunemos —miró el recargado reloj que había sobre la repisa de la chimenea—. Son la una y veinte, señor. Tendréis vuestro carruaje de vuelta antes de que el reloj dé las dos.

La oscura mirada del duque la recorrió analizándolo todo, como ella pudo observar, y encontrando sus carencias. Rostro. Modales. Vestido. Cabello.

—En ese casi os doy las buenas noches —cuando Emerald lo vio alejarse se percató, por primera vez, de que caminaba con cierta cojera.

El bastón, pensó. El bastón con el mapa del tesoro oculto que Beau juró que escondía una fortuna. El bastón que había ido a buscar a Londres en un último intento de quitarse de en medio a los deudores y de reclamar, al menos, un poco de la vida que había tenido antes.

La duda la asaltó por un momento, pero la ignoró. Tenía que creer en la historia que Azziz había oído doce semanas antes en las tabernas de Kingston Town. La historia de que al duque de Carisbrook se le había visto en Londres utilizando un característico bastón de ébano tallado.

El bastón de su padre, con esmeraldas y rubíes incrustados y un pestillo secreto oculto bajo la montura de marfil saliente.

No estaba segura, pero tenía que tener fe en que estuviera allí, porque de no ser así... Sacudió la cabeza. Las alternativas que tenía la aterraban y la noche aún era larga.

¿Lo suficientemente larga como para atacar a un duque?

¿Era su primera oportunidad de verdad?

Vestida como un chico, podría sacarle algo de información a Wellingham sobre el paradero del mapa, y si Azziz la acompañaba... La emoción que sintió le sonrojó las mejillas mientra le daba la mano a su tía para sacarla de la habitación. Lo único que necesitaban era saber dónde se encontraba el bastón; así podrían recuperarlo y salir de Inglaterra con la siguiente marea. Desaparecer era fácil cuando había suficiente dinero para cubrir tu rastro.

Capítulo Dos

 

Dos horas después, el carruaje que había estado esperando salió con estruendo de la mansión Derrick con las gruesas cortinas de terciopelo echadas. Indicándole a Azziz que lo siguiera, Emerald buscó un modo de cortarle el paso al vehículo, aunque cuando giró para adentrarse en los muelles en el lado sur del río, le ordenó a Azziz que se quedara atrás.

—¿Qué está haciendo el duque aquí a estas horas de la noche?

Al hacer la pregunta, Toro, que estaba sentado a su lado, sacudió la cabeza y el pendiente que llevaba en su oreja izquierda resplandeció con la luz de la luna.

—La marea habrá subido antes de que amanezca. Tal vez pretende tomar un barco.

El desconcierto quedó reemplazado por la sorpresa cuando una mujer que no había visto antes bajó del carruaje.

No, no era una mujer; era una chica, se corrigió algo contrariada. El hombre que se había encontrado con ella estaba agarrándola con fuerza por el brazo y no parecía muy simpático mientras caminaban hacia el porche de un albergue con aspecto abandonado. Se detuvieron o, al menos, la chica se detuvo. Emerald apenas podía oír lo que estaban diciendo.

—No creo que éste sea el sitio que queremos, Stephen. No puedo creerme que me hayas traído aquí.

—Será sólo por esta noche, Lucy. Sólo hasta que pueda encontrar un barco por la mañana.

—No. Me prometiste que primero nos casaríamos —su angustia iba en aumento—. Si mi hermano descubriera que he venido a este lugar... —él no le dejó acabar.

—Yo no te he obligado a subir al carruaje, Lucinda. Creía que habías venido por propia voluntad. Dijiste que querías una aventura para darle un poco de vida a la aburrida rutina de tu existencia. Ahora ven, porque no tenemos toda la noche —arrastraba las palabras.

—¿Estás borracho? —la consternación de la joven se hizo más patente cuando el conductor del carruaje de Wellingham se unió a ellos.

—El señor se disgustaría mucho, milady. Me dieron instrucciones de llevarlos directamente a casa.

—Ahora mismo voy, Burton. Por favor, ¿podrías esperar en el carruaje?

El sirviente vaciló, no estaba seguro de qué hacer y su indecisión provocó la ira del otro hombre que, sin previo aviso, le propinó un puñetazo haciéndolo caer al suelo.

—Vamos, amor mío. Ningún sirviente debe cuestionar a una dama y ya hemos esperado demasiado para tener estar oportunidad.

Emerald se estremeció. Ya había oído ese tono antes y sabía lo que sucedería a continuación. Una chica joven e inexperta no sabría cómo contener esa presión masculina y sufriría por ello.

Tomó aire y avanzó, después de decirles a Azziz y a Toro que se quedaran atrás.

—Soltadla —habló tan bajo como pudo, pero el brillo del cuchillo que llevaba en la mano dejaba claro el mensaje.

—¿Quién demonios sois?

Ignorando la pregunta del joven, se dirigió a la chica.

—Pensadlo bien antes de acompañar a este caballero, señorita, porque pienso que no es tan de fiar como creéis. Si yo fuera vos, optaría por lo más sensato y me iría a casa.

Emerald se tensó cuando el hombre llamado Stephen se acercó y ella lo detuvo poniéndole el cuchillo contra el cuello.

—Señor, os advierto que os mantengáis muy callado en lo concerniente a lo sucedido esta noche. No olvidéis que hasta el más mínimo susurro de lo que ha ocurrido aquí podría suponer un peligro para vuestro bienestar.

—¿Me estáis amenazando?

—Por supuesto que sí.

Al instante, el joven se movió y golpeó la mejilla de Emerald antes de que ella levantara el cuchillo y lo apretara con fuerza contra la parte más suave de su sien. Él se hizo un ovillo y no hizo nada por amortiguar su caída. La mirada atónita de la joven se posó en Emerald que, de pronto, sintió la necesidad de explicarse.

—Ya me había cansado de sus preguntas.

—¿Y por eso lo habéis matado?

—No, simplemente he herido su orgullo. Del mismo modo que él ha herido el vuestro, sospecho.

—No era la persona que creía que era y no quiero imaginarme lo que podría haber pasado si no hubierais aparecido, señor...

—Kingston —se le cayó el alma a los pies cuando unos dedos pequeños y fríos se entrelazaron con los suyos.

—Señor Kingston —la joven voz sonó entrecortada y cuando Emerald intentó soltarse la mano, la chica comenzó a llorar; al principio con pequeños sollozos y después con un llanto tan desgarrador que hizo que algunos clientes de la taberna más cercana salieran a la calle. Ahora Emerald se encontraba en un dilema. No faltaba mucho para el alba, pero no podía abandonar a esa inocente chica allí.

—¿Cuántos años tenéis? —le preguntó con un tono de voz áspero, mientras le hacía una señal a Azziz para que se acercara con el carruaje.

—Diecisiete, aunque cumpliré dieciocho dentro de tres meses y estoy en deuda con vos por vuestra ayuda. Si no hubierais aparecido... —las lágrimas le recorrían las mejillas y salpicaban la seda amarilla de su vestido.

La propia Emerald, a sus veintiún años, parecía mucho más madura. A los diecisiete ya había recorrido el mundo desde el Caribe hasta las Indias Orientales Holandesas y con una promesa de muerte amenazándola a cada kilómetro que recorría. A los diecisiete ya hacía tiempo que las circunstancias de la vida le habían robado la inocencia. Pensar en ello le despertó un fuerte dolor de cabeza. Inglaterra era como un invernadero; su gente estaba tan resguardada de la realidad y de las dificultades que se les podía hacer daño con facilidad. Como a esa chica.

—Si no hubierais estado aquí... —comenzó a decir otra vez—. Mi hermano me advirtió que no me relacionara con el conde de Westleigh... me dijo que me mantuviera alejada de él... insistió en que ni siquiera hablara con él —estaba calmándose y ahora su voz pasó del pánico al enfado—. Creo que fue esa prohibición lo que me hizo verlo interesante —bajó la mirada hacia el hombre postrado a sus pies—. Está claro que aquí no puedo ver ningún rasgo positivo en él, a excepción del chaleco, creo —terminó con una pequeña carcajada—. Siempre me ha gustado su ropa. Por cierto, soy lady Lucinda Wellingham. La hermana pequeña del duque de Carisbrook.

Emerald contuvo la sorpresa. ¿La hermana de Carisbrook? Dios, ¿qué iba a hacer ahora? Se le pasó por la mente tomar a la hermana de Asher Wellingham como rehén, pero desechó la idea al instante por dos razones. Una, dudaba que pudiera soportar la compañía de ese cántaro de lágrimas durante mucho más tiempo; y dos, le recordaba a un perro que habían tenido una vez en St Clair. Esa chica era todo gratitud y devoción.

No, la joven debía regresar con su hermano inmediatamente. Tal vez, si tenía suerte, él aún estaría en la fiesta de lord Henshaw y podría entrar y salir de la casa de los Carisbrook sin tener que hablar con nadie, porque no se atrevía a correr el riesgo de encontrarse con el duque. No, estando así vestida.

—¿Conocéis a mi hermano, señor Kingston? Con mucho gusto se asegurará de que seáis recompensado por el tiempo y las molestias que os habéis tomado y creo que os gustará porque es tan experto en el arte de la lucha como vos y...

Emerald levantó la mano y se quedó satisfecha cuando la intrascendente charla llegó a su final. Tenía que pensar. ¿Cuáles eran las costumbres allí? ¿Resultaría sospechoso que se limitara a dejarla simplemente en la puerta de su casa? Sacudió la cabeza y llegó a la conclusión de que probablemente lo sería. Tendría que seguir fingiendo y acompañar a lady Lucinda hasta el interior de la casa. Si Toro conducía el carruaje, podía dejar que los sirvientes de los Carisbrook se ocuparan de él y después reunirse con Azziz y con ella en el vehículo que habían alquilado.

Una solución algo comprometida, pero tendría que servir. Le dio la espalda al grupo de curiosos que se había arremolinado a su alrededor y ayudó al cochero herido a entrar en el carruaje.

 

 

La vela de doce horas que había sobre la repisa de la chimenea estaba casi consumida. Otra noche había pasado. Aliviado, Asher se desabrochó el pañuelo que llevaba al cuello y lo arrojó sobre la mesa. Le siguió la chaqueta.

Sacudiendo la cabeza, se vio reflejado en el espejo y vio la sombra negra que bordeaba sus ojos.

A continuación, se preparó una copa de brandy y se la bebió de un trago, sintiéndose culpable porque el día anterior se había prometido que dejaría de beber solo.

Otra promesa rota.

Se rió ante lo absurdo que le parecía, pero fue un sonido carente de humor y, mientras se servía lo que quedaba en la botella, la imagen de lady Emma Seaton en sus brazos se plantó en su cabeza.

Le había olido bien, aunque no había sido ni a perfume ni a polvos aromáticos, simplemente a limpio. Y tenía unos ojos especialmente bonitos. Color turquesa.

Le resultaba familiar, pero ¿de qué la conocía? Era un rostro poco común, diferente. La cicatriz que iba desde su ceja hasta debajo de su flequillo era extraña, parecía la herida provocada por un cuchillo, pero ¿cómo era posible? No, lo más probable era que se hubiera herido con una rama cabalgando o que hubiera tropezado de niña y hubiera caído contra una piedra. Le gustaba el hecho de que no se hubiera molestado en ocultarla.

El timbre de la puerta lo sobresaltó y miró el reloj. ¡Las cinco de la mañana! Encendió una vela y salió al pórtico principal para oír el llanto de su hermana.

—Dios mío, ¿Lucy? —apenas pudo creer que se tratara de su hermana cuando la joven se arrojó a sus brazos.

—¿Qué demonios ha sucedido? ¿Por qué no estás en la cama, si deberías estar en ella desde hace dos horas, cuando te marchaste de casa de los Derrick?

—Yo... Stephen... nos hemos visto... en un sitio... junto al puerto. Me dijo que nos casaríamos, pero en lugar de eso...

—¿Stephen Eaton?

—Me dijo que me amaba y que si me iba con él después del baile, me hablaría de sus sentimientos. Pero el lugar al que me ha llevado no era apropiado y después ha estado a punto de matar a Burton...

—¿Que ha hecho qué...? ¿Cómo has vuelto a casa? —preguntó obligándose a tranquilizarse, ya que sabía que así obtendría más respuestas.

—Apareció un hombre con un cuchillo y golpeó a Eaton. Nos metió a todos en el carruaje y su cochero nos ha traído directamente a casa. Un tal señor Kingston. No te conoce, porque se lo he preguntado, y tiene un acento extraño.

—¿Dónde está?

—Se acaba de marchar. Nos ha seguido en un coche de alquiler y ha dicho que no se quedaría, aunque he intentado convencerlo. Ha dicho que tenía otro compromiso y me ha prometido que te haría llegar el modo de ponerte en contacto con él.

Asher miró a su mayordomo y le indicó que alguien siguiera al vehículo. El soborno era un negocio lucrativo y no quería ser víctima de ello; todo el mundo quería algo de él y no creía que ese tal señor Kingston fuera una excepción. Por otro lado, había llevado a Lucinda a casa, sana y salva, y sólo por eso le estaría eternamente agradecido.

Le hizo una señal a una doncella que se había asomado a la escalera para que se llevara a su hermana a su dormitorio y se alegró cuando Lucy subió las escaleras en silencio y su llanto cesó.

 

 

Veinte minutos después, Peters regresó con una información sorprendente.

—El caballero ha ido a la casa de la condesa de Haversham, Su Excelencia. Ha bajado del carruaje y ha abierto la puerta con una llave. He dejado a Gibbon allí para que le siga los pasos.

—Muy bien —cuando el mensajero se retiró, entró en su estudio. Emma Seaton y la condesa de Haversham. ¿Qué sabía de ellas?

Tanto la tía como la sobrina eran nuevas en Londres. Miriam llevaba allí un año y Emma apenas unas semanas. Las dos lucían unos vestidos anticuados y estropeados y tenían el aspecto de ser unas mujeres constantemente preocupadas por unos fondos cada vez más limitados; además, Miriam no tenía ni carruaje ni caballos.

¿Tendrían un huésped viviendo con ellas para obtener más ingresos? ¿O tal vez Emma Seaton estaba casada?

Y después quedaba un misterio aún mayor: un joven que rescata a la hermana de un hombre muy rico y que no espera a que le den una recompensa o le den las gracias. Un samaritano misterioso que se escabulle de lo que, sin duda, sería considerado un acto de lo más honorable a ojos de todo el mundo.

Algo no iba bien y podía sentir la vaga presencia del peligro. Instintivamente, cerró la mano con fuerza alrededor del vaso y respiró hondo. Conteniendo la furia. Calculando opciones.

 

 

Emerald descorrió la ventana de su dormitorio y se enfureció al ver que el hombre seguía allí. Sabía quién lo había enviado.

El duque de Carisbrook.

La vanidad de los deseos humanos

Recordaba a Beau enseñándole las conjugaciones de verbos complicados extraídos de libros recubiertos de un grueso terciopelo; los mismos libros con los que él había aprendido de niño.

Esbozó una media sonrisa.

Fue un hombre paciente y un buen padre.

Y aunque sabía que no fue un ángel, no se mereció la venganza que el duque de Carisbrook había llevado a cabo contra él. Un castigo calculado para coincidir con el momento exacto en que el Mariposa regresaba a casa después de una tormenta en el Golfo de México. Asher Wellingham había demolido el barco con precisión militar. ¡Boom, boom! Y cayeron los mástiles. ¡Boom, boom! Y la parte delantera había quedado atravesada por la descarga de un cañón.

Azziz le había contado la historia más tarde, cuando había vuelto a Jamaica en el clíper de Baltimore que los había recogido en el mar. El duque inglés no le había dado a su padre la oportunidad de saltar, sino que le había exigido batirse en duelo en la cubierta de proa del barco que se hundía.

Y sólo le bastó un minuto. Un minuto para atravesarle el estómago a su padre.

Emerald sintió lágrimas acumulándose detrás de sus ojos. Su padre había matado a hierro y a hierro había muerto, pero había habido un tiempo en el que la literatura, los clásicos y la música habían tenido una gran importancia en su vida.

¡Cuando su madre había estado con ellos! Cuando la familia aún seguía unida. Cuando St Clair había sido su hogar y el Mariposa era el barco de otro hombre.

Pero ese tiempo ya se había ido y se encontraba en las profundidades del anhelo y la promesa. Y de la falsa esperanza.

Y desde entonces todo había sido una lucha.

Con cuidado, colocó el libro en la estantería y decidió alejarse del doloroso recuerdo para rehacer sus estrategias y tomar fuerzas.

Para recuperar el bastón y volver a Jamaica.

Eran unos planes muy sencillos y el renacer de una vida decente. Ruby y Miriam y St Clair. Su hogar. Esa palabra le despertaba añoranza, incluso mientras los ojos ámbar de Asher Wellingham bailaban ante ella. Cautivadores, intrigantes, prohibidos.

Sacudiendo la cabeza, se sentó en el sillón que había junto a la chimenea y contempló cómo las sombras del fuego llenaban la habitación.