Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Patricia Wright
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El reto más importante, n.º1914 - marzo 2017
Título original: Dylan’s Last Dare
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-687-9670-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La vida de Dylan Gentry nunca volvería a ser la misma.
Dylan tuvo que agarrarse a los brazos de la silla de ruedas, intentando controlar el pánico.
Todo había terminado.
Nunca podría volver a hacer las cosas que tanto amaba. Nunca podría sentir la emoción del rodeo, los gritos de la multitud cuando abrían el portón… Había terminado paralítico de por vida, y todo por un maldito toro, Red Rock.
Dylan apretó los puños. Se odiaba a sí mismo por compadecerse. Pero tenía derecho. Había pasado dos meses en el hospital después de tres operaciones, una para cerrar la herida que le hicieron las astas del toro y otras dos para intentar recuperar la tibia de la pierna izquierda, aplastada por el animal.
Era enero y se había pasado todo el mes de diciembre en el hospital. El mes que planeó pasar en las finales del campeonato de Las Vegas. Pero ahora estaba en el rancho de su hermano en San Ángelo, Texas, esperando que apareciera su próximo fisioterapeuta.
Si se atrevía.
Había despedido a los seis últimos una hora después de que llegasen y aquel día le tocaba al número siete. Al menos, podía divertirse con algo, pensó.
Dylan miró la casita que su hermano había acondicionado para él. En el salón había una televisión de plasma, un estéreo, una estantería llena de libros…
No tenía nada más que hacer.
De modo que tomó un libro y lo lanzó contra la puerta con todas sus fuerzas, sintiendo rabia y pena por la persona que tuviera que enfrentarse con su ira.
Brenna Farren acababa de subir los escalones del porche y estaba levantando la mano para llamar a la puerta cuando oyó un golpe. Sorprendida, dio un paso atrás, recordando lo que Wyatt Gentry le había contado de su hermano. Sin duda, eran malos tiempos para el campeón de rodeo Dylan Gentry.
Como fisioterapeuta, Brenna sabía que no era la persona favorita de sus pacientes. El suyo era un trabajo difícil, pero le gustaba y, además de ofrecer un buen sueldo, el extra en aquel caso era que podría vivir en la casa, ahorrándose así un alquiler.
Entonces oyó otro golpe en la puerta. Aparentemente, Dylan Gentry estaba teniendo un mal día. Y, aunque tenía poca experiencia, sabía que eso era relativamente normal.
Reuniendo valor, Brenna agarró el picaporte.
–A ver si podemos hacerle cambiar de humor, señor Gentry –murmuró, respirando profundamente.
Cuando entró, vio la cara de sorpresa de su atractivo paciente.
Tenía el pelo negro y parecía no haberse afeitado en varios días, pero eso no le restaba atractivo. Sin embargo, fueron sus ojos lo que más llamó su atención. Eran de un azul muy claro, con puntitos plateados. Su mirada era fría como el hielo, pero despertó algo dentro de ella.
–Buenos días, señor Gentry.
–¿Quién demonios es usted?
–Brenna Farren.
–Pues si ha venido a limpiar, no necesito que me cambien las sábanas, muchas gracias. Ni las toallas.
No, seguramente no hacía falta cambiarlas porque no parecía haberse bañado en varios días.
–No estaría mal pasar un poco el polvo, pero ahora mismo no tengo tiempo. He venido a ayudarlo, señor Gentry. Soy su fisioterapeuta.
Él la miró, sorprendido.
–¡Y un cuerno!
–Vengo recomendada por el doctor Morris, el cirujano ortopédico que le está tratando. Y me ha contratado su hermano.
–Pues ya puede decirle a Wyatt que se va porque no la necesito.
–Me necesita más de lo que cree, señor Gentry.
Su irritado paciente tenía un torso muy desarrollado. Y, con el pantalón corto, Brenna podía ver la enorme cicatriz en la pierna izquierda. Por la falta de actividad, sus piernas habían perdido tono, pero estaba claro que una vez fueron musculosas.
–Bonito ¿eh? –dijo él, irónico.
La cicatriz no era bonita, pero el hombre…
–He visto cosas peores. Además, irá desapareciendo poco a poco.
–Me da igual.
–Ya imagino que le da igual, pero yo estoy aquí para hacerle cambiar de actitud.
–No necesito a nadie. Estoy perfectamente –replicó él.
Intentó darse la vuelta, pero la silla de ruedas se enganchó con la mesita de café. Brenna observó su frustración hasta que, por fin, pudo soltarse.
–Mañana habrá que apartar los muebles para que pueda moverse con más comodidad.
–No pierda el tiempo, señorita Farren. Usted no estará aquí mañana –replicó Dylan, entrando en su habitación y cerrando de un portazo.
Ella dejó escapar un largo suspiro.
–Ah, pues ha ido bien.
En el salón había dos puertas más, una que daba a otro dormitorio, el suyo, y un cuarto de baño que Dylan Gentry y ella tendrían que compartir. Cuando asomó la cabeza en el dormitorio, vio una cama grande con un edredón de colores y una cómoda de pino. El baño era amplio y Wyatt Gentry había ensanchado el hueco de la puerta para que pudiera pasar una silla de ruedas. Además, la bañera era un jacuzzi. Estupendo.
Volvió entonces al salón y comprobó que la nevera estaba llena. Seguramente, Maura Gentry, su cuñada, le hacía la comida, pero Dylan no parecía comer mucho. Y eso tendría que cambiar. No iba a recuperarse si no se nutría como era conveniente.
Pero para eso tendría que cooperar con ella, claro. Y debía convencerlo porque su trabajo dependía de eso. Aunque su familia vivía cerca, Brenna necesitaba trabajar… y un sitio donde vivir. Recién salida de la universidad, y en sus circunstancias, no tenía tiempo para buscar ofertas de trabajo.
Su mentor, el doctor Morris, la había enviado al rancho Rocking R para hablar con Wyatt Gentry sobre su hermano gemelo, que había resultado malherido en un rodeo. Y aun sabiendo que Dylan Gentry había despedido a media docena de fisioterapeutas, Brenna no tenía miedo. No podía tenerlo.
Aunque sabía que aquello debía ser muy duro para la ex estrella del rodeo. Y el hombre más guapo que había visto nunca, además. Las fotografías no le hacían justicia y, sin duda, su reputación de mujeriego no era exagerada. Pero ahora estaba confinado en una silla de ruedas.
Y su trabajo era cambiar eso.
Aunque Wyatt no quería contratar a una mujer, ella lo había convencido de que podía lidiar con su hermano, prometiéndole que volvería a caminar.
Y Wyatt le había dado dos semanas de prueba.
Brenna era nativa de Texas y había crecido en un rancho cerca de allí, con tres hermanos que se dedicaban al rodeo. Nunca entendería por qué aquellos hombres se enfrentaban diariamente al peligro. Nunca entendería la emoción de montar un toro salvaje…
Entonces recordó el accidente mortal de Jason durante un vuelo en ala delta y la discusión que mantuvieron antes. Las últimas y furiosas palabras que habían intercambiado.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar que Jason había elegido la emoción del peligro antes que a ella… y a su hijo.
Ahora estaba sola, embarazada e intentando sobrevivir como podía.
Los golpes que llegaban del salón hicieron que Dylan escondiera la cabeza bajo la almohada. No había dormido mucho la noche anterior porque la imagen de Brenna Farren aparecía cada vez que cerraba los ojos.
¿Qué esperaba? Llevaba meses sin estar con una mujer, de modo que era lógico excitarse al ver a una chica guapa.
Pero los golpes aumentaron de intensidad y Dylan miró el despertador: las siete de la mañana. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Suspirando, se puso el chándal que estaba tirado en el suelo y, sujetándose a la cama, se sentó en la silla de ruedas. Luego la empujó hasta la puerta y descubrió que la pelirroja había vuelto… y estaba intentando mover una estantería.
El traje de chaqueta del día anterior había sido reemplazado por un gastado pantalón vaquero que se ajustaba a su trasero y a sus largas piernas como si fuera una segunda piel. Y la blusa blanca no escondía sus generosas curvas. Llevaba el pelo sujeto en una coleta que dejaba al descubierto su largo cuello y su pálida piel… algo que lo excitó de inmediato.
–Le dije ayer que no necesitaba sus servicios, señorita Farren.
Ella se volvió, mirándolo con sus ojos de color whisky.
–Ah, buenos días, señor Gentry.
–No hay nada de bueno.
–A mí me encanta esta hora de la mañana. Es tan sosegada…
Tenía una voz suave, muy femenina, que le recordaba las suaves demandas de un amante… pero no quería pensar en eso.
–Porque todo el mundo está durmiendo. Como a mí me gustaría.
–Puede dormir después de la sesión.
–¿Qué sesión?
–Tiene que hacer rehabilitación…
–De eso nada –replicó él–. ¿Le importaría marcharse?
Brenna se puso en jarras.
–Pues sí, me importaría mucho. Le prometí a su hermano que lo intentaría, que no dejaría que me asustara. Así que tendrá que hacer algo más que gritarme, señor Gentry. Y le advierto que crecí rodeada de hermanos, estoy acostumbrada a las groserías.
Dylan apretó los puños. Estaba harto de que su hermano le enviara fisioterapeutas.
–Muy bien, le pagaré todo el mes.
–No, lo siento. He aceptado el trabajo y he hecho una promesa. Lleva demasiado tiempo en esa silla sin hacer ejercicio, señor Gentry. Será difícil que pueda caminar… pero no imposible.
–Me parece que no lo entiende, señorita Farren.
–Brenna –le corrigió ella.
–Da igual. No puedo levantarme de esta silla. Voy a estar así el resto de mi vida.
Brenna vio el miedo en sus ojos y tuvo el extraño impulso de tocarlo, de consolarlo.
–¿Cómo lo sabes, Dylan? –preguntó, tuteándolo–. He hablado con tu médico y me ha dicho que no has intentado hacer rehabilitación.
–¿Has estado hablando de mí?
–Con el doctor Morris, claro. Y con el doctor Ratner, el cirujano que hizo la reconstrucción del hueso. Yo creo que hizo un trabajo estupendo, por cierto.
–Entonces, ¿por qué demonios no puedo andar?
–Porque el daño fue importante. Además del clavo para reparar la tibia, hay otros en el talón. Un toro de mil kilos cayó encima de tu pierna izquierda, de modo que no sólo están dañados los huesos, sino los músculos. Es importante que hagas rehabilitación para restablecer la circulación y para fortalecer los músculos. También sé que el toro te dio una cornada en el abdomen y te rompió varias costillas, pero eso ha curado muy bien. De modo que no es el dolor lo que te detiene.
–Eso me lo han contado ya varios especialistas, pero ninguno de ellos garantiza que pueda volver a caminar. Ya, ya sé que debería considerarme afortunado porque el maldito bicho no me aplastó, pero a esto no se le puede llamar vivir. Y no pienso esforzarme para nada si no puedo ser el de antes –replicó Dylan, furioso.
Después de decir eso, giró en la silla de ruedas y volvió a su habitación.
Brenna dejó escapar un suspiro. Su trabajo era asegurarse de que hiciese rehabilitación… ¿pero cómo? Tenía que convencerlo de que podía volver a caminar.
Entonces oyó un golpecito en la puerta y Wyatt Gentry asomó la cabeza. Aunque no eran gemelos idénticos, el parecido con Dylan era extraordinario.
–¿Debería preguntar cómo ha ido?
–No del todo mal. Tu hermano no me ha tirado nada a la cabeza.
–Dale tiempo –suspiró Wyatt–. Brenna, si has cambiado de opinión y quieres dejar el trabajo, lo entenderé.
Oh, no, no podía perder aquella oportunidad.
–Puedo manejarlo, no te preocupes. Sólo tengo que encontrar la forma de convencerlo.
–Espero que lo hagas. Ah, por cierto, traerán las barras paralelas en una hora. Dime qué hay que quitar de la habitación.
–Podríamos quitar las estanterías, el sillón y la mesa de café, si no es mucho problema. Así tendríamos sitio para las pesas y el banco.
–Esto es lo más fácil. Lo difícil es soportar el genio de Dylan –sonrió Wyatt–. Quizá debería quedarme…
–No, para eso me has contratado. Tengo que comunicarme con él como sea. Tu hermano está acostumbrado a salirse con la suya y debe aprender que, si quiere caminar de nuevo, tendrá que trabajar.
Wyatt la miró, sorprendido.
–Estoy empezando a creer que podrías conseguirlo. Dylan siempre ha sido capaz de convencer a las mujeres para que hagan lo que él quiere, pero tú…