Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Kat Martin. Todos los derechos reservados.

TAN LEJOS... TAN CERCA, Nº 60 - marzo 2012

Título original: Season of Strangers

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Publicado en español en 2009

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-565-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Chica: GRUIZA/DREAMSTIME.COM

Paisaje: LUISAFONSO/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Para mis amigos de Rock Creek. Sois un grupo genial. Gracias por todos los buenos momentos. Sólo conoceros ya ha sido un placer.

Uno

Era un sonido extraño, como si el viento azotara un cable grueso y muy tenso. Al oírlo, un escalofrío recorrió su espalda. El sol caía a plomo, más fuerte de lo que esperaba. El cielo, blanco y descolorido en lugar de azul, parecía atrapar el calor. No había ni el rastro de una nube que ofreciera algún alivio.

Era miércoles, la mitad de la semana. Nadie nadaba en el mar. Nadie miraba desde los acantilados privados que se elevaban desde la franja de playa desierta. Sólo un perro negro, poco más que una mota en la distancia, vagaba sin rumbo fijo hacia ella, metiéndose de vez en cuando en el agua para refrescarse las patas.

Ignorando al perro y el calor que traspasaba su biquini rojo, Julie Ferris se volvió hacia su hermana, que estaba recostada en la arena, a unos pasos de allí.

–Escucha, Laura. ¿Oyes ese sonido?

La joven alta y delgada que se hallaba tumbada a su lado se sentó sobre su toalla de playa amarilla y desteñida. La brisa pegajosa que soplaba del mar levantó algunos mechones de su pelo rubio claro.

–¿Qué sonido? Yo no oigo nada –alargó el brazo y bajó el volumen de la radio, apagando la música rock cuyo ritmo sofocado se deslizaba hacia el mar.

–Es como un zumbido sordo y muy extraño. Creo que viene de allí –Julie señaló hacia el oeste, hacia las olas que rompía la marea creciente. Estaban tumbadas en una cala privada de la playa de Malibú que formaba parte de la enorme finca de la que era propietario el vecino de Julie, Owen Mallory, amigo suyo y su cliente más importante en el negocio inmobiliario.

Julie ladeó la cabeza hacia el extraño zumbido que había empezado a resonar en su columna vertebral y se frotó los brazos, intentando librarse del cosquilleo que le había puesto la piel de gallina.

–Ahora parece que viene del este. No lo sé exactamente.

Laura se movió en aquella dirección, ladeando su esbelto cuerpo e inclinando la cabeza.

–Qué raro, ¿no? Puedo oírlo y al mismo tiempo no lo oigo. Es como si nos rodeara por completo.

Julie se sacudió la arena rasposa de las manos, que eran más pequeñas y finas que las de su hermana menor, de huesos largos y sutiles. Laura Ferris tenía veinticuatro años y había salido a su padre, un hombre guapo y de cabello rubio, mientras que Julie tenía el pelo rojo oscuro, la nariz salpicada de pecas y la barbilla pequeña y puntiaguda de su familia materna. Era atractiva y, más que ser guapa, tenía cara de duendecillo. Estaba orgullosa de su figura y de sus piernas bien torneadas, y en su opinión tenía un trasero muy bonito.

–Sea lo que sea –dijo Julie–, es un fastidio, como mínimo –por un momento, el sonido pareció aumentar y una punzada de dolor atravesó su cabeza–. Me está poniendo nerviosa y dándome dolor de cabeza –estiró el cuello y observó la playa vacía, con cuidado de proteger sus ojos del sol bajo el ala del amplio sombrero de paja.

Miró el cielo azul desvaído y procuró no fijar la vista en la hosca esfera del sol de junio.

–Puede que venga de arriba… que sea algún tipo de onda, o un avión militar que vuela muy alto.

A sus veintiocho años, Julie era más extravertida que Laura, más vivaz, más decidida a sacar partido a su vida. Su padre se había marchado cuando ellas eran niñas y los años de privaciones la habían dotado de una ambición implacable. Laura había reaccionado en sentido contrario: había crecido tímida y reservada, apoyándose en Julie para que ocupara el lugar de una madre que casi nunca estaba allí. De niña, Laura estaba casi siempre enferma… o, al menos, creía estarlo.

–Yo no veo nada –dijo. Julie escudriñó el cielo.

–Ni yo, pero ese ruido me está dando escalofríos. Quizá deberíamos entrar.

–No me apetece entrar todavía –dijo Laura, recostándose de nuevo en el respaldo de su sillita de playa–. Además, ya no se oye tanto. Creo que está empezando a apagarse –dio un enorme bostezo–. Seguro que para dentro de un minuto o dos.

Julie se frotó la piel erizada y procuró ignorar el zumbido penetrante que no parecía molestar a su hermana. Volvió a tumbarse sobre la toalla roja y naranja, con la leyenda Cuidado con los tiburones, que había comprado en una convención de agentes inmobiliarios, en Las Vegas.

–Sube la radio –Julie apretó los dientes y deseó que aquel ruido insidioso cesara de una vez–. Puede que esa emisora de rock que estabas oyendo ahogue ese ruido –se subió las gafas de sol por la nariz y se puso el sombrero sobre la cara para protegerse los ojos. A su lado, Laura alargó el brazo hacia el dial del volumen. Pero la radio ya no funcionaba.

–Maldito cacharro.

–Serán las pilas, seguramente –masculló Julie bajo el sombrero.

–No puede ser. Acabo de cambiarlas –Laura sacudió la radio, pero ésta no se encendió–. Siempre se estropean cuando más falta hacen –gruñendo, volvió a tomar el libro que estaba leyendo, una novela de Danielle Steel sobre dos hermanas y las penurias que habían sufrido durante su infancia; una historia muy parecida a la de su niñez.

–¿Qué hora es? –preguntó Julie, aliviada por que el ruido hubiera cesado por fin, aunque aquellas extrañas vibraciones no se hubieran apagado. Su cuerpo se estremecía de la cabeza a los pies. Notaba los dedos entumecidos y el corazón le palpitaba con extraña violencia.

Al mismo tiempo, se sentía tremendamente soñolienta. Laura miró el reloj de diamantes que le había regalado Julie la Navidad anterior.

–Qué raro, también se me ha parado el reloj –hizo una mueca y se tapó la cara con el libro–. Nada funciona cuando una quiere –susurró por detrás de las páginas.

–No irás a quedarte dormida, ¿verdad? Más vale que una de las dos se quede despierta, o acabaremos pillando una insolación.

Pero a Laura ya se le estaban cerrando los ojos.

Y mientras aquel extraño entumecimiento se intensificaba, Julie notó que los miembros empezaban a pesarle. Sus ojos se cerraron y sus pensamientos fueron desvaneciéndose poco a poco. Unos instantes después, dormía profundamente.

El perro negro se acercó desde el borde de las olas chorreando agua por el pelo de la barriga y ladeó una oreja al oír la radio, que volvía a sonar suavemente. Un gruñido salió de su garganta y el pelo negro y denso de su cuello se erizó mientras olfateaba los pliegues de las dos toallas vacías, las sillas vacantes y el libro que había encontrado abandonado en la arena.

Gruñó otra vez y miró hacia arriba; luego soltó un gemido y empezó a retroceder. Con el rabo metido entre las piernas, dio media vuelta y echó a correr por la playa.

Val se quedó un momento frente al monitor de la estrecha mesa metálica, observando el resplandor azul de la pantalla. Había estado repasando sus notas desde que habían terminado los análisis y se habían recopilado todos los datos. Nada de lo que veía en la pantalla o en los datos de sus otros estudios le ofrecía las respuestas que buscaba y que tan desesperadamente necesitaba.

Cortó la corriente y el monitor quedó en blanco. Panidyne estaría esperando un informe y él no había llegado a una conclusión. No solía ser tan indeciso. En casa solía ser franco y directo, un rasgo de carácter que no siempre era deseable, teniendo en cuenta la posición que ocupaba. Pero esa vez la decisión que estaba sopesando era demasiado arriesgada, demasiado importante para tomarla sin haber reflexionado sobre ella largo y tendido.

Lo cierto era que necesitaba más datos antes de exponer sus conclusiones delante del consejo.

Se apartó de la mesa. Una súbita calma se había apoderado de él. Sus superiores querían hacer más pruebas, pero él se había opuesto. Era perjudicial para el sujeto, ponía en peligro su vida, ahora lo sabían.

Pero quizás esa vez el consejo tuviera razón. Quizá valiera la pena correr el riesgo. Tal vez otra tanda de análisis les diera la clave, les indicara dónde encontrar el conocimiento que hasta entonces se había mostrado tan esquivo.

Si tenía más datos, tendría más respuestas. Y tal vez así sabría si valía la pena correr un riesgo tan terrible por la peligrosa propuesta que estaba a punto de hacer.

Dos

Julie Ferris abrió de un empujón la puerta de su oficina en la esquina de Canon y Dayton, en Beverly Hills. La agencia inmobiliaria Donovan, empresa especializada en casas y fincas de proporciones palaciegas, llevaba más de veinte años enclavada en aquel barrio. Julie trabajaba allí desde hacía ocho. Había empezado como recepcionista mientras estudiaba en la Universidad de California-Los Ángeles. Nunca pensó que acabaría trabajando de comercial; de comercial de altos vuelos, se dijo, pensando en el dinero que ganaba cada año y en las placas que cubrían las paredes de su despacho.

Se detuvo ante el mostrador de recepción, que era de caoba oscura y brillaba como un espejo. Las mesas y las sillas estilo Reina Ana que había delante del sofá de color crudo eran también caras y estaban bien cuidadas.

–¿Algún mensaje, Shirl? –le preguntó a la voluptuosa rubia oxigenada que atendía el mostrador, el único elemento fuera de lugar en aquel interior elegante y conservador–. Quería llegar antes, pero mi coche no arrancaba. He tenido que llamar a la grúa para que me recargara la batería –se frotó el puente de la nariz, intentando ignorar el agudo dolor de cabeza que empezaba a notar por detrás de los ojos.

–Esto ha estado muy tranquilo –dijo Shirl mientras destapaba una barra de carmín rojo brillante y empezaba a pasársela por los labios fruncidos. Shirl era la contribución de Patrick Donovan al personal de la oficina.

El padre de Patrick había fundado la agencia y dirigido el negocio hasta hacía tres años. Pero una apoplejía había dejado parcialmente paralizado a Alexander Donovan y había puesto a su hijo, un playboy, al frente de la empresa. Shirley Bingham era lo que quedaba de uno de sus muchos líos de faldas.

–Aquí hay una llamada de Owen Mallory y otra de un tal doctor Marsh –dijo Shirl, volviendo a guardarse el carmín en el bolso–. El resto está en tu mesa.

–Gracias, Shirl –al menos, Shirl era concienzuda. Todavía estaba loca por Patrick, pero también lo estaban la mitad de las mujeres de Beverly Hills–. ¿Ha llegado Babs? Tengo un cliente que está interesado en una de sus casas.

Barbara Danvers era otra agente de la empresa, y la mejor amiga de Julie.

–Lo siento, la señorita Danvers no ha llegado aún, pero ha llamado un par de veces para ver si tenía mensajes.

–Si vuelve a llamar, averigua si tiene planes para cenar. Dile que estoy harta de comer sola.

–Lo haré, señorita Ferris.

Julie recogió su maletín de cuero burdeos y echó a andar hacia la puerta que llevaba a su despacho privado, uno de los lujos de su puesto. Sin darse cuenta se frotó las sienes. El dolor de cabeza crecía por momentos. Desde hacía dos semanas, eran cada día peores. El primero lo había tenido después de que Laura y ella pasaran el día juntas en la playa.

Por eso había llamado el doctor Marsh. Tres días antes, Julie se había despertado con una migraña tan severa que no había podido levantarse de la cama. Estaba mareada y tenía náuseas y el dolor de las sienes era tan fuerte que ni siquiera cuatro calmantes habían logrado disiparlo. Esa tarde había ido a ver al doctor Marsh con la esperanza de descubrir qué causaba aquellas jaquecas, y él había empezado a hacerle una serie de pruebas. Había prometido llamarla para decirle el resultado.

Julie levantó el teléfono, marcó el número y pasó después por una batería de secretarias y enfermeras, hasta que por fin el doctor Marsh se puso al aparato.

–Julie, ¿qué tal te encuentras?

–No muy bien. Está empezando a dolerme la cabeza. Espero que no vaya a darme fuerte. ¿Qué muestran los resultados de las pruebas?

–La resonancia magnética y el TAC no dejan lugar a dudas. No hay ni rastro de un tumor, ni nada parecido. Las radiografías no muestran que haya problemas vertebrales. La verdad es que de momento no hemos encontrado nada que indique dolores de cabeza de la magnitud de los que has estado sufriendo –se detuvo y el silencio se apoderó de la línea telefónica. Julie no sabía si sentirse aliviada o preocuparse aún más–. Trabajas mucho, Julie. El estrés puede ocasionar muchos problemas. Migrañas severas, por ejemplo.

Julie no dijo nada. Había temido que los dolores de cabeza estuvieran relacionados con el estrés. Aunque sería más simple, en cierto sentido esperaba que no fuera así. Tenía que trabajar para ganarse la vida. Si el estrés era el problema, no podía hacer gran cosa al respecto.

–No estoy diciendo que ésa sea la causa –continuó el médico–. Tenemos que hacerte varias pruebas más antes de estar seguros. Te he reservado cita para el jueves por la tarde, a las dos. Si no te viene bien, llama a mi ayudante y dile que te cambie la hora.

–El jueves me va bien, doctor Marsh –Julie se despidió y colgó el teléfono. Tenía que contestar al montón de mensajes telefónicos que había encima de su mesa; sobre todo, al de Owen Mallory. Pero el dolor de cabeza empezaba a empeorar. De momento, las jaquecas sólo le duraban un par de horas. Podía apagar el móvil y decirle a Shirl que no le pasara llamadas, cerrar la puerta del despacho y tumbarse un rato en el sofá. Seguro que en un par de horas se sentiría mejor. Para entonces, quizás hubiera llegado Patrick.

Dio orden a Shirl de que no la molestaran, dejó el montón de papeles que tenía sobre la mesa, cerró la puerta y las persianas del despacho y se tumbó en el mullido sofá de color ocre. Tenía que ajustarle las cuentas a Patrick por haber estropeado el trato con los Rabinoff mientras ella estaba de viaje. Típico de Patrick: beber y salir de juerga, en vez de ocuparse del negocio. Julie les había prometido a los Rabinoff que la hipoteca de su casa estaría cerrada a finales de mes. Ahora tenía que encontrar un modo de solventar el problema y mantener su palabra.

Cerró los ojos e intentó no pensar en Patrick Donovan, aquel hombre alto, moreno y guapo. Procuró no ver su sonrisa blanca y seductora, su pelo negro y lustroso, y su cuerpo perfecto en forma de uve, todo ello atractivamente envuelto en trajes hechos a medida.

Se obligó a pensar en las fiestas salvajes que frecuentaba, en las mujeres, las drogas, el despilfarro insensato que estaba arruinando al propio Patrick y a la agencia inmobiliaria Donovan. Era culpa de Patrick que la empresa estuviera al borde de la quiebra. Patrick, con sus caprichos egoístas, sus tejemanejes inacabables y sus costumbres autodestructivas.

Como le ocurría siempre que sus pensamientos se deslizaban hacia el encantador e incorregible hijo de Alex, le preocupó cómo estaba destruyéndose y pensó que era una lástima.

Patrick Donovan cerró la puerta de su aerodinámico Porsche Carrera negro con más brusquedad de la que pretendía e hizo una mueca al notar que un pinchazo de dolor lo recorría de la cabeza a los pies. Dios, qué resaca. Sexo, drogas y rock and roll. A veces se preguntaba si valía la pena.

–Cuida de él, ¿quieres, Monty? –agitó las llaves delante del aparcacoches del Spago, el famoso restaurante frecuentado por famosos, situado a media manzana de su oficina.

–¡Claro, señor Donovan! –el muchacho sonrió como un bobo, agarró las llaves y el billete de diez dólares y se deslizó tras el volante mientras Patrick seguía andando acera arriba, hacia el trabajo. Era última hora de la tarde. Debería haber llegado a la oficina hacía horas, pero la ardiente rubita con la que había ligado la noche anterior, en la fiesta de Jack Winston, lo había mantenido despierto casi hasta el amanecer.

A aquella chica le gustaba beber a lo grande, era una cocainómana y de vez en cuando se colocaba con un pinchazo, pero también estaba buenísima. Sabía pasárselo bien y, lo que era mejor aún, sabía cómo montárselo en la cama. La papelina de excelente coca que había tenido que pagar Patrick había valido la pena. Y, naturalmente, a él tampoco le había importado colocarse un poco.

–¿Qué hay, Shirl? –apoyó el codo en el mostrador y se inclinó hacia delante para verle mejor el espléndido escote.

Ella le lanzó una sonrisa radiante.

–Tengo entradas para el sábado por la noche. Para los Jersey Boys. Asientos de primera fila. Me imagino que no te interesará, pero si no estás muy liado…

–Me refería a qué hay de nuevo por aquí. Si he recibido alguna llamada o si hay alguien que necesite verme desesperadamente.

–Ah –ella pareció abatida. Shirley Bingham nunca había sido muy despierta, pero en la cama era pura dinamita. Era una lástima que, para llevársela a la cama, hubiera tenido que contratarla. A Shirl le encantaba su trabajo y ahora Patrick no tenía valor para despedirla. Pero era lo bastante sensato como para no volver a caer en la tentación.

Shirley se enderezó en su silla, agitó sus magníficos pechos y la bragueta de Patrick se tensó repentinamente. Quizá tuviera una resaca de mil demonios, pero aún no estaba muerto.

–Ha recibido un montón de llamadas, señor. Las he puesto encima de su mesa. Ah, y la señorita Ferris estaba esperando a que llegara. Está en su despacho.

Julie Ferris. Patrick suspiró al enderezarse, dio media vuelta y pasó entre las dos hileras de mesas, saludando con la cabeza a algún comercial que otro. Si tenía algún pesar en la vida, era Julie. Se había sentido atraído por ella desde el primer día que entró por la puerta de la oficina, ocho años atrás. Entonces tenía sólo veinte años, ni siquiera tenía edad para beber. Pero tenía un cuerpo precioso y una piel como la nata, unos enormes ojos verdes y la risa más dulce y diáfana que Patrick había oído nunca.

En aquella época acababa de empezar a estudiar en la universidad y estaba buscando un empleo a tiempo parcial. Patrick convenció a su padre de que la contratara en el acto y enseguida intentó ligar con ella. Por fin logró convencerla de que saliera con él, pero era siete años mayor que Julie, y ella desconfiaba de un hombre tan mundano como él. Cuando, después de la cena, la había llevado a su apartamento para intentar seducirla, Julie no había dado su brazo a torcer.

–Estás borracho –le había dicho, desasiéndose de su abrazo pegajoso y dejándolo tendido en el sofá–. Tengo la sensación de haber salido a cenar con un pulpo y mientras cenábamos no has dejado de mirar a todas las mujeres que entraban por la puerta. Puede que eso te funcione con las muñequitas con las que sales, pero conmigo no te servirá de nada.

–Espera un momento, Julie… –él luchó por levantarse y finalmente consiguió incorporarse a duras penas–. ¿Qué importa que esté un poco borracho? Hemos salido a pasarlo bien, ¿no? Sólo quería divertirme un poco.

–Puede que para ti sea divertido –ella recogió su abrigo de la silla–. Pero para mí no lo es –se dirigió hacia la puerta–. No hace falta que me lleves a casa. Si lo intentaras, seguramente acabaríamos los dos en comisaría. Tomaré un taxi.

Julie volvió sola a casa y desde entonces no había vuelto a salir con él.

Patrick iba pensando en aquella noche cuando llamó a la puerta de su despacho; luego giró el pomo y entró. Las cosas habían cambiado mucho entre ellos desde entonces. Ahora, él era su jefe. Con el paso de los años, Julie se había ganado su respeto y entre ellos se había instalado una especie de entendimiento mutuo. Patrick miró el sofá, donde ella estaba masajeándose suavemente las sienes. Normalmente estaba detrás de su mesa, con el teléfono pegado a la oreja.

–No tienes buena cara –le dijo Patrick, fijándose en las arrugas de cansancio que había bajo sus ojos.

–Tú tampoco –miró su cara demacrada por las drogas. Era difícil engañar a Julie. Siempre se daba cuenta de todo–. Otra noche dura, supongo.

Él puso una sonrisa infantil y deseó poder embaucarla con la misma facilidad que al resto de las mujeres.

–Más o menos. ¿Y tú? ¿No te encuentras bien?

Julie suspiró y se puso en pie. Como siempre, lo miraba con una mezcla de lástima y desaprobación. Aquello sacaba de quicio a Patrick.

–Me dolía la cabeza –dijo–. Ya casi se me ha pasado.

Patrick sabía que se sentía atraída por él. Pero a Julie Ferris no le interesaban los ligues de una noche; no era de esa clase de chicas. Le parecía mal que él tomara drogas y le reprochaba que bebiera.

–Tú no tienes mucho mejor aspecto –dijo con el ceño fruncido mientras observaba sus ojeras y el color ligeramente cetrino de su piel, normalmente bronceada por el sol–. Esa porquería va a matarte, Patrick. ¿Cuándo vas a darte cuenta?

Patrick se puso tenso e irguió por completo su metro noventa de estatura.

–Lo que yo haga con mi vida no es asunto tuyo.

Julie se detuvo frente a él, a unos pasos de distancia, ladeó la cabeza para mirarlo y fijó sus grandes ojos verdes en su cara.

–Lo es, cuando mezclas en ella a mis clientes –juntó las cejas y las pecas de su nariz se desplazaron–. Tenemos que hablar del asunto de los Rabinoff. Lo has echado a perder, Patrick.

–Lo sé, lo sé –se pasó la mano por el pelo negro, apartándoselo de la frente–. No sé qué pasó, las cosas se me fueron de las manos.

–Se te fueron de las manos porque no estabas prestando atención. Y eres demasiado listo para eso, Patrick. Si pensaras en el negocio en vez de en el escote de Shirl o en el trasero de Babs…

–Está bien, está bien, lo arreglaré –no le dijo que solía ser su trasero el que más le interesaba–. Conozco a la secretaria del banco hipotecario. La llamaré para que acelere un poco los trámites. ¿Quieres que haga algo más?

Ella enumeró una serie de cosas, enfatizando cada una de ellas con una mirada fija que atravesaba a Patrick y lo quemaba. Qué atractiva era, maldita fuera. No era bella como otras mujeres que él conocía, pero sí atractiva, lista y sexy a más no poder. Patrick intentó no pensar en cómo sería en la cama.

Después de ocho años intentando seducirla, sabía que no iba a funcionar.

Tumbada en medio de su gran cama de pino, Julie escuchaba el rumor del oleaje en la playa y el sonido intermitente de una sirena de niebla a lo lejos. Su dormitorio era blanco, como el resto de la casa, con el suelo de tarima de color pino claro y alfombras de estambre de brillantes colores meridionales: un pedazo de México en la costa de California. La casa no era muy grande, tenía sólo tres habitaciones y despacho, cuarto de estar, comedor, cocina, un cuarto para el desayuno muy soleado y garaje para dos coches.

Eran los ventanales corridos que daban a la playa, la terraza de madera que recorría toda la casa y lo apartado de la finca lo que había convencido a Julie de que debía comprarla. Eso y su amiga Babs, que no dejaba de insistir en que, con el dinero que estaba ganando, necesitaba la deducción fiscal.

Julie pensó en la velada que había pasado con su amiga. Una cena agradable en The Grill después de quedarse trabajando hasta tarde en la oficina, a pesar de que luego había vuelto a dolerle la cabeza. La jaqueca, que había sido fuerte, la había dejado débil y agotada, pero desapareció en cuanto llegó a casa. Julie había dormido un rato y se había despertado bruscamente en medio de un sueño desagradable. Ahora le resultaba imposible volver a dormirse.

Se tumbó de lado, tiró de la sábana para taparse del todo, ahuecó la almohada y procuró no pensar en el trabajo que se acumulaba sobre su mesa. Confiaba en que el sonido del mar la adormeciera, como solía pasar. Su amor por el mar era una de las razones por las que había comprado aquella casa tan cara en la playa. Se había tropezado con ella mientras trabajaba con Owen Mallory. Había ido a enseñarle una serie de casas de lujo, con la esperanza de que añadiera alguna de ellas a su colección mundial.

La casita quedaba al lado de la enorme finca que Owen había elegido por fin, lo cual significaba que, por insistencia suya, Julie tenía acceso a una larga franja de playa privada y de arenas blancas.

Julie se removió y se dio la vuelta en el preciso instante en que el teléfono de la mesilla empezó a sonar. Se incorporó rápidamente y lo levantó con súbito nerviosismo. Siempre había odiado las llamadas en plena noche. Normalmente, eran malas noticias.

–Julie, ¿estás ahí? –preguntó su hermana con voz temblorosa al otro lado del teléfono–. ¿Julie?

–Laura, ¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

–Es-estoy asustada, Julie. Creo que hay alguien al otro lado de mi ventana.

Julie se puso tensa.

–¿Has llamado a la policía?

–No. La última vez que los llamé, no había nadie fuera. Me temo que no vendrán si vuelvo a llamar.

–Claro que irán. Proteger a la gente es su trabajo. Cuelga y llámalos inmediatamente. Estaré ahí enseguida.

–No cuelgues, Julie. Me da miedo que entren si cuelgas.

Los dedos de Julie se crisparon sobre el teléfono.

–¿Quién te da miedo que entre? ¿La gente que hay detrás de la ventana?

–No… No sé quiénes son.

Julie notó un nudo en el estómago. Laura se comportaba de manera extraña desde el día que habían pasado en la playa. Pero su hermana vivía en un pequeño apartamento en un barrio antiguo de Venice, y aquél no era el mejor sitio para una mujer soltera y atractiva. Julie había visto a los bichos raros y a la gente de mala catadura que frecuentaban aquel estrafalario pueblo costero. Había intentado convencer a Laura de que se mudara, pero su hermana se negaba.

–Escúchame, Laura, haz exactamente lo que te digo. En cuanto cuelgues, llama al 911. Asegúrate de que las puertas y las ventanas están cerradas y quédate dentro hasta que llegue la policía. Voy a llevarme el teléfono móvil. Puedes llamarme, si quieres. Llegaré lo antes posible.

Julie hizo caso omiso de las protestas de su hermana, colgó y se levantó de un salto. Unos minutos después se había puesto unos vaqueros, unas Reebok y una sudadera azul marino y bajaba corriendo la escalera hacia el garaje.

El potente Mercedes SL descapotable de color plateado que era su orgullo y su alegría cobró vida en cuanto giró la llave de contacto. Estaba aparcado junto al Lincoln de cuatro puertas casi nuevo que utilizaba cuando iba a enseñar alguna casa.

Tomó el pañuelo que había dejado en el asiento del copiloto y cubrió con él su rebelde pelo de color rojo oscuro, cortado justo por encima de los hombros. Puso marcha atrás, pisó con fuerza el acelerador y salió al camino de entrada a la casa. A los pocos minutos volaba ya por la autopista de la Costa del Pacífico, camino del apartamento de su hermana, y el corazón le latía como un tambor dentro del pecho.

Marcó el 911 utilizando la función de manos libres del teléfono móvil, confirmó que habían recibido la llamada de su hermana y rezó por que a Laura no le pasara nada antes de que llegara allí.

Laura Ferris abrió por fin la puerta de su casa. El agente del otro lado había pasado un rato aporreándola y luego se había puesto zalamero y había intentado convencerla de que realmente pertenecía al cuerpo de policía. Pero Laura estaba tan asustada que no le creía.

Ella se tambaleó, llena de alivio, al ver su gorra, su uniforme azul oscuro y la reluciente insignia cromada que brillaba a la luz del porche.

–Lo siento, agente, estaba muy asustada.

–No pasa nada, señorita Ferris. ¿Por qué no vamos al cuarto de estar? –le indicó en esa dirección y Laura dejó que la precediera. Estaba tan aliviada que se sentía ligera como una pluma.

–¿Ha visto a alguien? ¿Los ha pillado? –pasó rozando un frondoso filodendro que rebosaba de su tiesto y se sentó en el sofá. La colcha naranja de flores estaba un poco torcida y se puso a enderezarla con nerviosismo.

A unos pasos de distancia, frente a ella, el policía, alto y delgado, permanecía de pie. Era un hombre de unos cuarenta años, con experiencia, se dijo Laura. Un hombre que podía protegerla.

–Lo siento, señorita Ferris. No hemos visto a nadie, ni nada que indique que había alguien fuera del apartamento.

Laura frunció el ceño. No podía haberse equivocado. Levantó la vista al oír que la puerta se abría y vio entrar corriendo a su hermana: un pequeño manojo de nervios bajo una lustrosa melena rojiza.

–Julie… menos mal que has venido –Laura se puso un revuelto rizo rubio detrás de la oreja–. Éste es el agente… –leyó su nombre en la placa que llevaba encima de la insignia– Ferguson. Dice que han echado un vistazo y no han visto a nadie. Pensaba que ese tipo habría dejado huellas o algo así, pero supongo que no. De todas formas, me imagino que ya se ha ido.

–¿Es usted familiar de la señorita Ferris? –preguntó el policía.

–Soy su hermana. Julie Ferris.

–¿Podría hablar con usted un momento? ¿En privado?

Julie miró a su hermana, que estaba un poco despeinada, y se fijó en la palidez de su piel y en el tic que había aflorado bajo uno de sus ojos castaños.

–Sí, agente, desde luego.

Entraron en la cocina pequeña y acogedora, esquivando plantas y agachando la cabeza para pasar por debajo de la cortina de cuentas, que tintineó tras ellos.

–¿No han podido atrapar a ese hombre? –preguntó Julie, preocupada.

–No había ningún hombre, señorita Ferris. ¿Sabía usted que es la quinta llamada de emergencia que recibimos de su hermana en dos semanas?

–No… No tenía ni idea. Me dijo que los había llamado una vez, pero no sabía que hubiera habido otras.

–El operador dice que las llamadas son siempre iguales. Su hermana asegura muy asustada que alguien está intentando entrar en su casa.

–Puede que alguien esté intentando entrar y que ustedes no lleguen a tiempo de atraparlo.

–Los merodeadores dejan huellas, señorita Ferris. Pisadas, mosquiteras rotas, huellas de neumáticos… algo. Pero aquí no hay nada parecido. Odio tener que preguntárselo, pero ¿tiene su hermana problemas mentales de algún tipo?

Julie sintió una tirantez en el pecho.

–Ha ido al psicoanalista. Tuvo una infancia muy difícil. De vez en cuando tiene depresiones, pero nunca ha ido al psiquiatra. ¿Insinúa usted que mi hermana puede estar sufriendo algún tipo de trastorno mental?

–No insinúo nada. Simplemente le digo que nadie está intentando entrar en este apartamento. Me parece que quizá su hermana necesite la ayuda de un psiquiatra, mucho más que la de la policía.

Julie se quedó pensando. Laura actuaba de forma muy extraña.

–Hablaré con ella, agente. Esta noche ha sido culpa mía que los llamara. No sabía que ya había llamado cuatro veces antes.

–No pasa nada. Además, siempre es mejor asegurarse. En todo caso, buena suerte.

–Gracias –volvieron al cuarto de estar.

El policía se despidió de Laura y Julie se sentó junto a su hermana en el sofá.

–¿Te encuentras mejor?

–Sí… mucho mejor. Me alegro de que hayas venido.

Julie alargó el brazo, le agarró la mano y se la apretó.

–El agente dice que es la quinta vez que llamas a la policía.

Laura se irguió un poco en el sofá y se puso a juguetear con el cordón de su bata de terciopelo azul.

–Yo… no me había dado cuenta de que los había llamado tantas veces.

–¿Quieres contarme qué pasó las otras veces?

Laura se recostó en el sofá y apoyó la cabeza en el respaldo, con el largo pelo rubio bajo los hombros.

–Me pareció oír algo, eso es todo. Pensé que alguien intentaba entrar en casa.

–¿Oíste ruidos, algo que te asustó?

–No ruidos exactamente, era más bien como una sensación. Era horrible, Julie. Estoy segura de que había alguien ahí fuera. No sabía qué hacer.

Julie se quedó callada un momento.

–Siempre has dicho que te gustaba vivir sola. Antes no tenías miedo.

–Lo sé. Es que últimamente… no sé qué me pasa, que estoy asustada todo el tiempo.

Julie se frotó las sienes y rezó por que el leve dolor que sentía no fuera el principio de otra migraña.

–No te asustabas tanto desde que éramos pequeñas.

¿Cuándo empezó todo esto?

–No lo sé exactamente. No hace mucho. Fue después del día que pasamos juntas en tu casa.

–El policía me ha asegurado que nadie intenta entrar aquí, pero, si estás asustada, deberías venirte a casa conmigo, pasar unos días en Malibú, descansando en la playa.

–Preferiría quedarme aquí. Además, no puedo dejar de ir a trabajar.

–Sólo trabajas media jornada –Laura trabajaba en una pequeña boutique llamada The Cottage, en la calle principal; aquél era uno más de los muchos trabajos que había tenido desde que había dejado la universidad–. Podrías venir a trabajar en coche desde mi casa.

Laura se mordió el labio inferior.

–Sí, supongo que sí –miró la puerta y luego la ventana–. A lo mejor podría quedarme hasta el fin de semana. Entonces Jimmy ya habrá vuelto y…

–¿Jimmy Osborn? Creía que ya no salías con ese imbécil.

Laura se irguió y apartó la mano.

–No es un imbécil.

–Te pegó, Laura. Si de algo tienes que asustarte, es de él.

–Sólo perdió los nervios, nada más. Me prometió que no volvería a pasar.

–Es un mal tipo, Laura. Olvídate de Jimmy Osborn, haz la maleta y vámonos.

Vaciló un momento; luego se levantó del sofá y entró en la otra habitación. Unos minutos después volvió con una pequeña maleta de vinilo y ropa suficiente para pasar un fin de semana. Julie sabía que su hermana no se quedaría más tiempo. A Laura le gustaba demasiado estar sola y, aunque no volviera a salir con Jimmy Osborn, había una docena de hombres haciendo cola para ocupar su lugar.

Cuando se dirigían hacia el coche, Julie vislumbró la cara cansada y tensa de Laura. Su hermana miró hacia atrás, a derecha e izquierda y finalmente se montó en el asiento del copiloto.

¿Qué le pasaba a Laura?

Siempre había tenido tendencia a enfermar de males reales e imaginarios, pero aquello era distinto. Julie se preguntó si el policía tendría razón, y se prometió buscar el nombre de un buen psiquiatra.

Tres

Julie salió de su despacho y se dirigió hacia la puerta del otro lado de la sala.

–Siempre con prisas –sentado a su mesa, Fred Thompkins se echó a reír–. Ya te he dicho lo que dice mi médico de eso.

Julie se paró junto a su silla y le sonrió.

–Sí, te dijo que tenías alto el colesterol y que andabas mal del corazón. Que te convenía aprender a relajarte. Y tú dijiste que lo mismo puede decirse de mí, que debería pararme a oler las flores. Sí, creo que ya me lo has dicho, Fred.

–Puede que sí… unas cuantas veces –Fred era un profesor de matemáticas jubilado; estaba muy gordo y siempre lucía graciosas pajaritas con estampado de cachemira. Sonrió por encima del almidonado cuello blanco que se clavaba entre los pliegues de su papada–. Por desgracia, no me haces ni caso.

–Será porque no tengo el colesterol alto y sí muchas facturas que pagar –«y más aún el mes que viene», pensó Julie, «cuando llegue la del doctor Heraldson». Confiaba en que las sesiones con el psiquiatra le sirvieran de algo a su hermana.

–¿Sigues buscando a Patrick?

–Siempre estoy buscando a Patrick por una cosa o por otra. No ha llegado aún, ¿verdad?

–Nunca llega antes de las doce. Lo sabes tan bien como yo.

–Dijo que iba a solucionar el asunto de los Rabinoff. Hay que cerrar los trámites de la hipoteca.

–Shirl ha dicho que iba a ir a Flintridge a ver a su padre. Se supone que va a venir luego.

A Julie se le encogió el corazón.

–Espero que Alex esté mejor. Me pareció que estaba bastante mal cuando lo vi el sábado pasado –el padre de Patrick estaba confinado en una silla de ruedas; tenía el lado izquierdo del cuerpo paralizado por culpa de una apoplejía y torcida la mitad de su antaño bella cara, y hablaba con dificultad.

Aquello era muy duro para un hombre fuerte e imponente como él, pero aun así, Alexander Donovan no se rendía. Había hecho instalar una sala de terapia en su lujosa mansión de estilo mediterráneo. Se esforzaba diariamente, ayudado por las enfermeras y las máquinas, para convertir aquel cuerpo envejecido y maltrecho en algo que recordara a la poderosa figura que había sido en el pasado.

–Es un buen hombre –dijo Fred–. Este sitio era la bomba cuando lo llevaba Alex. No había ni un solo agente inmobiliario en toda la ciudad que le llegara a la suela de los zapatos –sacudió la cabeza y la luz de la lámpara de su mesa se reflejó en la calva del centro, orlada por su escaso cabello gris–. Las cosas ya no son lo que eran desde que se fue.

Podrían serlo, se dijo Julie con fastidio, si Patrick pusiera tanto esfuerzo en su trabajo como ponía en ligar. Era bastante listo y también bastante astuto para los negocios, cuando quería.

Pero lo cierto era que por culpa suya la empresa estaba cada vez más endeudada. Ya se habían despedido varias personas del departamento de ventas. A Babs y a Fred les gustaría irse, pero se quedaban por Alex, igual que Julie. Quería al viejo. No estaba dispuesta a abandonarle, por muy necio que pudiera ser su hijo.

–Tengo que irme corriendo, Fred –Julie echó a andar.

–¿Por qué será que no me sorprende?

Julie le saludó con la mano por encima del hombro.

–Luego hablamos –se despidió, y salió a la calle y se dirigió al Spago, donde había quedado con Jane Whitelaw para comer.

Evan Whitelaw, el marido de Jane, era un productor de cine de los grandes. Seis meses antes había puesto en venta su casa de Burton Way, que por fin se había vendido la semana anterior. Su mujer estaba ya dispuesta a ponerse a buscar un sitio más grande donde vivir. Una casa en BelAir, había dicho, pero Julie sabía que no debía hacer caso de lo que los clientes decían querer. Había que relativizar lo que decían, aprender a echar un vistazo a su interior y descubrir sus anhelos íntimos. Así era como había hecho tantas ventas: escuchando los deseos de sus clientes, en lugar de limitarse a satisfacer sus necesidades.

Acababa de llegar a la fachada del restaurante cuando el Porsche negro de Patrick paró junto a la acera. Había aparcamientos en la parte de atrás del edificio, pero a Patrick le gustaba que el aparcacoches se ocupara personalmente de su Porsche.

El chico abrió la puerta del copiloto al tiempo que Patrick se levantaba del asiento del conductor desdoblando su alta figura, y una rubia esbelta y de largas piernas salió a la acera.

Julie sintió una leve opresión en el pecho, pero se obligó a ignorarla. Siempre le molestaba verlo con una mujer. Era una tontería. Una estupidez. Pero no parecía capaz de refrenar la punzada que sentía siempre al ver a Patrick acompañado de uno de sus muchos ligues de una noche.

Haciendo caso omiso de la mujer, paró a Patrick antes de que llegara a la acera y así pudo mirarlo fijamente a los ojos, que eran del azul más luminoso que había visto nunca.

–Siento molestarte. Ya veo que estás ocupado. Pero necesito saber si la hipoteca de los Rabinoff va a cerrarse a tiempo. ¿Has conseguido esos documentos?

Patrick sonrió y miró por encima de la cabeza de Julie.

–Julie Ferris, ésta es Anna Braxston. Anna es modelo y trabaja para la agencia Ford. Julie es una de mis mejores agentes de ventas.

Julie forzó una sonrisa.

–Es un placer conocerte, Anna –volvió a fijar su atención en Patrick, que parecía descansado para variar. Sus pantalones oscuros y su americana azul marino parecían tan impecables como siempre–. Necesito saberlo, Patrick. ¿Podrá cerrarse la hipoteca a fines de mes, como estaba previsto?

Él sonrió: un destello de blanco en una cara bronceada que sería la envidia de Tom Cruise.

–Relájate. Te dije que yo me ocupaba de todo. Los papeles estarán listos el viernes. Consigue que los Rabinoff los firmen y podrás cerrar el trato como tenías previsto.

Ella se tambaleó, aliviada.

–Menos mal.

–Te preocupas demasiado, ¿sabes?

–Y tú no te preocupas lo suficiente.

Patrick arrugó el ceño y Julie se preguntó por un momento si era más consciente de sus problemas económicos de lo que pretendía hacerles creer.

Sonrió levemente a la mujer.

–Encantada de conocerte, Anna. Patrick, tengo que irme corriendo.

–Nos vemos luego en la oficina –dijo él. Julie se despidió con un ademán y penetró a toda prisa en el interior lujoso y de altas paredes de su restaurante preferido.

A veces tenía la impresión de que Patrick la miraba, aunque no acertaba a imaginar por qué, yendo con mujeres tan bellas como la rubia. A veces se imaginaba que era distinto, que se parecía más a su padre y al chico de veintisiete años al que había conocido al principio.

Pero no era así. Nunca lo sería y los dos lo sabían. Y, como siempre, pensarlo la entristeció.

Laura yacía despierta en el cuarto de invitados de la casa de su hermana en la playa de Malibú. La cama antigua, de hierro, estaba pintada de rojo mate, y una colcha anticuada servía de cobertor. Los suelos de tarima estaban cubiertos con alfombras de estambre, y los ventanales corridos daban a una terraza que se asomaba al mar. Antes de esa noche, Laura había envidiado la casa de su hermana en la playa, la intimidad que procuraban las hectáreas de terreno de la exclusiva finca de su vecino, Owen Mallory.

Ahora, recostada en la almohada, pensaba que le habría gustado mucho más que la casa estuviera en el centro de la ciudad. Estar rodeada de docenas de personas y que fuera pleno día y no de noche.

Una serie de olas estruendosas como disparos se estrellaron contra la orilla, al otro lado de la ventana, pero no lograron ahogar el zumbido sordo y denso que Laura oía por encima del fragor del océano, un ruido que se había aposentado como un peso alrededor de la casa de dos plantas recubierta de listones de madera. Intentó convencerse de que eran sólo imaginaciones suyas, trató de concentrarse en el ruido del oleaje y en la vieja película de Kirk Douglas que estaba viendo en la televisión, aunque el volumen estaba tan bajo que en realidad no la oía.

Eran las tres de la mañana, fuera estaba oscuro, era una noche nubosa y sin luna. Siempre le había gustado quedarse en el cuarto de invitados de Julie, pero esa noche el techo parecía más bajo de lo normal, las paredes más estrechas, el sonido de las olas más irritante que tranquilizador. Le sudaban las manos, su pulso iba más rápido de lo que debía.

–Julie está aquí al lado –se dijo en voz alta–. Lo único que tienes que hacer es llamar y vendrá corriendo –quizá su hermana iría sin que la llamara siquiera. Cuando algo iba mal, Julie parecía sentirlo. Era un don que tenía. Julie la protegería. Como siempre había hecho.

Entonces se apagó el televisor y la luz de la lamparita que había en la pared, junto al cuarto de baño, se hizo más tenue, empezó a parpadear y finalmente se apagó. Laura tragó saliva, intentando defenderse del miedo que empezaba a alzarse en su pecho.

Un susurro descendió sobre ella. Intentó gritar, pero la voz se le atascó en la garganta. Trató de levantarse, de descolgar las piernas por un lado de la cama, pero su cuerpo estaba rígido y se negaba a moverse.

La habitación estaba a oscuras, pero de pronto se levantó la oscuridad y una luz cegadora llenó el espacio. Laura cerró los ojos con fuerza para defenderse de la punzada de luz que atravesó su cráneo. Sus músculos se tensaban tanto al intentar moverse que temblaba de arriba abajo y se arqueaba sobre la cama.

«¡Ayúdame! ¡Julie, ayúdame!». Pero las palabras siguieron atascadas en su garganta y el grito no llegó a salir. Entonces la luz empezó a disiparse. Oyó un ruido en las escaleras que subían a la terraza. Unas pisadas leves y rápidas se detuvieron al otro lado de la puerta.

Una sensación de ahogo se apoderó de Laura, un terror tan intenso que cruzaba su cuerpo palpitando en grandes oleadas dolorosas. Intentó moverse, pero sólo sus ojos respondieron, girando dentro de sus órbitas, volando de un lado a otro de la habitación y fijándose finalmente en la puerta. Iban por ella. Lo sentía en cada terminación nerviosa, en cada fibra y cada célula de su cuerpo. Se la llevarían como habían hecho la otra vez, la desnudarían, usarían sus fríos proyectiles de metal para invadir su cuerpo. Hasta ese momento, no se había acordado.

«¡Socorro!», gritaba en silencio, revolviéndose como un animal atrapado en un cepo, y sin embargo, su cuerpo no se movía sobre la cama. «Julie, ¿dónde estás?». Pero quizá su hermana también estuviera atrapada, presa igual que ella. Un nuevo terror se apoderó de ella. Recordó el dolor de otras veces, la humillación que había sentido, y rezó por que no volviera a ocurrir. Rezó por que, si ocurría, fuera capaz de soportarlo.

Fuera seguía oyéndose aquel arrastrar de pies. Iban a entrar, como temía. Cuando la puerta se abrió lentamente y los vio, su boca formó una O de pánico y la bilis inundó su garganta.

Pasaron unos segundos. Parpadeó y aparecieron todos a su alrededor, rodeando los lados de la cama. Su terror caló más hondo, sus finos y largos tentáculos se hundieron en su vientre. Círculos de oscuridad giraban en torbellino, nublando los bordes de su mente, arrastrándola hacia el cobijo de la inconsciencia. Por fin la embargó la oscuridad, liberándola del miedo y bloqueando su mente a lo que iba a suceder. Y sintió alivio al descender hacia el olvido.

Un resplandor azul intenso reverberaba desde el suelo de la sala de análisis, iluminando las vigas redondeadas de las paredes curvas que había a su espalda. Un panel de diodos, cuadrantes y marcadores se extendía por la consola situada a un lado, y el aire siseaba al pasar por los respiraderos con un ritmo palpitante, al compás de los pitidos del corazón monitorizado en la pantalla azul y resplandeciente.

Val Zarkazian miraba a los sujetos tendidos sobre la mesa. Les habían quitado la ligera ropa de dormir, y a la mujer más joven ya la habían examinado.

Era la segunda, la que tenía el pelo rojo oscuro, la que lo había hecho salir de detrás de los monitores de su laboratorio, al fondo del pasillo.

Observaba la figura desnuda que se removía, inquieta, sobre la superficie azul de la mesa; la chica cerraba las pequeñas manos con tanta fuerza que sus antebrazos temblaban. Le habían insertado un bloqueo lingual, pero ya antes se había mordido el labio inferior y la herida le había dejado un hilillo de sangre.

Val la examinaba con la misma objetividad con que antes había examinado a una docena de sujetos; notó que era más baja que la media, pero que estaba bien desarrollada y que su estado físico era bueno. Era una mujer normal, salvo porque era mucho más resistente a la penetración mental que la gran mayoría de los especímenes masculinos que le habían llevado para que los estudiara.

La mujer se removía inquieta sobre la mesa, se resistía a las pruebas con la misma determinación y la misma fiereza que había mostrado en su visita anterior, unas semanas atrás.

Val miró a una figura baja y delgada vestida con un mono azul oscuro: era uno de los técnicos; estaba junto a la mesa, estudiando al sujeto con asombro y preocupación. Tras él, justo al otro lado de la puerta, pululaban varios soldados, miembros del equipo que había llevado a las mujeres a bordo.

Estaban preocupados por su reacción, y con motivo. La primera vez que se había hecho el estudio, ella se había resistido con tanta fuerza que pensaron que iban a perderla.