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Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2003 Joanne Rock
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una noche loca, n.º 239 - octubre 2018
Título original: One Naughty Night
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-213-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
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Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Decisión errónea número cinco mil treinta y ocho: ir demasiado vestida.
Esmeralda Giles se balanceó hacia atrás sobre las sandalias de tacón bajo mientras suspiraba y observaba el desfile de cuerpos semidesnudos que avanzaban pavoneándose por Ocean Drive hacia la nueva y ostentosa discoteca, que era precisamente adonde ella se dirigía esa noche.
Aunque las manillas de su reloj de plata y turquesas marcaban las once y media pasadas, la bien iluminada calle bullía con actividad. Los peatones llegaban al Club Paradise de todas las direcciones, como si todo South Beach buscara la oportunidad de conocerse y relacionarse en el garito más de moda y más subido de tono de todo Miami.
Y cada persona que miraba Esme llevaba puesta mucho menos ropa que ella.
Diantres. ¿Cómo podía haber cometido un error tal después de pasarse por lo menos cuarenta y cinco minutos decidiendo qué ponerse para aquella ridícula cita a ciegas?
Esme se pasó la mano por la tela de fina seda de su vestido, un vestido de gitana antiguo que había encontrado en una tienda de segunda mano durante una de sus salidas por las tiendas de antigüedades.
Ella nunca había tenido nada tan sexy como la prenda de gasa que llevaba en ese momento; aunque comparado con los sensuales atuendos que vestían todas las chicas que hacían cola para entrar en el Club Paradise, el suyo pareciera el uniforme de una colegiala.
De nuevo, Esme se había equivocado.
En las semanas que habían trascurrido desde que se había quedado sin trabajo, había perdido el coche, un poquito de autoestima y encima de todo el sueño de su vida, Esme había tratado de comportarse con el mínimo de sensatez. De hecho, después de la explosión acaecida en su otrora ordenada existencia, se había dado cuenta de que todas las decisiones que había tomado hasta entonces habían desembocado precisamente en que acabara perdiendo su trabajo, su coche, su autoestima y el sueño de su vida. Por esa misma razón no podía confiar en lo que le dijera el instinto.
Lo cual explicaba su nuevo deseo de hacer precisamente lo contrario a lo que le dictara la conciencia.
Anteriormente nunca se le habría ocurrido concertar una cita a ciegas; pero en el presente, mientras vadeaba entre los escombros de su antigua existencia, había decidido que tal vez debería probarlo. Había aceptado el amable intento de celestina de su vecina y accedido a citarse con el sobrino de la mujer en el Salón Moulin Rouge del Club Paradise.
Estupendo.
De pie en la esquina de la calle donde el autobús la había dejado, mientas dudaba si debía o no hacer algo con su vestido, Esme fue empujada por un grupo de jóvenes. Se apartó a un lado rápidamente, diciéndose que tenía que dejar de soñar despierta para centrarse en lo que pasaba a su alrededor. Uno de los tipos emitió un suave silbido al pasar junto a ella, como si estuviera llamando a un gato. ¿Acaso aquel hombre estaría tratando de insultarla con sus modos? Dios, estaba tan poco enterada de lo que pasaba en el mundo real. Hacía años, desde que se había graduado, que no había salido con un chico; e incluso en aquella época sólo había salido con empollones de historia que eran tan ineptos a nivel social como ella.
Pero todo eso se había terminado.
Esa noche marcaba un hito en la vida de Esme; una manera de pensar distinta; una nueva actitud que la impulsaba a llevar las riendas de su vida. Había pensado que el modo de pararle los pies al sobón de su ex jefe sería abotonándose todos los botones de las camisas. Pero aquel hombre pulpo había debido de entender con su gesto que ella estaba llena de inseguridades y que podía servirse a gusto.
Esme sintió que le subía la bilis por la boca del estómago al pensar en esos momentos en los que había quedado atrapada a la fuerza y la horrible desgracia en la que había desembocado su resistencia. En pocos días la había despedido por acoso sexual, a pesar de haber sido ella la acosada, y no al contrario. Utilizando sus habilidades en el campo de la informática, su ex jefe haba conseguido manipular los ordenadores de la empresa para que imprimieran correos electrónicos repletos de contenidos obscenos, que supuestamente ella le había enviado a él. Y allí estaba, una semana después, enfadada y sin empleo.
Pero lista para llevar a cabo unos cuantos cambios en su vida. Retrocedió a las sombras de un callejón entre dos de los edificios históricos de estilo art decó en tonos pastel de South Beach para hacer unos arreglos de última hora en su vestimenta antes de acudir a su cita. En la pequeña bolsa de aseo que planeaba dejar en la habitación del hotel antes de su cita de medianoche no había metido ropa de recambio, salvo la que pensaba ponerse al día siguiente.
Y, francamente, ni siquiera quería cruzar la calle tal y como iba vestida en ese momento. Tal vez si se quitaba otra prenda consiguiera sentirse algo más atrevida…. y mucho más desnuda.
Se metió la mano debajo de la blusa, se desabrochó el sujetador de encaje blanco y se lo quitó. Sus pechos eran pequeños y apenas necesitaban el sostén de la prenda, y de algún modo ir sin sujetador le parecía mucho más atrevido que enseñar un poco la tripa.
La vieja Esme nunca se habría arriesgado de tal modo. La nueva Esme, planeaba hacer precisamente lo contrario.
Tras tirar el sujetador sobre un contenedor de basura de acero inoxidable, Esmeralda Giles se preparó para ir en busca de su cita, un tal señor Hugh Duncan, periodista de profesión, con una actitud muy seria.
—Renzo, ninguna mujer va a aprovecharse de ti si no cambias esa actitud tan anticuada que tienes —Giselle Cesare, jefe de cocina del Club Paradise y copropietaria de la popular discoteca, removió la salsa de teriyaki y miró con fastidio a su hermano mayor.
—¿Desde cuándo ha sido mi misión en la vida que me echen el guante?
Renzo estaba apoyado contra el marco de la puerta medio abierta de la cocina del local, era casi la hora de cerrar la cocina hasta el día siguiente, y contemplaba los cuerpos que se retorcían en la pista de baile del Salón Moulin Rouge. Se dio la vuelta para meterle el dedo entre las costillas a la bocazas de su hermana y robar un trozo de pan crujiente de la barra que había en el mostrador a su lado.
—Además, desde lo de Celeste me quité de estar con mujeres, ¿es que ya no te acuerdas?
Había estado prometido con una mujer que se había criado como él, siguiendo la tradición italiana; pero incluso ella se había echado atrás en el último momento sólo de pensar en un compromiso de por vida. Según Celeste, no podía permitir que su primer amante fuera el último.
Él no se lo echaba precisamente en cara, pero desde luego le habría gustado que le hubiera informado de tal decisión antes de presentarse en la iglesia vestido de esmoquin.
No. No tenía ninguna prisa porque nadie le echara el guante. Se metió el pan en la boca y continuó observando los eróticos cuerpos semidesnudos de la pista. Aunque la cocina dejaba de funcionar oficialmente a medianoche, la actividad en la cocina principal no cesaba hasta la madrugada gracias al servicio de habitaciones permanente y al trabajo de preparación que necesitaba llevarse a cabo para que los tres restaurantes del hotel pudieran dar los desayunos.
A pesar de la emocionante acción de la pista, Renzo no estaba allí para contemplar a los bailarines. Las pocas noches que no trabajaba en su taller de carpintería solía pasarlas en el Club Paradise para echarle un ojo a su hermana pequeña, aunque esa noche hubiera una tarea añadida. Más tarde debía encontrarse con Nico, su hermano mayor, para hablar de algunos asuntos económicos de la familia Cesare y sobre cómo diablos iban a cubrir los gastos de la Facultad de Derecho de su hermano pequeño sin irse a la quiebra. Renzo trabajaba muchas horas al día. Necesitaba idear el modo de sacar al mercado un producto de mayor calidad, más de lujo, para satisfacer las necesidades de una clientela de más alto nivel; pero de momento no había encontrado el modo de conseguirlo.
—Oh, por favor. ¿Ahora eres Renzo Cesare el monje? —Giselle cubrió con poco de salsa los recién preparados tallarines con espinacas y los pedazos de pollo—. No vayas a contarme que has jurado no volver a acercarte a una mujer. Hace seis meses que Celeste se marchó a Roma. La vida sigue.
—¿Y tú eres acaso la gran experta en desengaños?
Renzo le había mencionado a Giselle sus nuevas preocupaciones económicas, sabiendo que su hermana ya se sentía lo bastante culpable por gastarse lo que le había tocado en la herencia en la inversión que había hecho en el Club Paradise. Y aunque la idea de que Giselle tuviera su propio negocio donde poder dar rienda suelta a sus habilidades culinarias le había parecido estupenda en un principio, ninguno de los hombres Cesare había imaginado que ella fuera a preparar brochetas entre cuerpos semidesnudos en el club más atrevido de South Beach.
Giselle adornó los platos de teriyaki con una cáscara de naranja en forma de tornillo y un buen pedazo de crujiente pan candeal mientras Renzo avisaba a uno de los camareros.
—Lo reconozco, es cierto. No soy ninguna experta ya que gracias a ti los hombres no se acercan lo bastante a mí como para romperme el corazón —alzó la vista hacia él; tenía la frente húmeda del vapor de la cocinilla.
—Sólo porque el último tipo con el que saliste no te rompiera el corazón no significa que no te hiciera sufrir mucho. Perdóname por intentar que eso no vuelva a ocurrir.
Un asqueroso que estaba casado había mentido a Giselle ocultándole la verdad y diciéndole que era soltero, y se la había llevado por ahí de viaje el invierno pasado. Renzo aún no se había perdonado a sí mismo por no haber sabido cuidar de su hermana mejor.
—Tengo derecho a equivocarme, maldita sea. Tú y Nico lleváis agobiándome desde entonces con esta vigilancia en plan hermanos mayores. Si no os engancháis a alguna mujer que os distraiga, tal vez tenga que terminar estrangulándoos.
—Lo siento, hermana. Los hombres de la familia Cesare no echan a sus hermanas a las fieras, y este sitio tuyo está repleto de ellas —se quedó un plato de teriyaki para él y un pedazo de pan—. Pero como me estás dando de cenar esta noche, te daré un respiro y te dejaré sola una hora.
Giselle le dio un empujón hacia la puerta.
—Estoy segura de que Nico y tú estáis haciendo de perros guardianes para poder comer gratis. ¿Tratarás por lo menos de mostrarte un poco más encantador y un poco menos duro mientras comes, a ver si viene alguna chica agradable y decide secuestrarte durante unos días?
Renzo agarró una botella de agua antes de salir de la cocina y acceder al local.
—No me interesa una mujer que pueda secuestrarme. Son los neandertales los que tienen que hacer eso.
Mientras las pesadas puertas de metal se cerraban, oyó que Giselle lo llamaba cerdo chovinista y sonrió. Lo de siempre.
La música disco inundó sus sentidos mientras avanzaba entre al gente en busca de una mesa. Las conversaciones y las risas lo envolvieron, haciéndole olvidar sus pensamientos.
Aunque Renzo no hizo intención de mostrarse encantador mientras cenaba sentado a la mesa de un reservado al fondo de la sala, en dos ocasiones se le acercaron varias mujeres de aspecto tentador. Parte de él respondió a sus francas insinuaciones y a sus ajustados atuendos. Después de todo hacía ya seis meses de lo de Celeste. Al cuerno con los valores anticuados; su hermana no se había equivocado al decir que no era ningún santo.
Pero tenía más cosas en la cabeza aparte del sexo, a pesar del ritmo sensual de la música de blues que inundaba el local y el remolino de luces azules y rojas que rotaban sobre su cabeza. Cuando el reloj que había detrás de una de las barras marcó la medianoche, Renzo se dijo que necesitaba mejorar para alejar a los buitres de la puerta de su hermana: una obligación sagrada que en el lecho de muerte el padre les había impuesto a sus hermanos y a él. Y, sobre todo, tenía que dilucidar cómo iba a pagar los estudios de su hermano pequeño mientras el resto de la familia se hacía de una profesión.
Estaba claro que le hacía falta un segundo empleo aparte de su taller de carpintería, pero…
Santo cielo.
Renzo dejó de pensar en los números para centrar su atención en la pista de baile. La escena que hacía unos momentos había consistido en una aglomeración de traseros en movimiento y muslos al aire se volvió un poco más interesante cuando una rubia menuda vestida como el hada en una obra de teatro del colegio apareció entre tanta carne.
En dos segundos Renzo la clasificó en el grupo de las mujeres con gafas y moño. Su vaporoso vestido de color lavanda parecía uno de ésos que otras mujeres llevaban a misa. Sin embargo allí estaba ella, paseándose por el club nocturno más exótico de todo South Beach con una falda por el tobillo.
Caminaba como una profesora de colegio. Muy decoroso. Ningún movimiento de caderas ni de brazos. En realidad, parecía ocupar el mínimo espacio en la pista, por donde se iba abriendo paso como podía, con los hombros encogidos con delicadeza y los ojos muy abiertos, como si el ambiente sexual de la sala la sorprendiera.
Para Renzo, desde luego, ella destacaba entre tanta gente con ropa ceñida y tacones de aguja.
Claro que parecía ser el único que se había fijado.
Mientras la seguía con la mirada, y ella continuó avanzando entre hombres y mujeres que coqueteaban desenfrenadamente, se dio cuenta de que nadie más se había fijado en la incongruencia de la presencia de aquella criatura reservada en medio de esa jungla urbana.
La joven no parecía en absoluto preparada para manejárselas en un mercado de carne tan manifiesto como aquél. ¿Maldita sea, dónde estaría su hermano mayor?
Renzo se puso de pie rápidamente y le pasó su plato a un camarero que pasaba por allí antes de avanzar hacia la pista de baile, olvidándose totalmente de un posible segundo empleo o de la Facultad de Derecho de su hermano.
Se dijo que no se trataba de que aquella mujer lo atrajera. Sólo que el hombre protector que llevaba dentro no podía soportar ver cómo su inocencia quedaba aplastada por los lascivos ligones de bar que poblaban el local.
Ya se había fijado en un pulcro donjuán que iba hacia ella con dos bebidas en la mano. Y estaba claro que aquel hombre no conocía a la rubia de ojos grandes. Renzo había visto a aquel Romeo en particular en el club todas las noches que había ido allí a ver a Giselle en el último mes. En una ocasión, Nico había echado al tipo agarrándolo de una oreja por bailar de manera agresiva con una mujer que claramente no había deseado su compañía.
Renzo se terminó la botella de agua y la dejó en la barra sin quitarle ojo a la barracuda de traje de seda que acechaba ya a la dama inocente. A Giselle no le importaría en absoluto si no volvía a la cocina hasta pasada otra hora.
Le podía llamar chovinista o lo que quisiera, pero tenía toda la intención de entrometerse en lo que estaba a punto de ocurrirle a la rubia; al menos hasta que la convenciera de que aquellas aguas infestadas de tiburones no eran lugar para ella.
El que hubiera jurado no volver a estar con una mujer no quería decir que no pudiera ayudar a una dama en apuros. Ni que no pudiera presentarse después de haberle echado una mano. Después de todo, tenía sangre en las venas; y, maldita sea, no era ningún santo.
Esmeralda se preguntaba si sería ya demasiado tarde para echarse atrás con aquella cita a ciegas, cuando vio a un hombre con un elegante traje de seda negro que se acercaba a ella con dos copas en la mano. Tenía el mismo atractivo perfecto que su ex jefe, una asociación que inmediatamente le produjo unas náuseas que no hicieron más que aumentar su desazón.
Sin embargo, se obligó a quedarse quieta, a no dar rienda suelta a sus deseos y salir corriendo de allí. Si ese tipo resultaba ser Hugh Duncan, encontraría el modo de sobrevivir. Aunque sospechaba que sería más fácil superar la velada si se hubiera dejado el sujetador puesto. A ese paso, acabaría echando los hombros hacia delante toda la noche para ocultar sus pechos.
Aunque a lo mejor la persona con la que estaba citada resultaba ser muy agradable a pesar de la fuerte bocanada de olor almizclado de su colonia que le llegó antes de llegar él.
Su encantadora vecina, la señora Wolcott, le había asegurado que Hugh era un auténtico caballero.
Esme se puso derecha al tiempo que el hombre se acercaba a ella por la derecha y abría la boca para dirigirse a ella. Sólo que en ese momento otra voz lo interrumpió.
—He estado vigilándola —dijo una voz ronca y masculina que surgió a su izquierda.
Por miedo a no seguir el progreso completo de Hugh Duncan, no se había fijado en absoluto en ese otro hombre.
Una verdadera pena, teniendo en cuenta de que el recién llegado parecía como un chico de calendario. Ella jamás había tenido uno de ésos, pero en las muchas horas de su vida que se había pasado metida en librerías, Esme había visto de reojo algunos calendarios de chicos. Aquél, con su pelo negro, sus ojos aún más negros y su sensual piel morena, debería de haber estado en uno de esos calendarios de «macizos italianos».
Eso no quería decir que se acordara de ningún título favorito ni nada…
—¿Estabas buscándome? —se preguntó si su tono de voz encerraría inconscientemente cierta ilusión.
Miró al tipo elegante y de aspecto baboso que se había tomado la libertad de pedirle una copa y al macizo italiano de músculos como rocas y ni un atisbo de agresividad en su lenguaje corporal, y cruzó los dedos mentalmente para que el segundo fuera Hugh Duncan.
Se volvió a mirar hacia la izquierda, tratando de librarse del olor a colonia del que tenía aspecto de mafioso.
—Me llamo Esme Giles. ¿Eres Hugh?
El tipo de su derecha se puso tenso y se alzó de puntillas sobre sus brillantes zapatos de cuero mientras le plantaba la copa debajo de las narices.
—¿Eh, Esme, qué te parece si nos vamos a hacerlo a la playa?
Esme hizo un gran esfuerzo para no voltear los ojos. Incluso los empollones de la Facultad de Historia habían evitado siempre ese tópico tan manoseado. Sintió curiosidad y pensó en preguntarle al tipo si aquello le había funcionado antes, pero el otro tío alto, moreno y guapo se metió entre medias de los dos, de frente a ella.
—Soy yo a quien buscas —apartó la copa del otro sin mirarlo mientras con delicadeza conducía a Esme hacia el fondo del local, lejos del otro hombre.
Muy presuntuoso por su parte. Eso… y bastante sexy.
Por una parte Esme agradecía su intervención, dado que la colonia del otro había empezado a provocarle cierto dolor de cabeza; pero por otra no le gustaba que nadie la llevara así como si fuera un perrillo.
La nueva Esmeralda tenía toda la intención de hacer las cosas como le apeteciera y seguir su camino en la vida.
Se detuvo justo antes de llegar a la mesa apartada y se negó a continuar avanzando hasta que le hubiera plantado cara a Rambo. Esme se dio la vuelta impulsivamente; pero en cuanto tuvo delante a su rescatador volvió a sentir el efecto de su poderoso atractivo: el color bronceado de su piel, esos ojos tan oscuros y el cabello ligeramente largo. Su rostro esculpido quedaba suavizado tan sólo por la sensualidad de unos labios firmes.
Y a pesar de la seria competición que las féminas lidiaban a su alrededor, ese tipo se había fijado en ella y se había quedado el rato suficiente como para sacarla de una situación peliaguda. La noche no parecía presentarse mal.
Se aclaró la voz y trató de recordar la descripción de Hugh que le había hecho la señora Wolcott; pero no fue capaz. Cualquier idea preconcebida que hubiera podido hacerse de Hugh había quedado reemplazada por la silueta limpia y perfilada del hombre que tenía delante.
—¿Lo siento, pero no me había dicho que era mi ligue?
—¿Es que tiene una cita a ciegas? —le preguntó él con el ceño fruncido—. ¿Pero qué es esto? ¿Un mercado de carne?
Qué descripción más estupenda de aquel lugar. El Club Paradise era un local bonito y exuberante, elegantemente decorado e iluminado de manera muy estudiada, pero el ambiente en la sala era un tanto… sexual, por decirlo de algún modo. La señora Wolcott se había ofrecido pagarle a Esme una habitación allí donde poder retirarse tranquilamente si su cita no funcionaba.
—Es un mercado de carne, ¿no?
Él gruñó algo ininteligible entre dientes acerca de un grupo de gente que bailaba con movimientos alocados y que vestían tan sólo con plumas blancas colocadas estratégicamente.
Ella notó con interés que su mirada no se deleitó con la exposición de los cuerpos femeninos que le pasaron casi por delante de las narices. Si acaso, era ella la que había mostrado más interés por los emplumados bailarines del que parecía mostrar él.
La emoción de conocer a un verdadero caballero, algo muy raro de encontrar en esos días, le hizo sentir un cosquilleo de calor que le bajó hasta los dedos de los pies. Y él se había dado cuenta de que ella había concertado una cita a ciegas; estaba claro que había encontrado a su hombre.
—¿Si el Club Paradise le parece un local de ligue, por qué ha venido aquí esta noche?
—No habría sido mi primera elección, de eso estoy seguro. ¿Con quién ha dicho que había quedado?
Él miró a su alrededor con fastidio, como si le costara verse allí en medio de la pista.
—Con Hugh Duncan.
Ella tomó una copa de champán de las que estaban preparadas junto al surtidor del dorado líquido en un extremo de la barra y dio un sorbo.
El Moulin Rouge ofrecía a sus clientes femeninas champán hasta la una de la madrugada, según decía un cartel en la entrada. Hacía unos minutos se había tomado ya una copa, pero el nerviosismo que la comía por dentro y la emoción que le provocaba el hombre que tenía al lado le urgieron a darse un poco más de libertad. Con los rápidos latidos de su corazón y la respiración acelerada y ligera, el efecto sedante del alcohol resultaría más que un poco agradable.
—Me alegro tanto de haberle conocido. Me siento mejor ahora que tengo a alguien en quien confiar.
Él se quedo callado tanto rato que Esme vaciló antes de dar otro sorbo de champán.
—Esto es, teniendo en cuenta que sea mi ligue de esta noche, claro.
Esme sintió de pronto un gran nerviosismo. Si resultaba de pronto que aquél no era Hugh, le daría mucha vergüenza.
Él le cubrió la mano con la suya y le retiró la copa con un movimiento rápido y hábil justo cuando ella se la llevaba a los labios. El roce de su piel despertó en Esme un deseo que tal vez llevara demasiado tiempo adormecido, porque le resultaba totalmente nuevo.
—¿Por qué no me deja que la invite a una copa? —le dijo el guapo moreno con gesto serio y tono suave.
El gesto resultó inocente y tremendamente íntimo. Al mirarlo a los ojos vio que los suyos, negros y brillantes, la miraban también a través de la luz azulada y roja de los focos. Durante unos breves instantes, todo pareció quedar suspendido.
—Y, desde luego, puedes estar segura de que soy tu cita de esta noche, Esme.