Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Julie Kagawa. Todos los derechos reservados.
LA HIJA DE HIERRO, Nº 11 - octubre 2012
Título original: The Iron Daughter
Publicada originalmente por Harlequin® Teen
Traducido por Victoria Horrillo Ledesma
Editor responsable: Luis Pugni
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-1084-6
Distribuidor para España: SGEL
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Travesía de Invierno
The Iron Daughter
Cumplir una promesa
Entre las sombras de la cueva vi acercarse al Cazador. Su silueta se recortaba, negra, contra la nieve. Avanzaba despacio. Sus ojos eran una llama amarilla en la oscuridad; su aliento se enroscaba alrededor de su cuerpo como un espectro. Una luz azul hielo destellaba en sus dientes húmedos y en su espeso y áspero pelo, más oscuro que la medianoche. Ash se erguía entre el Cazador y yo, con la espada desenvainada, sin apartar los ojos de la enorme criatura que llevaba días siguiendo nuestro rastro y que ahora, por fin, nos había alcanzado.
—Meghan Chase —su voz era un gruñido ronco como el trueno, más primitivo que el más agreste de los bosques. Sus ojos dorados y antiguos estaban fijos en mí—. Por fin te he encontrado.
Me llamo Meghan Chase.
Si algo he aprendido desde que vivo entre duendes son estas tres cosas: a no comer nada que te ofrezcan en el País de las Hadas, a no ir a nadar en pequeños y apacibles estanques y a no hacer nunca, jamás, un pacto con nadie.
Sí, es cierto, a veces no te queda más remedio.
A veces te ves acorralada y tienes que llegar a un acuerdo. Como cuando secuestran a tu hermano pequeño y tienes que convencer a un príncipe de la Corte Tenebrosa de que te ayude a rescatarlo en vez de llevarte a rastras ante su reina. O como cuando estás perdida y tienes que sobornar a un gato parlante y sabelotodo para que te guíe a través del bosque. O como cuando tienes que pasar por cierta puerta, pero el guardián no te deja pasar a menos que le des algo a cambio. A los duendes les encanta hacer pactos y tienes que estar muy, muy atenta a los términos del acuerdo, o puedes meterte en un buen lío. Si acabas haciendo un pacto con un duende, recuerda esto: no hay modo de retractarse sin que las consecuencias sean desastrosas. Y los duendes siempre vienen a reclamar que cumplas tu promesa.
Por eso hace cuarenta y ocho horas me descubrí cruzando el campo de delante de mi casa en plena noche mientras mi casa iba haciéndose más y más pequeña a lo lejos. Si hubiera mirado atrás, tal vez me habrían faltado las fuerzas. En el lindero del bosque me esperaban un príncipe tenebroso y un par de corceles de refulgentes ojos azules.
El príncipe Ash, tercer hijo de la reina de la Corte de Invierno, me miró solemnemente cuando me acerqué. Sus ojos plateados reflejaban la luz de la luna. Alto y pálido, con el cabello negro como el ala de un cuervo y esa inalcanzable elegancia de los duendes, era al mismo tiempo bellísimo y peligroso, y mi corazón latió más deprisa, no sé si de emoción o de miedo. Cuando me adentré entre las sombras de los árboles, Ash me tendió una mano pálida y de largos dedos y yo puse la mía sobre la suya.
Sus dedos se cerraron alrededor de los míos, tiró de mí y posó las manos en mi cintura. Yo apoyé la cabeza sobre su pecho, cerré los ojos y escuché el latido de su corazón mientras aspiraba su olor a escarcha.
—Tienes que hacerlo, ¿no? —susurré, crispando los dedos sobre la tela blanca de su camisa.
Dejó escapar un sonido suave que quizá fuera un suspiro.
—Sí —su voz, grave y honda, fue poco más que un murmullo.
Me eché hacia atrás para mirarlo y me vi reflejada en sus ojos de plata. Cuando lo había conocido, aquellos ojos eran fríos e inexpresivos como la superficie de un espejo. Ash había sido antaño el enemigo. Era el hijo menor de Mab, la reina de Invierno y rival ancestral de mi padre, Oberón, rey de la Corte de Verano. Sí, así es. Soy medio duende (una princesa de las hadas, nada menos) y ni siquiera lo sabía hasta que mi hermano fue secuestrado por los duendes y llevado al Nuncajamás. Cuando me enteré, convencí a mi mejor amigo, Robbie Goodfell (que resultó ser Puck, un sirviente de Oberón), de que me llevara al País de las Hadas a buscar a mi hermano. Pero ser una princesa en el País de las Hadas había resultado ser extremadamente peligroso. Para empezar, la reina de Invierno había enviado a Ash a capturarme con intención de utilizarme como arma contra Oberón.
Fue entonces cuando hice con el príncipe de Invierno un pacto que cambiaría mi vida: si él me ayudaba a rescatar a Ethan, yo iría con él a la Corte de Invierno.
Así que allí estaba. Ethan estaba ya de vuelta en casa, a salvo. Ash había cumplido su parte del trato. Ahora me tocaba a mí cumplir la mía y viajar con él a la corte de la enemiga ancestral de mi padre. Solo había un problema.
Que Verano e Invierno no debían enamorarse.
Me mordí el labio y le sostuve la mirada mientras observaba su expresión. Aunque antes me había parecido sólido como el hielo, su semblante parecía haberse deshelado un poco desde que estábamos juntos en el Nuncajamás. Ahora, al mirarlo, pensé en un lago cristalino: quieto y en calma, pero solo en la superficie.
—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme allí? —pregunté.
Sacudió la cabeza lentamente y sentí su reticencia.
—No lo sé, Meghan. La reina no me cuenta sus planes. No me atreví a preguntar para qué te quería —levantó una mano, tomó un mechón de mi pelo rubio claro y dejó que se deslizara entre sus dedos—. Se suponía que solo tenía que llevarte de vuelta —murmuró, y bajó aún más la voz—. Juré que te llevaría.
Asentí. Cuando un duende promete algo, está obligado a cumplirlo. Por eso es tan peligroso hacer un pacto. Ash no podía romper su promesa aunque quisiera hacerlo.
Yo lo entendía, pero...
—Quiero hacer una cosa antes de que nos vayamos —di-je, y esperé su reacción.
Levantó una ceja, pero por lo demás su semblante no cambió. Yo respiré hondo.
—Quiero ver a Puck.
El príncipe de Invierno suspiró.
—Me lo imaginaba —masculló, soltándome y dando un paso atrás, pensativo—. Y, si te soy sincero, yo también tengo curiosidad. No me gustaría que Goodfellow se muera antes de que hayamos resuelto nuestro duelo. Sería una pena.
Hice una mueca. Puck y Ash eran enemigos desde hacía mucho tiempo y se habían enzarzado en varios duelos salvajes antes de que yo hiciera acto de aparición. Ash había jurado matar a Puck, y a Puck le encantaba provocar al príncipe de hielo cada vez que se le presentaba la ocasión. Si habían accedido a mantener una tregua extremadamente precaria, era porque yo había insistido en que cooperaran. Pero la tregua no duraría por mucho que yo me empeñara.
Uno de los caballos bufó y pateó el suelo, y Ash se volvió para apoyar una mano en su cuello.
—Está bien —dijo sin volverse—. Iremos a ver a Puck. Pero después tengo que llevarte a Tir Na Nog. Se acabaron los retrasos, ¿de acuerdo? La reina se enojará conmigo por tardar tanto.
Asentí.
—Sí. Graci... Digo.... Eres muy amable, Ash.
Sonrió levemente y volvió a ofrecerme su mano, esa vez para ayudarme a subir a la silla. Tomé con cuidado las riendas y sentí envidia cuando Ash montó ágilmente en su caballo, como si lo hubiera hecho mil veces.
—Bueno —dijo con una ligera nota de resignación mientras miraba la luna—. Lo primero es lo primero. Tenemos que encontrar una vereda para ir a Nueva Orleans.
Las veredas son sendas de duendes entre el mundo real y el Nuncajamás, puertas que dan al País de las Hadas. Pueden estar en cualquier parte, en el vano de cualquier puerta: en un viejo retrete, en la entrada de un cementerio, en el armario de un niño. Puedes ir a cualquier parte del mundo si conoces la vereda adecuada, pero pasar por ellas es otro cantar, porque a veces están guardadas por horrendas criaturas que los duendes dejan allí para disuadir a las visitas molestas.
El enorme y ruinoso establo que se alzaba en medio del pantano, tan cubierto de musgo que una deshilachada alfombra verde parecía colgar de su tejado, no tenía guardián. Las setas que crecían en sus paredes formaban cúmulos bulbosos: enormes hongos moteados que, vistos de cerca, servían de cobijo a varias criaturas aladas. Aquellos seres nos miraron parpadeando cuando pasamos. Sus grandes ojos prismáticos asomaron bajo las caperuzas de los hongos. Después, echaron a volar con un revuelo de alas iridiscentes. Me asusté, pero Ash y los caballos no hicieron caso. Pasamos bajo el desvencijado dintel y todo se volvió blanco.
Parpadeé y miré a mi alrededor mientras las cosas iban cobrando de nuevo nitidez.
Estábamos en medio de un bosque gris y fantasmagórico. La bruma se deslizaba a ras de suelo como una cosa viva, enroscándose alrededor de las patas de los caballos. Los árboles eran gigantescos, se alzaban hasta alturas vertiginosas y sus ramas entrelazadas tapaban el cielo. Todo estaba oscuro y desdibujado, como si hubiera perdido su color. Un bosque atrapado en un crepúsculo perpetuo.
—El bosque —mascullé, y me volví hacia Ash—. ¿Qué hacemos aquí? Creía que íbamos a Nueva Orleans.
—Y así es —hizo volver grupas a su caballo para mirarme—. La vereda que necesitamos está a un día de camino, hacia el norte. Es el modo más rápido de llegar a Nueva Orleans desde aquí —parpadeó y esbozó una sonrisa—. ¿O pensabas hacer autostop?
Antes de que pudiera contestar, mi caballo soltó de pronto un relincho aterrador y retrocedió, fustigando el aire con sus patas delanteras. Me agarré a su crin, pero se me escapó entre los dedos y caí de la silla hacia atrás. Fui a parar al suelo, detrás del caballo, aplastando los arbustos que había debajo. Bufando de terror, el corcel se dirigió al galope hacia los árboles, saltó por encima de un tronco caído y desapareció entre la niebla.
Me senté, gruñendo, y comprobé si me dolía algo. Notaba un dolor sordo en el hombro sobre el que había aterrizado y estaba temblando, pero no parecía tener nada roto.
La montura de Ash también se había encabritado, relinchaba y sacudía la cabeza, pero el príncipe de Invierno consiguió mantenerse en su asiento y calmarla. Después se bajó de la silla, ató las riendas a una rama y se arrodilló a mi lado.
—¿Estás bien? —tocó mi brazo con sorprendente delicadeza—. ¿Tienes algo roto?
—Creo que no —mascullé mientras me frotaba el hombro magullado—. Esta encantadora mata de zarzas ha amortiguado la caída.
La adrenalina se había disipado y de pronto notaba el escozor de docenas de arañazos. Fruncí el ceño y miré hacia el lugar por el que había huido mi montura.
—¿Sabes?, es la segunda vez que me tira uno de vuestros caballos. Y otra vez uno intentó comerme. Creo que no les gusto demasiado.
—No —Ash se levantó, muy serio de repente, y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme en pie—. No has sido tú. Algo los ha asustado.
Miró lentamente en torno mientras llevaba la mano a la espada que colgaba de su cintura. A nuestro alrededor, el bosque seguía estando oscuro y en silencio, como si a sus moradores les diera miedo moverse.
Miré hacia atrás, donde los troncos de dos árboles habían crecido uno dentro de otro formando un arco en medio. El hueco entre los troncos, donde se abría la vereda, estaba envuelto en oscuridad, y me pareció que las sombras iban acercándose lentamente. Un viento frío silbó entre los troncos, agitando las ramas y arrancando hojas, y me estremecí.
Con un fragor enloquecido, una bandada de pequeños duendes alados salió de pronto de la vereda, giró a nuestro alrededor presa del pánico y se perdió entre la niebla. Grité y me tapé la cara, y el caballo de Ash volvió a chillar, traspasando con su relincho el lúgubre silencio. Ash agarró mi mano, me apartó de la vereda y corrió hacia su montura. Me levantó para sentarme detrás de la silla, asió las riendas y montó delante.
—Agárrate fuerte —dijo, y sentí un escalofrío cuando deslicé los brazos alrededor de su cintura y noté sus músculos duros a través de la camisa.
Ash espoleó al caballo con un grito y el corcel salió al galope. Yo me agarré a Ash con todas mis fuerzas y apoyé la cara en su espalda mientras el caballo cruzaba a toda velocidad el bosque y dejaba atrás la vereda.
Paramos pocas veces y, cuando paramos, fue solo para que el caballo y yo descansáramos un poco. Al caer la tarde Ash sacó de su alforja algo de comer y me lo dio: pan, cecina y queso, comida humana corriente. Al parecer, se acordaba de la última vez que había probado la comida de duendes: el experimento no había acabado muy bien. Mordisqueé el pan seco, mastiqué la cecina y confié en que Ash no dijera nada del incidente de las vainas de verano y de la embarazosa escena posterior.
Ash no comió nada. Estuvo todo el viaje alerta, en tensión, sin relajarse nunca. El caballo también estuvo asustadizo y nervioso: se asustaba de cada sombra, cada vez que se oía un ruido o se caía una hoja. Algo nos seguía. Yo lo notaba cada vez que parábamos: una presencia misteriosa y siniestra que iba acercándose poco a poco.
Seguimos cabalgando, se hizo de noche y el eterno crepúsculo del bosque se oscureció por fin y una luna pálida y amarilla se alzó en el cielo. Ash y el caballo parecían tener una energía inagotable. Mucha más que yo, en cualquier caso. No es fácil montar a caballo horas y horas, y la tensión de sabernos acechados por un enemigo desconocido me pasó factura. Luché por mantenerme despierta, pero me adormecía apoyada en la espalda del príncipe y me inclinaba peligrosamente hacia un lado o el otro, hasta que una palabra de Ash o una sacudida me despertaban y volvía a erguirme.
Estaba otra vez adormilada, luchando por mantener los ojos abiertos, cuando de pronto Ash paró al caballo y desmontó. Miré a mi alrededor, parpadeando, y solo vi árboles y sombras.
—¿Ya hemos llegado?
—No —me miró exasperado—. Pero si sigues así vas a caerte del caballo, y no puedo estar sujetándote constantemente para que no te caigas —señaló la parte delantera de la silla—. Vamos a cambiar de sitio. Ponte tú delante.
Me deslicé por la silla y Ash volvió a montar de un salto detrás de mí, me enlazó la cintura con un brazo y a mí se me aceleró el pulso.
—Aguanta —murmuró cuando el caballo se puso en marcha de nuevo—. Casi hemos llegado a la vereda. En cuanto estemos en territorio mortal podrás descansar. Creo que allí estaremos a salvo.
—¿Qué es lo que nos sigue? —pregunté en voz baja, y el caballo aguzó las orejas.
Ash tardó un momento en contestar.
—No lo sé —masculló, reticente—. Pero sea lo que sea, es muy persistente. Hemos estado avanzando al mismo ritmo y aún lo tenemos detrás.
—¿Por qué nos sigue? ¿Qué es lo que quiere?
—Eso no importa —me apretó la cintura—. Si te busca a ti, tendrá que vérselas conmigo primero.
Sentí un cosquilleo en el estómago y mi corazón dio una curiosa voltereta. En ese momento me sentí a salvo. Mi príncipe no permitiría que me pasara nada. Apoyándome contra él, cerré los ojos y me dejé llevar. Debí de quedarme dormida, porque pasado un rato, Ash me zarandeó suavemente.
—Despierta, Meghan —murmuró, y sentí el soplo fresco de su aliento en mi cuello—. Ya estamos aquí.
Bostecé y miré el pequeño calvero que había delante de nosotros. Sin el dosel de los árboles, pude ver el cielo salpicado de estrellas. El calvero estaba despejado, salvo por un roble enorme y retorcido que se alzaba en su mismo centro. Las raíces del árbol afloraban retorcidas como serpientes, gruesas y gigantescas, y a su alrededor solo crecía algún que otro helecho. El tronco era ancho y retorcido, como si tres o cuatro árboles se hubieran entrelazado para formar uno solo. Pero a pesar de su tamaño y su imponente presencia, vi enseguida que el roble se estaba muriendo. Sus ramas colgaban lánguidamente, o se habían desprendido y estaban esparcidas junto a la base del tronco. La mayoría de sus hojas anchas y venosas parecían muertas y quebradizas. Las demás tenían un enfermizo color pardo amarillento. El calvero también parecía agostado y enfermo, como si el árbol estuviera chupando la vida del bosque a su alrededor.
—Antes no era así —murmuró Ash detrás de mí.
Miré el árbol moribundo y sentí una tristeza incomprensible, como si estuviera viendo a un viejo amigo al borde de la muerte. Intenté sacudirme aquella impresión y busqué a mi alrededor una puerta o alguna entrada, pero allí solo estaba el árbol.
—¿Funcionará aún? —pregunté cuando Ash hizo entrar al caballo en el claro, hacia el anciano árbol—. La vereda, quiero decir. ¿Se abrirá?
—Ya veremos —desmontó y llevó al caballo hasta el tronco.
Cuando se detuvo, me deslicé de la silla y me reuní con él.
—¿Cómo funciona la vereda? —pregunté, escudriñando el tronco en busca de alguna entrada.
En el Nuncajamás no era raro que los árboles tuvieran puertas. De hecho, la primera vez que había estado allí, había pasado la noche en el árbol de un duendecillo del bosque: de algún modo me había encogido hasta ser del tamaño de un insecto para pasar por la puerta.
—No veo ninguna puerta. ¿Cómo se abre?
—Es fácil —contestó Ash—. Solo hay que pedírselo.
Haciendo caso omiso de mi ceño fruncido, se puso delante del tronco y apoyó una mano sobre su áspera corteza.
—Soy Ash —dijo con voz clara—, tercer hijo de la Corte Tenebrosa. Pido paso al mundo mortal y al claro de la Anciana.
—Por favor —añadí.
Al principio no pasó nada. Luego, con un fuerte crujido, una gruesa raíz brotó del suelo, levantando polvo y ramitas. Se alzó en el aire, formó un arco y el hueco que quedó en medio pareció brillar trémulamente, lleno de magia.
—Ahí tienes tu vereda —murmuró Ash mientras se me aceleraba el corazón.
Puck estaba al otro lado de la puerta. Si estaba vivo, claro.
Me sentía tan impaciente que agarré a Ash de la mano y, casi tirando de él, pasé bajo el arco. Al otro lado tropecé con una raíz y faltó poco para que cayera de bruces. Me erguí y al mirar a mi alrededor vi a la luz de la luna la arboleda del parque municipal de Nueva Orleans y reconocí los gigantescos robles cubiertos de musgo que había visto en nuestra última visita. La atmósfera era cálida, húmeda y apacible. Cantaban los grillos, murmuraban las hojas y la luz de la luna rielaba en el estanque cercano. Nada había cambiado. La última vez que habíamos estado allí también reinaba aquella misma calma, a pesar de que mi vida se estaba haciendo pedazos.
Ash tocó mi brazo y señaló hacia un árbol donde una chica esbelta como un junco, con la piel verde musgo, nos observaba desde la sombra de un árbol con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¿Meghan Chase? —la dríada se acercó a nosotros moviéndose como una rama mecida por el viento—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Parpadeé al sentir una nota de miedo en su voz.
—Es peligroso. Algo espantoso os está siguiendo.
—Lo sabemos —dijo Ash a mi lado, tan impasible como siempre.
La dríada pestañeó y fijó su mirada en él.
—Pero hemos pasado a través de la puerta de la Anciana, así que con suerte ella no permitirá que lo que nos está siguiendo entre en este mundo.
¿La puerta de la Anciana? Miré detrás de mí y se me revolvió el estómago tan bruscamente que sentí náuseas.
Era el árbol de la Anciana Dríada, el gran roble que antaño se había erguido, alto y orgulloso, sobre todos los demás. Ahora, como su gemelo en el claro del Nuncajamás, se estaba muriendo. Sus ramas estaban despojadas de hojas y el musgo deshilachado que lo cubría estaba marchito y parduzco.
Sentí un nudo en la garganta. Me acordé de la Anciana Dríada, la primera vez que habíamos estado allí: un hada vieja y maternal, de voz suave y ojos amables, que había entregado el corazón mismo de su árbol para asegurarse de que yo pudiera rescatar a mi hermano y matar al duende que lo había raptado. La Anciana había sabido que moriría si me ayudaba. Pero aun así nos había dado el arma que necesitábamos para vencer a nuestro enemigo y recuperar a Ethan.
La joven dríada se acercó a mí y miró el roble moribundo.
—Todavía vive —murmuró, su voz como el susurro de las hojas—. Se está muriendo, sí. Está tan débil que ya no sale de su árbol y duerme soñando con su juventud. Pero aún no ha muerto, todavía no. Tardará mucho tiempo en desvanecerse por completo.
—Lo siento muchísimo —musité.
—No, Meghan Chase —la dríada sacudió la cabeza con un leve rumor de hojas y un reluciente escarabajo cruzó su cara y se metió entre su cabello—. Ella lo sabía. Sabía desde el principio lo que iba a pasar. El viento nos dice estas cosas. Igual que nos dice que corréis un terrible peligro —de pronto fijó en mí sus penetrantes ojos negros—. No deberíais estar aquí —dijo con firmeza—. Está muy cerca. ¿Por qué habéis venido?
Se me erizó la piel, pero conseguí dominar mi nerviosismo y le sostuve la mirada.
—Estoy aquí por Puck. Necesito verlo.
Su semblante se suavizó.
—Ah. Sí, claro. Te conduciré hasta él, pero me temo que vas a llevarte una desilusión.
—No importa —sentí frío, a pesar de que la noche de verano era muy cálida—. Solo quiero verlo.
La dríada asintió y retrocedió meciéndose con la brisa.
—Por aquí.
El Corazón del Roble
Puck, el célebre Robin Goodfellow, como se le llama en El sueño de una noche de verano, había tenido antes otro nombre. Un nombre humano, perteneciente a un chico desgarbado y pelirrojo, vecino de una chica tímida que vivía en una granja, en los pantanos de Luisiana. Robbie Goodfell, como se llamaba entonces, había sido mi compañero de clase, mi confidente y mi mejor amigo. Siempre cuidando de mí, como un hermano mayor. Travieso, sarcástico y algo celoso, Robbie era... distinto. Cuando no estaba cerca, la gente apenas se acordaba de él, de quién era, de qué aspecto tenía. Era como si desapareciera de su recuerdo, a pesar de que cada vez que pasaba algo en el instituto (si aparecían ratones en los pupitres, pegamento en las sillas o un caimán en los aseos), Robbie siempre tenía algo que ver. Nadie sospechaba nunca de él, pero yo siempre lo sabía.
Aun así, había sido una tremenda impresión descubrir quién era en realidad: el sirviente del rey Oberón, encargado de protegerme en el mundo de los mortales. De defenderme de quienes podían hacer daño a la hija medio humana de Oberón. Pero también de mantenerme ciega al mundo de los duendes y las hadas, ignorante de mi verdadera naturaleza y de todos los peligros que entrañaba.
Cuando Ethan había sido secuestrado y llevado al Nuncajamás, sus planes de mantenerme en la ignorancia se habían desbaratado. Desafiando las órdenes directas de Oberón, había accedido a ayudarme a rescatar a mi hermano, pero su lealtad le había costado muy cara. Durante una batalla con un duende de Hierro, una nueva especie de duendes nacida de la tecnología y el progreso, había recibido un disparo y había estado a punto de morir. Ash y yo lo habíamos llevado allí, al parque municipal, y las dríadas lo habían acomodado en el interior de uno de los árboles para que durmiera y se curara de sus heridas. Suspendido en aquella especie de coma, las dríadas lo mantenían con vida, pero ignoraban cuándo despertaría. Si es que despertaba. Habíamos tenido que dejarlo allí al marcharnos a rescatar a Ethan, y desde entonces me atormentaban los remordimientos por haber tomado esa decisión.
Apoyé la mano sobre el tronco musgoso del árbol, preguntándome si podría sentir el latido de su corazón dentro del roble, una vibración, un suspiro. Algo, cualquier cosa, que me hiciera comprender que aún estaba allí. Pero no sentí nada, excepto savia, musgo y los bordes ásperos de la corteza. Puck, si seguía vivo, estaba muy lejos de mi alcance.
—¿Estás segura de que sigue ahí? —pregunté a la dríada sin apartar los ojos del tronco.
No sabía qué esperaba. ¿Que asomara la cabeza por la madera y me sonriera, quizá? Pero sentía que, si apartaba los ojos un segundo, me perdería algo.
La dríada asintió.
—Sí. Todavía vive. Nada ha cambiado. Robin Goodfellow duerme su sueño sin sueños, esperando el día en que volverá a unirse al mundo.
—¿Cuándo será eso? —pregunté, pasando los dedos por el tronco.
—No lo sabemos. Puede que dentro de unos días. O puede que pasen siglos. Quizá no quiera despertarse —posó la mano sobre el tronco y cerró los ojos—. Descansa cómodamente, sin dolor. No hay nada que puedas hacer por él, salvo esperar y tener paciencia.
Descontenta con su respuesta, apoyé la palma sobre el árbol y cerré los ojos. El hechizo de Verano giró en torno a mí: la magia de mi padre, Oberón, y de la Corte de Verano, el embrujo del calor, de la tierra y de los seres vivos. Sondeé suavemente el árbol, sentí las hojas caldeadas por el sol y la vida que bullía a través de sus venas de color esmeralda. Sentí miles de minúsculos insectos pulular por el tronco, el latido veloz del corazón de los pájaros soñando en las ramas.
Penetré más al fondo, más allá de la corteza y de la madera blanda y viva, hasta llegar al corazón del árbol.
Y allí estaba él. No pude verlo físicamente, claro, pero pude sentirlo, percibí su presencia delante de mí, un radiante punto de vida en el núcleo de madera. Sentí que el árbol acunaba su cuerpo delgado y larguirucho, protegiéndolo, y oí el levísimo golpeteo de su corazón. Descansaba con la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cerrados. Dormido parecía mucho más pequeño, frágil y fantasmal, como si un soplo de aire pudiera llevárselo.
Me dejé llevar hacia él, extendí los brazos para tocarlo, pasé unos dedos etéreos por su mejilla, aparté de su cara su flequillo rojo y crespo. No se movió. Si no hubiera oído el leve latido de su corazón a través del árbol, habría pensado que estaba muerto.
—Lo siento mucho, Puck —musité, o quizá solo lo pensé dentro del roble gigantesco—. Ojalá estuvieras aquí, conmigo. Estoy asustada, y no sé qué va a pasar. Me hace mucha falta que vuelvas.
Si me oyó, no dio muestras de ello. No parpadeó, ni movió la cabeza respondiendo a mi voz. Siguió inerme y quieto. Su corazón continuó latiendo con pulso firme y tranquilo, retumbando a través de la madera. Mi mejor amigo estaba muy lejos de mí, más allá de mi alcance, y yo no podía hacerlo volver.
Triste y extrañamente mareada, salí del árbol y regresé a mi cuerpo. Cuando volví a oír los sonidos del mundo, me descubrí intentando contener el llanto. Estaba tan cerca... Tan cerca de Puck y sin embargo tan lejos...
Ash me miró a los ojos, muy serio. Sabía lo que había hecho y adivinaba el resultado.
—Todavía está vivo —me dijo—. Eso es lo único que puedes esperar.
Sollocé, dándole la espalda, y él suspiró.
—No te preocupes tanto por él, Meghan. Robin Goodfellow nunca se ha dejado matar fácilmente —su voz sonó entre molesta y divertida, como si hablara por experiencia—. Casi puedo garantizarte que aparecerá cuando menos te lo esperes. Solo tienes que tener paciencia.
—La paciencia —dijo con sorna una voz en alguna parte por encima de mi cabeza— nunca ha sido su fuerte.
Sorprendida, levanté la vista hacia las ramas del árbol. Un par de ojos dorados me miraban desde lo alto, suspendidos en el aire. Mi corazón dio un brinco.
—¿Grimalkin?
Los ojos parpadearon lentamente y de pronto apareció el cuerpo de un gran gato gris, agazapado sobre una de las ramas más bajas. Era Grimalkin, el gato duende al que había conocido en mi primer viaje al País de las Hadas. Grim me había ayudado una par de veces, pero su ayuda siempre tenía un precio. Le encantaba coleccionar favores y no hacía nada gratis, pero aun así me alegré de verlo, aunque todavía le debiera uno o dos favores de nuestra última aventura.
—¿Qué haces tú aquí, Grim? —pregunté mientras el felino bostezaba y se estiraba, arqueando su rabo peludo por encima del lomo.
Acabó de desperezarse, se sentó y dio varios lametazos a su pelo antes de dignarse a responder.
—Tenía que hablar con la Anciana Dríada —contestó en tono aburrido—. Necesitaba saber si sabía algo del paradero de cierto individuo —se rascó una oreja, examinó sus zarpas traseras y les dio un lametón—. Luego oí decir que venías para acá y se me ocurrió esperar, a ver si era cierto. Has demostrado ser de lo más entretenida.
—Pero... la Anciana Dríada está dormida —dije con el ceño fruncido—. Me han dicho que está tan débil que ni siquiera puede salir del árbol.
—¿Y qué quieres decir con eso, humana?
—Da igual —sacudí la cabeza.
Grimalkin era exasperante y misterioso, y yo ya sabía que no contaba nada que no quisiera contar.
—Aun así me alegro de verte, Grim. Ojalá pudiéramos quedarnos a charlar un rato, pero ahora mismo tenemos bastante prisa.
—Umm, sí. Tu desacertado pacto con el príncipe de Invierno —miró a Ash, volvió a mirarme a mí y parpadeó lentamente—. Precipitado y temerario, típico de un humano —bufó y miró de nuevo a Ash—. Pero... pensaba que tú sabías mejor lo que hacías, príncipe.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con eso, sentí una mano sobre mi brazo y al volverme me encontré con la mirada solemne de Ash.
—Deberíamos irnos —dijo en voz baja, y aunque su voz era firme, pareció disculparse con la mirada—. Si algo nos está persiguiendo, deberíamos intentar llegar cuanto antes a Tir Na Nog. Allí no podrá seguirnos. Y en mi territorio puedo protegerte mejor que en el bosque o que en el reino de los mortales.
—Un momento —Grimalkin bostezó y se bajó del árbol, aterrizando sin hacer ruido en las raíces—. Si os vais ya, creo que iré con vosotros. Al menos, parte del camino.
—¿En serio? —lo miré sorprendida—. ¿Vas a Tir Na Nog? ¿Por qué?
—Ya te lo he dicho. Estoy buscando a alguien.
—¿A quién?
—Haces muchas preguntas, humana, y es muy cansado responderlas —se bajó de un salto de las raíces y se alejó al trote, con el rabo en el aire. Unos metros más allá miró hacia atrás y movió una oreja—. Bueno, ¿venís o no? Si decís que alguien os persigue, convendría que no estuvierais aquí cuando llame a la puerta. ¿No?
Ash y yo nos miramos, divertidos, y echamos a andar tras él.
La Puerta de la Anciana se cernía ante nosotros, alta e imponente a pesar de que el árbol se estaba muriendo. Cuando nos acercamos, el tronco se movió de pronto con un crujido. Un rostro se abrió paso entre la madera, viejo y arrugado, como si la propia corteza cobrara vida. La Anciana Dríada abrió los ojos, entornó los párpados como si le costara enfocar la vista y clavó su mirada en mí.
—Noooooo —susurró en la oscuridad—. No debéis volver por aquí. Él os espera al otro lado. Os... —su voz se apagó y su rostro volvió a hundirse en la madera y desapareció—. ¡Huid! —fue lo último que oí.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Ash me agarró inmediatamente de la mano y tiró de mí en dirección contraria, tenso como un muelle comprimido. Grimalkin se deslizó detrás de nosotros, un fantasma gris entre las sombras, con el pelo de la cola de punta. Habría tenido gracia, si no hubiera sentido unos ojos clavados en mi nuca, antiguos, pacientes y agrestes, vigilando nuestra huida en medio de la noche.
Ash se detuvo bajo las ramas de otro roble, se llevó los dedos a los labios y dejó escapar un agudo silbido. Un momento después, el caballo salió de entre las sombras, bufando y sacudiendo la cabeza, y se detuvo ante nosotros.
—¿Adónde vamos ahora? —pregunté mientras Ash me ayudaba a montar.
—No podemos usar la Puerta de la Anciana para volver —contestó el príncipe, montando a mi espalda—. Tendremos que encontrar otro modo de volver al Nuncajamás. Y rápido —agarró las riendas con una mano y deslizó la otra por mi cintura—. Conozco otra vereda que nos dejará cerca de Tir Na Nog, pero está en una parte de la ciudad que es... peligrosa para los duendes de Verano.
—Te refieres a la Mazmorra, ¿me equivoco? —dijo Grimalkin, apareciendo de repente enroscado sobre mi regazo.
Parpadeé, sorprendida.
—¿Estás seguro de que quieres llevar allí a la chica?
—No tengo elección —Ash me enlazó con más fuerza por la cintura, espoleó al caballo y nos adentramos galopando en las calles de Nueva Orleans.
Había olvidado cómo era ser medio duende en el mundo real, o al menos ir en compañía de un duende poderoso y de pura cepa. El caballo trotó por calles brillantemente iluminadas, cruzando callejones y sorteando coches y gente, y sin embargo nadie nos vio. Ni siquiera nos miraron. Los humanos corrientes no veían el mundo de los duendes y las hadas, a pesar de que estaban por todas partes, a su alrededor. Como los dos trasgos que hurgaban en un contenedor volcado en un callejón, royendo huesos y otras cosas que no quise detenerme a mirar. O como la sílfide de alas de libélula que, posada en un poste de teléfono, vigilaba las calles con la fijeza de un águila observando su territorio. Estuvimos a punto de arrollar a un grupo de enanos que salía de una de las muchas tabernas de la calle Bourbon. Los hombrecillos barbados, borrachos y enfurecidos, nos increparon cuando el caballo los esquivó por poco y se alejó al galope acera abajo.
Nos habíamos adentrado en el Barrio Francés cuando Ash se detuvo delante de una hilera de edificios de piedra. La acera estaba bordeada por puertas y postigos negros y desvencijados. Sobre una gruesa puerta de color negro se balanceaba un letrero en el que se leía La Mazmorra Auténtica. Había salpicaduras de pintura roja en el marco, y supuse que las habían puesto allí para que pareciera sangre. Al menos, confié en que fuera pintura. Ash empujó la puerta, dejando al descubierto un callejón muy largo y estrecho. Luego se volvió hacia mí.
—Esto es Territorio Tenebroso —murmuró junto a mi oído—. Este sitio lo frecuenta gente de mala catadura. No hables con nadie, y no te separes de mí.
Asentí y miré por el angosto callejón, apenas lo bastante ancho para pasar por él.
—¿Y el caballo?
Ash le quitó la alforja y la brida y arrojó esta entre las sombras.
—Volverá a casa por sus propios medios —dijo en voz baja, colgándose la alforja al hombro—. Vamos.
Echamos a andar por el estrecho pasadizo, Ash delante; Grim, en la retaguardia. El callejón daba a un pequeño patio en el que una cascada con poca agua caía a un foso abierto delante del edificio. Cruzamos la pasarela, pasamos junto a un portero humano de aspecto aburrido que no nos prestó atención y entramos en una sala oscura y pintada de rojo.
Algo enorme y verde se levantó entre las sombras, junto a la pared, y unos ojos rojos y feroces nos miraron desde la cara monstruosa y dientuda de una trol. Dejé escapar un grito y di un paso atrás.
—Huelo a cachorro de Verano —gruñó la trol, cortándonos el paso.
Vista de cerca, medía unos dos metros y medio, tenía la piel verde ciénaga y largos dedos acabados en garras. Sus ojillos rojos me miraron desde su impresionante estatura.
—O eres muy valiente o muy tonta, muchachita. ¿Has perdido una apuesta con un fuka o algo así? Aquí no se permite la entrada a los duendes de Verano, así que piérdete.
—Está conmigo —dijo Ash, poniéndose delante de mí para que la trol lo mirara—. Y vas a apartarte ahora mismo. Necesitamos usar la vereda escondida.
—Príncipe Ash —la trol dio un paso atrás, pero no se apartó por completo. Al verse ante un príncipe de la Corte Tenebrosa, casi empezó a lloriquear—. Su Alteza puede pasar, claro, pero... —me miró por encima del hombro de Ash—. El jefe dice que ningún duende de Verano puede entrar aquí, a no ser que vayamos a bebérnoslo.
—Solo estamos de paso —contestó Ash con el mismo tono frío y tranquilo—. Nos iremos antes de que se fijen en nosotros.
—No puedo, Alteza —protestó la trol, cada vez más indecisa. Miró hacia atrás y bajó la voz—. Podría perder mi trabajo si la dejo pasar.
Ash dejó caer la mano tranquilamente hasta la empuñadura de su espada.
—Podrías perder la cabeza si no lo haces.
Las aletas nasales de la trol se hincharon. Me miró de nuevo, miró al príncipe de Invierno y flexionó las garras junto a los costados. Ash no se movió, pero a su alrededor el aire se volvió más frío, y el aliento de la trol quedó suspendido en el aire, delante de su cara. Comprendiendo que corría peligro, la giganta se apartó.
—Cómo no, Alteza —masculló, y me señaló con una uña curva y negra—. Pero si acaba metida en una botella y servida como copa, no digáis que no os lo advertí.
—Lo tendré en cuenta —contestó Ash, y me llevó a la Mazmorra.
A pesar de su decoración fantasmagórica, la Mazmorra resultó ser un simple bar de copas, aunque tuviera, desde luego, una clientela de lo más macabra. Las paredes eran de ladrillo, las luces rojas y tenues lo teñían todo de un color carmesí y de las paredes, encima de la barra, colgaban cabezas de monstruos con las fauces abiertas. La música procedente de un altillo retumbaba en el techo, y AC/DC chillaba la letra de Back in Black.
Había clientes humanos junto a la barra y sentados por la sala con copas en la mano, pero yo solo me fijé en los no humanos. Trasgos y sátiros, fukas y gorros rojos, y un ogro solitario en un rincón, bebiendo una jarra grande de un líquido morado oscuro. Los duendes tenebrosos pululaban, invisibles, entre los humanos: escupían en sus copas, ponían la zancadilla a los borrachos y robaban objetos de sus bolsos y carteras.
Me estremecí y di un paso atrás, pero Ash me tomó de la mano con firmeza.
—No te separes de mí —dijo otra vez en voz baja—. Arriba no es tan peligroso, pero aun así habrá que tener cuidado.
—¿Qué hay arriba?
—Cráneos, jaulas y la pista de baile. No creo que te apetezca verlo, hazme caso —siguió agarrándome con fuerza de la mano mientras sorteábamos mesas y clientes acodados en la barra, camino del fondo del local.
Grimalkin había desaparecido, lo cual era normal en él, así que Ash y yo éramos el único blanco de las miradas frías y ávidas que nos dirigían desde cada rincón de la sala. Un gorro rojo (duendes bajos y malvados, con dientes de escualo, que mojaban sus gorros en la sangre de sus víctimas) alargó el brazo cuando pasamos junto a su mesa y agarró mi camisa. Intenté esquivarlo, pero había poco espacio y sus garras se prendieron en mi manga.
Ash se volvió. Se vio un destello de luz azul y medio segundo después el gorro rojo se quedó paralizado, con la espada de azul refulgente apoyada en la garganta.
—No te muevas —la voz de Ash era más gélida que el frío que se desprendía de su espada.
El gorro rojo tragó saliva y apartó muy despacio la mano. Los demás duendes se habían parado y nos miraban fijamente, con cara de pocos amigos.
—Vamos, Meghan —Ash mantuvo una mirada amenazadora fija en el resto de los duendes, desafiándolos a moverse.
Nadie se movió. Pasé junto a él y al gorro rojo, que se había quedado muy quieto en su asiento, y avancé hacia el fondo del local.
—Por aquí, humana —Grimalkin apareció al borde de un pasillo. Sus ojos cobraron nitidez antes que el resto de su cuerpo.
Detrás de él se extendía un estrecho pasadizo, oscuro, sofocante y lleno de humo. Cosa rara, las paredes estaban flanqueadas de arriba abajo por estanterías llenas de libros, de las que podían encontrarse en una biblioteca o una vieja mansión, no en un sórdido bar del Barrio Francés.
—¿Se puede saber qué hace una biblioteca en la trastienda de un bar gótico? —pregunté, mirando los libros—. ¿Qué son? ¿Libros de encantamientos de magia negra? ¿Recetas para hacer entremeses con humanos?
Grimalkin soltó un bufido.
—Observa y aprende, humana.
En ese momento, la estantería del final del pasillo se abrió y salieron dos chicas en edad de ir a la universidad, riendo y cuchicheando. Parpadeé y me aparté cuando pasaron tambaleándose, camino del bar. Apestaban a tabaco y a alcohol. Miré hacia atrás y vi de pasada la habitación de detrás del panel: un lavabo, un váter y un espejo. Miré a Grimalkin con los ojos como platos.
—¿El aseo?
Grimalkin bostezó.
—¿Qué no seríais capaces de hacer los humanos con tal de no aburriros? —comentó con los ojos entornados—. Es todavía más divertido cuando están borrachos y no encuentran la puerta. Pero sugiero que sigamos adelante. Esos mamarrachos parecen muy interesados en ti.
Miré hacia atrás y vi que al gorro rojo se habían unido tres de sus amigos, y que los cuatro nos miraban fijamente, mascullando entre ellos. Ash se reunió con nosotros en el pasillo. Llevaba la espada de hielo desenvainada y de su hoja se desprendían jirones de bruma que se mezclaban, retorciéndose, con el humo.
—Aprisa —gruñó, empujándome hacia el fondo del pasillo—. Estamos llamando la atención y esto no me gusta. ¿Has abierto la senda, gato?
—Dame un momento, príncipe —Grimalkin suspiró y echó a andar hacia el panel que se había abierto un momento antes.
—Espera, ¿no eres tú su príncipe? —pregunté—. También son tenebrosos, ¿no? ¿No puedes ordenarles que nos dejen en paz?
Ash soltó una risa baja y desganada.
—Soy un príncipe —contestó sin quitar ojo a los gorros rojos, que a su vez nos miraban fijamente—. Pero no soy el único. Mis hermanos también te están buscando. Seguro que Rowan tiene ojos y oídos por todas partes. Él es mucho más despiadado que yo. Puede que esos gorros rojos estén a su servicio, o puede que sean espías de la propia Mab. En todo caso, informarán en cuanto salgamos de aquí. Eso te lo garantizo.
—Qué gran familia —mascullé.
Ash resopló.
—No sabes cuánto.
—Ya está —anunció Grimalkin desde el fondo del pasillo—. Vamos.
—Después de ti —dijo Ash, indicándome que fuera delante—. Yo me aseguraré de que no nos siguen.
Corrí el panel para abrir la puerta, esperando a medias ver el pequeño cuarto de baño con el lavabo y el váter sucios y las paredes arañadas. Pero una brisa helada entró en el pasillo con olor a escarcha, a corteza de árbol y hojas aplastadas, y el bosque gris y brumoso del Nuncajamás apareció ante nosotros, al otro lado de la puerta.
Grimalkin entró primero y se volvió casi invisible entre la niebla. Yo lo seguí, pasando por la puerta, que al otro lado se convirtió en un tronco hendido. Ash pasó agachando la cabeza y cerró con firmeza detrás de nosotros. La puerta se desvaneció hasta desaparecer en cuanto la soltó, y el mundo mortal quedó atrás.
En aquella parte del bosque hacía más frío. El suelo y las ramas de los árboles estaban cubiertos de escarcha, y la bruma se pegaba a mi piel con sus dedos pegajosos. No se veía más allá de unos pocos metros en todas direcciones. Todo parecía callado e inmóvil, como si el bosque mismo estuviera conteniendo la respiración.
—Tir Na Nog está cerca —dijo Ash, y su voz sonó sofocada por la niebla.
Su aliento no formaba nubes ni se quedaba suspendido en el aire, como el mío. Temblando, me froté los brazos para entrar en calor.
—Deberíamos darnos prisa. Quiero llegar a Invierno lo antes posible.
Yo estaba cansada. Tenía las piernas agarrotadas de montar a caballo y caminar, me dolía la cabeza y el frío me estaba dejando sin fuerzas. Y sabía por experiencia que, cuanto más nos acercáramos a Tir Na Nog, más frío haría.
Por suerte, Grimalkin advirtió mi reticencia.
—La humana está a punto de desplomarse de cansancio —afirmó tajantemente, moviendo el rabo—. Si nos empeñamos en que siga, solo conseguirá retrasarnos. Quizá deberíamos buscar un sitio donde descansar.
—Dentro de un rato —dijo Ash, y se volvió hacia mí—. Solo un poco más, Meghan. ¿Podrás hacerlo? Pararemos en cuanto crucemos la frontera de Tir Na Nog.
Asentí, fatigada. Ash me agarró de la mano y seguimos a Grimalkin, internándonos entre las volutas que formaba la niebla.
Unos minutos después, se oyó un aullido detrás de nosotros.
El Frío Vivo
Ash se detuvo y todos los músculos de su cuerpo se tensaron mientras el eco de aquel espantoso alarido se difuminaba entre la niebla.
—Imposible —murmuró con voz extrañamente serena—. Otra vez está detrás de nosotros. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede habernos encontrado tan rápidamente?
Grimalkin dejó escapar de pronto un largo gruñido que hizo que se me pusiera la piel de gallina. Era la primera vez que le oía gruñir así.
—Es el Cazador —dijo mientras el pelo de su lomo y sus hombros empezaba a erizarse—. El Cazador más antiguo, el primero —nos miró enseñando los dientes, salvaje y feroz—. ¡Debéis huir! ¡Rápido! Si ha encontrado vuestro rastro, llegará enseguida. ¡Aprisa! ¡Marchaos!
Echamos a correr.
El bosque pasaba a nuestro alrededor vertiginosamente, oscuro e indistinto, como sombras en la niebla. Yo no sabía si corríamos en círculos o derechos hacia las fauces del Cazador. Grimalkin había desaparecido. No había forma de orientarse en medio de la niebla. Solo confiaba en que Ash supiera hacia dónde nos dirigíamos mientras corríamos entre aquella blancura fantasmal.
Se oyó otra vez aquel aullido, más cerca, más nervioso. Me atreví a mirar atrás, pero no vi nada más allá de las sombras y las espirales de niebla. Sentí, sin embargo, que fuera lo que fuese se estaba acercando. Ahora podía vernos corriendo delante de él, y mi nuca se había convertido en un blanco tentador. Intenté sofocar mi pánico y seguí corriendo por el bosque, agarrada a la mano de Ash.
Dejamos atrás los árboles, la niebla se levantó un poco y de pronto se abrió ante nosotros un inmenso abismo, ancho y hondo como las fauces de una bestia gigantesca. Ash se detuvo bruscamente a un metro del borde y tiró de mí, y una lluvia de guijarros cayó por la escabrosa pendiente y se perdió entre el río de niebla que se veía muy al fondo. Aquella grieta abierta en la tierra corría a lo largo del bosque hasta donde alcanzaba mi vista en ambas direcciones, separándonos de la seguridad que nos aguardaba al otro lado.
Más allá del precipicio se extendía un paisaje tapizado de nieve, helado y blanquísimo. Los árboles estaban cubiertos de hielo y cada una de sus ramas relucía como cristal. El suelo parecía un manto de nubes, blanco y algodonoso. Los ventisqueros brillaban al sol como millones de minúsculos diamantes. Era Tir Na Nog, el País del Invierno, hogar de Mab y de la Corte Tenebrosa.
—Por aquí —Ash tiró de mi mano y me llevó por el borde del precipicio, por el que la bruma del bosque se precipitaba al vacío como una lenta cascada—. Si conseguimos llegar al puente, podré detenerlo.
Jadeando, empecé a bordear la garganta y sofoqué un grito de alivio. A unos cien metros de allí, un puente combado, hecho completamente de hielo, relucía a la luz del sol.