Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
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ADIÓS AL AYER, Nº 4 - mayo 2012
Título original: The Fearless Maverick
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-0094-6
Editor responsable: Luis Pugni
Imágenes de cubierta:
Pareja: KONRADBAK/DREAMSTIME.COM
Paisaje: AIYOSHI/DREAMSTIME.COM
ePub: Publidisa
LOS WOLFE
Una poderosa dinastía en la que los secretos y el escándalo nunca duermen.
La dinastía
Ocho hermanos muy ricos, pero faltos de lo único que desean: el amor de su padre. Una familia destruida por la sed de poder de un hombre.
El secreto
Perseguidos por su pasado y obligados a triunfar, los Wolfe se han dispersado por todos los rincones del planeta, pero los secretos siempre acaban por salir a la luz y el escándalo está empezando a despertar.
El poder
Los hermanos Wolfe han vuelto más fuertes que nunca, pero ocultan unos corazones duros como el granito. Se dice que incluso la más negra de las almas puede sanar con el amor puro. Sin embargo, nadie sabe aún si la dinastía logrará resurgir.
En cuanto el coche subió por los aires, Alex Wolfe supo que la situación era mala. Que podía resultar gravemente herido o incluso morir.
Había tomado la primera curva del circuito de Melbourne a demasiada velocidad, y cuando las ruedas resbalaron sobre el agua de la pista, salió disparado y se estrelló contra un muro hecho de neumáticos apilados que proporcionaba protección no solo a los coches y a los conductores, sino también a los espectadores que se congregaban tras el guardarraíl.
Como una piedra lanzada desde un tirachinas, salió disparado de los neumáticos. No supo qué pasó después, pero a juzgar por el fuerte impacto que le hizo dar vueltas sin control, dio por hecho que otro coche se había estrellado contra él.
Mientras volaba por los aires a un metro por encima del suelo, el tiempo pareció detenerse mientras algunas imágenes del pasado atravesaban su mente.
Anticipándose al colosal impacto, Alex se maldijo a sí mismo por ser un estúpido. Llevaba tres temporadas siendo el número uno mundial, algunos decían que era el mejor de la historia y, sin embargo, había roto la regla de oro de los pilotos. Había dejado que se le escapara la concentración. Había permitido que la angustia le nublara el sentido y estropeara su actuación. La noticia que había recibido una hora antes de subirse a la cabina del coche lo había alterado.
¿Jacob había vuelto después de casi veinte años?
Alex entendió entonces por qué su hermana gemela había insistido en ponerse de acuerdo con él desde hacia varias semanas. Se había quedado impresionado al recibir su primer correo electrónico y había evitado contestar los mensajes de Annabelle precisamente por esa razón. No podía permitir que aquello lo distrajera.
Alex dejó escapar un suspiro y dejó a un lado aquellos pensamientos. No podía permitirse ninguna distracción, eso era todo.
Con la sangre agolpándosele en los oídos, apretó los dientes y se agarró al volante mientras aquel misil de cuatrocientos veinte kilos atravesaba el muro de neumáticos. Un instante más tarde, se detuvo en seco y una oscuridad negra como el Apocalipsis lo envolvió. La fuerza del impacto exigía que fuera catapultado hacia delante, pero los arneses del cuerpo y del casco lo mantuvieron sujeto en el interior.
Impulsado hacia delante, Alex sintió que el hombro derecho le hacía clic y sangraba, provocándole un dolor que sabía que iría a más. También sabía que tenía que salir rápidamente de allí. Los depósitos de combustible no solían romperse y los trajes ignífugos eran un invento maravilloso. Pero nada podría evitar que un hombre se quemara vivo si el coche ardía en llamas.
Atrapado bajo el peso de las ruedas, Alex luchó contra el incontrolable deseo de tratar de abrirse camino a través del neumático para salir de allí. Los pilotos desorientados solían colocarse en el camino de los coches. Aunque lograra conseguir salir de allí con sus propias manos, el procedimiento aconsejaba que los equipos de rescate supervisaran a los protagonistas de cualquier accidente.
Sujetándose el brazo herido, Alex soltó la peor palabrota que había soltado en su vida, escudriñó la oscuridad y gimió con disgusto:
–¿Podemos volver a intentarlo? Sé que puedo hacerlo todavía peor si me lo propongo.
Transcurrieron unos claustrofóbicos segundos. Alex apretó los dientes y se concentró en el sonido de los coches que pasaban a toda velocidad para no pensar en el creciente dolor del hombro. Luego escuchó un tipo de motor diferente, el de los vehículos sanitarios. Rodeado del olor a gases, neumático y su propio sudor, Alex dejó escapar un suspiro estremecido. Las carreras era un deporte peligroso. Pero los grandes riesgos asociados a las altas velocidades también le provocaban una gran emoción, y era la única vida que quería vivir. Competir no solo le proporcionaba un gran placer, sino también una maravillosa vía de escape. Dios sabía que había mucho de lo que escapar tras haber crecido en la mansión Wolfe.
Los gritos de los técnicos de pista llegaron hasta él y volvió al presente mientras una grúa se ponía en funcionamiento. Apartó varias pilas de neumáticos y en seguida entraron los rayos de luz.
Un técnico de pista vestido con un mono naranja brillante asomó la cabeza.
–¿Estás bien?
–Sobreviviré.
El técnico ya había quitado el volante y estaba comprobando el estado de la cabina de seguridad del coche.
–Te sacaremos en un minuto. Habrá más carreras, hijo.
Alex apretó las mandíbulas. Por supuesto que las habría.
Pronto hubo unas manos seguras ayudándole a salir que se ocuparon de la herida. Soportando un gran dolor, Alex emergió entre los restos del accidente consciente de los aplausos de los aficionados. Sacó el brazo derecho para saludar antes de que lo tumbaran sobre la camilla.
Unos minutos más tarde, en el interior de la carpa médica y ya sin el casco y el traje, Alex descansaba sobre la camilla. Morrissey, el médico del equipo, le examinó el hombro, aplicó presión fría y luego buscó señales de conmoción y de otras lesiones. Morrissey le estaba administrando algo para el dolor y la inflamación cuando apareció el dueño de la escudería, Jerry Squires.
Hijo de un naviero británico, Jerry había perdido un ojo de niño y era conocido por el parche negro que llevaba. Aunque era más conocido todavía por su actitud despreocupada. Con su cabello gris plateado ahora revuelto, Jerry le preguntó al médico con tono grave:
–¿Qué es lo peor?
–Necesitará una revisión médica completa. rayos X y resonancia magnética –respondió Morrissey apuntando algo en un sujetapapeles–. Tiene una luxación en el hombro derecho.
Jerry dejó escapar el aire entre los dientes.
–Es la segunda carrera de la temporada. Al menos todavía tenemos a Anthony.
Al escuchar el nombre del segundo piloto de su escudería, Alex hizo un esfuerzo por incorporarse.
Todavía no estaba fuera de juego.
Pero el dolor del hombro le quemó como el infierno. Empezó a sudar, se apoyó sobre las almohadas y consiguió esbozar su sonrisa más desenfadada, la que solía funcionarle con las mujeres.
–Eh, cálmate, Jerry. Ya has oído al médico. No es nada grave. No hay nada roto.
El médico bajó el sujetapapeles lo suficiente como para que Alex viera cómo movía las cejas en gesto de desaprobación.
–Eso todavía no se sabe.
Jerry apretó las mandíbulas en gesto casi imperceptible.
–Agradezco tu positivismo, campeón, pero no es el momento de ponerse altivo –miró por la ventana y torció el gesto–. Tendríamos que haber salido con neumáticos para lluvia.
Alex se estremeció, y no por el dolor físico. Viéndolo ahora con perspectiva él también habría optado por ese tipo de ruedas, por supuesto. Había expresados sus razones al equipo antes, cuando sus rivales las estaban cambiando. Y se las reiteró al hombre que pagaba muchos millones por tenerlo como primer piloto de su escudería.
–La lluvia hacía cesado diez minutos antes de que empezara la carrera –dijo Alex–. La pista se estaba secando. Si hubiera logrado superar las primeras vueltas iría en cabeza mientras todos los demás se quedaban atrapados en los charcos.
Jerry volvió a gruñir. No parecía muy convencido.
–Necesitabas tracción extra para ese tramo. Lo cierto es que te equivocaste.
Alex contuvo el deseo natural de discutir. No se había equivocado… pero había cometido un error fatal. No tenía la cabeza puesta al cien por cien en el trabajo. Si la hubiera tenido, habría vencido aquella curva y habría ganado la carrera. Qué diablos, todo el mundo podía conducir en seco. Cuando se conducía con agua era cuando brillaban la habilidad, la experiencia y el instinto del piloto. Y donde Alex Wolfe solía triunfar. Había trabajado muy duro para llegar hasta donde estaba. En lo más alto. Muy lejos de la posición que ocupó en el pasado, la de un joven conflictivo ansioso por salir huyendo de la aterradora mansión inglesa que todavía se erguía en Buckinghamshire.
Pero ya había dejado atrás aquellos recuerdos. O así era hasta que empezó a recibir los correos electrónicos.
Mientras Jerry, Morrissey y otro puñado más de gente conversaban un poco más lejos sin que él pudiera oírlos, Alex pensó en el mensaje de su hermana. Annabelle le había dicho que el ayuntamiento había declarado la mansión Wolfe como una estructura peligrosa y que Jacob había regresado para devolverles a la casa y a los jardines su antiguo esplendor.
Le vinieron a la mente imágenes de aquellos corredores centenarios y los rancios muebles, y Alex juró que podía oler el bouquet amargo de la bebida favorita de su padre. El velo entre el pasado y el presente se hizo todavía más fino y escuchó los arrebatos alcohólicos de su padre. Sintió el latigazo de aquel cinturón sobre la piel.
Cerró los ojos con fuerza y se sacudió la repulsión. Al ser el mayor, Jacob había heredado aquel mausoleo. Si le hubiera correspondido a él, lo habría demolido gustosamente. También hubo buenos momentos cuando eran niños. Alex no había podido evitar sonreír cuando Annabelle mencionó en su correo que Nathaniel, el más pequeño de la familia, o al menos de los hijos legítimos, iba a casarse. Annabelle, que era una fotógrafa de gran talento desde hacía muchos años, iba a hacer las fotos. Alex había leído las últimas noticias sobre su hermano el actor. Cuando Nathaniel abandonó el escenario la noche de su debut teatral provocó un gran escándalo. Y luego obtuvo el premio al mejor actor en Los Ángeles.
Alex se rascó distraídamente el hombro.
Su hermano pequeño ya había crecido, era un hombre de éxito y al parecer estaba enamorado. Eso le hizo darse cuenta de la cantidad de tiempo que había transcurrido. De lo dispersos que estaban todos. Recordaba a Nathaniel cuando no era más que un niño flaco que buscaba su propia vía de escape haciendo funciones para sus hermanos aunque se arriesgara a recibir una bofetada o dos por parte de su padre.
El sonido de las voces sacó a Alex de sus pensamientos. Parecía que Jerry y Morrissey habían acabado con su cuchicheo y estaban listos para volver con él.
El médico se quitó las gafas y frunció el ceño.
–Voy a inmovilizarte el hombro. Cuanto antes lo curemos, mejor. Y vamos a organizar el transporte para llevarte a Windsor Private para hacerte pruebas. Y cuando tengamos los resultados hablaremos con los especialistas para ver si es necesario operar.
Alex sintió que se le aceleraba el pulso.
–Espera, espera. ¿Cirugía?
–Es más probable que recomienden reposo combinado con un plan de rehabilitación. No es la primera vez que ocurre algo así. Ese hombro va a necesitar tiempo. No te engañes.
–Siempre y cuando pueda estar en la cabina a tiempo para optar al premio de Malasia.
–¿El fin de semana que viene? –Morrissey se dirigió hacia su escritorio–. Lo siento, pero ya puedes ir olvidándote de eso.
Ignorando la nueva punzada de dolor, Alex se apoyó en el codo izquierdo y soltó una risa forzada.
–Creo que yo soy el mejor juez para decidir si puedo conducir o no.
–¿Igual que decidiste qué neumáticos utilizar en la carrera?
Alex miró de reojo a Jerry Squires y se tragó la respuesta. No serviría de nada dar rienda suelta a su frustración cuando el único culpable era él. Así que tenía que agachar la cabeza y tragar, aunque solo por un corto periodo de tiempo y bajo sus condiciones. Porque una cosa estaba clara: si tenía que perderse la siguiente carrera, estaría en Shangai para la cuarta ronda aunque le costara la vida.
Primero tenía que quitarse a la prensa de encima. Tras un accidente tan espectacular surgirían preguntas sobre sus heridas y sobre cómo podían influir en su carrera. Los chacales de los fotógrafos irían tras él tratando de conseguir la foto de la temporada, el gran Alex Wolfe retorciéndose de dolor y con el brazo inútil en cabestrillo. Que lo asparan si permitía que los paparazzi lo pintaran como a un inválido digno de compasión.
La intimidad era por tanto una prioridad. La recuperación se llevaría a cabo en su residencia de Sidney. Buscaría una profesional que comprendiera y valorara el código bajo el que se regían los deportistas de élite. Alguien que fuera excepcional en su trabajo y que al mismo tiempo apreciara una sonrisa coqueta o una invitación a cenar. A cambio ella le proporcionaría los cuidados médicos necesarios para colocarlo detrás del volante a tiempo para la clasificación de la cuarta ronda.
Cuando el calmante empezó a hacerle efecto y el dolor insoportable del hombro se convirtió en una molestia, Alex cerró los ojos y se reclinó contra la camilla.
Cuando le encabestraran el hombro y le hicieran las pruebas iniciales, pondría a su asistente, Eli Steele, con el caso. Necesitaba encontrar a la fisioterapeuta adecuada para el trabajo. Y necesitaba encontrarla pronto. Ya había perdido demasiadas cosas en su vida.
Que Dios lo ayudara, pero no iba a perder también esta.
Mientras atravesaba en coche el camino flanqueado de árboles que conducía a una de las casas más impresionantes que había visto en su vida, Libby Henderson sopló para apartarse el largo flequillo de la frente y volvió a repetirse una vez más que era capaz de hacer aquello y que no había razón para estar nerviosa.
Recordó con una punzada en el estómago que no mucho tiempo atrás era una mujer con mucha confianza en sí misma. Nada la asustaba, nada la detenía. Esa seguridad la había llevado a unas alturas mareantes, a un lugar donde se sentía segura, viva y admirada. Dos veces campeona del mundo de surf. Había momentos en los que todavía no se creía que aquel fabuloso ascenso hubiera acabado como lo hizo.
Desde muy pequeña se había sentido atraída por el surf. Sus padres siempre se referían a ella como a su «pequeña sirena». Al principio entrenaba cada minuto que tenía libre nadando, montando en kayak o perfeccionando sus habilidades sobre la tabla. Nada le gustaba más que las endorfinas que experimentaba al ir más allá de sus límites.
Convertirse en campeona del mundo había sido la guinda. Patrocinadores fabulosos, reportajes en las revistas, la posibilidad de entrenar a gente joven…, hasta donde llegaba la vista, el horizonte brillaba con increíbles posibilidades. El accidente lo había cambiado todo.
Pero por suerte había vida cuando una dejaba de ser una deportista de élite famosa, aunque fuera una vida diferente. Tras superar la peor parte del accidente, se centró completamente en los estudios que había dejado anteriormente de lado y había conseguido el título de fisioterapeuta en la Universidad Bond de Sidney. Estaba muy agradecida de que su duro trabajo estuviera dando resultados, mejores de los que podía haber soñado.
Cuando llegó al final del camino, Libby recordó la inesperada llamada que había recibido aquella mañana. Nada menos que Alex Wolfe, el campeón del mundo de carreras, requería sus servicios tras sufrir un accidente el fin de semana. El asistente del señor Wolfe, un hombre llamado Eli Steele que parecía muy profesional, le había dicho que Wolfe y él habían barajado muchos especialistas de su profesión y habían decidido que sus credenciales eran las más aptas para la dolencia del hombro que padecía el piloto. Libby no había podido evitar preguntarse a qué credenciales se referiría Eli.
Ella trabajaba casi exclusivamente con deportistas lesionados, pero nunca había tratado a nadie de tanto renombre. Tal vez Alex Wolfe o su asistente estaban al tanto de su antigua vida, pensó Libby apagando el motor. ¿Habrían indagado lo suficiente como para averiguar cómo había terminado el último capítulo de aquella parte de su vida?
Abrió la puerta del coche y sacó las piernas.
Se puso de pie y observó la ultramoderna y magnífica casa y los impecables jardines que la rodeaban. La mansión de dos plantas de Rose Bay ocupaba casi una manzana. Libby imaginó que tendría muchas habitaciones, cada una de ellas con su propio cuarto de baño con spa. Una piscina interior proporcionaría deliciosos baños durante el invierno, mientras que una piscina olímpica exterior, y tal vez una pequeña playa artificial, aliviarían los rigores del verano de Sidney.
Estirando la chaqueta de su traje pantalón, de color beis y ribeteado de negro, Libby levantó la cabeza. Vio un enorme patio decorado con jazmines amarillos y arbustos plantados en enormes macetas de terracota. Cerró los ojos, aspiró el dulce aroma de la naturaleza y dejó escapar un suspiro. En su época de deportista había ganado mucho dinero, pero nada comparado con aquella demostración de riqueza. Por supuesto, los lucrativos beneficios de la línea de colonias, ropa y videojuegos de la marca Alex Wolfe contribuirían a su fortuna. Encanto, dinero y aspecto de estrella de cine. Alex Wolfe lo tenía todo.
Una voz muy sexy con marcado acento británico le atravesó el pensamiento.
–Estoy de acuerdo. Hace un día maravilloso. Tal vez deberíamos charlar aquí fuera.
Un calor agradable le nació en el vientre y se le expandió por todo el cuerpo en el momento en que abrió los ojos de golpe. Delante de ella, en aquel patio delantero tan grande, había un hombre. Y qué hombre.
Alex Wolfe.
Transcurrió una eternidad hasta que su impactado cerebro reaccionó. Lo cierto era que nunca había experimentado una visión como la que tenía delante. El hombre tenía una media sonrisa pícara. Llevaba el cabello rubio revuelto con estilo, y tenía los hombros anchos y viriles.
Y esos hombros, se recordó Libby conteniendo un gemido, eran la única razón por la que ella estaba allí.
Deteniéndose lo suficiente para pensar en qué pie debía mover primero, Libby compuso una sonrisa profesional y se acercó a su nuevo cliente. Entonces se dio cuenta de que llevaba el brazo en cabestrillo.
–Creo que me está esperando. Soy Libby Henderson. Estaba admirando su casa y los jardines.
Alex observó el enorme terreno y asintió mientras una suave brisa le levantaba el cabello rubio oscuro de la frente.
–Siempre disfruto cuando estoy en Australia –aseguró–. El tiempo es maravilloso –sus preciosos ojos grises se clavaron en los de ella e inclinó la cabeza–. Le estrecharía la mano, pero…
–Tiene problemas en el hombro derecho.
–No es nada importante –dijo echándose a un lado para dejarla pasar.
Libby entró en el vestíbulo, que era del mismo tamaño que su apartamento, y pensó en el último comentario que había hecho. Si la lesión del señor Wolfe había llevado hasta el hospital y exigía un tratamiento intensivo posterior, estaba claro que sí era importante. Su trabajo era asegurarse de devolverle todo el abanico de movimientos y la fuerza, y eso era exactamente lo que pensaba hacer. Los hombres como Alex Wolfe tenían prisa por volver a la normalidad. Eso lo entendía. Desgraciadamente, a veces no era posible.
Haciendo un esfuerzo por no quedarse embobada mirando la escalinata y los suelos de mármol pulido, Libby se giró hacia su anfitrión cuando este cerró la puerta de casi cuatro metros de altura. Contuvo una sonrisa. Debía ser el día libre del mayordomo.
–¿Quiere tomar algo, señorita Henderson? –preguntó él mientras la guiaba a través del espacioso vestíbulo blanco.
–No, muchas gracias –respondió Libby incapaz de apartar la vista del fluido movimiento de sus pantalones negros.
¿Captaría alguna peculiaridad en su modo de andar si fuera al contrario, si ella estuviera delante y él detrás? Aunque sin duda, un hombre que salía con supermodelos y con al menos una princesa europea no se fijaría en ella.
–Hablaremos en la terraza interior –deteniéndose frente a unas puertas dobles, abrió una de ellas para que Libby entrara.
Cuando la hubo cerrado, el señor Wolfe se dirigió a un grupo de sofás de piel blanca. Al otro lado de los ventanales en forma de arco estaba la magnífica piscina que ella había imaginado y también un sofisticado spa. La caseta de la piscina, que imitaba el diseño de la casa principal, parecía lo suficientemente grande para acomodar a una familia de cuatro miembros. Detrás del área de la piscina había una enorme construcción que debía ser el garaje. Todo el mundo sabía que a Alex le gustaban los coches.
–Por favor, póngase cómoda –le señaló el sofá más cercano.
Libby se apoyó contra los cojines y juntó los pies. En lugar de colocarse en el sofá de enfrente, Alex Wolfe se sentó a su lado. Libby se sonrojó. El magnetismo de aquel hombre era algo tangible. Su proximidad no podía considerarse inapropiada, estaban separados por al menos un brazo de distancia. Pero ella notaba su tirón.
Libby se apartó unos centímetros. Por su parte, Alex estiró las piernas y cruzó los tobillos. Tenía los pies grandes y llevaba zapatos italianos.
–Y dígame, señorita Henderson, ¿qué me puede contar?
–He estudiado los resonancias magnéticas –deslizó la mirada hacia el brazo en cabestrillo–. Y también el informe del cirujano en el que se señalaban los detalles de la lesión. Parece que su hombro no sufrió una dislocación completa, sino más bien una luxación. ¿Sabe lo que significa eso?
–Que no se me reventó el hombro completamente.
Libby asintió.
–Para entendernos, sí, eso precisamente.