Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Jackie Braun Fridline
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un retorno inesperado, n.º 2575 - agosto 2015
Título original: The Heir’s Unexpected Return
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6825-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Unas densas nubes de tormenta cubrieron rápidamente el cielo y comenzaron a escupir lluvia como si fueran una ametralladora. Al mismo tiempo, las olas azotaban con fuerza la arenosa playa de Hadley Island. Como estaba en una de las islas de barrera frente a las costas de Carolina del Sur, la larga playa estaba acostumbrada a las embestidas del océano. Sin embargo, la furia de la Madre Naturaleza no era nada comparada con los sentimientos que se habían adueñado de Brigit Wright.
Sin preocuparle el hecho de que la tormenta estuviera arreciando, Brigit siguió andando. En el bolsillo del impermeable amarillo que llevaba puesto tenía una nota arrugada, que apretaba con fuerza en el puño cerrado. El hecho de imprimir el correo electrónico no había supuesto que cambiara su contenido.
Señorita Wright:
Llegaré a casa pasado mañana para una larga estancia. Le ruego que tenga preparadas mis habitaciones de la planta principal.
KF.
Dos concisas frases que le habían hecho hervir la sangre.
Kellen Faust, heredero de la fortuna de los Faust, regresaba a casa para continuar con su recuperación después del accidente de esquí que había sufrido cuatro meses antes en los Alpes suizos.
Si las noticias que Brigit había leído sobre el accidente eran ciertas, suponía que debería sentir pena por él. Además de una conmoción cerebral, de un hombro dislocado y de una muñeca rota, se había roto también un tobillo, se había dañado la rodilla y se había hecho pedazos el fémur de la pierna derecha. A pesar de los cuatro meses que habían pasado, aún estaba en medio de una larga y dolorosa recuperación. No obstante, Brigit no lo quería allí. No deseaba que interfiriera en los asuntos diarios a los que ella tenía que enfrentarse para ocuparse del exclusivo Faust Haven Resort. Prefería trabajar sin nada que le importunara.
La familia de Kellen tenía una enorme casa a las afueras de Charleston, como también una serie de viviendas de lujo esparcidas por toda Europa. ¿Por qué no había escogido él uno de esos lugares para recuperarse? Ciertamente, le resultarían mucho más cómodos para la enorme corte de aduladores y sicofantes que le permitían seguir viviendo en el mundo de Nuncajamás.
¿Por qué había elegido Faust Haven? No era su hogar, sino el de ella. De igual modo, Faust Haven le pertenecía, a pesar de lo que dijera en las escrituras. Mientras él se había pasado los últimos cinco años recorriendo Europa y gastándose el dinero familiar para disfrutar de la vida ociosa de los ricos, Brigit había estado trabajando duro para convertir un antiguo y casi olvidado hotel en un alojamiento de cinco estrellas que estaba muy de moda por la excelencia de los servicios y del entretenimiento que ofrecía, además de discreción y de vistas maravillosas. Tal era la popularidad de Faust Haven que no se podía reservar una estancia allí hasta cuatro años más tarde. Brigit había sido la artífice de todo aquello y lo había hecho sin la ayuda de los Faust.
Desgraciadamente, el heredero había decidido regresar y quería que le prepararan sus habitaciones. ¿Sus habitaciones? Durante el tiempo en el que ella llevaba ocupándose del resort, Kellen ni siquiera había pisado la isla. De hecho, por lo que Brigit sabía, no pisaba allí desde que era un niño. Por lo tanto, ella había tomado posesión del apartamento privado que había en la planta principal y había convertido el del director gerente en una suite de lujo por la que se pedía una suma de dinero nada desdeñable.
¿Dónde iba ella a dormir?
Lanzó una maldición que el viento no tardó en llevarse y se detuvo en seco. Entonces, miró hacia el lugar del que había salido. Las tres plantas del resort, que en realidad eran cuatro por los pilares que lo levantaban más de tres metros sobre el nivel del mar para impedir las inundaciones. Las dunas lo protegían de las embestidas del Atlántico.
Era su hogar.
Se había refugiado allí después de un desagradable divorcio. Con el orgullo hecho trizas y sintiéndose un completo fracaso, el aire del mar y la sensación de finalidad habían jugado un papel muy importante a la hora de apartarla del borde del abismo de la desesperación.
Con un suspiro, Brigit se dispuso a regresar. Tenía un trabajo que hacer y lo haría. En aquellos momentos, su prioridad era que Kellen Faust se instalara cómodamente en sus habitaciones. Cuando terminara esa tarea, se ocuparía de encontrarse un lugar en el que alojarse durante la estancia de Kellen en la isla.
Cuando llegó al resort, estaba completamente empapada. Había esperado tener tiempo para cambiarse de ropa y arreglarse el pelo antes de que llegaran los primeros huéspedes del día, pero vio que un enorme todoterreno negro estaba aparcando bajo el pórtico cubierto que daba acceso a la entrada principal.
El conductor salió del vehículo, al igual que otro hombre. Los dos eran muy altos y corpulentos. Se preguntó si serían guardaespaldas, aunque no le sorprendió. En el resort se alojaban personas muy importantes. Entonces, la puerta trasera se abrió.
Brigit se tapó la boca con la mano, pero no pudo reprimir un gemido de desesperación.
Kellen Faust. El heredero había decidido adelantar su llegada.
Jamás había visto en persona a Kellen. Intercambiaban correos electrónicos un par de veces al mes y, ocasionalmente, hablaban por teléfono. Él jamás había ido de visita. Y allí estaba. En carne y hueso. Sin embargo, no era lo que Brigit hubiera esperado.
Todas las fotografías que había visto de él, que eran muchas por la regularidad con la que salía en la prensa, mostraban a un hombre joven y guapo, de cabello castaño claro y profundos ojos color avellana, sonrisa despreocupada y un cuerpo tonificado a la perfección.
Por el contrario, el hombre que estaba descendiendo del todoterreno estaba muy delgado, casi escuálido, producto de las largas horas de inmovilidad. Las profundas ojeras que presentaba dejaban muy claro que, últimamente, no había estado durmiendo mucho. Seguía siendo guapo, pero su postura rígida y sus gestos de dolor parecían dejar muy claro que distaba mucho de sentirse despreocupado.
¿Vital, saludable, en forma? Nada de lo que había leído o visto anteriormente parecía encajar con el hombre que tenía ante sus ojos.
–Iré por la silla de ruedas, señor Faust –dijo el hombre que se había bajado del asiento del copiloto.
–¡No! Iré andando –le espetó él con voz airada.
–Pero señor Faust… –empezó el conductor.
–¡He dicho que iré andando, Lou! –lo interrumpió él–. ¡No soy un maldito inválido!
Kellen sacó la pierna izquierda sin demasiado esfuerzo, pero cuando tuvo que hacerlo con la derecha, tuvo que utilizar las dos manos para levantarla. Después, fue descendiendo con mucho cuidado hasta el suelo. Tenía un bastón en una mano y con la otra se agarraba al vehículo. Desgraciadamente, ninguno de aquellos dos apoyos pudo salvarle. Un segundo después de que los dos pies tocaran el suelo, la rodilla derecha se le dobló. El hombre al que él había llamado Lou consiguió agarrarlo antes de que se golpeara contra el suelo. Se escucharon unas airadas exclamaciones de furia. El otro hombre se acercó rápidamente para ayudar, lo mismo que Brigit.
–¿Quién diablos es usted? –le gritó Kellen mientras apartaba la mano que ella le había colocado sobre el brazo.
Ella se retiró la capucha del impermeable y le dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa muy profesional. Ciertamente, presentaba el peor aspecto posible para la ocasión. A pesar de la capucha, tenía el cabello mojado y el flequillo del que esperaba deshacerse en pocos meses se le había pegado por completo a la frente. En cuanto al maquillaje, dudaba que el poco que se había aplicado aquella mañana en pestañas y mejillas siguiera existiendo. Iba descalza y tenía las pantorrillas manchadas de arena húmeda. No se podía decir que fuera la imagen profesional que ella había planeado transmitirle cuando lo viera en persona por primera vez.
–Soy Brigit Wright. Hemos hablado por teléfono y por correo electrónico en muchas ocasiones a lo largo de los años, señor Faust. Soy la directora de Faust Haven.
La noticia no causó en él una cortés sonrisa, sino un bufido que bordeaba en el desprecio.
–Por supuesto –dijo él mirándola de arriba abajo–. Me lo imaginé enseguida.
¿Significaba eso que Kellen Faust se había hecho una imagen preconcebida de ella? En realidad, eso no le sorprendía y, para ser justos, ella había hecho lo mismo con él. Sin embargo, el comentario le escoció. Le molestó profundamente que, tan solo con una mirada, él fuera capaz de etiquetarla tanto profesionalmente como, sin duda, personalmente.
Brigit se aclaró la garganta y se irguió. No era una mujer muy alta. Dado que él estaba algo agachado aún, los colocaba a ambos a la misma altura. Cuando sus miradas se cruzaron, ella ni siquiera parpadeó.
–No le esperaba –replicó ella en tono neutro y profesional–. Recibí un correo suyo esta misma mañana en el que me decía que no llegaría hasta pasado mañana.
–He cambiado de opinión.
–Evidentemente.
–Estaba en Charleston de visita… Y ahora estoy aquí. Confío en que eso no suponga ningún problema, señorita Wright.
–En absoluto –le aseguró con una tensa sonrisa–. Solo quería explicarle que sus habitaciones aún no están listas.
–¿Y se supone que tengo que esperar aquí hasta que lo estén? –le preguntó con irritación.
A pesar de que el pórtico los resguardaba de la lluvia, el viento los mojaba de vez en cuando.
–Por supuesto que no –respondió ella. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada que conducía al vestíbulo–. Síganme, caballeros –añadió por encima del hombro.
Kellen siguió a la eficiente señorita Wright al interior del ascensor tras permitir a Lou y a Joe que lo arrastraran dentro. La había molestado, pero no le importaba. No era de extrañar, dado que se había mostrado tan grosero con ella. En otro momento, se habría sentido muy mal por haberla tratado de aquel modo. Desgraciadamente para ella, tanto su habitual buen humor como el encanto que lo acompañaba había desaparecido. Más bien, se le habían fracturado como la pierna derecha, tal vez sin posibilidad de recuperación. O por lo menos eso era lo que los médicos afirmaban. Se equivocaban. Tenía que ser así. No se podía pasar el resto de su vida de aquel modo, casi sin poder andar. Una mera sombra del hombre activo y saludable que era antes.
Las puertas del ascensor se abrieron. El vestíbulo parecía muy diferente a como él lo recordaba. Estaba pintado de color turquesa muy hermoso, acompañado de amarillo que parecía querer hacer recordar la arena de la playa. Esto, junto con las potentes luces que brillaban en el techo, le daban al vestíbulo un aspecto muy acogedor a pesar de la tormenta que rugía en el exterior.
Respiró profundamente, aliviando parte de la tensión que lo atenazaba. Distaba mucho de sentirse relajado, pero sabía que había hecho bien en ir allí a pesar de que llevaba dudando de su decisión de marcharse de Suiza desde que su avión aterrizó en Raleigh. Habían pasado ya doce años desde la última vez que Kellen pisó Charleston. Y mucho más desde la última vez que estuvo en la isla.
Miró a su alrededor.
–Esto… Esto está muy bonito.
–Terminamos la remodelación el otoño pasado. Todas las habitaciones se han decorado con un esquema de colores muy similar –comentó Brigit–. Creo recordar que le mandé por correo electrónico muchas fotografías.
Kellen no recordaba las fotografías. Probablemente ni siquiera se había molestado en abrir los archivos adjuntos. Estaba demasiado ocupado gastándose su dinero como para que aquello pudiera importarle. Bueno, todo eso había terminado. En cierto modo, el accidente le había venido bien. No podía seguir ignorando sus responsabilidades. Era hora de poner a trabajar sus conocimientos y ganarse el sustento.
–No le hacían justicia –murmuró.
Ni tampoco la imagen que Kellen se había formado de Brigit Wright.
Durante cinco años, se había limitado a firmarle los cheques, echando una ligera ojeada a los informes que ella le enviaba a primeros de mes y dando su aprobación a todas las mejoras que ella planeaba sin poner nada de su parte. Jamás había visto a la mujer a la que le había confiado todo lo que en aquellos momentos le quedaba de su fortuna.
Ella se había quitado el impermeable y estaba frente al mostrador de recepción con un polo de color aguamarina que llevaba el logotipo del resort y unos pantalones cortos de color blanco. Tenía unas bonitas piernas. Bronceadas y tonificadas, también muy largas. Le miró la estrecha cintura antes de fijarse en los senos, que tenían el tamaño adecuado para llenar las manos de un hombre.
Apartó inmediatamente la mirada, sorprendido de estar mirando de aquel modo a una empleada. Al mismo tiempo, le aliviaba su reacción, por básica que fuera. Llevaba tanto tiempo sintiéndose muerto…
–Necesito sentarme, señorita Wright. Y pronto, si no le importa.
–Por supuesto –replicó ella–. Sígame.
El orgullo lo empujaba a hacerlo por sus propios medios, a pesar de tener que hacerlo muy lentamente. Agarró el bastón y se volvió a mirar a Joe.
–Ayuda a Lou con el equipaje.
Oficialmente, Lou era su fisioterapeuta, pero a él no le importaba ayudar en lo que fuera cuando se le necesitaba. Se le pagaba bien y, además, no estaba especialmente ocupado dado que Kellen solía saltarse sus ejercicios diarios de estiramiento y fortalecimiento.
Sabía que tenía que hacerlos, por supuesto, pero saberlo y hacerlo eran dos cosas muy diferentes. En realidad, algunos días Kellen tenía suerte de levantarse de la cama, en especial cuando todos los especialistas le ofrecían un diagnóstico tan pesimista.
A pesar de utilizar el bastón para andar, el dolor era insoportable. Contuvo un gruñido de dolor y se preguntó por millonésima vez si habría hecho bien en dejar los analgésicos que el médico le había recetado, a pesar de que le dejaban algo atontado y mareado. Le preocupaba que el hecho de poder olvidarse de todo terminara convirtiéndole en un adicto.
Avanzaba muy lentamente, con paso lento, a pesar de que al menos podía soportar su peso. Brigit se volvió en una ocasión, con la preocupación marcada en su rostro, pero no se ofreció a ayudarlo. Se limitó a mantener las distancias y a no decir nada. Aparentemente, había tomado nota de lo ocurrido en el exterior. Se alegraba. Kellen odiaba que la gente estuviera siempre dispuesta a ayudarlo. Al inválido.
Las mujeres eran normalmente las peores. Por eso había dejado de recibir a las que solían ir a visitarle a su chalet de la montaña. En cuanto a los hombres, sus amigos habían desaparecido cuando resultó evidente que Kellen ya no iba a celebrar ninguna de las fiestas por las que se había convertido en leyenda.
Kellen se preguntó qué era lo que decía sobre él el hecho de que la única lealtad que pudiera conseguir entre la gente fuera con personas como Joe y Lou y, sí, la señorita Wright. Personas a las que pagaba.
Detrás del mostrador de recepción, había una puerta que conducía a un pequeño pasillo. Allí estaban las oficinas, la lavandería y los cuartos de suministros. Recordaba haber jugado al escondite allí, cuando iba a visitar a su abuelo. La sala de descanso para el personal era nueva, pero no preguntó. Sin duda ella le había hablado al respecto en uno de los innumerables correos que le había enviado.
El apartamento del dueño estaba a la derecha. La puerta estaba cerrada y tenía una placa en la que se leía Privado justo debajo de la mirilla. Brigit se sacó una llave del bolsillo y la abrió. Kellen entró y se vio asaltado por los recuerdos de su abuelo, la única persona cuyo amor había sido completo e incondicional. Sin embargo, igual que le había ocurrido en el vestíbulo, nada allí era tal y como él lo recordaba.
La última vez que Kellen estuvo allí, la decoración era mucho más masculina. No solo los tonos pastel parecían más propios de una mujer, sino también los muebles y la decoración en general. Ya no olía a la pipa de su abuelo. El aroma era ligero, fresco. Era el aroma de Brigit, lo que le resultó excitante y reconfortante a la vez.
–Usted vive aquí.
–Llevo viviendo aquí unos años, sí –admitió ella–. Alojamiento y manutención son una de las cosas buenas de este trabajo.
–Lo sé, pero era el apartamento de mi abuelo. Es para el dueño. No me había dado cuenta…
–¿No se había dado cuenta? –preguntó ella con incredulidad–. Pero si se lo dije…
–Pensaba que había un apartamento al otro lado del vestíbulo para el director –la interrumpió él.
Brigit frunció los labios antes de responder, lo que hizo que Kellen se fijara en ellos y viera que no necesitaban maquillaje alguno para resultar atractivos.
–Así es… o más bien era. Sin embargo, dado que este apartamento estaba aquí siempre vacío, yo… Es decir, nosotros, decidimos que tenía más sentido convertirlo en una suite de lujo que pudiera acomodar a cuatro huéspedes o más para estancias más largas.
–¿Nosotros?
Brigit se sonrojó.
–Le envié varios informes en los que se enumeraban los pros y los contras. Usted me dijo que estaba de acuerdo con el análisis de beneficios que le envié cuando le hice la sugerencia.