Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Robyn Carr
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Otro amanecer, n.º 243 - septiembre 2018
Título original: Sunrise Point
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Fernando Hernández Holgado
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-399-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Había una pequeña nota en el tablón de anuncios de la iglesia presbiteriana de Virgin River.
Comienza la cosecha en el manzanar Cavanaugh. Las solicitudes se presentarán en persona.
Nora Crane, recién llegada a Virgin River, tenía la costumbre de leer regularmente el tablón y, cuando vio la nota, preguntó al reverendo Kincaid por lo que sabía sobre el empleo.
—Muy poco —respondió él—. La temporada de cosecha es bastante larga y a los Cavanaugh les gusta incorporar a su plantilla a varios trabajadores a tiempo completo. No muchos, sin embargo. He oído que pagan muy bien, es un trabajo muy exigente y se acabará en unos cuantos meses.
Lo de que pagaban muy bien le llamó la atención. En aquel momento, Nora llevaba a su hija de dos años de la mano y cargaba a una bebé de nueve meses en la mochila.
—¿Podrías facilitarme la dirección del manzanar? —preguntó.
El reverendo alzó las cejas.
—Está a varios kilómetros de aquí. No tienes coche.
—Iré allí y preguntaré por el sueldo y el horario. Si es un buen trabajo y está bien pagado, seguro que podré dejar a las crías en la nueva escuela infantil. Eso sería estupendo para Berry —se refería a su hija de dos años—. Casi nunca está con otros niños y necesita socializar. Es demasiado tímida. Una buena caminata no me da miedo. Y tampoco hacer autoestop: la gente de aquí es generosa. No son más que unos cuantos kilómetros. Así haré ejercicio.
El ceño de Noah Kincaid se profundizó.
—Caminar de regreso a casa puede ser bastante duro después de una larga jornada de trabajo físico. Recoger manzanas es un trabajo duro.
—También lo es estar sin blanca —repuso ella con una sonrisa—. Apuesto a que Adie agradecerá ganarse unos dólares haciendo de canguro. Va muy justa. Y es tan buena con las niñas…
Adie Clemens era amiga y vecina de Nora. Aunque tenía una edad, se las arreglaba muy bien con las niñas porque Berry se portaba muy bien y Fay daba muy pocos problemas. Fay acababa de empezar a gatear. Y a Adie le encantaba cuidarlas, aunque no podía hacerlo a tiempo completo.
—¿Qué pasará con tu trabajo en la clínica? —quiso saber Noah.
—Creo que Mel me dio ese trabajo más por compasión que por necesidad, pero, por supuesto, hablaré con ella. Noah, aquí no llueven las ofertas de trabajo. Tengo que aprovechar todo lo que surja. ¿Vas a indicarme cómo se va allí?
—Voy a llevarte —le dijo él—. Y calcularemos exactamente los kilómetros. No estoy seguro de que esa sea una buena idea.
—¿Cuánto tiempo lleva pinchada aquí esta nota? —preguntó Nora.
—Tom Cavanaugh la pinchó esta misma mañana.
—¡Bien! Eso significa que no la habrá visto mucha gente.
—Nora, piensa en las niñas —le dijo el reverendo—. No querrás estar demasiado cansada para ocuparte de ellas.
—Oh, Noah, te agradezco tu preocupación. Le preguntaré a Adie si puede cuidármelas un rato mientras voy al manzanar a echar la solicitud. Ella siempre me dice que sí, está tan encariñada con ellas… Volveré en diez minutos. Eso si estás seguro de querer llevarme hasta allí… No quiero aprovecharme.
El reverendo sacudió la cabeza y se rio por lo bajo.
—Siempre tan empeñada y decidida, ¿eh? Me recuerdas a alguien…
—¿Oh?
—Alguien tan impetuosa como tú. Creo que me enamoré de ella en el acto.
—¿Ellie? —preguntó Nora—. ¿La señora Kincaid?
—Sí, la señora Kincaid —repuso él con una carcajada—. No te imaginas lo mucho que os parecéis las dos. Pero dejaremos eso para otra ocasión. Date prisa en avisar a Adie para que pueda llevarte al manzanar Cavanaugh.
—¡Gracias! —dijo Nora con una sonrisa de oreja a oreja antes de abandonar la iglesia y dirigirse calle abajo a la mayor prisa posible.
Jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera tener algo en común con la esposa del pastor. Ellie Kincaid era una mujer guapa, segura de sí misma y la persona más bondadosa que había conocido nunca. Y por la manera en que la miraba Noah, se notaba que la adoraba. Era curioso ver al reverendo como un hombre perfectamente normal; miraba a su esposa con pasión, como si no pudiera esperar a quedarse a solas con ella. No eran simplemente una pareja bien avenida. Evidentemente, estaban muy enamorados.
Fue directamente a la casa de Adie Clemens.
—No necesito más que unos pocos pañales y la fórmula —dijo Adie—. ¡Y buena suerte!
—Si consigo el trabajo y tengo que trabajar a tiempo completo, ¿crees que podrás ayudarme con las niñas?
—Haré todo lo que pueda —le aseguró Adie—. Puede que yo, Martha Hutchkins y otras vecinas podamos cubrirte las espaldas.
—Detesto pedir ayuda a todo el mundo en el pueblo…
Pero, por mucho que lo detestara, no tenía muchas opciones. Había aterrizado allí con las niñas y prácticamente sin equipaje alguno justo antes de la última Navidad: solo un viejo sofá, un colchón que poner directamente sobre el suelo y las ropas que llevaban puestas. Había sido Adie quien había alertado al reverendo Kincaid de que Nora y su familia se encontraban en estado de necesidad, y el primer gesto de ayuda llegó en forma de una cesta navideña. Gracias a la generosidad de sus vecinas y del pueblo, había conseguido también unos cuantos artículos básicos: una vieja nevera, una alfombra para el suelo, ropas para las niñas. La iglesia organizaba regularmente un mercadillo y la señora Kincaid la aprovisionaba de ropa de segunda mano, también. Su vecina de tres puertas más abajo, Leslie, le dejaba usar la lavadora y la secadora mientras estaba en el trabajo, mientras que Martha se ofrecía también a hacerle la colada. Sabía que nunca sería capaz de pagar todas aquellas amabilidades, pero al menos se esforzaría para poder arreglárselas sola un día.
¿Recoger manzanas? Bueno, tal como le había dicho a Noah, haría lo que fuera con tal de salir adelante.
Noah poseía una vieja camioneta que debía de tener aún más años que la propia Nora, con los amortiguadores destrozados. Mientras uno y otra daban botes a lo largo de la carretera 36, Nora tuvo la impresión de que recorrer aquella distancia a pie no sería tan malo para su espalda como aquello. Pero conforme avanzaban se sintió cada vez más intimidada por la distancia, mucho mayor de la que había esperado. No estaba muy segura de cómo se las iba a arreglar para recorrerla caminando. Tendría que pedirle a Noah la marca del cuentakilómetros cuando llegaran. Si acaso funcionaba el de aquel viejo trasto…
Abandonaron la carretera principal para continuar por otra secundaria, atravesaron una verja abierta y continuaron por una pista flanqueada de manzanos. Inmediatamente se quedó distraída por tanta belleza. Había algo puro y sencillo en aquellas filas y filas de manzanos perfectamente espaciados, con sus frutos colgando de las ramas en variados estadios de madurez, algunos todavía simples manzanitas verdes mientras que otros mostraban una ligera coloración rojiza. Y al final de lo que parecía un largo sendero de entrada, que atravesaba todo el manzanar, la casona: una gran casa blanca, como de cuento de hadas, con contraventanas rojas y una puerta del mismo color en un maravilloso porche corrido, con pequeñas mesas y sillas. No podía siquiera imaginar el lujo de sentarse allí, relajadamente, después de una larga jornada de trabajo. A lo largo de la pista, a trechos regulares, había grandes cajones de madera, probablemente para la recogida de las manzanas. Pasaron por delante de una carretilla elevadora, aparcada entre dos filas de manzanos, y un poco más allá, un tractor.
A medida que se iban acercando a la casona, Nora descubrió que había dos grandes edificios detrás: graneros, almacenes de algún tipo o… Sí, las naves de la maquinaria de la granja. Uno de los edificios ostentaba el cartel Manzanas Cavanaugh.
Para alguien que se había criado en un pequeño piso del bullicioso Berkeley, Nora no podía dejar de contemplar aquella casa y aquellas tierras con tanta fascinación como envidia. Una persona podía llegar a sentirse muy afortunada de haber crecido en un lugar semejante.
Vio varios tractores de recogida y cuatro hombres al final de una de las naves, al pie de un portón cerrado.
—¿Nora?
Se volvió al escuchar la voz del reverendo Kincaid.
—Mientras tú vas a hablar con Tom Cavanaugh, yo iré a hacerle una visita a Maxie, la señora de la casa. Siempre está o en la cocina o en el porche.
—Pero ¿adónde voy? —preguntó, sintiéndose de repente mucho menos segura de sí misma.
El reverendo señaló a los hombres.
—Supongo que estará allí.
—De acuerdo —dijo ella. Bajó de un salto de la camioneta, pero antes de cerrar la puerta, se asomó dentro—. Noah, si necesito una recomendación, ¿me la darás?
Vio que volvía a fruncir el ceño. Nora sabía que le preocupaba cómo iba a arreglárselas con un trabajo como aquel. Pero entonces su gesto hosco se derritió en una sonrisa al tiempo que decía:
—Por supuesto, Nora.
Noah continuó hasta aparcar en el sendero de entrada, cerca de la casa, mientras ella se dirigía hacia donde se encontraban los hombres.
—¿Están aquí por el trabajo del anuncio?
Los cuatro se volvieron hacia ella. Sintiéndose como si estuviera en una competición, se dedicó a observarlos. Uno era mayor, casi calvo del todo, con un resto de pelo fino e hirsuto, pero fuerte y alto, de espaldas anchas. Otro era un adolescente de unos dieciséis años, atractivo, musculoso. Había otro mexicano, de unos veintitantos años y aspecto sano y enérgico; el cuarto hombre, el que tenía al lado, bien podría ser su padre.
—¿Es aquí donde se solicita el empleo?
El hombre mayor frunció el ceño, el adolescente se sonrió y el mexicano mayor la miró de arriba abajo como si estuviera calibrando sus fuerzas por su estatura, que era bastante escasa. El mexicano que podía ser su hijo le respondió:
—Sí, este es el lugar. ¿Has recogido manzanas alguna vez antes?
Nora negó con la cabeza.
—¿Quieres un consejo? Quizá deberías decirle al jefe que sí.
—¿Por qué? ¿Tan duro es aprender?
Los hombres se rieron.
—Lo duro es trabajar —dijo el adolescente—. Yo te enseñaré los trucos si te contratan —la miró de la cabeza a los pies—. ¿Seguro que estás preparada?
Nora contuvo el aliento. Haría cualquier cosa con tal de sacar adelante a sus hijas. Mel Sheridan y el reverendo Kincaid la habían asesorado a la hora de conseguir ayuda oficial del condado: bonos para comida y atención médica, pero con eso no tenía suficiente para vivir. Había tenido algunos empleos en la clínica y en el programa de actividades de vacaciones de la nueva escuela, pero siempre a tiempo parcial, dada la corta edad de sus hijas.
Quería ganarse la vida ella sola. Y hasta el momento no había tenido muchas oportunidades de hacerlo.
—Soy más fuerte de lo que parezco —le informó—. Pero no puedo mentir sobre mi inexperiencia. Es… —«una promesa que me hice a mí misma», se recordó, desolada. Se estaba esforzando por rectificar pasados errores y no estaba dispuesta a cometer más—. Sé asumir un compromiso. Aceptaré cualquier consejo que me den. ¿Visteis entonces el anuncio de la iglesia?
—Nosotros trabajamos aquí cada año —dijo el adolescente—. Llevo recogiendo manzanas desde que estaba en primer año de instituto. Y Jerome lleva haciéndolo cien años por lo menos —señaló al hombre mayor—. Eduardo y Juan viven valle abajo y las manzanas aquí se pagan mejor que las verduras. La mujer de Juan tiene un pequeño negocio. Les está yendo bastante bien últimamente, ¿verdad, Juan?
El mexicano mayor asintió con gesto grave. Orgulloso.
—Tom suele trabajar por aquí. Por lo general, son el señor Cavanaugh y su capataz, Junior, los que se encargan de la contratación —el chico le tendió la mano—. Soy Buddy Holson, por cierto.
Ella se la estrechó con una sonrisa.
—Nora. Encantada de conocerte.
El cerrojo se descorrió al fin y el portón se entreabrió un tanto. Jerome fue el primero en entrar. Salió solo un momento después y Eduardo y Juan entraron juntos en la nave. Salieron también enseguida.
—Todos hemos trabajado aquí antes —le explicó Buddy—. Ya estamos fichados, así que el trámite es rápido. Buena suerte.
—Gracias —repuso ella—. Espero que nos veamos por aquí.
—Eso espero yo también —respondió el chico, tocándose el ala del sombrero con un dedo.
Nora supuso que probablemente la juzgaría mucho más joven de lo que era. Seguro que nunca se le ocurriría pensar que era madre soltera.
—Debes de vivir por la zona.
—En Virgin River —le informó ella.
—Yo estoy en Clear River. Bueno, será mejor que entre… —y desapareció en el interior de la nave, pero solo para reaparecer segundos después mientras se guardaba una hoja de papel en un bolsillo. Con una seductora sonrisa de despedida y otro toque al ala de su sombrero, se encaminó hacia la última camioneta que permanecía allí aparcada.
Nora inspiró profundamente y empujó el portón. El hombre que se hallaba sentado detrás del escritorio alzó la mirada y ella se quedó momentáneamente sorprendida. Ignoraba por qué, pero había esperado a alguien mucho mayor… quizá al marido de la señora Cavanaugh que habitualmente se encargaba de la contratación, según le habían dicho. Pero aquel hombre era joven. Y tan guapo que casi quitaba el resuello. Era ancho de hombros, rostro atezado, pelo castaño, unas cejas expresivas y ojos de un color castaño oscuro que estaba segura de que relampaguearían al sol. Tal vez sus rasgos no fueran nada del otro mundo, pero combinaban a la perfección, lo cual le daba un aspecto más que atractivo. Un aspecto tan atractivo como peligroso, muy propio de los hombres que la habían atrapado en el pasado… Pensó que probablemente se habría ruborizado antes de quedarse completamente pálida. Había tenido muy mala suerte con hombres así y no tenía razón alguna para pensar que esa suerte hubiera cambiado.
—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó él.
—He venido por el trabajo. La cosecha de manzanas.
—¿Tiene experiencia? —le preguntó él.
Nora negó con la cabeza.
—Aprendo rápido y soy fuerte. Tengo toneladas de energía. Y necesito un trabajo como este.
—¿De veras? ¿Por qué le parece tan adecuado para usted?
—El reverendo Kincaid dice que pagan bien y que la temporada no es larga. Soy madre soltera y probablemente pueda conseguir que me ayuden con las niñas por un tiempo. Además tengo un par de empleos a tiempo parcial en Virgin River que retomar para cuando acabe la cosecha. Suena perfecto para alguien como yo.
—Bueno, puede que la temporada se prolongue más de lo que usted cree. La mayor parte de los años se extiende desde finales de agosto hasta casi diciembre. Así que entiendo que no sería adecuado para…
—Podría hacerlo… han abierto una nueva escuela infantil en el pueblo.
—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó él.
—Veintitrés.
Él sacudió la cabeza.
—¿Y ya es madre divorciada a los veintitrés años?
La sorpresa se dibujó por un instante en el rostro de Nora. Se irguió cuan alta era.
—Hay cosas que no está usted autorizado a preguntarme, ni yo a responderle —le recordó—. Lo dice la ley. Si no tienen que ver con el empleo…
—Eso es irrelevante. Me temo que ya hemos alcanzado el cupo de contrataciones, todas ellas de gente con experiencia. Lo siento.
Aquello acabó con la determinación de Nora. Bajó la barbilla y miró fugazmente al suelo. Alzó luego la vista hasta sus ojos.
—¿Sabe usted de algún otro empleo que pueda estar disponible? No abundan las ofertas de trabajo por aquí.
—Escuche… ¿su nombre? —le preguntó, levantándose de detrás de su desordenado escritorio y demostrándole que era todavía más alto de lo que ella se había imaginado.
—Nora Crane.
—Escuche, Nora, este puede ser un trabajo terriblemente duro y no se ofenda por lo que voy a decirle, pero no me parece usted lo suficientemente fuerte para algo así. Solemos contratar a hombres y mujeres fuertes, fornidos. Nunca hemos contratado a chicos ni a mujeres menudas… Es algo demasiado frustrante para ellos.
—Buddy lleva trabajando aquí desde que estaba en primer año de instituto…
—Es un chico muy fuerte. A veces hay que bajar de una escalera con cestos de cincuenta kilos. La temporada de cosecha es agotadora.
—Yo puedo hacerlo —insistió ella—. Puedo cargar con mi bebé de nueve meses en la mochila de espalda y con mi hija de dos años en brazos —alzó un brazo y flexionó el bíceps—. La maternidad no es para flojas. Y estar sin blanca tampoco. Puedo hacer el trabajo. Quiero hacerlo.
Él se la quedó mirando asombrado por un momento.
—¿Nueve meses y dos años?
—Berry pronto cumplirá los tres. Son unas niñas preciosas e inteligentes, solo que tienen la mala costumbre de comer mucho.
—Lo siento, Nora. Ya tengo a toda la gente que necesito. ¿Quiere dejarme su número de teléfono en caso de que surja algo?
—La iglesia —dijo, decepcionada—. Puede dejarme un mensaje en la iglesia presbiteriana de Virgin River. Paso por allí cada día. Dos veces al día.
Él esbozó una leve sonrisa.
—No espero que vaya a surgir nada, en realidad, pero ya tengo su número, por si eso se produce —apuntó su nombre y garabateó al lado el número de teléfono de la iglesia—. Gracias por haber venido.
—Claro. Tenía que intentarlo. Y, si se entera de algo, sea lo que sea…
—Por supuesto —dijo él, pero Nora sabía que no estaba hablando en serio. No iba a ayudarla a conseguir un empleo.
Abandonó la pequeña oficina y fue a esperar a Noah al pie de la camioneta, apoyándose en ella. Esperaba que el reverendo estuviera pasando un rato agradable visitando a la señora Cavanaugh, al menos, ya que al final le había hecho ir allí por nada. Al margen de lo que le hubiera dicho Tom Cavanaugh, sabía que la había rechazado porque no la había juzgado ni fuerte ni digna de confianza para aquel trabajo.
La vida no siempre había sido así de difícil para ella. Bueno, sí, había sido difícil, pero no de aquella forma. No había crecido en la pobreza, por ejemplo. Nunca había disfrutado de una situación económica que pudiera llamarse cómoda, pero siempre había tenido algo que llevarse a la boca, un techo sobre su cabeza, ropa no cara, pero sí decente que ponerse… Había pasado poco tiempo por la universidad y, mientras aquello duró, había tenido un empleo a tiempo parcial, como la mayoría del resto de estudiantes. Sí que había tenido una vida familiar triste, en tanto que única hija de una amargada madre soltera. Fue en aquel momento cuando cedió a los flirteos de un sexy jugador de béisbol de una liga menor… sin que hubiera tenido la menor idea de que, ya por entonces, se había convertido en un adicto a la droga dura. El mismo tipo que la dejó tirada con dos niñas en una población diminuta, y sin dinero alguno, ya que sus pocas pertenencias se las había vendido para financiar su… afición.
Pese a todas aquellas dificultades, se había alegrado de haber ido a parar a Virgin River, donde había hecho unas cuantas amistades y donde contaba con el apoyo de gente como Noah Kincaid, Mel Sheridan y sus vecinas. Tal vez le llevara un tiempo y algo más de suerte, pero al final se las arreglaría para salir adelante y dar a sus hijas un hogar decente donde crecer.
De repente oyó un portazo: el inequívoco sonido de una puerta de rejilla, con mosquitera. Siguieron unas risas. Cuando alzó la mirada, vio a Noah en compañía de una atractiva mujer de pelo blanco cortado al estilo moderno, melena corta. Era algo regordeta con un busto generoso y caderas algo anchas. Tenía las mejillas rosadas, o por el maquillaje o por el sol, y las cejas depiladas, repasadas con lápiz castaño oscuro. Llevaba los labios pintados y se reía. Poseía una sonrisa tan atractiva como juvenil. Nora no logró adivinar su edad. ¿Cincuenta y ocho? ¿Sesenta y cuatro? Fue entonces cuando la mujer soltó una breve carcajada, agarrándose al brazo de Noah.
Se dirigían hacia ella. Nora sonrió tímida, insegura como se sentía después de haber sido rechazada para el trabajo.
—Nora, te presento a Maxie Cavanaugh. El manzanar y la factoría de sidra son suyas.
—Es un placer conocerte, Nora —dijo Maxie, tendiéndole la mano.
Nora advirtió que padecía algo de artritis en los dedos, dadas las protuberancias de sus articulaciones. Llevaba las uñas pintadas de un rojo brillante.
—¿Así que vas a recoger manzanas para nosotros?
—Pues no, señora… Su hijo me dijo que ya tenía suficientes trabajadores y que no podía contratarme.
—¿Mi hijo? —inquirió Maxie—. Chica, ese es mi nieto, Tom. Lo crie yo. Pero ¿qué es eso que me ha dicho el reverendo Kincaid? ¿Tienes dos hijas pequeñas y ahora mismo solo cuentas con un empleo a tiempo parcial?
—Sí, señora, pero creo que para el otoño conseguiré unas horas más, cuando tengan más necesidad de trabajo en la nueva escuela. Y conseguiré también un descuento en la guardería. El caso es que se trata de una escuela nueva que tiene que hacer todo tipo de papeles, así que tardaremos todavía un tiempo en recibir alguna ayuda… Yo me entusiasmé pensando que, hasta entonces, podría conseguir un trabajo bien pagado que me durara varios meses… Pero si ya tienen mano de obra suficiente…
—Seguro que habrá hueco aquí para una persona más —le aseguró la mujer, sonriente—. Espera un momento —y atravesó a buen paso el patio, en dirección a la nave donde se hallaba la pequeña oficina.
Nora se volvió hacia el reverendo.
—¿Abuela? ¿Qué edad tiene?
—No tengo ni idea —repuso él, encogiéndose de hombros—. Rebosa energía, ¿verdad? Eso la mantiene joven. Ha sido siempre un fantástico sostén de la iglesia, pese a que no suele ir a misa. Dice que los domingos suelen ser los días más ocupados y que, cuando no lo son, ella se los reserva para dormir. Maxie trabaja muy duro durante toda la semana.
—¿Y él es su nieto? —quiso saber Nora.
—Sí. Debió de ser una madre muy joven. Creo que Jack tuvo a Tom a los treinta.
—¿Qué irá a decirle? Porque él no quiere contratarme. Solo necesitó mirarme una vez para concluir que no era lo suficientemente fuerte, lo cual es una tontería, pero… Incluso tú no querías que solicitara el trabajo porque pensabas que iba a ser demasiado para mí.
—Ahora es cosa de Maxie y de Tom. Y a lo mejor yo estaba equivocado. Vamos a ver qué pasa.
Tom Cavanaugh permaneció sentado ante su viejo escritorio de la prensa de sidra durante un buen rato después de que Nora se hubiera marchado, completamente sorprendido y decepcionado. Nada más verla entrar, pensó que era una ingenua adolescente y lo primero que pensó fue que Buddy andaría a la zaga tras ella. Era tan guapa, con aquella cola de caballo, aquel rostro dulce y aquel cuerpo tan perfecto y menudo… Cuando ella le dijo que tenía veintitrés años y dos niñas pequeñas, Tom fue incapaz de disimular su asombro. Pero peor que el asombro había sido otra cosa: estaba seguro de que, si aquella chica le hubiera dicho directamente que tenía veintitrés años, sin mencionarle que era madre soltera, él le habría hecho alguna insinuación con la intención de salir con ella. Aunque, de todas formas, tampoco la habría contratado porque eso habría resultado problemático, el hecho de emplear a alguien capaz de encenderlo de aquella forma… Sí, eso habría podido terminar en una refriega amorosa entre los manzanos, algo que estaba estrictamente prohibido. O debería estarlo.
Tom se había pasado la vida entera en aquella finca y estaba seguro de que algunos empleados hacían el amor entre los manzanos en flor y los cajones de fruta, pero su abuela siempre le había advertido sobre la estupidez de aquella clase de cosas. Maxie solía decir que eso podía estar muy bien, hasta que se estropeaba para acabar convirtiéndose en una simple demanda ante los tribunales. Pero al margen de sermones, la primera experiencia íntima de Tom con una muchacha había tenido lugar en una tórrida noche de verano, justo antes de que se marchara a la universidad. El recuerdo todavía le hacía sonreír.
Pero la sonrisa subió de temperatura cuando sustituyó mentalmente a aquella muchacha del pasado por Nora.
Maldijo para sus adentros: aquella pequeña Nora era puro deseo a primera vista. Aquellos ojos brillantes, aquellos labios dulces y carnosos, aquella nariz salpicada de pecas… Era justo su tipo, si no se hubiera casado y concebido un par de crías para luego divorciarse, y todo ello con tan solo veintitrés años. No, él estaba buscando una clase distinta de mujer. Una mujer más parecida a su abuela: centrada, inteligente, con un sólido código moral. Maxie solamente se había casado una vez, con su abuelo. Se había quedado viuda cuando Tom estaba en la universidad y ya no había vuelto a casarse, no había expresado interés alguno por ningún hombre después de la muerte de su esposo. Y eso que no le habían faltado pretendientes en Virgin River… Maxie llevaba muchísimo tiempo consagrada al manzanar, al pueblo y a sus numerosas amistades.
La puerta del despacho se abrió de golpe y, hablando del rey de Roma… allí estaba su abuela. Maxie sacudió la cabeza y frunció sus labios pintados.
—No has contratado a esa chica, pese a que necesita desesperadamente el trabajo. Tiene dos niñas que alimentar.
—Probablemente no pese ni cuarenta kilos con la ropa mojada.
—Nosotros no contratamos a la gente por su peso corporal. Y nos podemos permitir ser caritativos. Voy a decirle que tiene el empleo. ¿Cuándo vas a empezar a recoger?
—Maxie…
—¿Cuándo?
—No creo que sea una buena idea, Maxie. Podría distraer a los trabajadores. Todos son hombres.
Todo en el interior de Maxie pareció relampaguear y Tom comprendió de inmediato que su abuela lo había calado. Había adivinado exactamente lo que le preocupaba. Pero no dijo nada al respecto.
—De acuerdo, le retendremos la paga por ser tan atractiva. ¿Cuándo?
—Para el veinticuatro de agosto, calculo. Pero, Maxie…
—Ya está hecho. Es una buena chica. El reverendo Kincaid responde por ella y apuesto a que se esforzará más que nadie. Las madres jóvenes pueden llegar a ser muy duras. Diablos, Tom, ¡yo todavía recojo manzanas y tengo setenta y cuatro años! Tienes que ser más generoso.
Y abandonó el despacho.