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28001 Madrid

 

© 2017 Robyn Carr

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un día de estos, n.º 260 - febrero 2020

Título original: Any Day Now

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Ángeles Aragón López

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-195-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

El hogar es ese lugar en el que, cuando tienes que ir, tienen que recibirte.

ROBERT FROST

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Así que esto es una nueva vida», pensó Sierra Jones, cuando abrió los ojos una mañana soleada en Colorado.

Había reflexionado mucho sobre el tema. Colorado no era su única opción, pero había decidido que podía ser la mejor. Su hermano Cal, al que la unía un vínculo profundo, vivía allí y quería que ella formara parte de su vida. Sierra necesitaba un lugar nuevo donde empezar de cero. Un sitio sin malos recuerdos, donde no tuviera historia y sí una conexión emocional fuerte. Su hermano mayor le ofrecía eso.

Cuando era niña, Cal siempre la había protegido, la había amado incondicionalmente, la había cuidado y se había preocupado por ella. Era ocho años mayor, pero había sido algo más que un hermano. Había sido su mejor amigo. Sierra solo tenía diez años cuando él se había ido de casa, pero se había sentido a la deriva.

Cuando por fin se había decidido a darle una oportunidad a ese lugar, Cal había querido que fuera directamente a su casa. Al hogar que estaba construyendo. Pero no parecía muy buena idea. Por el momento había solo un dormitorio terminado. Y lo más importante, ella no quería ser una carga para nadie ni estar en medio de una pareja que acababa de iniciar su matrimonio. Cal y Maggie llevaban menos de seis meses casados y vivían en el granero que estaban reconvirtiendo en casa. Sierra les había dado las gracias educadamente y había dicho que prefería buscarse otro alojamiento y vivir sola. Una parte muy importante de forjarse una nueva vida era la independencia. No quería responder de nadie excepto de sí misma.

Eso era lo que les había dicho. La verdad que escondía en su corazón era que tenía miedo de volver a depender de Cal como cuando era pequeña. Después de todo, él tenía una familia nueva. Y ella recordaba demasiado bien el dolor sentido en la infancia cuando la había abandonado. Había sido horrible.

La independencia le asustaba un poco, pero se recordó que tenía a su hermano cerca y dispuesto a echarle una mano si lo necesitaba, igual que ella estaba allí para Maggie y para él si hacía falta. Tenía treinta años y ya era hora de que se hiciera una vida que reflejara a la nueva mujer en la que se estaba convirtiendo. Aquello era un cambio alegre, retador, emocionante y terrorífico. Si se sentía algo sola a veces…

Tenía una lista corta de cosas que quería solucionar por sí misma antes de ver a Cal. Primero quería explorar la zona circundante. Timberlake era solo un pueblo, el más próximo al lugar donde vivían su hermano y Maggie, y le parecía adorable. Era algo turístico, un poco al estilo del salvaje Oeste, con sus tiendas con fachada de tablas y sus casas de estilo victoriano, rodeado por la belleza de montañas de cumbres nevadas y campos extensos. El primer día que pasó allí vio un rebaño de alces galopando por la calle principal. Un macho grande llamaba a las hembras, alejándolas del pueblo para volver a terreno de pastos. Eran torpes y majestuosos a la vez, moviéndose confusos entre los coches. Un hombre mayor que había delante de una barbería le explicó que, con la primavera, se mudaban a zonas más altas, las hembras daban a luz y buscaban pastos en otras zonas. Le dijo también que, en el otoño, había que tener cuidado con la época del celo.

—Esos machos no quieren que nadie se meta en su territorio.

Sierra no necesitó nada más para pensar que aquel podía ser el lugar indicado para ella, porque el corazón le latió un poco más deprisa con solo ver al gran rebaño cruzar el pueblo. El hombre mayor le había dicho que aquello no se veía todos los días.

Había encontrado un hostal limpio y barato que le dejaba pagar por semanas y al que empezaban a llegar estudiantes y aventureros que querían aprovechar la primavera de Colorado. Tendría que compartir el baño, pero no sería la primera vez. No era quisquillosa y viviría bien allí hasta que pudiera encontrar algo más permanente. La dueña del hostal, una mujer de más de sesenta años llamada Midge, había dicho que había habitaciones y apartamentos en alquiler por toda la ciudad.

Lo mejor del hostal era que habría gente alrededor y, sin embargo, estaría sola.

Había encontrado enseguida un trabajo de media jornada en un restaurante que necesitaba una camarera a primera hora de la mañana varios días a la semana. Se había ido la camarera principal de las mañanas y hasta ese momento la había sustituido la esposa del dueño. A Sierra le gustaba la primera hora de la mañana. No ganaría mucho dinero, pero sí lo bastante para ir tirando, y tenía algunos ahorros.

Lo más importante que había investigado antes de ir a Colorado eran los lugares y las horas de las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Hasta tenía una aplicación en el teléfono. Había reuniones regulares por todas pares. En Timberlake y en todos los pueblos y ciudades circundantes, desde Breckinridge hasta Colorado Springs. Normalmente tenían lugar en iglesias, pero las había también en bloques de oficinas, hospitales e incluso clubes. Nunca estaría sin apoyo.

Sierra llevaba nueve meses sobria.

Había vuelto a conectar con Cal varios meses atrás, justo antes de su boda con Maggie. Él había ido a verla dos veces y la había llamado regularmente. Había empezado a convencerla de que se mudara a Colorado unos meses atrás. Los ocho años anteriores habían estado en contacto, pero no habían formado parte de la vida del otro, y eso era algo que ella lamentaba. Esos años habían sido muy difíciles para Cal. Los últimos cinco años habían sido terribles. Su primera esposa, Lynne, había padecido esclerodermia, una enfermedad dolorosa y a veces letal, y había muerto tres años atrás. Cal se había quedado como perdido. Y, si ella hubiera sido mejor hermana, le habría ofrecido su apoyo.

Pero eso pertenecía ya al pasado y su oportunidad estaba en el futuro. Confiaba en que pudieran reconstruir la relación cercana de otro tiempo y volver a ser una familia. Justo antes de que empezara el largo camino al sur, hasta Colorado, Cal le había contado un secreto: que iba a ser padre.

Sierra se alegraba mucho por él. Su hermano no sabría nunca cuánto anhelaba ver al bebé. Iba a ser tía. Teniendo en cuenta que nunca tendría hijos propios, aquello era un regalo inesperado.

 

 

Cal Jones estaba tumbado sobre los cojines, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza y la sábana subida hasta la cintura. Miraba a Maggie, que se miraba desnuda delante del espejo de cuerpo entero y examinaba su perfil.

—Hay algo en marcha entre la señora Jones y yo —dijo él con voz ronca.

Todavía no se le notaba mucho el embarazo, solo una pequeña curva donde antes tenía la cintura, por la que ella se pasaba la mano.

—He pasado los terribles primeros tres meses sin problemas —dijo—. Le sonrió con ojos llenos de vida—. No tengo náuseas, me siento genial. Le voy a decir a mi padre que ya puede contárselo a sus amigos.

—No te sorprendas mucho si descubres que ya se lo ha dicho.

—No me sorprendería nada.

Cal la miró con orgullo. Era delgada como un junco, a pesar del embarazo, y tenía una sonrisa nostálgica y casi angelical. Quería a aquel bebé tanto como él. Disfrutaba cada día que crecía dentro de ella. Aquel niño había sanado algo en su interior. Y a él lo había llenado de una esperanza nueva. Ella, en aquel momento, estaba más hermosa que nunca.

—Señora Jones, tienes que vestirte o venir aquí y ocuparte de mí.

Ella se echó a reír.

—Eso ya lo he hecho. Y muy bien, creo.

—Yo te he dado las gracias.

Maggie recogió su ropa interior, los vaqueros y la sudadera. El espectáculo había terminado. Y él tendría que esperar todo el día para volver a tenerla a solas.

—Es hora de que te pongas a trabajar. Yo necesito una casa y Tom llegará en cualquier momento —dijo ella—. Yo voy a la tienda —había mucho que limpiar y que restaurar en la tienda de mercancías de su padre en Sullivan's Crossing. Era el primero de marzo y no pasaría mucho tiempo antes de que empezaran a llegar grupos de campistas y senderistas.

Cal y Maggie vivían en el granero que estaban reconvirtiendo en una gran casa con la ayuda de Tom Canaday., un vecino que era muy buen carpintero y constructor. Tom tenía buenos subcontratistas para ayudarles y acelerar el proceso. Maggie y Cal se habían casado en octubre y, mientras reforzaban y sellaban el tejado y el exterior, añadían claraboyas en lo que antes eran pajares, cambiaban la instalación eléctrica, destripaban el interior e instalaban ventanas donde antes no había, ellos habían vivido en el sótano de la casa de Sully. Tom, Cal y algunos más habían terminado por fin un dormitorio y dejado un baño operativo y una cocina semioperativa. Ese dormitorio en la planta baja acabaría siendo el despacho de Cal cuando la casa estuviera terminada. El dormitorio de la pareja estaría arriba. Habían sellado bien la puerta del dormitorio temporal para poder dormir allí sin verse inundados por el serrín o el polvo de la construcción. Llevaban dos semanas viviendo allí, gracias a que el tiempo era ya más cálido y a que tenían un buen calefactor.

Maggie pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la tienda, ayudando a su padre. Los tres o cuatro días a la semana que no estaba en Denver practicando neurocirugía. Cuando trabajaba en el hospital, se quedaba en la casa de Denver, que tenía desde hacía varios años. Cal y Tom aprovechaban su ausencia para hacer los trabajos más ruidosos, malolientes y sucios, los que implicaban golpear y aserrar, cortar granito y cuarzo, poner el sellador, instalar los suelos, lijar y pintar. Cada vez que Maggie iba a casa, para ella era como si fuera Navidad. Encontraba escaleras nuevas que subían al segundo piso, una bañera, un fregadero nuevo en la cocina, baldosas de cerámica en el suelo de la cocina, media chimenea… Pero la adición más valiosa era la Shop-Vac. Esa estupenda aspiradora mantenía a raya el polvo, el serrín, los vertidos y los escombros. El objetivo de la pareja era acabar la casa antes de que llegara el bebé en octubre.

Tom Canaday llegó a la casa, y acercó la camioneta a la puerta marcha atrás, antes de que Cal hubiera terminado de prepararle el desayuno a Maggie. Cal sacó los huevos y empezó a cocinar otras cosas.

Tom iba acompañado de Jackson, su hijo de veinte años, algo que ocurría siempre que este tenía un día libre sin clase. En la gran sala central había una mesa larga de pícnic que había montado Tom y era donde comían y extendían los planos. También la usaban como banco de carpintero o como mesa de reuniones. Allí hablaban con los subcontratistas, extendían las muestras de material o los diseños y miraban los catálogos. Era una mesa multifuncional.

Cuando Maggie se marchó a Sullivan's Crossing, los hombres seguían sentados allí, terminando una segunda taza de café. Un momento después llamaron a la puerta.

—¿Se habrá dejado algo? —preguntó Tom.

—Maggie no llamaría —repuso Cal. Fue a abrir.

De pie en el escalón había una chica guapa, de pelo castaño claro con mechas de color miel. Tenía una piel de melocotón y una boca bonita, abierta en una sonrisa. Llevaba vaqueros ajustados, con las rodillas rotas a la moda, pero Cal adivinó que ella no los había comprado así. Se había atado la capucha en el cuello. Él sonrió de felicidad al verla.

—Por fin llegas —dijo. Le dio un abrazo que la levantó del suelo—. ¿Cómo estás?

—Bien. Como nueva. Me encanta este sitio.

—Puede que te canses de él este mes. Marzo puede ser duro.

—Sí, eso pasa —repuso ella.

Él miró el pequeño Volswagen naranja aparcado en la calle. No era nuevo, eso seguro. Le pareció ver que el guardabarros delantero estaba atado con bramante. Miró a su hermana.

—La calabaza —dijo ella con una sonrisa.

—Seguro que te costó mucho encontrarlo.

—Tenía un buen precio.

—Me extraña —comentó él con ironía. Siempre olvidaba lo hermosa que era. Tenía ya treinta años, pero seguía pareciendo una chica. Le puso un dedo debajo de la barbilla y le alzó la cara para mirar sus ojos marrones claros—. ¿Cómo te encuentras? —preguntó con suavidad.

—Mejor que nunca —contestó ella—. En serio.

—¿Te vas a quedar aquí hasta que encuentres algo?

Sierra negó con la cabeza.

—Ya he encontrado algo. Es temporal, pero limpio, seguro, cómodo y conveniente. Un hostal. Me servirá hasta que busque otra cosa —dijo.

Miró más allá de él. Había cables colgando del techo y asomando por las paredes, escombros por todas partes, pilas de tablones de madera, lonas, puertas apoyadas en las paredes, montones de objetos, desde trozos de tubería hasta bisagras.

—Me encanta lo que has hecho aquí, California.

Alguien carraspeó y Cal se volvió y vio que Tom y Jackson miraban a Sierra con la boca abierta.

—Perdón, chicos. Tom, Jackson, esta es mi hermana Sierra. Sierra, ellos son Tom y su hijo Jackson. Estamos construyendo juntos, remodelando el granero. Como te dije la última vez que hablamos, cuando llegue el bebé, este será nuestro hogar.

—Increíble —ella miró el enorme interior—. Pon tabiques, California. Si no, parecerá un campo de fútbol.

—Tienes razón —él sonrió—. Chicos, Sierra y yo tenemos que ponernos al día. Quiero llevarla a Sully's, a ver a Maggie. Estaré fuera un par de horas, pero volveré. ¿Os arreglaréis sin mí?

Jackson sonrió.

—A veces estamos mejor sin ti.

—Buen modo de halagar mi ego —comentó Cal—. Nos vemos en un rato.

Cerró la puerta y tiró de Sierra hacia su coche.

—¿Me dejas que conduzca yo? —preguntó.

—¿La calabaza? Supongo. Pero es muy sensible. Tendrás que ser gentil. No golpees las marchas ni patees el freno —ella sacó una llave del bolsillo de los vaqueros—. Pero ¿por qué?

Cal tomó la llave.

—Sígueme la corriente. Quiero ver cómo se porta en estas carreteras de montaña.

Sierra subió al asiento del acompañante.

—Está bien. Pero, por mucho que te guste, no puedes quedártela.

Lo primero que hizo él fue golpear la palanca de marchas.

—Lo siento —dijo.

Sierra lanzó un gruñido.

Cal entonces trató el coche con más suavidad y lo metió en una carretera de montaña. Había subidas y bajadas, era una carretera estrecha que se ensanchaba brevemente y ofrecía unas vistas impresionantes. En un mirador, donde se ensanchaba la carretera, acercó el vehículo al borde y lo detuvo.

—No está mal, Sierra —dijo—. Aunque chirría un poco, ¿no?

—Conmigo se porta mejor. Yo tengo un toque suave y tú eres un zopenco.

—Esta pelota naranja va contigo. ¿Qué tal el viaje?

—Bonito. Algo lluvioso. Colorado es hermoso.

—Me preocupaba que condujeras tanto sola. Yo podría haberlo hecho contigo.

Sierra se echó a reír.

—No te imaginas cuánto necesitaba estar sola. ¿Tienes idea de lo raro que ha sido para mí estar sola en los últimos nueve meses?

—No he pensado en eso —admitió él. Había gastado toda su energía temiendo que recayera. O algo peor.

—Llevo nueve meses viviendo con gente, primero en rehabilitación y luego en una casa grupal. He aprendido mucho, no lo voy a negar. Pero casi me vuelvo loca. Y en la carretera podía oír el interior de mi cabeza. Mi primer día en Timberlake cruzaron el pueblo los alces. Por la calle principal, esquivado los coches.

—Nunca he visto eso. He oído que ocurre, pero nunca lo he visto —él le dio una palmada en la rodilla—. Si necesitas algo, dímelo. Si hay algo que pueda hacer para facilitarte la mudanza o la transición, dímelo.

Sierra negó con la cabeza.

—De momento no. He planeado cuidadosamente hasta el último detalle. Si necesito algo, te lo diré.

—Eres muy valiente —dijo él—. Has dejado tu sistema de apoyo y has venido aquí a…

—Tengo teléfono, Cal. Estoy en contacto con mi madrina y seguiré yendo a reuniones de vez en cuando y buscaré una madrina aquí. Estoy en contacto con un par de mujeres de recuperación con las que he vivido los seis últimos meses. Nos apoyamos unas a otras y… —respiró hondo—. Y no soy frágil, ¿de acuerdo? Mira, no me sudan las manos. Va todo bien. Me ilusiona estar aquí.

—Nunca me has dicho cuál fue el detonante. ¿Qué te hizo buscar rehabilitación por fin? —preguntó Cal.

Lynne, su difunta esposa, y él le habían ofrecido su apoyo si se decidía a estar sobria, pero habían fracasado. A Sierra no le interesaba. Decía que exageraban el problema.

—Oye, algo que tienes que entender es que no sabía que tenía un problema, ¿de acuerdo? Debería haberlo sabido, pero no lo sabía. Pensaba que a veces me pasaba bebiendo, como todo el mundo. Hacía propósitos de mejorar, pero no duraban. Casi no faltaba al trabajo, nunca me sorprendieron conduciendo borracha, nunca tuve delirium tremens cuando no bebía y, aunque hacía cosas que lamentaba debido al alcohol, creía que era culpa mía, no de la bebida. Decidí probar rehabilitación, pero creía sinceramente que empezaría el tratamiento y descubriría que todos los demás tenían un problema y yo no era más que una idiota que no siempre actuaba con buen criterio. Pero no fue eso lo que pasó. Ahora sé todo lo que debería haber sabido hace mucho —Sierra soltó una risita y miró las vistas—. Imagínate mi sorpresa.

—Yo creía que también tomabas otras drogas —comentó él.

—Casi nunca. No las necesitaba, estaba ocupada bebiendo.

Cal guardó silencio un momento largo.

—Estoy muy orgulloso de ti —dijo al fin—. Nueve meses está bien.

—Es excelente, te lo aseguro. Y seré sincera. Al principio no sabía si duraría ni nueve días, pero aquí estoy. Ahora te toca a ti. Dime, ¿qué se siente sabiendo que vas a ser padre?

Cal notó que asomaba a sus labios la sonrisa bobalicona que aparecía últimamente siempre que pensaba en Maggie.

—Es increíble. Abrumador. Empezaba a hacerme a la idea de que a mí no me pasaría.

—Pero no es una sorpresa, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿El bebé?

—No, queríamos una familia. Maggie es mucho más fértil de lo que creía y ocurrió enseguida. Todavía nos estamos haciendo a la idea, pero es una sensación estupenda. Ya lo verás algún día.

Sierra negó con la cabeza.

—No lo creo. No me interpretes mal. Estoy deseando ser tía, pero no me veo en el papel de madre. No me crie cuidando niños, como hiciste tú.

—¿Quieres decir que no te gustan los niños?

—Adoro los niños —repuso ella—. Cuando son de otro. Pero… ¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Claro. No seas dura conmigo —le pidió él. Pero sonreía cuando lo dijo.

—¿Alguna vez te preocupa lo de la esquizofrenia?

Su padre, Jed, era esquizofrénico y no se medicaba. O mejor dicho, se automedicaba. Fumaba porros todos los días. Eso calmaba sus delirios. La verdad era que Jed estaba como una cabra. Y la esquizofrenia a veces era cosa de familia.

—Me preocupo por todo, incluido eso. Parece ser que Jed no heredó su enfermedad ni la pasó, a menos que alguien esté reteniendo información. Pero yo tengo a Maggie. Ella es mucho más lógica y pragmática. Empezó a hacer una lista de cosas que podrían preocuparnos. La lista era larga. Lo cubría todo, desde cáncer y enfermedades infantiles hasta embarazo en la adolescencia y luego sugirió con firmeza que lidiemos con cada problema cuando se presente. Tienes que recordar que Maggie se gana la vida lidiando con lesiones gravísimas en la cabeza y tumores cerebrales, así que no se asusta de nada. Si la enfermedad mental es uno de nuestros problemas, te aseguro que lo manejaremos de un modo muy distinto al de Jed —hizo una pausa—. ¿Cómo están?

—Los vi brevemente antes de irme y siguen igual. Mamá dijo que se alegraba de que fuera a estar cerca de ti, que probablemente me necesitabas. No sé de dónde se ha sacado eso. Le dije que no le dijera a nadie dónde estaba excepto a Sedona y Dakota. No sé quién puede preguntarle, pero quiero cortar lazos con esa vida. Sigo teniendo el apoyo de Des Moines, pero no damos información de los demás. Mamá estaba bien, papá se preparaba para una sesión informativa sobre seguridad o algo así. En otras palabras, está en el mundo de Jed. Tú los llamas, ¿verdad?

—Hace un par de semanas que no hablamos. Estoy ocupado con el granero. Los llamaré. Sierra, ¿tienes alguna deuda pendiente o algo así?

—No. Simplemente no necesito que me localice gente de rehabilitación ni de mis viejos días de juerga. Por lo demás, bien.

—Si tienes algún problema de eso, dímelo. Mejor arreglarlo que ignorarlo.

—No tengo ese tipo de problemas, Cal.

—Está bien. Pero si puedo ayudar… Tú solo instálate.

—Yo también me preocupo por nuestros padres, Cal.

—Pero no hay nada que podamos hacer —le recordó él—. Vamos a ver a Maggie. Está deseando conocerte en persona.

 

 

Sierra condujo la calabaza, siguiendo las indicaciones de Cal, hasta Sullivan's Crossing. Cuando se cansó de admirar las vistas, pensó que una de las cosas buenas de la rehabilitación había sido descubrir que no era la única que tenía una familia desestructurada. Teniendo en cuenta que su hermana Sedona y su hermano Dakota llevaban lo que parecían ser vidas normales y convencionales, el desastre parecía limitarse a sus padres, y solo porque Jed no quería tratarse la esquizofrenia y Marissa, su madre, no lo empujaba a hacerlo. En rehabilitación no era extraño encontrarse con padres locos. De hecho, era asombrosa la cantidad de personas que bebían o se drogaban para lidiar con sus problemas.

Había dicho una mentirijilla. La había dicho alegremente y con buena intención. La verdad era que sí quería tener hijos. Pero había múltiples problemas a ese respecto. En primer lugar, tenía mal historial con los hombres. Elegía a los peores. Y en segundo lugar, en su árbol genealógico no había solo esquizofrenia, sino además adicciones, que también solían ser cosa de familia. ¿Cómo podía arriesgarse a cargar a un niño con tales males? Podía añadir a eso que tendría que tener confianza en que sería una buena madre, y no era el caso. Las dudas sobre sí misma eran una compañía constante.

—Tú puedes ver este paisaje todos los días —le dijo a su hermano—. Yo he venido aquí principalmente porque Maggie y tú estáis aquí. Pero es un lugar increíblemente hermoso.

—No sé si te acostumbras alguna vez a esto —comentó él—. Yo todavía no puedo creer la suerte que es vivir aquí.

—¿Cómo acabaste aquí?

—Ya sabes. Vagabundeando. Intentando encontrarme a mí mismo, más o menos.

—¿Más o menos?

—Iba de un lado a otro. Lo llevamos en los genes. Además —vaciló—, buscaba un lugar para Lynne. Un sitio para sus cenizas. Le di mi palabra de que la dejaría en un lugar hermoso y entonces la dejaría marchar.

—¿Y lo has hecho? —preguntó Sierra.

Cal guardó silencio un momento.

—Encontré un lugar hermoso. Para entonces había conocido a Maggie. Y mi vida volvió a empezar —tendió la mano y le tocó la rodilla—. Ahora te toca a ti volver a empezar.

—Sí —contestó ella. De pronto estaba cansada. Asustada. Le ocurría en los momentos más extraños. Se apoderaba de ella el miedo a ser un fracaso. Otra vez—. Cierto. Y parece un lugar estupendo para hacerlo.

—Yo considero esto mi hogar —comentó él—. Nunca tuvimos un hogar propiamente dicho.

—Tuvimos la granja —repuso ella—. Más o menos.

—Tú la tuviste más que yo —replicó Cal.

Sus padres, que se describían como espíritus libres, hippies librepensadores e inconformistas, habían criado a sus hijos como nómadas, viviendo en un autobús reconvertido en autocaravana. Jed estaba enfermo y Marissa era su ayudante y su cuidadora. Los padres de Marissa tenían una granja en Iowa y todos acababan allí a menudo, ayudando en la granja y yendo al colegio en Pratt, una pequeña comunidad agrícola. Luego se marchaban de nuevo. Cuando Sierra tenía ocho años, se habían instalado en la granja a tiempo completo, a cuidar de la tierra después de la muerte de su abuelo. Cal había terminado el instituto allí.

Después se había marchado a buscar fortuna y había ido a la universidad con ayuda de becas y préstamos. Sierra tenía solo diez años cuando se fue. Él encomendó su cuidado a Sedona, la que lo seguía en edad. Esta se fue a la universidad cuando Sierra tenía doce años. Tuvo suerte y fue a una universidad de prestigio para mujeres en el este y, aunque llamaba por teléfono, casi nunca iba de visita. Cuando Sierra tenía quince años, se marchó Dakota, quien se alistó en el Ejército a la primera oportunidad. Entonces se quedó sola con Jed y Marissa. Contando los minutos hasta que pudiera irse a su vez.

Poco después de quedarse sola, descubrió la cerveza y los porros.

 

 

El Crossing, el lugar donde Cal había encontrado a su mujer y su segunda oportunidad, no era para nada como Sierra esperaba. Era una zona de acampada totalmente deshabitada, con parcelitas de tierra separadas por árboles, a los que empezaban a salirles las hojas. Aquí y allá había pequeñas barbacoas de ladrillo. Las mesas de pícnic estaban todas alineadas al lado de una tienda grande con un porche amplio, que se extendía a lo largo del edificio. Una mujer barría el porche, seguramente Maggie. Dejó de barrer para mirarlos. Sonrió y apoyó la escoba en la pared. Bajó los escalones justo cuando salían del pequeño vehículo.

—¡Sierra! —dijo, abriéndole los brazos.

—¿Cómo lo has sabido?

Maggie la abrazó y luego la apartó para mirarla.

—No podrías ser nadie más. Te pareces a tu hermano como si fuerais mellizos. Si tengo una hija, puede que sea igualita que tú.

Sierra se sonrojó.

—¿Eso sería bueno? —preguntó.

—Sería perfecto —le aseguró Maggie.

 

 

 

 

 

Las dificultades fortalecen la mente, tanto como el trabajo fortalece el cuerpo.

SÉNECA

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Sierra descubrió que había llegado al Crossing en plena campaña de limpieza. Un hombre mayor llamado Frank limpiaba y rellenaba estantes. Su esposa, Enid, hacía una limpieza profunda de la cocina y la despensa. Sully limpiaba los canalones y, cuando terminara, empezaría a reparar y pintar las mesas de pícnic. Maggie iba a fregar el porche con una manguera y después pensaba pasar el rastrillo por el huerto que había detrás de la casa para poder empezar a plantar.

Pero todo se detuvo cuando llegó Sierra. Todos se congregaron en el porche. Limpiaron una mesa y aparecieron bollos templados y café caliente y se sentaron a conocer a Sierra.

—No trabajes mucho —le dijo Cal a Maggie—. Tú cuida de tu niño.

—No le dejamos hacer mucho —declaró Enid.

—Yo la vigilo —comentó Sully.

—No sé a qué viene tanto alboroto —dijo Frank—. Las mujeres llevan haciendo eso desde Eva. El ejercicio es bueno para ella. ¿Qué? —preguntó cuando vio que todos lo miraban de hito en hito—. Solo digo la verdad.

—Es la primera vez que pasa esto —intervino Maggie—, pero estoy de acuerdo con Frank.

—Y seguro que Frank es el que siempre se mete en líos, ¿verdad? —preguntó Sierra.

—Jovencita, que sepas que trabajo en el campo todos los días que no llueve —le informó él.

—Y menos mal —intervino Sully—. Tom Canaday está reuniendo a algunos muchachos del grupo de peones camineros con los que trabaja. Muchachos que necesitan dinero extra y pueden traer su propio equipo. Limpiarán el terreno, vaciarán la zanja de los vertidos de la nieve derretida y se llevarán la basura pesada cuando se marchen. Yo puedo arreglar y pintar las mesas de pícnic, acicalar los váteres, las duchas y la sala de la colada. Y a ellos les diré que siembren ese huerto.

—Siempre he pensado que dirigir un camping era una tarea más fácil —comentó Sierra.

—Es la temporada de barro —le informó Maggie—. Cuando se derrite la nieve y llega la lluvia, hay mucho que hacer para restaurar esto antes de que empiecen a llegar los campistas. Normalmente aparecen en Semana Santa y desde el Día de los Caídos, en mayo, hasta el verano, está lleno casi todo el tiempo.

—Quizá yo pueda ayudar —dijo Sierra.

Todos los demás la miraron. Sully tardó un rato en hablar.

—¿Necesitas dinero extra, muchacha?

—Lo decía por ser útil —comentó ella—. Tengo un trabajo, pero es solo a tiempo parcial. Eso no me importa. Quiero tener tiempo para explorar y… bueno, instalarme. Estaré encantada de ayudar.

—Eres muy amable —repuso Maggie—. ¿Te vas a quedar con Cal y conmigo?

—¿En la zona en construcción? —preguntó ella—. Gracias, pero tengo un sitio.

—¿Oh? —preguntaron tres personas a la vez.

—Un hostal en la ciudad. Es muy agradable. Está al lado de una librería y enfrente del café donde voy a trabajar unas cuantas mañanas a la semana.

—¿El hostal de Midge Singleton? —preguntó Sully.

—El mismo.

Sully se inclinó hacia delante.

—Muchacha, esa mujer amontona gente sin cesar. Mete toda la que puede caber allí.

—Parece un buen sitio. Y ella es muy amable —dijo Sierra a la defensiva.

—No he dicho que no sea amable —contestó Sully—. Hace más de treinta años que conozco a Midge. Abrió ese hostal cuando murió su esposo, ya hace tiempo, y quiere ganarse bien la vida con él. ¿Hay camas extra en tu habitación?

—Solo una —replicó Sierra—. Para una mujer de mi franja de edad. Me prometió dejarme la habitación para mí sola todo el tiempo que pudiera, y los hostales funcionan así. Quiero creer que lo dice en serio…

—Yo también quiero creerlo —gruñó Cal.

—Hay otra opción —declaró Sully—. Adelante, prueba el hostal, pero vigila tus cosas. Dile a Midge que te guarde algunas bajo llave. Eso sí lo hace. Y, si el sitio no te convence, tengo cabañas vacías. Todas tienen cuarto de baño.

—Eso es muy amable, pero…

—Puedes quedarte una si quieres —la interrumpió Sully—. No voy a meter otro campista en tu cama por muy llenos que estemos.

Cal rio y Maggie frunció el ceño.

—¿Cuánto es el alquiler de las cabañas? —preguntó Sierra.

—A ver, déjame pensar —Sully se frotó la parte de atrás del cuello—. Hay que dar lechada a los baños, pintar las mesas de pícnic y sellar y pintar el porche de la tienda y el de la casa. Hay que trabajar en el huerto y cuidarlo. Y hay que colocar productos en los estantes de la tienda a diario. Quince o veinte horas pueden cubrir una semana. Fácilmente. Y está también el cuarto de juegos, que es gratis, pero tendrías que compartir baño con un viejo.

—¿Cuarto de juegos? —preguntó ella.

—Nuestro antiguo apartamento —dijo Cal—. Está en el sótano. Las tuberías suenan a veces, pero es cómodo. Y sin compañeras de cuarto.

La visita se prolongó durante casi dos horas, hasta que Sierra notó que Sully empezaba a ponerse nervioso. Probablemente no estaba acostumbrado a estar tanto tiempo sentado tomando café y charlando.

—Creo que es hora de que lleve a Cal de vuelta al trabajo o Maggie no tendrá nunca su casa —dijo—. Y Sully, dame un par de días para aclararme con mi horario y con la ciudad y luego vendré a echarte una mano.

—Sin problemas. Y si tienes cosas mejores que hacer, nos arreglaremos —repuso él. Se levantó de la mesa y tiró de los vaqueros hacia arriba para colocarlos en su sitio.

Sierra, por la fuerza de la costumbre, recogió las tazas y servilletas con Maggie y las llevó a la cocina. Miró a su alrededor con curiosidad. Entre los artículos había de todo, desde comida hasta sogas o herramientas. Incluso había una estantería llena de libros de segunda mano.

—Este sitio es un lugar popular entre campistas y senderistas —le explicó Maggie—. Los senderistas que recorren el Sendero Continental Divide cuentan con este sitio para reabastecerse y descansar uno o dos días. Hay incluso oficina de correros. Pueden recoger el correo aquí.

—¿Vienen muchos? —preguntó Sierra.

—Todo el verano. Son fantásticos. El Continental Divide es toda una conquista.

—¿Es un sendero largo?

—Casi 5000 kilómetros desde México hasta Canadá.

Sierra soltó un respingo.

—¿Bromeas?

Maggie negó con la cabeza.

—Por aquí pasa gente interesante todos los veranos. Senderistas, escaladores de rocas o familias de vacaciones. Hay unas cuantas autocaravanas y remolques desde la primavera hasta el otoño. A mucha gente le gustan las flores silvestres y después, más tarde, los colores del otoño. Es un lugar hermoso.

—Tienes mucha suerte de haber crecido aquí —comentó Sierra.

—No crecí aquí. Mis padres se divorciaron cuando tenía seis años. No vi a mi padre en años y luego lo vi solo de visita. Viví un tiempo aquí y siempre me gustó esto. Y ahora voy a criar a una familia aquí —se pasó una mano por el vientre con aire ausente.

—Y muy pronto —observó Sierra—. Espero que consigáis remodelar el granero a tiempo.

—Con suerte, las dos cosas serán antes de que llegue la primera nevada. Tendré que asegurarme de que Cal tenga una quitanieves.

 

 

Sierra volvió a Timberlake y continuó su exploración del pueblo. El hostal estaba al lado de la librería The Little Colorado y ella, como todos los de la familia Jones, sentía la atracción de los libros. Estos habían sido siempre su salvación, su único medio de aprender cuando viajaban, el único entretenimiento de verdad que tenían.

La tienda era pequeña y llena a rebosar. Estaba especializada en libros sobre Colorado, ganado y ranchos, vida salvaje, historia, minería, plantas, cosechas, insectos, en todo lo relacionado con Colorado y su historia, incluidos muchos mapas. También tenía libros de ficción relacionados con el estado. Descubrió que no era una tienda bulliciosa, pero que tenía clientes regulares. Los dueños eran Ernie y Bertrice Gibson, una pareja en la cincuentena. Estaban más que dispuestos a hablarle de la tienda, fundada por el padre de Ernie mucho tiempo atrás. Les gustaba trabajar los fines de semana, cuando había turistas, porque eran expertos tanto en el estado como en la mercancía que vendían.

También llevaban un pequeño negocio de venta por correo, para personas que los contactaban desde cualquier parte del mundo buscando libros especializados o volúmenes coleccionables, mapas valiosos y papeles que habían acumulado a lo largo de los años.

La librería tenía cuatro sillones de piel colocados entre los estantes, donde la gente podía sentarse a hojear libros especiales, y en la parte trasera del local había una mesa larga donde los clientes podían mirar mapas o papeles sueltos. Sierra vio a un hombre en un rincón con un gran libro de mapas en las rodillas. Debía de tener casi sesenta años, pero le resultaba familiar. El pelo le raleaba en la parte de arriba, pero llevaba una coleta. Lucía una camiseta con el símbolo de la paz, pantalones cortos de color caqui, botas de montaña con calcetines blancos y balanceaba unas gafas en la nariz. Se dio cuenta con un sobresalto de que se parecía a su padre, al menos en el estilo. Tenía la misma aura de viejo hippie.

Crecer con Jed no había sido fácil, pero Sierra lo quería mucho. A veces era como un niño, y aunque se podía perder en delirios maníacos semanas seguidas, dramas complejos en los que era un médico estrella o un profeta inspirado, para ella siempre había sido fantástico. Hasta la adolescencia no comprendió que en su mente debía de haber un laberinto de confusión. Pero Jed siempre había sido un hombre gentil. Todos habían tenido mucha suerte en ese sentido. No era agresivo y, si se ignoraba el hecho de que su comportamiento era muy loco, se podía decir que funcionaba medianamente bien. Y se mostraba muy tierno con ella. Era la pequeña de la familia y tanto Jed como Cal la mimaban mucho. En cierto modo, eso era un poco mágico. Jed estaba loco y Cal era como un caballero andante, siempre intentando encontrar lógica en el caos.

El hombre de la silla la miró. Tenía aire de cascarrabias y ella hizo lo que mejor se le daba: sonreír. Él hizo una mueca, pero ella sabía que lo había ablandado un poco. Desde pequeña había sabido cómo salir de una mala situación cautivando a la gente.

Paseó un poco por la tienda y pasó después por el café a tomar un helado. Charló con Lola, la camarera, una mujer de cuarenta y tantos años con dos hijos. Había trabajado años allí. Cuando estaba casada con niños pequeños, cuando estaba divorciada y era madre soltera, y ahora que, sola todavía, hacía dos trabajos e intentaba terminar su educación estudiando a tiempo parcial. Lola le contó los cotilleos del local. Cómo era el jefe, qué cocineros eran de fiar o quién la apoyaría en la cocina. También le dijo dónde comprar los pantalones cortos caqui y los polos blancos que serían su uniforme en el café.

Después de eso, Sierra caminó por el pueblo Entró en una farmacia, pasó delante de dos bufetes de abogados, una clínica pequeña, una peluquería y una barbería. Vio una tienda de muebles, con diseños personalizados. Encontró tres galerías de arte pequeñas, una tienda de licores, una joyería, un banco, una tienda de segunda mano en la que pasó un rato, dos iglesias y el parque de bomberos. Estos estaban lavando uno de los camiones en la entrada y resultaban un placer para la vista. El departamento de policía estaba justo enfrente de los bomberos.

Al día siguiente condujo hasta Leadville a comprar su uniforme y pasó el día explorando esa ciudad. Encontró una librería más grande y un asador que servía hamburguesas maravillosas. Después condujo hasta el granero para ver a Cal, que estaba muy ocupado haciendo molduras de techos. Arriba se oían muchos martillazos y ruido de sierras y Cal pintaba las molduras. Ella le habló de Timberlake y Leadville, como si él no los conociera. Maggie volvió de Sully's, sucia de haber trabajado en el huerto, invitó a Sierra a cenar con ellos y fue a ducharse y a cambiarse.

Las horas siguientes se sucedieron como una hermosa danza coreografiada. Sierra manejó la Shop-Vac mientras Cal limpiaba las brochas y doblaba las lonas. Tom y su hijo bajaron cubiertos de serrín y Sierra les pasó el aspirador riendo. Tom y Cal tomaron una cerveza y sacaron piquitos de maíz y salsa. Sierra tomó una cola light con Jackson y Maggie se sirvió zumo de naranja. Cal se metió en la cocina a preparar pollo para el grill. Tom y Jackson se marcharon y quedaron ellos tres en familia. Maggie le pidió a Sierra que pasara a ver a Cal cuando ella estuviera en Denver trabajando. La cena de pollo y verduras resultó deliciosa y nutritiva. Después recogieron y fregaron los platos. Para Sierra aquello era como una fantasía suya. Una fantasía de familia, de sentirse normal, de encajar en un sitio.

Miró a Cal besarle el cuello a Maggie y frotarle el vientre y entonces se dijo que no, aquella no era su vida. Era la de ellos y ella era una invitada.

Ella creaba problemas y oscuridad. Era un mal hábito. Un secreto suyo que guardaba muy adentro. «En el fondo estás muy sola y eres desgraciada», le recordó su voz interior.

—Tengo que irme —dijo—. Gracias por la cena y por todo.

—No salgas corriendo —le pidió Maggie.

—¿Tú no tienes que madrugar y salir para Denver? —preguntó Sierra.

—No madrugo tanto.

—Tienes que dormir —repuso Sierra—. Te veré en unos días.

En el viaje de vuelta a Timberlake se preguntó si podría hacer que aquello funcionara o si se sentiría siempre como una extraña. Sabía que su sensación no era por Cal y Maggie, era ella misma la que se hacía eso.

Cuando volvió a la ciudad, era todavía temprano y parecía haber mucha actividad en el hostal. Había llegado un grupo de chicas y hacían mucho ruido. Reían, gritabas y hablaban en voz muy alta. Sierra fue a su habitación y vio una bolsa de viaje en la segunda cama, y las chicas ruidosas estaban solo un cuarto o dos más allá. En esa situación, Sierra no pensaba desnudarse para meterse en la cama. Casi todas sus pertenencias estaban en el coche y solo llevaba una mochila consigo. Por la mañana iría al coche a buscar ropa limpia para ducharse y cambiarse. Eso era lo malo de vivir en un hostal, que en ellos paraba mucha gente joven y había que pagar el alquiler barato con intimidad.

Se sentó en la cama y buscó algo de leer en su mochila. En el coche tenía varios libros de autoayuda que ya casi se sabía de memoria. Esa noche no le apetecían esos. Sacó su ejemplar de Orgullo y prejuicio. Estaba casi destrozado. Sierra llevaba tres novelas consigo. Orgullo y prejuicio, Ambiciosa y Lo que el viento se llevó. Eso básicamente la definía como trágica pero esperanzadoramente romántica. Le había costado mucho dejar atrás Cumbres borrascosas, y eso también decía mucho de ella. Sierra no esperaba finales felices. Todavía no.

El ruido iba en aumento y Sierra confiaba en que alguien se quejara. La señora Singleton no pasaba la noche en el hostal, pues tenía una casa en la ciudad. El joven que se quedaba al cargo durante la noche era muy sociable. Quizá no le molestara el ruido. Ni las chicas. Cuando llegó Sierra, no había habitaciones individuales y la señora Singleton le había dicho que era muy probable que nadie necesitara una cama en una habitación doble y, si ocurría, solo podría ser una mujer.

Abrió el libro por la mitad, ansiosa por ver evolucionar al señor Darcy desde un pedante distante a un verdadero héroe. Buscó música en el teléfono, se puso los auriculares y se dispuso a no hacer caso de las chicas que se divertían. La buena intención no le duró mucho. Antes de una hora bajó y le dijo a John, el joven al cargo, que tenía que hacer algo sobre el ruido.

—He hablado con ellas un par de veces —dijo él—. Son universitarias. No quiero pedirles que se vayan si puedo evitarlo.

Un poco más tarde, una de las chicas entró en la habitación. Aparentaba dieciocho años. Y estaba borracha.

—¡Compi! —la saludó con voz pastosa.

—¡Mierda! —exclamó Sierra—. Estás borracha.

—Solo un poco —repuso la otra. Soltó un hipido y extendió el brazo. En la mano llevaba una botella de whisky—. ¿Quieres un poco?

Antes de que Sierra pudiera contestar, la chica cayó boca abajo sobre la cama y soltó el whisky, que se derramó en la alfombra.

—Bueno, ya está —murmuró Sierra. Y volvió a su libro.

Pero la chica apestaba. La habitación olía a whisky y la culpable roncaba como un tren de mercancías. Era muy probable que acabara vomitando.

camping

«Eso es, Sierra. Despierta a un viejecito para que te espante a un oso».

Pero no le pasaría nada. Por la mañana le diría que el hostal se había llenado de universitarias y que no le gustaban las fiestas, que era más aficionada a las veladas tranquilas y silenciosas. Y preguntaría por la cabaña que le había ofrecido. Estaría encantada de trabajar en el Crossing a cambio de hospedaje.

Lo primero que le sorprendió fue ser capaz de encontrar el Crossing, pues aquellas carreteras rurales eran muy oscuras. Eran más de las diez y no se cruzó ningún coche. Por suerte, había una luna brillante y Sully tenía luces en el camping. Había un par de autocaravanas pequeñas y un coche aparcado al lado de una de las cabañas y, a pesar de la oscuridad, pudo ver que habían avanzado bastante en la limpieza en muy pocos días.

Aparcó justo entre la tienda y la casa de Sully, donde él vería su coche enseguida. No quería preocuparlo ni asustarlo. Se echó después en el asiento de atrás, se metió en el saco de dormir y miró el teléfono. Tenía batería de sobra para esa noche. Sacó la linternita de leer que se colgaba al cuello como un collar brillante. La bolsa de comida estaba en el suelo del coche, a un lado, y su mochila abierta, al otro. Si lo necesitaba, podía ir al baño por la noche con la linterna del móvil.

Volvió a sacar Orgullo y prejuicio. Como en casi todas sus novelas favoritas, el protagonista era muy masculino y un poco cruel. Como en la vida real, estilo Sierra.

La garganta le dolió un poco al combatir las lágrimas. Se negaba las lágrimas. Ese, el dolor de retener las lágrimas, era el castigo por sus pecados. Suponía que algún día, cuando hubiera sufrido ya bastante, se abrirían las compuertas y lloraría hasta que se ahogara. Pero esa noche no. Bebió algo de refresco para paliar el dolor y no tardó mucho en quedarse dormida, acurrucada y cómoda.

Después de lo que le parecieron solo unos segundos, la despertaron unos golpecitos en el cristal. Sobresaltada, abrió los ojos y vio que Sully golpeaba la ventanilla con la linterna. Todavía estaba oscuro. ¿El hombre tenía el ceño fruncido? Beau, su perro labrador amarillo, tenía las patas delanteras en la puerta y jadeaba con entusiasmo. El animal parecía sonreír. Ella abrió una rendija la ventanilla.

—Estoy haciendo café —dijo Sully. Y entró en la tienda.