Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Susanne James. Todos los derechos reservados.
AMOR EN ROMA, N.º 2034 - octubre 2010
Título original: The Boselli Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9188-2
Editor responsable: Luis Pugni


E-pub x Publidisa

Capítulo 1

OR QUÉ no vuelves al hotel y te acuestas, Coral? Hoy hace mucho calor –comentó Emily, mirando compasivamente a su amiga mientras recorrían las calles de la ciudad bajo un sol abrasador.

–¿Calor? Esto es un infierno –dijo Coral, quitándose el sombrero para secarse el sudor de la frente–. Debemos de estar a más de cuarenta grados –suspiró–. Creo que voy a tomar un taxi para volver... ¿Te queda mucho más por hacer, Ellie?

–La verdad es que no, pero me gustaría ver un sitio más antes de acabar por hoy –respondió Emily, echándole un vistazo al reloj–. Estaré de regreso antes de las cinco; así tendré tiempo para descansar y ducharme antes de que salgamos a cenar.

Las dos amigas se alojaban en un pequeño hotel de Roma, situado en el barrio de Trastevere. Emily estaba visitando hoteles y restaurantes para la agencia de viajes para la que trabajaba, y era la primera vez que viajaba acompañada al extranjero. El novio de Coral, Steve, la había abandonado recientemente y Emily la había invitado a ir con ella a Roma para animarse. «Un cambio te vendrá bien, Coral», le había dicho. No le hizo falta mucha persuasión para convencerla.

Emily sabía muy poco italiano, pero estaba decidida a hacerse entender en los locales que debía investigar. Confiaba además en que el personal italiano supiera inglés para entenderse con el continuo flujo de turistas procedentes del Reino Unido.

Se detuvo a comprarse un helado de capuchino y echó a andar por una calle sombreada. Volvió a detenerse para lamer el helado rápidamente, antes de que se derritiera y fuera imposible degustarlo, y siguió caminando con pereza y sopor. Quizá debería volver ella también al hotel, pero tenía que visitar un restaurante más antes de concluir su jornada.

Se sumergió en la calurosa e histórica atmósfera de la ciudad eterna y se pregunto si sus padres habrían caminado por aquella misma calle en alguno de sus muchos viajes. Se le formó un doloroso nudo en la garganta al pensar en su madre, quien había muerto cuatro años atrás, cuando Emily tenía veintiuno. Su padre, Hugh, había seguido adelante en solitario, pero Emily sabía que no le resultaba nada fácil. Siempre habían estado muy unidos y habían sido unos padres maravillosos para ella y su hermano, Paul. Paul sólo era unos años mayor que ella, pero era muy maduro y juicioso, además de un abogado implacable. Emily deseaba que estuviera con ella en esos momentos y poder darle un abrazo.

Estaba tan absorta en sus divagaciones que casi se chocó con alguien que estaba sentado en la acera, frente a una pequeña tienda de vidrio y cerámica. Estaba recostado en una butaca, con sus largas piernas extendidas delante de él y su sombrero de ala ancha cubriéndole el rostro. Debía de estar durmiendo, porque no hizo el menor movimiento para observar a Emily mientras ella se detenía a mirar los expositores de la entrada. Avergonzada por lo cerca que había estado de tropezar con él y acabar sentada en su regazo, carraspeó ligeramente y se concentró en examinar un par de artículos, aunque no tenía intención de comprar nada. Si adquiriera algún recuerdo en todos los lugares que había visitado desde que empezó a trabajar en el extranjero, su pequeño apartamento se convertiría en un almacén atestado de objetos inservibles. Aunque por otro lado... siempre quedaría hueco para algún jarrón más.

Entró en la tienda y agarró con cuidado una jarrita para mermelada. Su padre había empezado a elaborar su propia mermelada y le encantaría un regalo como ése.

–Es única –dijo una voz masculina, terriblemente seductora.

Emily se giró bruscamente y se encontró con los ojos más negros que había visto nunca. La figura inerte de la entrada había vuelto a la vida... Se había quitado el sombrero y sus brillantes cabellos negros le caían descuidadamente sobre la bronceada y sudorosa frente.

–¿Perdón? –preguntó Emily, ruborizándose como una adolescente.

Su reacción la irritó y se reprendió a sí misma. Aquél no era el primer italiano con el que se tropezaba, por amor de Dios.

–Es única –repitió él, y desvió brevemente la mirada para agarrar otra jarra–. Cada pieza es única –añadió, girándola lentamente en sus largos dedos.

Emily sonrió por dentro. Era un hombre de pocas palabras, lo que parecía indicar que su inglés era tan pobre como el italiano de Emily.

–Son... muy... bonitas –murmuró lentamente–. ¿Cuánto...?

El hombre sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos que contrastaban con su piel bronceada. Sin apartar los ojos de ella, señaló la etiqueta con el precio en la base de la jarra y arqueó una ceja.

–Claro... Debería haberme fijado –dijo Emily, sacando rápidamente la cartera.

–No pasa nada –hablaba despacio y con cuidado, como si hubiera memorizado las frases básicas para atender a los clientes. Apenas había pronunciado un puñado de palabras, pero no parecía necesitar mucho más para llevar aquel pequeño y discreto comercio.

Emily le sonrió al tenderle los euros. Los dedos del hombre se mantuvieron sobre los suyos unos segundos más de lo necesario, pero Emily descubrió con sorpresa que le gustaba sentir su tacto. No era ofensivo en absoluto, sino cálido y afectuoso. Lo que ella más necesitaba en esos momentos.

Vio cómo envolvía cuidadosamente la jarra, antes de meterla en una bolsa y entregársela a Emily.

–¿Es para usted?

Emily no pudo evitar sonreírle otra vez.

–No. Es un regalo... Para mi padre –añadió–. Le... le gusta preparar su propia mermelada –¿por qué se molestaba en darle aquella información? Aquel hombre sólo estaba siendo amable. No necesitaba saber detalles sobre su familia.

–Ah, sí... –su expresión se tornó seria por un momento–. Su padre... ¿está solo?

Emily dudó un instante.

–Mi madre murió... no hace mucho –respondió en voz baja.

El hombre la sorprendió entonces al agarrarle la mano y apretarla delicadamente. No fue un tacto como el anterior, sino más bien un gesto impulsivo de compasión.

–Lo siento –murmuró, soltándola y apartándose.

–Muchas gracias –respondió ella, dándose la vuelta–. Por... la jarra.

Él ladeó ligeramente la cabeza.

–No hay de qué.

Emily salió de la tienda y se alejó por la calle, tan aturdida como si hubiera sufrido una insolación. El encuentro con el que seguramente era el italiano más atractivo que había visto jamás la había afectado más de la cuenta. O eso o le habían echado algo en el helado de capuchino.

Desde la puerta de la tienda vio cómo ella se alejaba. La había visto acercándose por la calle unos minutos antes, y habría tenido que ser ciego para no fijarse en su apetitosa figura, en aquel vestido sobre las rodillas que revelaba unas piernas bronceadas y bien torneadas, en los largos cabellos rubios sobre los hombros y en las sandalias que relucían al calor del día. Era evidente que no tenía ninguna prisa, o al menos eso había creído él al ver cómo disfrutaba de su helado. Se había detenido un par de veces mientras lo lamía con deleite, había paladeado hasta la última miga del cucurucho y había sacado un pañuelo del bolso para limpiarse los labios.

Saltaba a la vista que no era italiana. Seguramente era inglesa, o quizá alemana, o tal vez sueca. Un estremecimiento de deseo muy familiar le había recorrido la espalda mientras la veía acercarse, y había mantenido la cabeza agachada deliberadamente para seguir observándola mientras fingía dormir. Entonces ella le había dado la oportunidad perfecta al pararse para examinar los artículos a la venta y comprar algo, y él no la había desaprovechado. Se había tomado su tiempo envolviendo la jarrita de mermelada y aspirando la sutil fragancia de su perfume.

Dejó escapar un suspiro al perderla de vista. Había sido como una alucinación pasajera en el sofocante calor de la tarde. Molesto, echó un vistazo a su reloj. Aún le quedaba otra hora hasta que fueran a relevarlo y él pudiera irse a tomar un merecido trago para refrescarse.

A Emily le costó un poco encontrar el restaurante de su lista, pues ninguna de las personas a las que preguntó parecía conocerlo. Pero finalmente consiguió dar con su localización y mantuvo una breve entrevista con el encargado. El local estaba bien equipado y ofrecía un ambiente muy agradable. El tipo de restaurante donde a Emily le gustaba comer. Se quedó con algunos menús y folletos y volvió al hotel en taxi.

Coral estaba tendida en la cama, leyendo una revista.

–Ah, ya estás aquí... ¿Has acabado lo que tenías que hacer? –le preguntó, mirando a Emily y pensando lo bonita que era su amiga. Tenía la misma figura que ella había lucido en su adolescencia–. Pareces tan fresca como una lechuga, Ellie... Has tenido mucha suerte de no quemarte con este sol –comentó–. No como yo. Con esa piel tan blanca deberías haberte puesto tan roja como un cangrejo –suspiró–. No es justo... –con su piel pecosa y su pelo rojizo, Coral necesitaba una protección especial para soportar aquellas condiciones.

–Tal vez no me haya quemado por fuera, pero por dentro estoy ardiendo –replicó Emily con una sonrisa–. Voy a darme una ducha fría enseguida –sacó una falda de algodón y una camiseta de su equipaje y entró en el cuarto de baño–. No tardo nada.

Un poco después, habiéndose refrescado y arreglado, las dos chicas abandonaron el hotel y tomaron un taxi para ir al centro.

–Con tu experiencia seguro que conoces los mejores sitios para comer –comentó Coral mientras caminaban por las atestadas calles.

–Aún me queda mucho por aprender –dijo Emily–. Ésta es la segunda vez que estoy en Roma, pero sin duda hay mucho para elegir –pasaron por delante de un restaurante tras otro y finalmente se detuvieron a examinar el menú en la puerta de un bonito establecimiento–. Tiene buena pinta... ¿Probamos aquí?

Ocuparon una mesa bajo el toldo y Coral suspiró con expectación.

–Sólo con pensar en la comida ya se me abre el apetito –miró a Emily–. En estos momentos no querría estar en ningún otro sitio... ni con ninguna otra persona.

Emily le sonrió. A Coral siempre le había gustado comer, pero desde que rompió con su novio el mes anterior había perdido mucho peso, lo cual no era normal en ella. El apetito de Coral era legendario, y estaba intrínsecamente ligado a su popularidad y optimismo ante la vida.

–Lo único que falta es que un italiano guapísimo caiga a mis pies y me proponga una cita romántica en algún lugar idílico –dijo Coral mientras leía el menú–. Pero no hasta que haya acabado de comer –se apresuró a añadir.

Emily se alegraba de que el viaje le estuviera sentando tan bien a Coral. Parecía estar recuperando su entusiasmo y olvidando su depresión, al menos de cara a los demás. Coral y Steve habían estado juntos durante cuatro años, sin que ninguno quisiera comprometerse en serio, hasta que un buen día Steve declaró que ya había tenido suficiente y que quería acabar con la relación. El golpe fue demoledor y Emily lo sintió en sus propias carnes al ser su compañera de piso. Coral siempre había sido una chica alegre y optimista y era horrible verla con el ánimo por los suelos.

Emily frunció el ceño mientras recorría el menú con el dedo. Estaba muy bien pensar en las relaciones de los demás, pero ¿qué pasaba con ella? Tenía que admitir que su propia vida no soportaría un escrutinio demasiado severo. ¿Y a quién podía echar la culpa? Había perdido la confianza en las relaciones estables desde que Marcus, su último novio, sucumbió a los encantos de la mejor amiga de Emily. La chica nunca había ocultado que le gustaba Marcus, pero Emily cometió el error de confiar ciegamente en él. En aquella ocasión le tocó a Coral ayudarla a recoger los pedazos de su maltrecho corazón.

De eso hacía más de un año, y aunque Emily apenas pensaba en Marcus había aprendido una dura lección. No se podía confiar en las personas a las que una creía conocer, y mucho menos en los hombres atractivos e interesantes, incapaces de resistirse al sexo femenino.

Un joven camarero italiano les tomó nota y al cabo de dos minutos les sirvió dos copas de vino blanco. Coral levantó la suya enseguida y le sonrió a Emily.

–Salud –tomó un largo trago y Emily la imitó. Era estupendo contar con la compañía de su amiga en aquel viaje, a pesar de que empezaba a acostumbrarse a valerse por sí misma.

Coral se recostó en la silla y miró alrededor.

–Hay abundante material por aquí –dijo en tono melancólico–. Mira a esos dos tipos de ahí, Ellie... ¿No te parecen guapísimos? –se calló un momento–. ¡Eh, nos están mirando! A lo mejor tenemos suerte y...

–Tal vez la tengas tú, en todo caso –la interrumpió Emily alegremente–. Pero a mí no me metas. Mañana me espera un día muy ocupado y voy a acostarme en cuanto acabemos de cenar.

–Eres una aguafiestas –le reprochó Coral–. Además, sólo estaba bromeando –declaró, aunque siguió mirando a los hombres y devolviéndoles las sonrisas.

–No los animes, Coral –le aconsejó Emily–, o luego será muy difícil quitárnoslos de encima.

Les sirvieron los platos y durante los próximos diez minutos Coral estuvo devorando su comida sin decir una sola palabra.

–La ternera está muy tierna –comentó Emily–. Y la salsa es deliciosa.

–¡Me encantan las patatas fritas! –exclamó Coral–. Tenía miedo de que sólo fuéramos a comer pasta en este viaje.

Las raciones eran tan generosas que sólo hacía falta fruta y café para completar la cena. Pero Coral insistió en pedir más vino, desoyendo las protestas de Emily.

–Emily, por favor... Estamos de vacaciones, ¿recuerdas?

–De vacaciones estás tú, no yo –replicó Emily, pero se bebió el vino de todos modos. No quería fastidiarle la diversión a Coral, cuyo entusiasmo llegaba a ser contagioso.

Mientras se tomaban el vino, los dos hombres a los que Coral había estado sonriéndoles se acercaron y, sin pedir permiso, arrastraron dos sillas hasta su mesa para sentarse.

–¿Podemos sentarnos? –les preguntó uno de ellos cuando ya lo hubieron hecho.

Emily se limitó a encogerse de hombros, pero Coral no cabía en sí de gozo.

–Pues claro –respondió con una radiante sonrisa, mirando fugazmente a Emily.

Uno de los hombres llamó a un camarero y pidió más vino. Los dos eran muy jóvenes, apenas veinte años, bien parecidos y ataviados con ropa informal, y claramente animados por las descaradas miradas de Coral.

Les costó entender que las chicas eran inglesas y que estaban de vacaciones. Su inglés era pésimo y les costaba hacerse entender, riéndose a carcajadas por los continuos fallos que cometían. Se iban animando cada vez más, pero cuando uno de ellos agarró a Emily de la mano, la miró fijamente a los ojos y le dijo lo bonita que era, la chica tuvo suficiente. Podía tolerar hasta cierto punto por el bien de Coral, pero no estaba dispuesta a ir más allá. Apartó la mano y miró su reloj.

–Bueno, ha sido un placer conoceros, pero tenemos que irnos ya. –Oh, no, no –protestó su admirador–. Es muy temprano.

Emily miró a Coral en busca de apoyo, pero su amiga se negó a mirarla. Estaba disfrutando mucho con la situación y durante unos momentos Emily no supo qué hacer. Sabía que no tenía nada que temer de aquellos hombres, quienes sólo estaban siendo amables, pero aquélla era la situación que quería evitar a toda costa. ¿Cómo iba a salir de allí sin ofender a los dos jóvenes italianos?

Pero entonces la buena suerte se posó en su hombro, literalmente. La mano del apuesto italiano que había conocido horas antes se posó en su brazo desnudo por un instante. El hombre la miró a los ojos y le dedicó una sonrisa que le aceleró el corazón.

–Nos volvemos a encontrar –dijo tranquilamente–. Estaba tomando una copa en el bar cuando te vi entrar –hizo una pausa–. ¿Va todo bien? –se expresaba en un inglés tan perfecto que Emily se quedó momentáneamente desconcertada. Al parecer, el pobre conocimiento lingüístico que había demostrado en la tienda sólo era una estratagema para evitar largas y tediosas charlas con los clientes.

Fuera como fuera, se sentía tremendamente aliviada por su repentina aparición. Los dos jóvenes también parecieron percatarse de su presencia, pues se levantaron al momento de una manera casi reverencial.

–Giovanni –dijeron al mismo tiempo. Al parecer era un hombre muy conocido. ¿Y por qué no? Era el dueño de una tienda en el centro de Roma.

–Oh... Hola, otra vez –lo saludó ella con una sonrisa–. Estábamos... explicándoles a estos chicos que tenemos que irnos.

El tal Giovanni se puso a hablarles en italiano a los dos jóvenes y los tres se echaron a reír, seguramente a costa de ella y de Coral. Entonces los dos hombres se marcharon y Giovanni se presentó, le dedicó a Coral una de sus arrebatadoras sonrisas y les estrechó la mano a cada una.

–Me llamo Giovanni, pero mis amigos me llaman Joe... Gio –dijo, recorriendo el rostro de Emily con la mirada.

–Yo... me llamo Emily, y ésta es Coral –dijo Emily rápidamente–. Estamos pasando unos días en Roma... de vacaciones –las palabras le salían atropelladamente de la boca mientras Coral la miraba boquiabierta. No sólo porque resultaba evidente que Emily y Giovanni ya se conocían, sino porque el italiano era tan atractivo que su amiga debía de estar muriéndose de curiosidad–. Esto... siéntate, Giovanni –lo invitó con voz vacilante, y él no perdió tiempo en sentarse.

Emily miró a Coral.

–Esta tarde le compré un regalo a mi padre en la tienda de Giovanni... Y así nos conocimos... Giovanni... Gio y yo.

A Coral no debía de haberle hecho mucha gracia la apresurada huida de los dos jóvenes, pero estaba tan embelesada con el recién llegado que apenas podía articular palabra.

Giovanni llevaba unos vaqueros y una camisa blanca holgada, abierta por el cuello y revelando una franja de torso moreno y musculoso. Llevaba el pelo alborotado con estilo, con un par de mechones cayéndole sobre la frente. Sus ojos eran brillantes y cautivadores, enmarcados por espesas pestañas, y cuando se inclinó para agarrar brevemente la mano de Coral y expresarle su placer por conocerla, Emily pensó que su amiga iba a desmayarse por la emoción.

–En... encantada de conocerte, Gio –consiguió decir Coral, y le echó una rápida mirada de reproche a Emily antes de dedicarle toda su atención al italiano.

La conversación fluyó con naturalidad gracias al impecable inglés de Giovanni, modulado con el sensual acento italiano, y su irresistible encanto latino. Llamó al camarero y se giró hacia Emily.

–¿Qué tal si celebramos nuestro encuentro? –sugirió–. ¿Qué te gustaría tomar? ¿Y a ti, Coral? ¿Qué quieres que te pida?

–Me gustaría otro café, por favor –dijo Emily. Ya se había tomado varias copas de vino y no le convenía beber más de la cuenta.

Por su parte, Coral no parecía tener ningún problema en seguir bebiendo mientras le contaba su vida a Giovanni, permitiendo que Emily incluyera algún que otro comentario sobre sí misma.

Finalmente, Emily decidió que la velada ya había durado bastante para ella.

–Me gustaría volver al hotel, Coral –dijo–. Es tarde.

–¿Dónde os alojáis? –preguntó Giovanni en tono despreocupado. Ellas se lo dijeron y él se ofreció a llevarlas en su coche–. Lo tengo aparcado muy cerca de aquí –dijo.

–¡Estupendo! –exclamó Coral.

–Gracias, pero podemos ir en taxi –dijo Emily–. No queremos causarte molestias –se levantó y le echó una mirada de advertencia a Coral, quien también se levantó–. Ha sido un placer conocerte... Gio –le tendió la mano–. Y gracias por el café.

Él le sonrió y ladeó brevemente la cabeza.

–No hay de qué –dudó un momento–. Por cierto, si mañana tienes problemas para encontrar los lugares que debes visitar, estaré en la tienda por si necesitas que te oriente.

–Gracias, pero seguro que puedo arreglármelas yo sola –respondió Emily con firmeza.

–¿Por qué no has querido que nos lleve al hotel? –le preguntó Coral mientras volvían al hotel en taxi.

–¡Porque no lo conocemos, Coral!

–No es exactamente un desconocido...

–Claro que sí –replicó Emily.

Pero más tarde, mientras escuchaba los ronquidos de Coral en la otra cama, sintió que no tenía ningún motivo para desconfiar de las intenciones de Giovanni. Era un ciudadano muy conocido en la ciudad y, a juzgar por la reacción de los dos jóvenes en el restaurante, muy respetado.

Se dio la vuelta y extendió el brazo sobre la almohada. No dejaba de ver aquellos ojos negros, cautivándola con su penetrante mirada... Se incorporó bruscamente en la cama y se apartó el pelo de la cara. «Basta», se ordenó a sí misma. Estaba allí por trabajo, no para fantasear con el primer italiano que le dedicara una atención especial. Además, era improbable que ella y Giovanni volvieran a encontrarse, sobre todo porque sólo faltaban dos días para volver a Inglaterra.

De vuelta en su apartamento de lujo, situado en el corazón de la ciudad, Giovanni se desnudó y entró en el cuarto de baño. Aún no podía creerse el golpe de suerte que había tenido al tropezarse otra vez con Emily. Al fin y al cabo, ella podría haber ido a cualquier otro de los miles de restaurantes de Roma o incluso haber vuelto a casa. Pero el destino le había dado a Giovanni la oportunidad de acercarse a ella sin peligro de ofenderla. Había visto cómo los jóvenes se pegaban a las dos chicas sin ser invitados y se había percatado enseguida de la incomodidad de Emily. Fue aquello lo que lo hizo intervenir.

Se miró en el espejo y sonrió ligeramente. Había conocido a muchísimas mujeres en su vida, pero aquélla era la primera vez que algo se movía en su interior. De repente volvía a sentirse vivo, sin el sentimiento de culpa que lo había acosado sin tregua durante los últimos dieciocho meses.

Se mordió el labio e intentó sacudirse los remordimientos. No podía seguir arrastrando los traumas del pasado. Era hora de tomarse un descanso emocional y empezar a mirar hacia delante. Y no podía negar que Emily había prendido una inesperada chispa en su interior. Apenas habían compartido unas horas y ya estaba prendado de ella. No sólo era hermosa y tenía unos preciosos ojos grises; además era sensible, atenta, vulnerable, tal vez, e inspiraba un irresistible deseo de protegerla. Giovanni jamás había sentido nada parecido con ninguna otra mujer, y esa certeza no resultaba del todo tranquilizadora.