Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Allison Lee Davidson
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Regreso a casa, n.º 4 - abril 2017
Título original: A Montana Homecoming
Publicada originalmente por Silhouette® Books., Ltd., Londres.
Este título fue publicado originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-9736-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–¿Qué quieres decir con que te vas?
Laurel se sentó y se tapó el pecho con su vestido de algodón. La espalda desnuda le escocía por el roce con la paja que media hora antes le había parecido el colchón más cómodo del mundo. Y en su interior comenzaba a abrirse un enorme vacío.
Shane se puso la camiseta sin mirar a Laurel. Su pelo, que ella había estado acariciando hasta hacía unos momentos, parecía más rubio en la tenue luz del viejo granero.
–Tengo que ir a clase –dijo él tenso.
–¿Comienzan mañana? –preguntó ella sin poder ocultar su incredulidad.
El día anterior, Shane le había dicho que sus clases no comenzarían hasta dentro de algunas semanas.
Por fin él la miró. Se acuclilló junto a ella y buscó sus calcetines, los sacudió de paja y se los puso. Luego se calzó sus deportivas.
Laurel deseó que él no estuviera diciendo en serio que iba a marcharse, sobre todo después de que ellos hubieran… Las lágrimas la quemaban en los ojos.
–¿He hecho algo mal?
Él ahogó un gruñido y se peinó el pelo con las manos.
–Laurel…
«Vuelve a llamarme Laurel, ya no soy su pajarito», pensó ella. En las últimas semanas siempre la llamaba con ese apelativo cariñoso.
Había sido su primera vez. Pero no la de él.
–No he llorado porque me doliera, Shane. Yo…
–Por Dios, Laurel, ya está bien –la interrumpió él y golpeó tan fuertemente las balas de heno que la de encima cayó al suelo, levantando una nube de polvo y ramitas.
Laurel entrecerró los ojos tanto para protegerlos del heno como para contener las lágrimas. Shane nunca maldecía, era algo inusual en él.
–No debería haberte tocado. Tengo veintitrés años y tú solo dieciocho –dijo él.
–Pero ya soy mayor de edad –replicó ella a punto de echarse a llorar, justo lo que no deseaba.
Se levantó y se puso el vestido torpemente, intentando abrochar los botones, que iban desde el cuello hasta las rodillas. Estaba tan nerviosa que al final optó por sujetárselo cruzándose de brazos.
–Y además tú y yo nos amamos –añadió.
¿No era cierto?
Él pareció abatido. No apartaba la mirada de sus puños, que tenían los nudillos blancos de tanto apretarlos. Dio un paso hacia ella, luego otro.
Laurel contuvo el aliento.
Él tomó las manos de ella entre las suyas, las soltó lentamente del vestido y las contempló en silencio. El vestido se abrió ligeramente.
Laurel lo vio tragar saliva. Luego él apretó levemente sus manos, las soltó y comenzó a abrocharle los botones del vestido. Laurel, que aún estaba abrumada por lo que acababan de compartir, creyó que iba a derretirse.
Las manos de él eran grandes, de dedos largos, y tenían callos. Quizá él fuera el hijo del predicador, pero había estado todo el verano trabajando para el viejo Hal Calhoun en su granja.
Laurel pronunció su nombre en voz baja. Shane le gustaba tanto…
–No debería haberte tocado –repitió él mientras continuaba abrochándole el vestido–. Lo siento mucho, ha sido un error. Y ha sido culpa mía. Ódiame todo lo que quieras.
Cuando él llegó al último botón, a la altura de las rodillas de ella, Laurel tenía las mejillas inundadas de lágrimas. La herida de su corazón no era tan visible.
–Te llevo a tu casa –anunció él poniéndose en pie.
Ella no quería ir a ningún lado, quería quedarse allí con Shane. Quería volver a abrazarlo, a besarlo, a creer que la vida tenía sentido.
Solo habían estado juntos ese verano, pero había sido el mejor verano de la vida de Laurel.
–Prefiero ir caminando –se disculpó ella.
–Laurel, no voy a dejarte aquí.
–Sí que vas a hacerlo –lo cortó ella sintiendo crecer la rabia en su interior.
Él se metió las manos en los bolsillos del pantalón y Laurel vio que apretaba los puños.
–Nunca te he ocultado que seguiría estudiando –dijo él con la vista perdida a lo lejos–. Maldición, tú también vas a empezar las clases en la universidad dentro de poco.
–Los predicadores no maldicen –murmuró ella.
Él resopló y la miró, luego miró la cama de paja y la ropa interior de ella, que estaba tirada en una esquina.
–No tengo intención de ser predicador.
–No digas eso, Shane –dijo ella.
A pesar de que él le había roto el corazón, ella seguía amándolo.
Él tenía planes, planes admirables. Quería ser como su padre, ayudar a la gente lo mejor que pudiera. Para otra persona, ese plan hubiera sido un sueño inalcanzable; pero Shane lo convertiría en realidad. Él era capaz de hacerlo.
–Recoge tus cosas. No puedes ir caminando a tu casa, es casi de noche –dijo él saliendo por la puerta del granero.
Un momento después, Laurel oyó el motor de su vieja camioneta. Se puso las bragas, se guardó el sujetador en un bolsillo y se calzó las sandalias.
Se sentó en la camioneta sin mirar a Shane y, cuando él le quitó una brizna de paja del pelo, tuvo que cerrar los ojos para contener su tristeza.
Luego él puso la camioneta en marcha y llevó a Laurel a su casa.
¿Quién estaba en la casa de los Runyan?
Shane había pasado por delante esa mañana y todo estaba como siempre. Sin embargo, desde por la tarde había un coche que él no conocía aparcado a la puerta.
Podría haber pasado de largo, pero en lugar de eso aparcó detrás del vehículo azul oscuro.
Había una luz encendida en la planta baja. El viejo Roger Runyan había muerto hacía cinco días. Por lo tanto, ¿quién estaba en la casa y encendía la luz como si fuera su terreno? Roger no tenía más familia que su hija Laurel, y ella no pisaba el pueblo desde hacía doce años.
Doce años, pensó. Suspiró y se bajó de su todoterreno. Observó los escalones de acceso al porche, que estaban casi podridos. Esperaba con impaciencia el día en que pudiera comprar aquel lugar y derribarlo. Solo de pensarlo se le ponía una sonrisa en la cara.
Saltó los tres escalones y pisó directamente en el suelo del porche. Llegó a la puerta, se echó hacia atrás el sombrero vaquero y llamó con los nudillos. Esperó unos momentos y miró por la ventana del salón.
Lo sorprendía que la casa siguiera igual que siempre. Teniendo en cuenta que Roger Runyan había asesinado a su esposa, Violet, doce años antes, Shane no comprendía por qué no había cambiado los toques femeninos que ella había dado a la casa: lámparas de cristal, fuentes con frutas de plástico, jarrones con flores de tela…
Shane supuso que dentro de la casa había alguien de la agencia inmobiliaria. Pero le extrañaba no conocer el coche. Él conocía todos los coches del pueblo, era parte de su trabajo.
Llamó de nuevo a la puerta.
–¡Ya voy! –contestó una voz femenina, joven y cálida.
Shane se puso tenso de la sorpresa. Reconocía esa voz, y no pertenecía a nadie de la agencia inmobiliaria.
La mujer se acercó a la puerta y la luz del porche se encendió. Luego, la puerta se abrió con un chirrido.
–Lo siento –comenzó ella–. Estaba en la parte de atrás y no he oído…
Ella se calló al darse cuenta de quién estaba en su puerta. Lo miró a los ojos y se ruborizó ligeramente, pero se recompuso después de unos instantes.
Estaba claro que lo había reconocido.
–Hola, Laurel –saludó Shane.
Ella vestía una blusa blanca y una falda beige. Llevaba pendientes de aro en las orejas y el pelo recogido en un moño apretado. Tenía un aspecto aseado y de tener todo bajo control. Todo lo contrario de la última vez que él la había visto, cuando la había despojado de su tesoro más íntimo.
Solo los ojos de ella revelaron su impacto ante el reencuentro.
Shane se sintió torpe y fuera de lugar.
Entonces ella cerró los ojos un instante y, cuando los abrió de nuevo, había recuperado el control de sí misma. Sus ojos ya no revelaban sorpresa, ni impacto, solo una distancia educada.
–Hola, Shane. ¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella, no muy acogedora.
Al menos se acordaba de él, pensó Shane, eso era bueno. Prefería que ella lo odiara, al vacío emocional que la había poseído durante meses, después de aquel lejano verano, cuando su familia se había desintegrado delante de sus ojos.
–He visto la luz encendida –respondió él y miró hacia el interior de la casa.
No logró ver a nadie más. ¿Estaría ella sola en Lucius? ¿Estaría casada? ¿Tendría su propia familia? Shane deseó que esas preguntas fueran por simple curiosidad. Pero nada relacionado con Laurel había sido nunca simple.
–He querido saber qué sucedía –añadió él.
Ella frunció ligeramente el ceño y esbozó una sonrisa.
–¿Saber qué sucedía? ¿Por si podían ser nuevos miembros para tu iglesia? –preguntó y dejó caer los brazos a sus costados.
Shane se fijó en que no llevaba anillo de casada, aunque tenía la marca del sol de haber llevado uno. Y parecía reciente.
–Lo siento, dejé de acudir a la iglesia hace años –añadió ella ignorando su mirada.
Él también había dejado de acudir durante un tiempo.
–Creía que serías alguien de la inmobiliaria –admitió él.
–Pues ya ves que no lo soy –respondió ella distante aunque con cierta curiosidad–. No creía que siguieras estando en Lucius. He visto el cartel en la iglesia de tu padre. Él sigue siendo el pastor y debajo ponía otro nombre como pastor asociado, Morrison o algo así.
–Morrisey.
Ella asintió y se apoyó contra el marco de la puerta. Estaba claro que no iba a invitarlo a entrar.
Pero seguía sintiendo curiosidad.
Maldición, él también. Si hubiera sabido dónde estaba ella, o cómo contactar con ella, le hubiera notificado él mismo la muerte de su padre.
–Siento lo de tu padre.
Shane se reprendió por no haber dicho eso lo primero. Con razón no se había convertido en pastor. Al contrario que su padre, sus habilidades sociales dejaban mucho que desear. Él se ocupaba de velar por la seguridad de la gente del pueblo. Y le dejaba a su padre la tarea de ocuparse de sus sentimientos.
Ella ladeó la cabeza y un mechón se soltó del moño y le rozó el cuello. Tenía el pelo más oscuro de lo que él recordaba, pero seguía pareciendo tan suave como la seda.
–¿Estás dándome el pésame? Sé lo que opinabas de él. Lo que todo el pueblo opinaba de él.
–Era tu padre.
Shane no lamentaba que Roger Runyan hubiera fallecido, pero sí que Laurel sufriera por ello. No le gustaba que nada ni nadie la hiciera sufrir.
Ella frunció los labios y bajó la mirada.
–Sí –dijo después de un momento–. Lo era. Gracias.
–Si necesitas ayuda para organizar el funeral, dímelo.
Ella se colocó el pelo detrás de la oreja. Abrió la puerta completamente y salió al porche. A Shane lo sorprendió que, aunque ella llevaba zapatos de tacón, no sobrepasaba la altura de su hombro. ¿Cómo se le había podido olvidar lo pequeña que era en relación a él?
–No estoy segura de que mi padre hubiera deseado un funeral religioso –comentó ella–. Su abogado, el señor Newsome, que yo no sabía ni que era abogado de mi padre, me dijo que no dejó testamento. Y parece que tampoco dejó instrucciones sobre su entierro y su funeral. Solo dispuso que el señor Newsome me notificara su fallecimiento –dijo ella y la voz le tembló un poco–. Y yo… aún no he tenido tiempo de revisar los documentos que mi padre tiene aquí.
No parecía una labor que le hiciera mucha ilusión. Shane la comprendía. Incluso en las mejores circunstancias, sería una tarea difícil.
–Quizá el abogado no lo sabía, pero tu padre acudía a la iglesia todas las semanas. Hablaba con Beau. Seguro que él te ayuda a saber qué despedida deseaba tu padre.
–¿Mi padre acudía a la iglesia? –preguntó ella con escepticismo.
–Con total regularidad –le aseguró él.
Roger nunca había pisado la iglesia hasta la muerte de su esposa. Sin embargo, Laurel en tiempos había sido una presencia constante en la parroquia de Lucius. Su abuela Lucille iba con ella todos los domingos y, cuando murió, Laurel siguió yendo sola.
Hasta el verano en que cumplió los dieciocho. Hacía doce años.
Ese verano habían cambiado muchas cosas para la familia Runyan.
Y también para Shane.
–Y dime –comenzó Laurel queriendo cambiar de conversación–, tu nombre no aparece junto al de tu padre en el cartel. Supongo que tienes asignada otra iglesia.
–No me convertí en predicador. Ni siquiera sé cómo me lo planteé alguna vez.
Ella lo miró perpleja.
–Pero si lo llevabas planeando toda tu vida…
–Planearlo no significa sentir la llamada.
Ella descruzó los brazos y apoyó una mano en el marco de la puerta. La luz del interior de la casa se filtró a través de su blusa y Shane pudo apreciar el contorno de su torso.
–Estás aquí, en Lucius. ¿A qué te dedicas entonces? –preguntó ella.
«A mirarte y a desearte», pensó él sin poder evitarlo.
–Soy el sheriff –contestó.
Ella se agarró a la puerta con fuerza. Su actitud suave, casi acogedora, se desvaneció.
–Ahora comprendo que quisieras saber qué sucedía en la casa. Pero, como bien sabes, mi padre ha muerto. Ya no hay nadie aquí a quien la ley pueda perseguir –dijo ella y, sin mirarlo, entró en la casa y cerró la puerta mosquitera y la de madera de un portazo.
Y después Shane escuchó el cerrojo y los pasos de aquella mujer internándose en la casa en la que su padre, Roger Runyan, había asesinado a su esposa.
Laurel estaba temblando.
En cuanto cerró la puerta, llegó como pudo hasta el sofá del salón y se sentó antes de que las piernas dejaran de obedecerla. Cerró los ojos y se llevó la mano al pecho para calmar su corazón acelerado.
Shane Golightly.
Ella sabía que regresar a Lucius y a esa casa removería muchos recuerdos en su interior. Ella podía manejar los recuerdos. O al menos la mayoría de ellos. Pero no se había preparado para encontrarse con él… Ella creía que él habría seguido adelante con sus planes, sin dejarse influir por la vida.
El Shane que ella conocía nunca se salía del camino que había escogido.
Solo se había desviado por ella. Con ella, sí que había dejado de lado su vida de siempre.
–Eres una tonta, Laurel –se dijo en voz baja.
De pronto una insistente llamada a la puerta le hizo dar un respingo.
–Laurel, abre la maldita puerta.
A Laurel se le disparó el corazón. Miró hacia la puerta. Aunque había echado el cerrojo, no estaba segura de que fuera a resistir los golpes.
–Laurel –repitió él moviéndose a la ventana situada junto a la puerta y mirando a través de las cortinas–. No voy a marcharme de aquí hasta que abras.
No tuvo ni que levantar la voz. Las paredes de aquella casa eran tan finas que se oía todo. Sobre todo las peleas.
Laurel no quería abrir la puerta, no quería ver a Shane. Pero se obligó a sí misma a levantarse del sofá. Abrió la puerta y se apoyó en el marco, en parte para bloquear la entrada a la casa y en parte para sostenerse.
¿No se suponía que los sheriff llevaban uniformes color caqui e identificaciones de su cargo a la vista? Shane vestía una camisa gris sin corbata y unos pantalones vaqueros que le sentaban demasiado bien.
–Estoy ocupada, sheriff.
–Ya lo he visto a través de la ventana –comentó él con cierta ironía.
Su voz era grave. Todo en él parecía más intenso que años antes: sus ojos grises, su pelo rubio, su atractivo…
–¿Dónde te alojas? –preguntó él.
Era lo último que ella esperaba que le preguntara. De hecho, no había esperado ni encontrarse con él.
–Aquí –respondió.
Él apretó la mandíbula. Luego, haciendo un evidente esfuerzo, suavizó la expresión.
–¿Crees que es una buena idea? –le preguntó calmadamente.
Ella se puso rígida.
–No me hables como si estuviera loca, sheriff.
–No lo estaba haciendo –replicó él suavemente.
Ella comprendía y odiaba el motivo por el cual él estaba tratándola así.
–Sí, lo hacías. Lo haces.
Laurel también odiaba estar a la defensiva. Tragó saliva e intentó recuperar la compostura. Ella era una mujer tranquila, siempre lo había sido.
Excepto el tiempo en que ya no era una niña pero tampoco una mujer y había pasado horas y horas en una habitación vacía y acolchada.
–Esta es… era… la casa de mi padre. Voy a quedarme aquí. A menos que haya alguna ley que lo prohíba…
A él no pareció gustarle aquello.
–¿Vas a quedarte tú sola?
–Sí –contestó ella con tranquilidad.
Él pareció aún más disconforme. De pronto sacó una tarjeta de visita de un bolsillo.
–Toma. Llámame si necesitas cualquier cosa –le dijo dándosela.
Ella la asió teniendo cuidado de no rozar su mano.
–No voy a necesitar nada –afirmó con rigidez–. Pero gracias.
–Pasaré mañana por la mañana a ver cómo estás.
–No necesito que lo hagas. Soy perfectamente capaz de quedarme sola en la casa en la que crecí –aseguró ella cruzándose de brazos–. No estoy loca, sheriff.
«Ya no», pensó ella.
–Nadie ha dicho que lo estuvieras, Laurel… –contestó él recalcando su nombre de pila.
Su tono era tan suave y cálido que podrían haber estado diciéndose zalamerías en las escaleras de la iglesia.
–… pero este lugar está a punto de venirse abajo –añadió él.
Era cierto.
El muro defensivo que ella había levantado se resquebrajó.
–Estaré bien.
–La caldera dejó de funcionar el año pasado. Roger nunca la arregló.
–Estamos a mediados de junio. No voy a necesitar calefacción todavía.
–¿Todavía? –repitió él.
Ella se cruzó de brazos. Llevaba planteándose la idea de quedarse allí desde que había entrado en el pueblo. No tenía muchos más lugares adonde ir. No, desde que dos semanas antes había cancelado su boda en el último minuto.
El hecho de que Shane siguiera viviendo en Lucius no cambiaba sus planes, o más bien su falta de planes. ¿O sí?
–Faltan todavía muchos meses para que haga frío, tendré tiempo de arreglar la caldera –dijo ella con más seguridad en sí misma de la que realmente sentía.
Tiempo tenía, sí, pero ¿dinero? Ese era otro asunto, un asunto que no iba a compartir con él.
–No puedes estar pensando en quedarte aquí –dijo él horrorizado.
–¿Por qué no?
Él se puso el sombrero.
–Esta casa no está en condiciones, no es habitable.
–¿Cómo lo sabes? –lo desafió ella.
–Porque mi trabajo es saber lo que sucede en mi pueblo.
–Y eso incluye saber si la casa de mi padre es habitable o no… qué profesional de tu parte.
–Parece que en estos años te has vuelto una insolente.
Laurel sonrió levemente. Sabía que no era una insolente. Lo único fuera de lugar que había hecho en su vida adulta había sido cancelar su boda con un hombre decente y formal.
–Quizá se me ha pegado algo de los colegiales a los que enseño. Tercer curso, nueve años. Tú cambiaste de servir a Dios a servir a la ley –comentó ella–. El tiempo hace transformarse a las personas.
–El tiempo no lo cambia todo –señaló él en tono neutro.
Laurel no supo cómo interpretar aquello, sobre todo cuando los dos eran una prueba viviente de lo contrario.
El silencio entre ellos fue volviéndose más tenso. Ella intentaba encontrar algún argumento para romperlo cuando sonó un teléfono móvil.
–Lo siento –se disculpó Shane y se llevó el teléfono a la oreja–. Golightly.
Laurel agradeció la interrupción y respiró hondo.
Shane atendió la llamada en su papel de sheriff. Terminó y guardó el teléfono.
–Luego me paso por aquí –anunció sin dejarle ocasión a protestar.
Ella tampoco tenía intención de protestar, sobre todo cuando él presentaba tanta autoridad. Lo observó darse media vuelta, saltar por encima de los escalones del porche y dirigirse a un todoterreno con la inscripción Sheriff.
Shane era el sheriff, se repitió Laurel una vez más.
Había sido un sheriff quien había arrestado a su padre una calurosa noche de verano por algo que él no había hecho. Algo que ella nunca creyó que hubiera hecho.
Cuando vio desaparecer las luces del coche del sheriff, Laurel respiró tranquila. Aunque seguía temblando por dentro.
Ella había regresado al pueblo para enterrar a su padre. Una vez que lo hubiera hecho y que se hubiera deshecho de sus cosas y de la casa, ya nada la retendría allí.
Tampoco la retenía nada en Colorado, pensó mientras se metía en la casa. Allí ya no tenía ni trabajo, ni casa, ni novio.
Quizá sí que estaba tan loca como Shane creía.