Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Barbara Wolff

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Demasiados secretos, n.º 1582- agosto 2017

Título original: The Secrets Between Them

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-065-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

HANNAH James oyó el crujido de las ruedas en el largo y curvo camino de gravilla que conectaba su adorada casa de montaña, en Carolina del Norte, con la aún más retorcida carretera que comunicaba con Boone. Sintió una mezcla de emociones; sobre todo, alivio.

El hombre de voz agradable que había llamado hacía una hora por su anuncio del periódico había cumplido su promesa. Estaba allí para hablar con ella en persona sobre el trabajo que ofrecía.

Hannah también sentía cierta aprensión. Hacía casi un año, había jurado que no permitiría que otro hombre entrase en su vida, ni en su propiedad.

Por desgracia, había hecho ese voto sin tener en cuenta el trabajo que haría falta para transformar los descuidados invernaderos y los jardines llenos de maleza en el negocio que una vez había proporcionado ingresos a sus padres. Tampoco había reconocido lo solos que estaban ella y su hijo Will, de cinco años, tras la muerte de su marido.

Sus padres habían muerto con pocos meses de diferencia, hacía casi siete años, y no había tenido familia hasta que se casó con Stewart James. Tenía un pequeño círculo de amigos en Boone, y siempre se había llevado bien con los vecinos. Pero había estado tan aislada durante los últimos dos años de vida de Stewart que había perdido el contacto con todos ellos.

No tenía a quién recurrir para solicitar ayuda. Al menos, con tranquilidad, rectificó, recordando el brillo especulativo que había visto en los ojos del padre de Stewart cada vez que miraba a Will, en el entierro.

Stewart había contrariado los deseos de su padre de muchas maneras, a lo largo de los años. Pero lo que más había encolerizado a Randall James había sido que se casara con alguien tan sencillo y pobre como Hannah. Se había negado a asistir a la boda y había desheredado a Stewart. A su hijo no le había importado; había dicho más de una vez que les iría mejor separados de su padre que viviendo controlados por él.

Randall había mantenido la distancia incluso tras el nacimiento de Will. Hannah le había enviado una tarjeta para comunicárselo, pero él no había respondido. No le habló a Stewart de la fría indiferencia de su padre, pero no recurrió a él cuando Stewart empezó a comportarse de forma irracional. Había estado segura de que si el hombre contestaba, sería para culparla por los violentos cambios de humor de su marido, igual que había hecho ella misma al principio.

Pero Hannah no podía negarle el derecho a saber que su hijo había fallecido. Aunque lo habría hecho si hubiera sabido cómo la trataría en el funeral. No le había dirigido la palabra hasta antes de salir del cementerio, pero no había quitado los ojos de Will. A Hannah la había atemorizado su interés.

Cuando iba hacia la limusina, el hombre la había agarrado del brazo. En voz baja, tranquila y autoritaria, le había dicho cuánto estaba dispuesto a pagar para que le entregase a su hijo y le permitiera educarlo en su lujosa mansión de Asheville.

La propuesta había sido tan demencial que Hannah se rió en su cara. En un ataque de ira, Randall la acusó de haber utilizado a Stewart para ganar dinero. Llegó al punto de decirle que seguramente había permitido que muriese para cobrar su seguro de vida. Después cuestionó su estabilidad mental, de una forma tan siniestra que le produjo escalofríos…

—Mamá, mamá, viene alguien —el niño abandonó la torre de bloques de madera que estaba construyendo sobre la alfombra de la sala y se reunió con ella en la ventana que daba al este—. ¿Quién es, mamá? —preguntó con excitación.

Casi nadie les había visitado en el último año. En realidad, apenas habían recibido visitas desde que Will tenía uso de razón. Su entusiasmo ante la perspectiva decía mucho sobre su necesidad de contacto social.

Ella había podido justificar su aislamiento las semanas siguientes a la muerte de Stewart, así como durante los largos meses de invierno, en los que la nieve y el hielo dificultaban la movilidad. Pero con la llegada de la primavera, Hannah sabía que tenía que empezar a llevar a Will a visitar a los vecinos, e ir con él a Boone para algo más que hacer la compra.

—Supongo que es el hombre que llamó para trabajar en los jardines —le dijo. Un Jeep de último modelo dobló la última curva y apareció ante su vista.

En el porche techado, protegida de la lluvia, Nellie, la perrita que Hannah había adoptado en septiembre, se puso en pie y ladró con poco entusiasmo. Hannah admitió para sí que dejaba mucho que desear como perro guardián. Pero había sido buena compañía en las frías noches de invierno, y seguía a Will como una gallina, vigilándolo mientras jugaba en el exterior.

—Yo puedo trabajar en los jardines, mamá —dijo Will, dándole la mano.

—Ya lo sé, cielo, y lo has hecho, sobre todo con los semilleros del invernadero. Pero hay mucho más trabajo del que esperaba. No conseguiremos plantar los jardines a tiempo sin ayuda. ¿Sabes que puse un anuncio en el periódico hace dos semanas?

—Sí, lo sé.

—Y te dije que un hombre llamó por el anuncio hace un rato, ¿verdad?

—Sí, mamá. ¿Pero es un hombre agradable? —el niño la miró con ojos abiertos y ansiosos.

—Parecía agradable por teléfono —contestó Hannah, intentando tranquilizar a su hijo, y a ella misma.

Sabía que se arriesgaba al permitir a un extraño la entrada en su propiedad. Pero había hablado con el dueño del motel en el que el hombre se alojaba y él le había asegurado que no era un vagabundo. De hecho, había llegado varios días antes y pagado la habitación con una reluciente tarjeta de crédito.

El Jeep se detuvo a unos pasos del camino de piedra que llevaba al porche. La puerta se abrió.

—¿Sabes cómo se llama? —preguntó Will.

—Evan Graham.

—Parece agradable, ¿verdad?

—Muy agradable —reconoció Hannah, sintiendo una poco habitual punzada sexual en el vientre.

Evan Graham rodeó el coche y fue hacia el porche, apresurándose por la lluvia. Era de estatura mediana, un metro setenta y cinco como mucho, unos diez centímetros más que ella. Llevaba una camisa de franela de cuadros rojos remangada, mostrando sus musculosos antebrazos, vaqueros descoloridos que se ajustaban a su cuerpo a la perfección, y botas de trabajo de cuero marrón con aspecto de ser nuevas. Tenía el pelo liso y rubio, bien cortado, y el rostro afeitado.

Hannah sabía que las apariencias podían engañar, pero no le pareció en absoluto amenazador al verlo subir los peldaños. Él miró la casa de izquierda a derecha. La mirada de sus ojos azules parecía inteligente. Al verlos en la ventana saludó con la cabeza y sonrió.

Hannah sintió otro cosquilleo aprensivo. No estaba segura de qué clase de hombre había esperado que fuese Evan Graham. Le había parecido listo cuando hablaron por teléfono, por eso lo había invitado a la casa para hacer la entrevista. Había pensado que sería algo mayor, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y quizá de aspecto más blando y cansado.

Pero el hombre que acariciaba las largas orejas de Nelly, mientras la perrita se restregaba contra él, parecía demasiado vibrante y competente para estar interesado en el trabajo que tenía que ofrecerle.

—A Nellie le gusta —dio Will.

—A Nellie le gusta todo el mundo —le recordó Hannah, sonriendo y apretando levemente su mano.

—¿Vas a pedirle que entre en casa?

—Sería buena idea, ¿verdad?

Recordando sus buenos modales, Hannah se apartó de la ventana. Él hombre sabía que lo había visto llegar, no tenía por qué esperar a que llamase a la puerta.

Se pasó la mano por los mechones de pelo que se habían escapado de la trenza y llevó la mano al pomo, deseando por primera vez en meses que un poco de maquillaje formase parte de su rutina habitual.

Un instante después, se recriminó por ser tan tonta. Era una viuda de treinta y dos años con un hijo de cinco, que quería contratar a un jardinero que la ayudase, no buscaba un novio. Pero no podía negar que la imagen de Evan Graham había despertado algo en ella, algo que hacía incluso más decepcionante que fuese a rechazar el trabajo. Cuando supiera la cantidad de trabajo que requería, y lo poco que podía pagar, se iría.

—¿Señor Graham? —saludó, con voz amable y fría.

—Evan… Evan Graham —le dio una última palmada a Nellie, se enderezó y su miradas se encontraron. Le ofreció la mano con formalidad—. ¿Es la señora James?

—Hannah James —respondió ella, complacida por la firmeza de su apretón de manos, breve y profesional.

—Yo soy Will —anunció el niño, mirándolo con los ojos oscuros y curiosos—. Y ella es Nellie, la perra.

—Hola, Will. Me alegro de conocerte —Evan Graham se volvió hacia Nellie e hizo una reverencia; Will soltó una risita—. Hola a ti también, Nellie, la perra.

—Ha vuelto a olvidar que no puede morder la esquina de la alfombra de la sala, por eso está en el porche.

—Sí, así es —Hannah sonrió a su hijo. Cuando volvió a mirar a Evan Graham, vio que su expresión se ablandaba al mirar a Will con interés. Reconfortada sin saber por qué, dio un paso atrás e hizo un gesto con la mano—. ¿Por qué no entra, señor Graham? Hace más calor en la cocina que en el porche, y acabo de hacer café.

—Eso suena bien —respondió él con una genuina sonrisa de aprecio, que palió la frialdad de sus ojos.

—¿Puede entrar Nellie también? ¿Por favor, puede? —suplicó Will—. Jugaré con ella en la sala mientras hablas con el señora Graham. Te prometo, prometo que no dejaré que muerda la alfombra.

Nellie miró a Hannah con ojos marrones contritos, como si supiera que su suerte dependía de ella.

—De acuerdo —dijo Hannah. Supo que se había rendido demasiado pronto cuando Nellie corrió dentro sin mirar atrás, moviendo las orejas y repiqueteando en el suelo de madera con las uñas. Will corrió tras ella, llamándola sin conseguir su atención.

—A veces me pregunto quién manda aquí —admitió Hannah, con voz atribulada.

—Parece que lo tiene todo bajo control —dijo Evan, entrando en la casa y mirando a su alrededor.

A Hannah le pareció percibir un leve tono de sorpresa en su voz. Se preguntó qué había esperado encontrar.

La puerta del porche daba directamente a la habitación con forma de «L» que incluía sala, comedor y cocina. Las habitaciones estaban decoradas con sencillez, con una mezcla de muebles antiguos, de palisandro y caoba, recién encerados, y un grupo de asientos compuesto por sofá, sillón y tumbona, de aspecto cómodo y de estilo más moderno.

Había algunos juguetes de Will sobre la alfombra y libros y revistas de jardinería en una mesa auxiliar. Pero no se veía desorden, nunca lo había habido.

—Aprendí hace mucho tiempo que requiere menos energía hacer las tareas de la casa a diario, que dejar que se escapen de las manos. Por desgracia, no pude dedicar el mismo esfuerzo a los invernaderos y los jardines durante la enfermedad de mi esposo. Ahora necesito ayuda para limpiar los arriates y transplantar los semilleros, para tener productos que vender este verano.

—Por eso estoy aquí —dijo Evan. La siguió a la zona de la cocina y se detuvo junto a la mesa de madera.

—Sí, bueno… quitar las malas hierbas, abonar la tierra y dividir las plantas perennes para replantar es un trabajo duro; y trasladar docenas de plantitas de los semilleros al jardín puede ser tedioso. Además, no puedo pagarle mucho —advirtió Hannah, pensando que era mejor ser sincera desde el principio.

—Entiendo —dijo él.

Hannah sacó tazones de un armario, sintiéndose tentada a preguntarle cómo podía entender algo de su vida cuando a ella misma le costaba hacerlo. Pero no estaba dispuesta a discutir con un desconocido hechos de su pasado reciente que era mejor no airear.

—¿Sigue interesado en el trabajo? —preguntó, mirándolo por encima del hombro.

—Si no fuera el caso, no estaría aquí. La miró y sonrió. Parecía estar cómodo en la pequeña cocina. A ella se le aceleró el corazón al notar que encajaba bien allí.

—Entonces, vamos a sentarnos y hablar un poco más.

Hannah se dio la vuelta y llenó las tazas de café.

—¿Leche o azúcar?

—Leche, si tiene.

—Tengo nata. Y también leche desnatada, si prefiere —llevó las tazas, cucharillas y servilletas a la mesa.

—Nata —dijo él—. Aunque sea una indulgencia.

—Es un exceso menor, o al menos, eso me digo para justificarlo —admitió Hannah con una sonrisa.

Sacó el cartón de nata de la nevera y lo llevó a la mesa. Fue a la despensa y regresó con una lata de galletas de chocolate que había horneado la tarde anterior.

—Mmm, tienen buen aspecto —dijo Evan, cuando las puso sobre la mesa—. ¿Otro pequeño exceso? —sonrió burlón y las esquinas de sus ojos se arrugaron.

—Eso si se come sólo una. Más de una y uno va camino del exceso —bromeó ella, asombrada de estar flirteando con ese hombre.

—¿Y el exceso es malo? —contraatacó él.

—No necesariamente.

Hannah se sentó frente a él, se puso nata en el café y tomó una galleta. Era consciente de que él la observaba, atento, pero supo, instintivamente, que no representaba ningún peligro para Will y para ella. De hecho, se sentía cómoda allí sentada con él, en la cálida cocina, protegidos del día gris y lluvioso.

Él no tenía aspecto amenazador. Estaba recostado en la silla, relajado, moviendo el café con la cucharilla que sostenía una mano masculina de largos dedos. Si él se hubiera disfrazado con la intención de entrar en su casa y cometer algún crimen, ya lo habría hecho.

—Tengo la impresión de que rara vez comete excesos, señora James —dijo Evan, tomando una galleta.

—Llámeme Hannah, por favor —dijo ella—. Tiene razón, no me gustan los excesos. ¿Y a usted, señor Graham?

—Evan, por favor. Y no, no suelo cometer excesos, pero pienso comerme otra galleta. Están deliciosas.

—Gracias.

Hannah sonrió, complacida con el halago. Después volvió a mirar sus manos. Había esperado que estuvieran endurecidas por el trabajo, pero no tenían cicatrices ni callos. Tenía las uñas limpias y bien cortadas, no sucias de tierra, ni rotas.

—Parece muy pensativa, de repente —comentó él, sorprendiéndola con su percepción.

Lo cierto era que nunca se le había dado bien esconder sus pensamientos, lo que había provocado más de una situación embarazosa. Pero no se sonrojó ni tartamudeó; su preocupación era legítima.

—No está acostumbrado a trabajar con las manos, ¿verdad? —dijo, mirándolo a los ojos.

Él pareció sobresaltarse un segundo, después sonrió.

—¿Tan obvio es?

—Sí, mucho —se tocó el dorso de la mano a modo de explicación.

—No me he dedicado a la jardinería, ni a ninguna otra labor manual últimamente —admitió él—. Pero eso no significa que me preocupe hacerlo.

—¿A que te has dedicado últimamente… Evan? —Hannah lo tuteó, rindiéndose a su curiosidad.

—Trabajar para una empresa de programas informáticos de Charlotee, que ha sido adquirida por otra mayor. Me despidieron, con una compensación económica, hace un mes —sacó una hoja de papel del bolsillo de la camisa—. Tengo una lista de referencias, personales y profesionales. Puedes llamar a informarte.

Hannah aceptó la hoja de papel, la desdobló y echó un vistazo a los nombres, direcciones y números de teléfono mecanografiados en ella. La lista en sí misma no garantizaba nada, no reconocía ninguno de los nombres. Pero que le ofreciera referencias incrementó su confianza en él.

Sin embargo, no podía dejar de preguntarse por qué había dejado la ciudad, y la posibilidad de encontrar otro lucrativo trabajo informático, para ganar el sueldo mínimo como jardinero en una granja de las montañas de Carolina del Norte.

—¿Qué te ha traído aquí, en concreto? —lo miró a los ojos, sin esforzarse por ocultar su curiosidad.

—Desde hace un par de años me apetece un cambio de ritmo y lugar. El despido me ha dado la oportunidad de hacerlo. Me gustaría averiguar si soy más feliz haciendo otro tipo de trabajo, en un lugar distinto, que encerrado de doce a catorce horas diarias en una oficina de Charlotte —contestó él, sin dudarlo.

—Pero no ganarás tanto dinero trabajando para mí —señaló Hannah.

—Ahora mismo no necesito mucho dinero. Lo que sí necesito es un lugar donde vivir, al menos temporalmente, y el anuncio decía que el alojamiento y la manutención estaban incluidos.

—Eso puedo ofrecerlo —asintió Hannah—. Tendrías una habitación en el segundo piso. Está amueblada y hay un baño con ducha. Fue mi habitación cuando crecía, después mi esposo la utilizó como despacho cuando nació Will y lo pusimos en el dormitorio libre de abajo. También ofrezco tres comidas al día.

—Después de haber probado las galletas de chocolate. Eso suena muy bien —hizo una mueca traviesa y tomó una tercera galleta de la lata.

—Soy bastante buena cocinera —admitió Hannah, con un ligero toque de orgullo.

—Entonces, acepto el trabajo, Hannah… si estás conforme.

—Agradezco tu interés pero, honestamente, creo que deberías dar un paseo por la finca para saber exactamente lo que tienes por delante. ¿Tienes algo para la lluvia?

—Un chubasquero en el Jeep. Iré a por el y nos reuniremos en el porche, ¿de acuerdo?

—Muy bien —replicó Hannah, poniéndose en pie.

Evan también se levantó y llevó su tazón al fregadero. Hannah cerró la caja de galletas y fue a por su impermeable, que estaba colgado de un perchero de pared.

—¿Podemos ir yo y Nellie? —preguntó Will, poniéndose de pie y abandonando sus bloques.

—Nelly y yo —lo corrigió Hannah—. Sí, podéis venir. Pero antes ve a por una toalla del armario, para secar a Nellie cuando volvamos a casa.

—Vale.

Will se marchó corriendo, con Nellie pisándole los talones, y Hannah se volvió hacia Evan. Observaba al niño con atención. La vaga sorpresa de sus ojos la inquietó un poco.

Se preguntó si era tan sincero y decente como ella quería creer. Quizá ocultara algo negativo sobre sí mismo y sus razones para estar allí, con la intención de crearle una falsa sensación de seguridad.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

Inmediatamente, Evan Graham centró su atención en ella. Su expresión cambió con sutileza y rapidez.

—En absoluto. Sólo pensaba que eres muy afortunada al tener a un niño tan sano y feliz.

Su actitud amistosa y abierta hacía fácil olvidar las duda. El estado de los jardines y los invernaderos no le permitía mucha elección. Necesitaba que fuera el hombre correcto por el bien de su negocio. No tenía nada que ver con lo mucho que le gustaba su aspecto.

—Sí, soy muy afortunada con mi hijo.

Evan Graham asintió una vez más, como si confirmara una opinión mental. Después, abrió la puerta y salió al porche.

—Iré por el chubasquero —dijo, cerrando a su espalda.

Hannah descolgó el impermeable pero, en vez de ponérselo, se acercó a la ventana y lo observó ir hacia el Jeep. Era un hombre interesante y atractivo en muchos sentidos. Pero seguía siendo un desconocido. Cualquiera podía asumir una actitud educada y agradable hasta ganarse la confianza de una mujer. Su comportamiento con Will y con ella, a diario, revelaría la verdadera naturaleza de su carácter.

Entretanto, no podía evitar alegrarse de que quisiera el empleo. Tras los meses de dolor, miedo y soledad que había soportado, tenía necesidad de contacto humano. No veía ningún peligro en disfrutar, con cautela, de la compañía de Evan Graham.

—Estamos listos —anunció Will. Se había puesto el impermeable y tenía una toalla en los brazos. Nellie agitaba el rabo, a su lado.

—Vamos, entonces —Hannah se puso el impermeable.

Durante un instante, tuvo la sensación de que iniciaba una aventura, por pequeña y tonta que fuera.