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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Caroline Anderson

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un trabajo para toda la vida, n.º 2578 - septiembre 2015

Título original: Just Another Miracle!

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 1999

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6828-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TENDRÍA que haberlo supuesto.

Si no hubiera estado tan absorta mirando la fachada, enmarcada por un impresionante cedro, habría prestado más atención a sus instintos.

Pero estaba totalmente absorta mirando la gloriosa simetría de los innumerables ventanales, admirando la gracia arquitectónica de la luz reflejada sobre la puerta y en el camino de gravilla

Un espectáculo impresionante.

Era precioso. No era ni ostentoso, ni pretencioso, sino suficientemente bello como para quitarle a uno la respiración, con el sol de la mañana bañando con sus rayos dorados los ladrillos de color crema. Salió del coche y se dirigió hacia la puerta de entrada. Estaba un poco abierta. Oyó un ruido metálico al fondo, cuando llamó a la puerta. En el silencio que lo precedió, oyó unas risas.

–¿Hola? ¿Hay alguien? –llamó.

Las risas se intensificaron y alguien chistó.

Tendría que haberlo supuesto. Después de todos aquellos años conviviendo con Tom, David y Peter, sus hermanos, debería habérselo imaginado.

Abrió la puerta con mucho sigilo y entró. Justo en ese momento una bolsa de harina le cayó en la cabeza.

Las risas se convirtieron en carcajadas, seguidas de un ruido de pasos bajando por las escaleras.

Poppy no lo dudó un momento. Se quitó los zapatos y salió corriendo detrás de los bribones.

Una puerta se cerró a su derecha, la abrió de golpe y los pilló justo cuando iban a meterse en el armario.

–Buenos días –los saludó, y los sacó de su escondrijo.

Eran dos hermanos gemelos. Tenían los brazos y las piernas de chicos de más edad, pero sus rostros, con el pelo rizado, parecían los de los querubines. Sin embargo, durante los primeros segundos de haberlos pillado en su travesura, todavía conservaban en su mirada un tono malicioso.

Poppy los soltó, se cruzó de brazos y aguardó.

La evidencia de la travesura que acababan de hacer estaba frente a ellos. Se quedaron inmóviles, mirando con asombro la figura cubierta de harina.

–¿Y bien? –comentó ella.

–Lo sentimos –dijeron los dos al mismo tiempo.

–Claro que lo vais a sentir. ¿Quiénes sois?

–Yo soy George...

–Él es George.

Poppy miró al que no era George.

–¿Y tú?

–William.

–¿Hay alguien más?

Los dos movieron en sentido negativo las cabezas.

–Muy bien, George y William, creo que tenéis un trabajo que hacer.

Los dos se quedaron mirándola.

–Tenéis que limpiar lo que habéis ensuciado.

Sus rostros se entristecieron.

–Vamos abajo, porque vais a tener que barrer y fregar el suelo. Por suerte no hay alfombra. De haberla habido, os habríais pasado cepillando una semana.

Les puso una mano en el cuello de cada uno y se los llevó escaleras abajo, los ayudó a buscar los utensilios de limpieza, les quitó los zapatos y se metió en el cuarto de baño a limpiarse un poco.

Era casi imposible. Estaba cubierta de harina, como si fuera un pastel de manzana. Se sacudió la que tenía en los hombros, se soltó el pelo, que lo tenía completamente blanco, se lo sacudió y se lo volvió a recoger.

Se miró al espejo y vio que parecía una pantomima. Era imposible causar una buena impresión. Era una tontería intentarlo.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo, sus tacones resonando en el mármol de color negro y blanco.

–Seguid restregando –les reprendió–. ¿Dónde está vuestro padre?

Los dos pusieron cara de terror y su enfado disminuyó por momentos.

Uno de los dos, George posiblemente, señaló:

–En la biblioteca. ¿Le va a contar lo que ha ocurrido?

–No creo que sea necesario –le respondió, dirigiéndose hacia la puerta que le había indicado. Llamó y entró.

El padre no pareció oír los golpes. O no los oyó, o no prestó atención a ellos. Cuando la vio, levantó una mano, indicándola que esperara, y la bajó de nuevo.

–Eso no sirve, Mike. Tiene que ser algo mejor.

Poppy se preguntó qué era lo que no servía, mientras estudiaba al progenitor de aquellos dos pillos que había dejado en el vestíbulo. Supuso que era su progenitor, aunque en realidad la palabra que se le había ocurrido era «perpetrador», que era la que se le aplicaba a una persona que cometía un crimen.

El hombre estaba sentado, dándole la espalda, con los pies apoyados en la mesa, el teléfono en la mano. Era evidente que estaba hablando de negocios, por lo que Poppy dejó que continuara. Tenía mucho tiempo para decirle lo que le tenía que decir.

Trató de imaginarse su aspecto, lo cual era muy difícil desde donde estaba.

Era un hombre grande, saltaba a la vista, aunque solo se le viera medio cuerpo. Casi seguro que era el padre de las dos criaturas. Su pelo rizado lo delataba.

¿Qué edad tendría? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco? No, algo mayor. Tenía la voz profunda, confiada, la voz de un hombre que sabía lo que quería y lo conseguía. Tenía el pelo fuerte, todavía sin señales de calvicie.

¿Color de ojos? Azules, seguro. Con aquel tono de voz, no podían ir otros ojos. Seguro que tendría alguna cicatriz en la nariz, de alguna pelea que tuviera en el colegio. Labios gruesos. O a lo mejor no, a lo mejor eran labios que no estaban acostumbrados a reír, a pesar de que no le faltaba sentido del humor.

Poppy se preguntó cómo se podía estar imaginando todo eso de tan solo una conversación.

Aunque la verdad, era algo que una se podía imaginar después de leer el anuncio, según lo había comentado con uno de sus hermanos la noche anterior.

–«¿Estás ahí, Mary Poppins?» –había leído Tom–. «Somos dos niños muy buenos, que solo necesitamos un poco de mano dura».

–¿Ah sí? –había comentado David–. Al menos, reconocen lo que necesitan.

–Pues yo creo que se consiguen más cosas con cariño –comentó Peter.

–Yo prefiero mano dura –comentó su padre, mientras leía el Farmer’s Weekly.

–Callaos todos. Esto suena interesante. Además, no pueden ser peores que vosotros. Dice que hay que tener coche y que pagan muy bien. Además, dice que si cocino mejor que su padre, pues que sería maravilloso –dejó el periódico en la mesa y miró a su familia, que estaba con actitud expectante–. Me gustaría saber dónde es.

–Quién es, es lo más importante –respondió su padre–. Parece que es un viudo o separado...

–¡Eso es magnífico! Puede que hasta te enamores...

–¡Thomas! ¡Basta de bromas! Y quita los pies de la mesa –Audrey Taylor se levantó y le dio un manotazo a los pies de su hijo–. ¿Qué más dice el anuncio?

–Nada –respondió Poppy–. Hay un número de teléfono, que tiene el prefijo de Norwich. Me puede servir hasta septiembre.

Su último trabajo de cuidar niños se había acabado hacía unas semanas, al irse la familia fuera. Ella había pasado las navidades en casa, pero había llegado el momento de encontrar algún trabajo, algo hasta que se fuera al colegio después del verano, si es que al final se iba.

Vio el anuncio, le picó la curiosidad y se preguntó quién lo habría puesto. Quien quiera que lo hubiera escrito, tenía sentido del humor.

–No pierdo nada con llamar –dijo para sí misma, encogiéndose de hombros. Levantando el periódico, salió de la cocina y se fue al despacho.

Un gato, de proporciones considerables, estaba hecho un ovillo en una silla. Lo hizo saltar al suelo. Ofendido, se marchó, con la cola estirada, moviendo la punta en gesto de reprobación, mientras ella marcaba el número de teléfono.

No contestó nadie. A las ocho y media de la tarde de un viernes, lo más probable era que hubieran salido. Sintiéndose un tanto decepcionada, estaba a punto de colgar, cuando oyó un chillido al otro extremo de la línea.

–¡Lo tengo!

Cerró los ojos y se apartó un poco el auricular.

–Hola, quería hablar con...

–Ya viene mi padre. Es una señora.

–Está bien, a la cama, venga. ¿Hola?

Tenía una voz profunda, sensual, como si estuviera muy cansado. Poppy frunció los labios.

–Soy Mary Poppins –dijo–. Al parecer, anda en apuros.

Hubo un sonido al otro extremo de la línea, que bien podría ser el de una risa reprimida. Pero bien podría ser otra cosa.

–Tiene razón –contestó él–. Mire, en estos momentos no puedo hablar. ¿Cuándo cree que puede empezar?

Poppy parpadeó. ¿Tan fácil iba a ser?

–Ahora mismo –le respondió ella, al instante.

–Muy bien. ¿Podría venir para una entrevista mañana? ¿A las nueve, por ejemplo?

Y allí estaba ella, preguntándose cómo se le había ocurrido pensar que aquel hombre tenía sentido del humor. Probablemente fue su secretaria la que había redactado el anuncio. Los niños que había visto en el vestíbulo, necesitaban algo más que cariño. Necesitaban alguien con autoridad, y el hombre que le estaba dando la espalda requería una lobotomía.

Se tomó unos segundos en admirar el color gris de su traje, que tan bien le sentaba sobre sus anchos hombros. Al fin y al cabo, no podía hacer otra cosa que esperar.

Era un buen traje. Tenía un aspecto suave, como el de que da la pura lana, con un toque de seda, y le sentaba realmente bien. Era un poco desproporcionado, para ser un domingo por la mañana, con los dos gemelos en casa. No obstante, siguió admirándolo, al tiempo que pensaba en la sensación que sería acariciar una tela tan suave.

Apartó los ojos de sus hombros y echó un vistazo alrededor de la habitación. Se podían saber muchas cosas de una persona, por la casa donde vivía. Ella, por ejemplo, tenía su casa decorada con cosas que compraba en las tiendas de muebles de segunda mano. Al ver aquella habitación tan elegante, dudaba que aquel hombre hubiese estado en una de esas tiendas.

Las paredes estaban cubiertas de librerías, a excepción del tramo donde estaba la chimenea, la cual, mucho dudaba que hubieran encendido un fuego.

Al lado de la chimenea, había un sofá muy grande y muy cómodo, con una pila de papeles en una esquina. No había más en la habitación, a excepción de la mesa y los libros.

Las estanterías estaban a rebosar de libros de todas clases. Sacó uno, que trababa de las casas de Suffolk y empezó a hojearlo.

Estaba terminando la conversación, así que esperó hasta que colgara.

–Ahora no, chicos –murmuró, pulsando algunos números en el teléfono–. Salgo enseguida.

–¿Chicos? –comentó ella, y cerró el libro.

El hombre se dio la vuelta y la miró a los ojos.

Los tenía castaños, no azules. Unos ojos castaños, con un cerco verde oliva y enmarcados por unas pestañas marrón oscuro, por las que habría vendido su alma.

Al cabo de un par de segundos, durante los que aquellos ojos color castaño la miraron con gesto de sorpresa, la volvió a mirar a la cara.

–¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

–He estado haciendo pan –comentó, con cierto sarcasmo–. Había quedado con usted para una entrevista. Yo soy...

–Mary Poppins. Lo sé. Reconozco su voz. Llega tarde.

–Llegué temprano, pero es que me han entretenido...

El hombre dejó el bolígrafo en la mesa, con gesto pensativo.

–¿Qué es lo que ha pasado? –le preguntó–. ¿O es mejor no saberlo?

–¿No se lo imagina?

–Ha conocido a los gemelos –se pasó una mano por la cara–. Lo siento...

–Y yo. Solo quiero que sepa que están limpiando lo que han ensuciado. Y yo me voy. Adiós.

Se dio la vuelta, pero él llegó primero a la puerta y le impidió salir.

–Espere, por favor. Siento de verdad que haya tenido un inicio tan accidentado...

–¿Accidentado? –Poppy casi se echa a reír a carcajadas–. ¡Mire cómo me han puesto! –dejó salir su respiración y se dio la vuelta para mirarlo. Tragó saliva. Estaba acostumbrada a los hombres altos, sus hermanos eran unos tiarrones, pero tenían todavía un aspecto juvenil. Aquel hombre, era inmenso–. ¿Señor...?

–Carmichael...

–Señor Carmichael, mientras usted estaba sentado aquí, en su torre de marfil, esos niños estaban haciendo de las suyas. Podrían haberse hecho daño con cualquier cosa.

–Yo no estaba tan lejos.

–No, pero no les estaba prestando atención. Están en una edad que no puede quitarles los ojos de encima en ningún momento...

–¿Cómo se atreve a venir aquí, sin saber nada de la situación y decirme cuáles son mis obligaciones? –le preguntó, levantando la voz.

Ella permaneció en su sitio.

–No me grite solo porque se sienta culpable –le respondió ella, muy acalorada–. Me atrevo, porque nada más cruzar por su puerta, me ha caído encima una bolsa de harina, que sus hijos habían colocado allí. ¡Y usted sin enterarse! ¡Solo Dios sabe qué otras travesuras habrán hecho...!

–¡A mí no tiene que darme nadie lecciones de cómo cuidar a mis hijos, y menos una chiquilla que no levanta dos palmos del suelo! –le respondió, muy enfadado–. ¡No puse el anuncio para una cuidadora de niños, porque me las puedo arreglar sin una!

Poppy alzó la cabeza y se encontró con sus ojos. Los de ella echaban chispas. Tomó aliento y bajó la voz, intentando recuperar el control de la situación.

–Ojalá encuentre lo que busca, señor Carmichael –le respondió, con toda la dignidad que pudo reunir–. Tendrá que ser una persona muy especial la que se pueda ocupar de su familia. Disculpe.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo.

Los chicos estaban entre fregonas y escobas, con los ojos como platos.

–Lo sentimos, papá –dijeron.

–¡Ya me encargaré de vosotros más tarde! ¡Idos a la habitación! –les regañó.

Salieron corriendo, deteniéndose a mitad de escalera, para sacarle la lengua.

Lanzando un juramento, el padre empezó a subir las escaleras, pero Poppy se lo impidió.

–Espere, lo único que quieren es llamar la atención. Con regañarles no se arregla nada. Lo que tiene que hacer es calmarse y después ir a hablar con ellos.

Poppy sintió la lucha que mantuvo en su interior durante unos segundos, al cabo de los cuales, bajó los hombros y se dejó convencer.

–Lo siento. Tiene razón –le respondió–. Perdone. ¿Podemos empezar otra vez?

Su sonrisa fue muy tentadora y Poppy no tuvo más remedio que ceder.

–Es lo mejor –le respondió, con una sonrisa.

–James Carmichael.

–Poppy Taylor –tenía una mano fuerte y cálida. Poppy se quedó sorprendida al comprobar que el calor le iba irradiando a lo largo del brazo y que llegaba hasta sus mejillas. Apartó la mano y se la metió en el bolsillo.

–¿Me quiere usted salvar la vida, Poppy Taylor? –le preguntó, con un cierto tono de desesperación.

Poppy casi se echa a reír. Era increíble, un hombre casi diez veces su tamaño, seguramente un hombre de negocios, al que habían logrado reducir dos niños.

–¿Tan mal está?

–¿Quiere que se lo cuente, mientras tomamos café?

–Encantada.

Lo siguió hasta la cocina, que estaba en la parte de atrás de la casa y, cuando entró, cerró los ojos.

Allí parecía que había habido una guerra.

–Lo siento, pero es que la chica que se encarga de la limpieza está enferma y no he tenido tiempo –le explicó.

Poppy no se podía creer lo que estaba viendo.

¿Cómo podía ser que un hombre que parecía ser capaz de hacer muchas cosas, no podía dedicarse a las sencillas labores domésticas?

Retiró una pila de ropa de una de las sillas y se la ofreció.

–Siéntese. Voy a hacer café.

–¿Quiere que friegue unas tazas? –se ofreció, y él respondió con tal celeridad que casi le da la risa.

Puso la tetera en el fuego y se fue por un paño, colocándose a su lado, para limpiar las tazas que ella estaba fregando.

Algo tan simple como las tareas domésticas, lograba romper muchas barreras.

–Siento mucho lo que le han hecho los niños –le dijo, al cabo de unos segundos, con un tono muy sincero–. La verdad, se ha comportado de forma muy razonable.

–Es que tengo tres hermanos más pequeños –le respondió ella.

–Ah –dijo él. Eso fue todo. Solo se intercambiaron unas miradas y sonrisas de entendimiento.

–¿Cómo es que necesita alguien que le cuide los niños?

–Porque soy viudo. Mi mujer murió hace cinco años, cuando ellos tenían tres. Teníamos un ama de llaves, una persona encantadora, que se quedó hasta que empezaron a ir a la escuela. Después, contraté a una serie de cuidadoras y gente que echara una mano. Hasta que la última niñera... –estuvo dudando unos segundos, con la boca apretada–. Digamos que se fue de repente en agosto.

–Oh.

–Justo en el verano. Afortunadamente, logré convencer al director del colegio al que yo iba, para que los admitiera internos a partir de septiembre, pero no encajaron muy bien. Los volví a enviar a principios de este trimestre, confiando en que les fuera un poco mejor, pero me llamaron la semana pasada y me dijeron que me los llevara.

–¿Es que no se encontraban a gusto? –le preguntó ella, con rostro de preocupación.

–¡Es que no los soportaban! –exclamó él–. ¡Habían pintado de blanco los bancos de madera del campo de cricket.

Poppy reprimió una carcajada.

James empezó a secar otra taza.