Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Janice Maynard

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Idilio en el bosque, n.º 2073 - noviembre 2015

Título original: A Billionaire for Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7273-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

A Leo Cavallo le dolía la cabeza; en realidad, le dolía todo el cuerpo. Conducir desde Atlanta a las montañas del este de Tennessee no le había parecido tan pesado sobre el mapa, pero no había tenido en cuenta lo difícil que resultaba hacerlo de noche por carreteras rurales llenas de curvas. Y como estaban a principios de diciembre, oscurecía muy pronto.

Miró el reloj del salpicadero y gimió. Eran más de las nueve y no sabía si se hallaba cerca de su destino. El GPS había dejado de darle información quince kilómetros antes. El termómetro marcaba un grado, lo que implicaba que la lluvia que golpeaba el parabrisas se convertiría en cualquier momento en nieve. Y su coche, un Jaguar, no estaba diseñado para conducir con mal tiempo.

Sudando bajo el fino jersey de algodón, buscó en la guantera un antiácido. En su cabeza oyó la voz de su hermano, alta y clara.

«Lo digo en serio, Leo. Tienes que cambiar. Has tenido un infarto».

«Un incidente cardiaco leve», le había contestado Leo. «No dramatices. Estoy en excelente forma física, ya has oído al médico».

«Sí, lo he oído. Dice que tienes un nivel de estrés elevadísimo. Y nos ha hablado de la propensión hereditaria. Nuestro padre murió antes de cumplir cuarenta y dos años. Si sigues así, te tendré que enterrar con él».

Leo chupó la pastilla y lanzó un juramento cuando la carretera se transformó en un camino de grava. Forzó la vista en busca de cualquier señal de vida, pero reinaba una profunda oscuridad. Estaba acostumbrado a las luces de Atlanta. Desde el ático en que vivía había una vista magnífica de la ciudad. Las luces de neón y la gente eran lo que le proporcionaba energía vital. ¿Por qué, entonces, había accedido a exiliarse voluntariamente en aquel remoto lugar?

Cinco minutos después, ya a punto de darse la vuelta, vio una luz en la oscuridad. Cuando aparcó frente a la casa iluminada, le dolían todos los músculos de la tensión.

Agarró la chaqueta de cuero, se bajó del vehículo y comenzó a tiritar. Había dejado de llover, pero lo saludó una espesa niebla. De momento dejaría el equipaje en el coche. No sabía dónde estaría su cabaña.

Las suelas de sus caros zapatos se le llenaron de barro al dirigirse a la puerta de la moderna estructura de troncos. No vio timbre alguno, así que agarró el llamador en forma de cabeza de oso y dio tres golpes en la puerta. Se encendieron más luces en la casa. Mientras desplazaba el peso de un pie a otro con impaciencia, oyó una voz femenina procedente del interior:

–¿Quién es?

–Leo Cavallo –gritó. Apretó los dientes y buscó un tono más conciliador–. ¿Puedo entrar?

 

 

Phoebe abrió la puerta algo nerviosa, pero no porque tuviera que tener miedo del hombre que estaba en el porche, ya que llevaba varias horas esperándolo. Lo que temía era decirle la verdad.

Lo dejó pasar. Era un hombre grande, ancho de espaldas, le brillaba el pelo castaño y ondulado.

Leo se quitó la chaqueta y a ella le llegó el olor de su loción para después del afeitado. Él llenaba la habitación con su presencia.

Ella le miró los zapatos y se mordió los labios.

–¿Le importaría quitarse los zapatos? He fregado el suelo esta mañana.

El frunció el ceño, pero le hizo caso. Antes de que ella pudiera decirle algo más, lanzó una rápida ojeada a la cabaña para después mirarla a ella. Leo tenía unos rasgos agradables, muy masculinos: nariz fuerte, frente noble, mandíbula cincelada y labios hechos para besar a una mujer.

–Estoy agotado y muerto de hambre. Si me indica cuál es mi cabaña, me gustaría instalarme inmediatamente, señorita…

–Kemper, Phoebe Kemper. Llámeme Phoebe.

La voz baja y áspera de él la había acariciado como un amante, e indicaba que era un hombre que controlaba la situación.

Tragó saliva y se frotó las manos húmedas en los pantalones.

–Ha sobrado estofado de ternera con verduras. Hoy he cenado tarde. Si le apetece un poco… También tengo pan de maíz.

La expresión de contrariedad de Leo se dulcificó y esbozó una sonrisa.

–Me parece fantástico.

–El cuarto de baño es la primera puerta a la derecha. Voy a poner la mesa.

–¿Y después me enseñará mi cabaña?

–Desde luego.

Él se ausentó poco rato, pero ella ya lo tenía todo preparado cuando volvió: un mantel individual, cubiertos de plata y un plato humeante de estofado acompañado de pan de maíz y una servilleta amarilla.

–No sabía qué quería para beber.

–Un café descafeinado, si tiene.

–Por supuesto.

Preparó el café y le sirvió una taza mientras él comía. Se entretuvo recogiendo cosas de la cocina y llenando el lavaplatos. Lo que su huésped había dicho parecía cierto: estaba muerto de hambre, ya que se tomó dos platos de estofado y tres rebanadas de pan, además de unas galletas de postre que Phoebe había hecho por la mañana.

Cuando estaba acabando de comer, ella se excusó.

–Vuelvo enseguida –le dejó la cafetera en la mesa–. Sírvase más café.

 

 

El humor de Leo mejoró considerablemente al comer. No le apetecía salir para cenar y, aunque la cabaña estaría llena de provisiones, no era buen cocinero. En Atlanta, todo lo que quería comer lo tenía a mano, ya fuera sushi a las tres de la mañana o un desayuno completo al amanecer.

Cuando se tomó las últimas migas de las deliciosas galletas, se levantó y se estiró. Tenía el cuerpo contracturado de estar sentado tantas horas al volante. Recordó la recomendación del médico de que no hiciera grandes esfuerzos. Pero era lo único que sabía hacer: seguir hacia delante a toda velocidad sin mirar atrás.

Debía cambiar de forma de ser. Aunque le había irritado que tanta gente estuviera encima de él, compañeros de trabajo, médicos y su familia, sabía que se preocupaban porque los había asustado. Se desmayó mientras estaba de pie dando una conferencia a un grupo de inversores.

No recordaba con claridad lo que sucedió después. No podía respirar y sentía una enorme opresión en el pecho. Molesto por aquellos recuerdos, se puso a pasear por la cocina y el salón, que formaban una sola pieza.

Era un lugar agradable, con suelo de parqué, alfombras de colores y sofás cómodos. Una araña en el techo emitía un amplio círculo de cálida luz. En la pared del fondo había una chimenea de piedra y una librería. Mientras echaba un vistazo a los libros de Phoebe, se dio cuenta, con placer, de que tendría tiempo para leer, a diferencia de lo habitual.

Un leve ruido le indicó que Phoebe había vuelto. Se volvió, la miró y, por primera vez, reconoció que era una belleza. Era alta y esbelta, con una larga melena negra recogida en una trenza. No había en ella debilidad ni fragilidad alguna, pero Leo pensó que muchos hombres correrían en su ayuda simplemente para que sus labios, carnosos y del color de las rosas pálidas, les sonrieran.

Llevaba unos vaqueros desteñidos y una blusa de seda roja. Tenía los ojos tan oscuros que parecían negros.

–¿Se siente mejor ahora? –le preguntó ella con una sonrisa–. Al menos, ya no tiene pinta de querer matar a alguien.

Él se encogió de hombros.

–Lo siento. He tenido un día horrible.

–Y me temo que va a empeorar. Hay un problema con su reserva.

–Eso es imposible. Mi cuñada se ha encargado de todos los detalles. Y he recibido la confirmación.

–Llevo todo el día llamándola, sin resultado. Y no tenía el número de usted.

–Lo siento, pero mi sobrina ha tirado el móvil de su madre a la bañera, por eso no le ha contestado. Pero no se preocupe. Ya estoy aquí, y no parece que tenga un exceso de reservas –afirmó él haciéndose el gracioso.

Phoebe no hizo caso de la gracia y frunció el ceño.

–Anoche llovió a mares e hizo mucho viento. Su cabaña no está en condiciones de ser habitada.

–No se preocupe, no soy muy exigente. Seguro que me las arreglo.

–Supongo que tendré que enseñársela para convencerle. Venga conmigo, por favor.

–¿Llevo el coche hasta allí? –preguntó mientras se ponía los zapatos.

Ella agarró algo y se lo metió en el bolsillo.

–No hace falta –se puso una chaqueta muy parecida a la de él–. Vamos.

En el porche agarró una linterna grande y pesada. El tiempo no había mejorado.

Leo siguió a Phoebe. Se impacientó al darse cuenta de que podían haber hecho en coche los metros que separaban ambos edificios.

–Voy a por el coche –dijo–. Seguro que me las arreglaré.

En ese preciso momento, ella se detuvo tan bruscamente que estuvieron a punto de chocar.

–Ya hemos llegado. Eso es lo que queda de su alquiler de dos meses.

La potente luz de la linterna reveló el daño provocado por la tormenta de la noche anterior. Un enorme árbol estaba atravesado sobre la cabaña. Con la fuerza de la caída, el tejado se había hundido.

–¡Por Dios! –él miró hacia atrás pensando que la casa de Phoebe podía haber corrido la misma suerte–. Supongo que se daría un susto de muerte.

Ella hizo una mueca.

–He pasado noches mejores. Sucedió a las tres de la madrugada. El estruendo me despertó. No intenté salir, desde luego, por lo que no supe la magnitud del daño hasta esta mañana.

–¿No ha tratado de cubrir el tejado?

–¿Cree que soy una supermujer? –preguntó ella riéndose–. Conozco mis limitaciones, señor Cavallo. He llamado a la compañía de seguros que, como comprenderá, está desbordada por los daños causados por la tormenta. Parece que un agente vendrá mañana por la tarde, pero no las tengo todas conmigo. El interior ya estaba empapado debido a la fuerte lluvia. El daño ya estaba hecho. No podía hacer nada.

Leo se dijo que tenía razón, pero ¿dónde iba a alojarse? A pesar de lo mucho que había protestado ante su hermano Luc y su cuñada Hattie, la idea de tomarse un descanso no le desagradaba. Tal vez pudiera encontrarse a sí mismo al aire libre, incluso descubrir un nuevo sentido a la vida que, como había comprobado recientemente, era frágil y maravillosa a la vez.

–Si ha visto suficiente –dijo Phoebe–, volvamos. No voy a hacerle volver a la carretera con este tiempo. Puede pasar la noche conmigo.

Deshicieron el camino andado. Phoebe señaló su cabaña.

–¿Por qué no entra a calentarse? Su cuñada me dijo que ha estado usted en el hospital. Si me dice lo que necesita de su equipaje, se lo llevaré.

Leo se sonrojó de vergüenza y frustración. ¡Maldita fuera Hattie y su instinto maternal!

–Gracias, pero puedo sacar las maletas solo –replicó con brusquedad.

La pobre Phoebe no sabía que su reciente enfermedad era un tema del que no quería oír hablar. Era un hombre joven, y no soportaba que lo trataran como a un inválido. Y no sabía muy bien por qué le parecía muy importante que la encantadora Phoebe lo considerara un hombre competente y capaz, no alguien que necesitara cuidados.

De pronto se oyó el llanto de un bebé. Leo se dio la vuelta esperando ver la llegada de otro coche. Pero Phoebe y él seguían solos.

Pensó que tal vez fuera el grito de un lince rojo, que abundaba en esa zona. Antes de que pudiera seguir especulando, el llanto se oyó de nuevo.

–Tenga –le dijo ella tendiéndole la linterna–. Debo entrar.

Él la tomó y sonrió.

–¿Así que me deja aquí solo con un peligroso animal acechándonos?

–No sé de qué me habla.

–¿No es un lince rojo lo que hemos oído?

Ella se echó a reír.

–No –respondió ella, que se sacó del bolsillo el pequeño aparato que había agarrado antes de salir. Un intercomunicador–. El sonido que parece el llanto de un niño es exactamente eso: el de un bebé. Y será mejor que entre enseguida antes de que la cosa vaya a más.