Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Kelly Stanley. Todos los derechos reservados.
ESPOSA POR UNA SEMANA, Nº 7 - Junio 2012
Título original: Wife for a Week
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-0152-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversion ebook: MT Color & Diseño
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Hallie Bennett llevaba vendiendo zapatos exactamente un mes. Un largo y adormecedor mes trabajando ella sola en la exclusiva zapatería del elegante barrio londinense de Chelsea; y estaba segura de que no duraría otro más. En el almacén había clasificado todos los pares de zapatos por diseñador, después por modelo y finalmente por número. En la tienda había colocado el stock por color, y dentro de los colores por uso. Había limpiado el polvo y pasado la aspiradora. Todavía no había entrado ningún cliente, pero todavía no era ni mediodía.
Hallie tomó el zapato que tenía más cerca, una bonita sandalia con dibujo de piel de leopardo y tacón de ónice, y trató de imaginar cómo era posible que alguien pudiera pagar trescientos setenta y cinco libras por un par de zapatos de esos. Dejó que el zapato colgara de las puntas de sus dedos y lo giró hacia un lado y hacia el otro antes de balancearlo finalmente en la palma de la mano.
–¿Así que qué te parece, zapato? ¿Vamos a embutir un bonito ejemplar del número seis como tú en un pie del número ocho?
El zapato asintió con una breve sacudida.
–Yo también lo creo, ¿pero qué puedo hacer? Jamás me escuchan. Estas mujeres no se dejarían sorprender ni muertas con un zapato del número ocho. Claro que, si fueran hombres, sería distinto. Cuando se trata de hombres, cuanto más grande, mejor.
En ese momento se abrió la puerta de la tienda, sonó la campanilla, y Hallie dejó apresuradamente el zapato en su base y se dio la vuelta.
–¡Querida, qué tienda más tremendamente desalentadora! Te lo juro, hasta que te he visto hablar con ese zapato no me he atrevido a entrar.
La mujer que había hablado era una mera contradicción. Su ropa era sensual y elegante, y su figura un triunfo sobre la naturaleza, teniendo en cuenta que estaba más cerca de lo sesenta que de los cincuenta. Pero no se había estirado la cara, tenía el cabello canoso y su «querida» había sido cálido y genuino.
–Pase –le dijo Hallie con una sonrisa–. Eche un vistazo. Le aseguro que nunca contestan.
–¡Oh, es usted australiana! –dijo la mujer, claramente encantada con la idea–. Me encanta el acento australiano. Tiene unos sonidos vocales maravillosos.
Hallie sonrió de oreja a oreja. Entonces miró al hombre que acompañaba a la mujer y que entró en la tienda detrás de ella. Y sin poderlo remediar lo miró fijamente; no hubiera podido hacerlo de otro modo.
Como accesorio de moda para mujer, era espectacular. Un tentador juguete de cabello y ojos negros, que no tendría reparo en advertirle a cualquiera para que no se molestara en jugar con él si no aceptaba sus reglas. Era como un bolso de Hermès: las mujeres lo veían y lo deseaban, aunque también supieran que iban a pagar una cantidad astronómica por ello.
Entonces el hombre habló.
–Necesita un par de zapatos –dijo con su voz profunda de barítono; una voz muy sexy–. Algo más apropiado para una mujer de su edad.
–Es nuevo en esto, ¿verdad? –murmuró Hallie entre dientes antes de darse la vuelta para mirar los zapatos que llevaba la mujer: un estiloso modelo de Ferragamo con un tacón de ocho centímetros.
Eran el número adecuado para los bonitos y cuidados pies de la señora, que llevaba las uñas pintadas de un rojo vivo.
–Esos zapatos no tienen nada de malo –dijo Hallie con reverencia–. ¡Son preciosos!
–Gracias, querida –dijo la mujer–. No entiendo por qué cuando una mujer cumple los cincuenta, cierta persona a la que ha parido empieza a pensar que debería usar zapatos ortopédicos.
La mujer pareció envejecer de pronto diez años: las arrugas marcaban su rostro, y las lágrimas que estaba a punto de derramar aclaraban unos que en su día habrían sido de un intenso color azul.
–¡A tu padre le habrían encantado estos zapatos!
Todo empezaba a tener cada vez más sentido. Aquel hombre de mirada añil era el hijo de esa mujer... Y en ese momento estaba sin duda en un aprieto.
–Bien –dijo Hallie en tono alegre–. Estaré detrás del mostrador si me necesitan.
Él se adelantó con rapidez para bloquearle el paso.
–Ni se le ocurra dejarme solo con esta mujer. Dele algunos zapatos para que se los pruebe. ¡Cualquier cosa! –escogió la sandalia que Hallie había tenido en la mano un rato antes–. ¡Estos mismos!
–Una elección excelente –comentó Hallie mientras lo retiraba con destreza de su base–. Y una ganga a sólo trescientos setenta y cinco libras. ¿Querría su madre dos pares?
Él entrecerró los ojos, y Hallie le sonrió.
–Si por lo menos tuviera alguna ilusión –la mujer se dejó caer sobre un sofá de cuero negro y suspiró de manera teatral–. Por ejemplo, nietos. Necesito nietos.
–Todo el mundo necesita algo –dijo su hijo, que en lugar de mirar a su madre la miró a ella–. ¿Por ejemplo, qué necesita usted?
–Otro empleo –dijo Hallie mientras se arrodillaba para ponerle la sandalia–. Éste me está volviendo loca –se sentó de cuclillas y miró las sandalias con detenimiento–. Le quedan perfectas
–¿Verdad que sí?
–¿Qué le parece viajar? –le preguntó él mientras su madre se miraba la sandalia en el espejo.
–Mi apodo es «la viajera».
–¿Y su nombre de pila?
–Hallie. Hallie Bennett.
–Yo soy Nicholas Cooper –señaló a la mujer–. Y ella es Clea, mi madre.
–Encantada de conocerte –dijo Clea, que le dio un apretón de manos afectuoso y firme–. ¡Nicky, mira qué rica es! ¡Es perfecta! Necesitas una esposa; eso mismo me dijiste esta mañana. Creo que acabo de encontrarte una.
–¿Esposa? –repitió Hallie con extrañeza.
¿Esposa? Así aprendería a no darle la mano a los desconocidos. Nicholas Cooper esbozó una sonrisa pausada. Su madre lo miraba con gesto esperanzado. Y Hallie los miraba como si estuvieran los dos locos.
–Está forrado –dijo Clea en tono esperanzado.
–Bueno, sí –dijo Hallie, que se había dado cuenta de ese detalle por su forma de vestir–. ¿Pero es creativo?
–Deberías ver lo que le devuelve Hacienda.
–No sé, Clea. Creo que prefiero a los hombres que no sean tan...
¿Tan qué? Le echó otra mirada disimulada a Nicholas Cooper. ¿Tan atractivos? ¿Tan salvajes?
–Tan morenos –dijo por fin–. Me gustan más los rubios.
–Bueno, él no es rubio –concedió Clea–, pero mira qué pies tiene.
Los tres miraron los pies de Nicholas. Llevaba unos zapatos de cordones italianos del número doce, anchos.
–Pero siendo su madre no puedo dejar que te cases con él a no ser que seáis compatibles; así que tal vez deberías besarlo para averiguarlo.
–¿Qué? ¿Ahora? Ay, Clea, no creo que...
–No discutas con tu futura suegra, querida. No está bien.
–No, de verdad, no puedo. No es que Nicky no tenga muchas cosas a su favor...
–Gracias –dijo él en tono seco–. Puedes llamarme Nick.
–Porque está claro que las tiene –añadió ella–. Sólo es que, bueno...
Sí. Eso valdría. No era precisamente la verdad, pero uno podía decir una mentirijilla en una situación como aquélla, ¿no?
–No sería muy buena esposa en este momento. Tengo el corazón roto.
–Oh, Hallie, cuánto lo siento –dijo Clea en tono callado–. ¿Qué pasó?
–Fue horrible –dijo ella–. Intento no pensar en ello.
Clea la miró con expectación.
Estaba claro que iba a tener que inventarse algo. Hallie se inclinó hacia delante y trató de mostrarse pesarosa.
–¡En secreto estaba enamorado de su entrenador de fútbol desde que él y yo empezamos a salir juntos!
–¡Qué canalla! –exclamó Clea en tono bajo.
–¿Y era rubio? –le preguntó Nick–. Estoy seguro de que era rubio.
Él estaba al lado suyo, muy cerca; y ella estaba allí arrodillada, con la mirada al mismo nivel que su... ¡Caramba!
–¿Estás segura de que no te interesa? –le preguntó Clea.
Hallie asintió vigorosamente y bajó la vista hacia la alfombra; pero lo primero que vio fueron unos pies. Unos pies grandes.
–Es este trabajo –se dijo ella entre dientes–. Seguramente calce un número ocho y esos zapatos le quedan enormes.
Sin pensarlo siquiera, llevó la mano directamente al zapato, que tocó con habilidad para comprobar que lo rellenaba de ancho. Entonces apretó con el pulgar y notó que los dedos de los pies le pegaban con el zapato.
–Caramba –dijo sin aliento–. ¡Te quedan apretados!
–Siempre –respondió él, mirándola como si le hiciera gracia–. Pero ya estoy acostumbrado.
Hallie sonrió débilmente. Se puso de pie con cabeza gacha, pues se daba cuenta de que se estaba sonrojando. Eran sus ojos, su voz, seguramente sus pies. Cualquiera de esas tres cosas era una tentación garantizada. ¿Pero y las tres a la vez? Cómo no iba a ponerse colorada.
–Lo que quería decir mi madre es que necesito a una persona que se haga pasar por mi esposa durante una semana. La que viene, para ser más precisos. En Hong Kong. Cobrarías por ello, por supuesto. ¿Digamos, cinco mil libras para la semana, con todos los gastos pagados?
–¿Cinco mil libras? ¿Por trabajar durante una semana? –tenía que haber truco–. ¿Y qué tendría que hacer exactamente?
–Compartir una habitación conmigo, no la cama, lo cual es afortunado, teniendo en cuenta que tienes el corazón roto.
¿Se estaría riendo de ella?
–¿Qué más tendría que hacer?
–Socializar con mis clientes; comportarte como si fueras mi esposa.
–¿Podrías ser un poquito más específico?
–No. Sólo debes hacer lo que sea que hagan las esposas. Nunca he tenido una esposa, y por eso no lo sé tampoco.
–Yo tampoco he sido nunca esposa de nadie, de modo que no sabría hacerlo.
–Perfecto –dijo Clea con los ojos brillantes–. Ya os estoy viendo. Por supuesto, si el beso no es convincente, no funcionará.
–Nada de besos –dijo Hallie–. Tengo el corazón partido, ¿o lo habéis olvidado ya?
–Tiene que haber besos –respondió él–. Es parte de la descripción del trabajo. ¿Y quién sabe? Tal vez incluso te guste –añadió él en tono ligeramente desafiante, y con expresión de humor.
–Besarnos te costará más –lo informó ella con altivez.
¿Qué tenía que perder? Ésa no era exactamente la conversación más sana que había llevado a cabo en su vida, para empezar.
–¿Cuánto más tengo que añadir?
Hallie hizo una pausa. Necesitaba diez mil libras para conseguir su diploma de Sotheby’s en Arte Asiático. Tenía cinco mil ahorrados.
–Creo que otros cinco mil me convencerían.
–¿Cinco mil libras por unos cuantos besos? –dijo él en tono de incredulidad, pero sin perder la sonrisa.
–Beso muy bien.
–Creo que voy a necesitar una demostración –dijo Nicholas.
Menuda metedura de pata. Iba a tener que besarlo. Afortunadamente, el sentido común entró en acción, y le pidió que lo hiciera breve y que no pusiera demasiado entusiasmo. En un paso se plantó a una distancia adecuada para besar. Se puso de puntillas y le plantó las manos en el pecho. Llevaba una camisa suave, y el calor de su cuerpo traspasaba la tela, bajo la que palpó los músculos fuertes y duros.
Pero prefirió ignorarlo. Hallie aspiró hondo y se acercó a él para besarse. Él tenía los labios templados y agradables; y se dijo que su sabor era uno al que bien podría acostumbrarse. Pero no quiso regodearse en modo alguno.
–Bueno, eso ha sido de lo más superficial –dijo él cuando ella se retiró.
–Lo mejor que puedo, dadas las circunstancias –dijo Hallie con una sonrisa de suficiencia–. Lo siento, no hay chispa.
–No estoy seguro de poder justificar el pago de cinco mil libras si no hay chispa –dijo él torciendo el gesto–. Creo que es imprescindible que haya chispa.
–La chispa no es parte de la negociación –dijo ella con dulzura–. La chispa es un extra. O eso o nada.
–Ah –había un brillo en sus ojos que lo hizo sospechar–. Date la vuelta, madre.
Y sin esperar a ver si su madre hacía lo que le pedía, Nicholas Cooper enterró sus manos entre sus cabellos y acercó sus labios a los de ella.
Hallie no tuvo tiempo de protestar ni de prepararse para aquella invasión; y él le deslizó la lengua entre los labios y la besó de un modo que no tenía nada que ver con lo superficial. Desde luego había química para dar y tomar, pensaba ella con aturdimiento mientras él continuaba besándola con sus labios calientes y hábiles. Ella separó los labios y saboreó su pasión, mientras se decía para sus adentros que era sin duda más intensa de lo que había experimentado jamás. Se venció sobre él al tiempo que le deslizaba la mano por el hombro y continuaba hasta el cuello, mientras él ladeaba la cabeza para besarla mejor, para saborearla con su lengua que unió a la suya en delicado duelo.
Si eso era besar, pensaba con un incoherente gemido, entonces no la habían besado antes de verdad. Y si Nick Cooper besaba así, no podía ni imaginar cómo haría el amor.
Sonrió de medio lado cuando finalmente se apartó de ella, y le retiró el cabello de la cara con gesto amable.
–Bueno, eso ha estado mucho mejor –dijo él con voz deliciosamente sensual.
Ella, por su parte, estuvo a punto de derretirse en un charco a sus pies del número doce.
–Nos llevaremos los zapatos.
Por supuesto. Los zapatos. Guardó las sandalias en una caja con manos temblorosas, pasó la tarjeta de crédito de Nick por la máquina, buscó un bolígrafo y se lo pasó para que firmara en el recibo antes de aventurarse a mirarlo de nuevo. Tenía las manos tan grandes como los pies, y el pelo revuelto donde ella lo había acariciado.
¿Qué supondría fingir ser la esposa de ese hombre durante una semana? Una locura, por no mencionar un riesgo para su saludable apetencia sexual. ¿Y si de verdad era tan bueno como implicaba el beso que le había dado? ¿Y si acababan... haciéndolo? ¿No le dejaría el listón muy alto para futuros candidatos?
No. Demasiado arriesgado. Además, tendría que estar loca si aceptaba marcharse a Hong Kong una semana con un tipo al que no conocía de nada. ¿Y si se dedicaba a la trata de blancas? ¿Y si de pronto la dejaba allí?
¿Y si era perfecto?
Él ya estaba de camino a la puerta; antes de que ella abriera la boca.
–¿Entonces me vas a decir algo sobre el asunto de la esposa?
A las cinco y media de la tarde, Hallie hizo caja. No era difícil. Sólo había hecho tres ventas, incluidos los zapatos que Nicholas Cooper le había comprado a su madre. Después cerró la entrada de la tienda, le dio la vuelta al elegante cartel para señalar que estaba cerrada, y cuando estaba a punto de conectar la alarma un mensajero llamó con los nudillos al cristal del escaparate con un paquete plano y rectangular que levantó para que ella lo viera.
Zapatos no, pensaba Hallie. Los zapatos no llegaban por mensajero en paquetes planos y rectangulares. Pero las credenciales del mensajero parecían reales, la dirección del paquete era la de la tienda y el nombre escrito en el papel era el suyo; de modo que abrió la puerta con pocas ganas, firmó el recibo del paquete y cerró la puerta antes de abrirlo.
Era un paquete envuelto en papel de estraza y atado con un cordel. Hallie cortó el cordel y sacó una delgada guía de viaje de la ciudad de Hong Kong y la tarjeta de visita de Nicholas Cooper del envoltorio. La tarjeta decía que era programador de videojuegos. Bueno saberlo. Volvió la tarjeta y descubrió un mensaje en la parte de atrás: Marco’s en Kings Road, rezaba el mensaje manuscrito en letras de imprenta. Esta tarde a las siete.
Presuntuoso, sí, desde luego que era. Su beso también había sido presuntuoso.
Por no mencionar insidiosamente incómodo. ¿Y qué tenía de malo si Marco’s era uno de los mejores restaurantes de marisco de aquel lado del paraíso? Ninguna mujer sensata tendría en cuenta su proposición; puesto que fingir ser la esposa de alguien durante una semana resultaba ridículo, incluso para ella.
Y sin embargo...
Hallie abrió la guía de viaje y empezó a pasar las páginas. Hong Kong: puerta del Oriente, dinero y superstición, calor y un millón de tiendas de fotografía. Cientos de millones de luces de neón.
Una mezcolanza encantadora donde el este se encuentra con el oeste, decía la guía de viaje.
«A medio mundo de aquella zapatería», le susurraba una voz en su interior. Diez mil libras.
Sí, había unas cuantas desventajas.
Mentiras. Engaños. Los besos de Nicholas Cooper. Hallie se retiró el pelo de la cara detrás de la oreja y cerró el libro de un golpe.
Grandes desventajas.
Y sin embargo...
Veinte minutos después, Hallie cruzaba la entrada del apartamento de su hermano en Chelsea y dejaba el bolso en la cómoda. La razón por la cual Tris había comprado aquel apartamento de dos dormitorios cuando él jamás permanecía en un lugar más de un año era un auténtico misterio; pero ella agradecía sin duda el poder utilizarlo. Jamás lograría ahorrar el dinero suficiente para terminar su diploma si tenía que pagar el alquiler. Al menos no con su salario.
«Diez mil libras», le susurraba la voz en su interior mientras se quitaba los zapatos y caminaba por el pasillo.
No.
«Entonces la cena en Marco’s. No es más que una cena».
No era cierto. Si iba a cenar y le preguntaba por qué necesitaba una esposa durante una semana, eso era más que ir a cenar. Y de ahí a lo que fuera, un paso. En un abrir y cerrar de ojos, se vería con él en Hong Kong.
«Y bien?».
Oh, Dios. Hallie se tropezó con la alfombrilla que recorría todo el largo del pasillo y se preguntó qué tendría Nicholas Cooper que la aturdía de ese modo.
Nicholas tenía una sonrisa pícara. De eso no había ninguna duda. Y su oferta resultaba definitivamente intrigante.
Sonrió con pesar. Lo mejor era no pensar en sus besos.
A las siete menos diez de la tarde, Hallie había terminado de discutir consigo misma y estaba en el baño maquillándose apresuradamente, cuando de pronto oyó que la puerta del apartamento se abrió y se cerró al instante, seguida del sonido de las largas pisadas de un hombre por el pasillo. Momentos después, Tris aparecía a la puerta: una sombra vaga en la periferia de su visión.
–Has vuelto –dijo ella sin dejar de maquillarse las pestañas–. No te esperaba hasta mañana.
–Cambio de planes –dijo él–. ¿Vas a algún sitio?
–A cenar a Marco’s en Kings Road.
–Qué elegante.
¿Sería su imaginación o estaba Tris más preocupado que nunca?
–¿Con quién?
Ah. Eso ya era otra cosa.
–Con Nick.
–¿Nick?
–Nos conocimos hoy, en la tienda.
–¿Usa zapatos de señora? ¿Y eso te resulta agradable?
–Fue con su madre. Le compró un par de zapatos.
–Echa a correr –dijo Tris–. Echa a correr rápidamente.
–No. Me he decidido. Voy a cenar con él –terminó de aplicarse la máscara de pestañas y buscó un lápiz de ojos gris oscuro.
–Y... ¿tiene apellido este Nick?
–Pues claro que lo tiene, pero si te lo digo te vas a poner a investigarlo en el trabajo y vendrás a casa y me dirás qué pasta de dientes usa. ¿Qué tiene eso de gracioso? Además, no es una cita propiamente dicha. Es más bien una cita de negocios.
–¿Qué clase de negocios?
–Todavía no estoy segura –dijo, pensando que no había necesidad de aburrirlo con detalles–. Algo que implica viajar.
Tris suspiró largamente.
–Y lo has creído.
Había llegado el momento de cambiar de tema.
–Hay un poco de lasaña de ayer en el frigorífico –dijo ella mientras guardaba la barra de labios en su bolso de mano y se volvía para salir del baño–. ¡Caramba! –se paró en seco al fijarse bien en su hermano.
Su pelo negro y largo estaba muy sucio, la mano izquierda la llevaba vendada de mala manera y parecía como si lo hubieran arrastrado por una alcantarilla con la ropa puesta. Pero fueron sus ojos lo que más la molestaron. Porque estaban llenos de frustración y de dolor.
–Qué mal aspecto tienes, Tris.
–Estoy bien.
–Mentiroso –detestaba verlo sufrir–. ¿Quieres que me quede?
–¿Cómo? ¿Vas a cancelar una cena gratis en Marco’s y a quedarte aquí para pelearte conmigo por ese pedazo de lasaña? –Tris esbozó una sonrisa leve–. Conmovedor, pero estúpido.
–No quiero hablar de ello, Hal.
–El trabajo salió mal, ¿verdad?
Hallie suspiró. Él jamás hablaba de su trabajo para la Interpol. Jamás.
–Vete –su hermano le hizo un gesto con la mano–. Voy a darme una ducha y a asearme un poco. No puedes hacer nada. Ve a la cena. Y pásatelo bien.
Sin más, su hermano cerró la puerta del baño.
–Y no digas ni pío.
Nicholas Cooper siempre le concedía a una mujer quince minutos de cortesía. Si pasaba más tiempo sentía la inclinación de marcharse o de empezar sin ella. Lo cierto era que a las mujeres les gustaba hacer esperar a los hombres. Lo hacían adrede para darle más emoción al asunto y hacer que un hombre vacilara, para conseguir que un hombre deseara más. Todo ello era parte del juego, pero el juego era la especialidad de Nick. Para cada ataque, había un contraataque, por muy bueno que fuera su oponente. Y los quince minutos de Hallie Bennett casi habían vencido.