Editado por Harlequin Ibérica.
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28001 Madrid
© 2016 Lynne Graham
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más allá de la venganza, n.º 2489 - septiembre 2016
Título original: Bought for the Greek’s Revenge
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8641-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NIKOLAI Drakos miró la foto con el ceño fruncido y la amplió. No podía ser la misma mujer; sencillamente, no era posible que su presa, Cyrus Makris, planeara casarse con una mujer de origen humilde.
Divertido, alzó su arrogante cabeza de cabello moreno y estudió una vez más la foto de aquella etérea pelirroja. Imposible que fuera la misma mujer seductora que había conocido una vez trabajando de guardacoches. El mundo no era un pañuelo tan pequeño. Aun así, era consciente de que Cyrus poseía una casa de campo en Norfolk. Arrugó más el ceño, pensativo.
A pesar de su diminuta estatura, la mujer a la que había conocido tenía una personalidad fuerte, muy, muy fuerte, lo cual no era un atributo que él buscara en las bellezas transitorias que compartían su cama. Pero también tenía unos ojos de color verdemar y una boca suave, sedosa, y rosa como un capullo de loto. Una combinación explosiva, que le había costado mucho olvidar.
Después de que ella lo rechazara, otro hombre quizá habría vuelto a intentarlo, pero Nikolai se había negado a hacerlo. Él no perseguía a las mujeres, no intentaba conquistarlas con halagos ni flores. Se alejaba. El mantra que regía su vida insistía en que ninguna mujer era irreemplazable; no había mujeres únicas y él no creía en el amor. Simplemente, ella había capturado su imaginación durante unos momentos, pero él no había permitido que la lujuria lo impulsara a perseguirla. ¿Desde cuándo tenía que perseguir a una mujer?
Y aunque era de sobra conocido que el anciano padre de Cyrus presionaba a su hijo y heredero de cuarenta y cinco años para que se casara, resultaba impensable que Cyrus pudiera estar planeando casarse con la pelirroja guerrera que había arañado la pintura del adorado McLaren Spider de Nikolai. Además, a Cyrus solo le excitaba la carne femenina pura e intacta, como la hermana de Nikolai había aprendido a su costa. Y era imposible que la pequeña pelirroja siguiera siendo pura e intacta.
Nikolai se enderezó y miró la carpeta que estaba examinando. El investigador con el que trabajaba era un consumado profesional y el informe sería concienzudo. Observó de nuevo las fotos. Estaba dispuesto a admitir que el parecido entre las dos mujeres era espectacular.
Empezó a leer con curiosidad sobre Prunella Palmer, de veintitrés años, antigua estudiante de veterinaria que había estado prometida con Paul, el difunto sobrino de Cyrus. Una conexión que no habría previsto, pues Cyrus no se relacionaba mucho con los parientes.
Siguió leyendo, ansioso por conocer los detalles. Hacía un año que Paul había muerto de leucemia y dos que el padre de Prunella, George Palmer, un hombre ahogado por las deudas, había sufrido un infarto. Le sorprendía que el rico, pero tacaño, Cyrus no hubiera ayudado a la familia de Prunella, pero quizá se había reservado esa posibilidad para cuando le resultase más conveniente.
Nikolai, por su parte, se dio cuenta al instante de que aquel era el momento óptimo para intervenir. Llamó a su equipo de ayudantes personales y dio instrucciones mientras intentaba descubrir por qué Prunella Palmer podría convertirse en la esposa de Cyrus.
¿Qué tenía de especial esa chica? Como prometida de su sobrino habría sido intocable… y lo inalcanzable era una tentación poderosa para un hombre que disfrutaba violando las reglas.
En esos momentos estaba sola y sin protección y Cyrus parecía estar a la espera, tal vez jugando al gato y el ratón. Sin embargo, era igualmente posible que Prunella quisiera casarse con él porque, aunque era lo bastante mayor como para ser su padre, también era un hombre de negocios prominente y rico.
Pero ¿qué podía atraer a Cyrus aparte de la inocencia? Prunella Palmer no tenía dinero ni contactos. Era una belleza, pero ¿era posible que una mujer que había estado prometida siguiera siendo virgen en la época actual?
Nikolai sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad. ¿Y tenía ella la más remota idea del tipo de hombre con el que estaba tratando? ¿Un hombre al que le excitaba la violencia sexual y que, si tenía ocasión, le causaría un daño irreparable? ¿O consideraba que un anillo de boda era una compensación apropiada por sufrir malos tratos?
Fuera como fuera, su objetivo era apartarla de Cyrus porque era un hombre peligroso y Nikolai conocía bien su adicción a las cosas más sórdidas de la vida. Hasta el momento había conseguido escapar a la justicia con sobornos y amenazas y él se había visto obligado a buscar un modo más sutil de vengarse. Como era extremadamente rico e inteligente, había rastreado todos los movimientos de su presa en el mundo de los negocios y le había robado de manera regular negocios lucrativos; algo relativamente fácil porque a Cyrus se le daba mejor ganarse enemigos que conservar amigos y hacer contactos. Pero no resultaba tan satisfactorio como lo sería atacarlo a un nivel más personal. Perder a Prunella Palmer, verla preferir a su mayor rival, sería un golpe duro para Cyrus. Y todo lo que causaba dolor a Cyrus hacía feliz a Nikolai.
En cuanto a cómo afectarían sus acciones a Prunella y su familia, ¿acaso tenía importancia? Serían simples daños colaterales en esa batalla. Además, su familia quedaría libre de deudas y Prunella estaría protegida de Cyrus.
Su ardiente deseo de venganza estaba alimentado por una despiadada determinación y por el conocimiento de que a todas las víctimas de Cyrus se les había negado justicia. Sin embargo, también había algo muy personal en aquel desafío que no le gustaba porque, aunque intentaba no dejarse afectar, no podía evitar llenarse de rabia al imaginarse a Cyrus poniéndole las manos encima a Prunella y haciéndole daño.
–Es grave, Prunella –dijo su abuela con un suspiro.
–¿Cómo de grave? –preguntó ella, con la boca seca.
George Palmer, padre de Prunella, suspiró pesadamente.
–Soy un fracasado en lo referente a mi familia. Lo he perdido todo.
–El negocio sí. Quizá sea demasiado tarde para salvar algo, pero eso no te convierte en un fracasado –musitó ella con voz temblorosa, porque todos sabían que la tienda iba muy mal–. Pero al menos la casa…
–No –intervino su abuela–. Esta vez perderemos también la casa.
–Pero ¿cómo es posible? –preguntó ella con gesto de incredulidad–. La casa es tuya, no de papá.
–Mi divorcio de Joy se llevó la mitad del negocio –le recordó su padre.
–Y la casa era el único activo que nos quedaba. Tu padre no pudo conseguir el préstamo personal que necesitaba para pagar a Joy –la abuela de Prunella, una mujer bajita de cabello blanco, suspiró con fuerza–. Así que lo avalamos con la casa.
–¡Dios mío!
Prunella pensó en su madrastra, la voluble Joy, e intentó consolarse con el hecho de que su padre era mucho más feliz desde el divorcio. Su esposa había sido una mujer muy exigente y, aunque George se había recuperado bastante bien del infarto que había sufrido dos años atrás, tenía que usar bastón y el lado izquierdo de su cuerpo estaba muy debilitado. Joy lo había abandonado durante la rehabilitación, en cuanto su posición había dejado de ser acomodada. Su padre no había podido pagar los servicios de un buen abogado durante el divorcio y había sido un shock para él que su esposa acabara recibiendo la mitad del valor de su tienda de muebles después del juicio. Esa era la causa de sus problemas económicos.
–Arriesgar la casa no nos ha salido bien, pero intento consolarme pensando que al menos lo intentamos –dijo George Palmer con sequedad–. Si no lo hubiéramos hecho, siempre nos habría quedado la duda. Desgraciadamente para nosotros, mis acreedores quieren cobrar.
Su actitud resignada no mejoró el humor de Prunella. Su padre era un caballero y jamás decía una mala palabra sobre nadie, pensó, mirando la carta que había sobre la mesa de la cocina.
–¿Esto es sobre tus acreedores? –preguntó.
–Sí. Mis deudas han sido vendidas a otra organización. Esa carta es de los abogados de los nuevos dueños. Dicen que quieren poner la casa en venta.
–Eso ya lo veremos –Prunella sacó el móvil del bolso, impaciente por hacer algo, pues quedarse quieta en las situaciones difíciles no era su estilo.
–Son negocios, hija –musitó su abuela–. Suplicar es perder el tiempo. Solo quieren su dinero y, si es posible, sacar beneficios de su inversión.
–Pero estás hablando de nuestras vidas –protestó ella antes de salir de la cocina para pedir cita con los abogados.
La vida podía ser muy cruel, pensó. La mala suerte y la decepción la habían golpeado una y otra vez y estaba tan acostumbrada que había aprendido a apretar los dientes y soportar lo que fuera. Pero cuando se trataba de su familia surgía en ella su espíritu luchador. Su padre no iba a recuperar la salud del todo, pero se merecía algo de paz después de la agitación del amargo divorcio y no podía soportar que perdiera su casa después de verse obligado a adaptarse a tantos cambios.
¿Y su abuela? Los ojos de Prunella se llenaron de lágrimas al pensar en la casa que la anciana adoraba. Allí había vivido con su difunto esposo desde el día de su boda, en los años sesenta. Allí había nacido su hijo y allí habían vivido siempre su padre y ella. La casa, vieja pero cómoda, era el centro de su seguridad.
George Palmer se había enamorado de su madre, Lesley, en la universidad, y había querido casarse con ella cuando se quedó embarazada. Pero Lesley tenía otros planes y, después del parto, se había ido a California a hacer carrera. Tenía una licenciatura en Física y había llegado a convertirse en una científica famosa.
–Es evidente que me faltan el gen de esposa y el de madre porque no lamento ni estar soltera ni no haber criado hijos –le había dicho a Prunella con brutal sinceridad la primera vez que se vieron, cuando ella tenía ya dieciocho años–. George te adoraba y cuando se casó con Joy pensé que sería mejor dejar que formases parte de una familia perfecta, sin intervenir para nada.
Prunella suspiró al recordar la conversación. Lesley ni siquiera había sabido ver que su absoluta falta de interés por ella y su ausencia de remordimientos le harían aún más daño. Además, la suya no había sido una familia perfecta porque, en cuanto se hubo casado, Joy había hecho ver que le molestaba la presencia de la niña. De no haber sido por el amor de su padre y de su abuela, Prunella habría sido muy desgraciada.
Y a Joy, pensó con amargura, le había ido bien en el divorcio. Pero dejó de pensar en todo eso para concentrarse en el problema de su familia. Explicó la situación al joven que la atendió en el bufete de abogados y se encontró con un muro de silencio. El abogado se escudó en el secreto profesional y se negó a decirle quién era el acreedor de su padre. Además, señaló que nadie estaría dispuesto a comentar el asunto con otra persona que no fuera su propio padre, aunque al menos prometió transmitir su petición.
Prunella cortó la comunicación con lágrimas de frustración en los ojos, pero debía reponerse e ir a trabajar, pues su pequeño sueldo era el único dinero que entraba en la casa, aparte de la pensión de su abuela. Mientras se ponía la chaqueta se le ocurrió una idea y volvió a la cocina.
–¿Has pensado en pedirle ayuda a Cyrus? –preguntó con brusquedad.
Su padre se puso a la defensiva.
–Hija…
–Cyrus es un amigo de la familia –intervino la abuela–. Estaría muy mal acudir a un amigo en estas circunstancias solo porque tiene dinero.
Prunella asintió, respetuosa, aunque sentía la tentación de recordarles que el asunto era lo bastante serio como para correr el riesgo de ofender a Cyrus. Tal vez ya le habían pedido ayuda y él se la había negado, o quizá sabían algo que ella desconocía. En cualquier caso, no era posible hablar con él en ese momento porque estaba fuera del país, en un largo viaje de negocios por China.
Suspirando, subió a la vieja furgoneta que era su único medio de transporte. Butch, que normalmente la acompañaba al trabajo, se puso a ladrar como un loco en la puerta y Prunella, acordándose del perro por primera vez esa mañana, pisó el freno y abrió la portezuela para que subiera.
Butch era una mezcla de chihuahua y Jack Russell, un perro muy pequeño, pero con la pasión y personalidad de uno mucho más grande. Había nacido solo con tres patas y lo habrían sacrificado si ella, que entonces trabajaba de forma temporal en una clínica veterinaria, no se hubiese enamorado del animalito.
Butch se instaló en su cesta sin hacer ruido, sabiendo bien que su dueña no quería que la molestase mientras conducía.
Prunella trabajaba en un albergue para animales a pocos kilómetros de su casa. Había entrado de voluntaria cuando era adolescente y allí encontró consuelo cuando el hombre al que amaba había sucumbido lentamente a la enfermedad que terminó por matarlo. Al verse obligada a dejar la carrera de veterinaria sin terminar, había empezado a trabajar allí. Confiaba en terminar la carrera algún día y abrir una clínica veterinaria, pero la enfermedad de Paul y el infarto de su padre le habían obligado a cambiar el curso de su vida. En cualquier caso, había adquirido mucha experiencia en el albergue y era una especie de enfermera veterinaria, un aprendizaje interesante para su futura carrera.
Pensar de otro modo cuando su presencia en casa había sido tan importante sería imperdonablemente egoísta. Su abuela y su padre la habían necesitado mucho durante esos difíciles años, pero no podía negar el afecto y apoyo que había recibido de ellos.
Su jefa, Rosie, una cuarentona de rizos rubios y gran corazón, le salió al encuentro en el aparcamiento.
–No te lo vas a creer. Samson ha encontrado una casa.
Prunella sonrió.
–No te creo.
–Todavía no he ido a visitarlos, pero parecen buenas personas. Acaban de perder un perro por viejo y pensaba que no querrían otro animal mayor, pero temen que un perro joven sea demasiado para ellos –explicó Rosie.
–Samson se merece una buena casa –asintió ella. Samson era un terrier de trece años al que, debido a su edad, nadie más había querido adoptar.
–Es un perrito muy cariñoso –Rosie hizo una pausa–. Me han dicho que tu padre cerró la tienda la semana pasada. Lo siento mucho.
–No se puede evitar –dijo Prunella, con la esperanza de cortar allí los comentarios. No podía hablar con Rosie de sus asuntos económicos porque era muy cotilla.
Mientras su jefa comentaba que las grandes cadenas de muebles estaban acabando con los negocios pequeños, ella se puso el mono de trabajo y empezó a examinar a un flaco perro callejero que les habían llevado los empleados del Ayuntamiento. Cuando terminó, lavó y dio de comer al chucho antes de instalarlo en una jaula.
Mientras se quitaba el mono, oyó el ruido de un coche y pensó que Rosie iba a visitar a la familia que había adoptado a Samson. Entró en la oficina, donde trabajaba a ratos porque se le daba mejor el papeleo que a su jefa, quien se dejaba llevar más por el deseo de rescatar animales y buscarles casa que por las exigencias de cumplir con todas las obligaciones médicas, legales y económicas de un centro benéfico reconocido.
Sin embargo, Rosie y ella formaban un equipo eficiente. Rosie era fantástica con el público y recaudando fondos y ella prefería trabajar con los animales.
De hecho, se había sentido muy incómoda en la subasta benéfica a la que Cyrus había insistido en llevarla un mes antes. El champán, los tacones altos y los vestidos de noche no eran lo suyo. Pero ¿cómo iba a negarse después de lo bien que se había portado con Paul durante su enfermedad? Acompañar a Cyrus a un par de eventos sociales era poco en comparación. Se preguntó entonces, como tantas otras veces, por qué no se habría casado. Cyrus era un hombre de cuarenta y cinco años, presentable, triunfador y soltero. Alguna vez se había preguntado si sería gay, pero Paul se había enfadado con ella por intentar buscar razones donde él insistía que no había ninguna.
La entrada de Rosie en la oficina interrumpió sus pensamientos. Su jefa parecía agitada.
–Tienes visita –anunció.
Ella se levantó y dio la vuelta al escritorio.
–¿Visita? –preguntó, sorprendida.
–Es un extranjero –susurró Rosie, como si aquello fuera algo misterioso y poco habitual.
–Pero estudió en Gran Bretaña y habla su idioma estupendamente –comentó una voz muy viril desde la puerta que daba al pasillo.
Prunella se quedó paralizada y un escalofrío de incredulidad le recorrió la columna vertebral al reconocer aquella voz, que solo había escuchado en una ocasión, casi un año atrás. No era posible, pero era… Era él. El hombre atractivo que tenía un lujoso coche, mal genio y unos ojos que le recordaban al caramelo derretido. ¿Qué hacía visitándola en Compañeros Animales?
–Les dejo en… la intimidad –comentó Rosie, nerviosa.
Cuando salió de la oficina, el hombre moreno y alto se adelantó unos pasos.
Prunella enarcó una ceja.
–¿Necesitamos intimidad? –preguntó, dudosa.
Nikolai la estudió con atención. Era pequeña y delicada. Eso lo recordaba. Recordaba también el cabello rizado de color bronce porque era un tono poco habitual, ni castaño ni rojo, sino un tono metálico entre ambos. Pensó que parecía un duendecillo sacado de un cuento de hadas y la miró con atención para no perderse ni un solo detalle de aquella perfección. Aunque, por supuesto, no era perfecta. Ninguna mujer lo era. O eso se decía, en un esfuerzo por recuperar la compostura. Pero esa piel de porcelana sin mácula, esos gloriosos ojos verdes y esa boca lujuriosa en aquel rostro tan hermoso resultaban inolvidables. La memoria no había exagerado su belleza, pero se había convencido a sí mismo de que no tenía que perseguirla.
–Sí –respondió, cerrando la puerta con firmeza–. En nuestro último encuentro no nos presentamos.
–Porque estaba demasiado ocupado gritándome –le recordó ella.
–Me llamo Nikolai Drakos. ¿Y usted? –le ofreció su mano y ella se la estrechó.
–Prunella Palmer. ¿Qué hace aquí, señor Drakos? ¿O ha venido por aquel estúpido coche?
–El estúpido coche que usted arañó –repuso él.
–Le hice una marca minúscula en un lateral. No lo arañé –replicó ella con sequedad–. No me puedo creer que siga quejándose de eso. No hubo daños materiales ni personales.
Nikolai sintió la tentación de decirle cuánto le había costado borrar aquella «marca minúscula», que ella había provocado al rozar un arbusto por acelerar demasiado.
Y seguía siendo tan irritante como entonces. ¿Quejarse? Él no se había quejado en su vida, ni cuando lo golpeaba su padre ni cuando lo acosaban en el colegio, ni cuando había muerto su hermana, su única pariente viva. Había aprendido muy pronto que no le importaba a nadie y que nadie tenía interés en saber lo que había sufrido, pero nada en la vida le había resultado fácil.