Primitivos relatos contados otra vez

Niño, Hugo, 1947-

Primitivos relatos contados otra vez / Hugo Niño ;

ilustraciones Andrés Rodríguez.-- Cardozo Tovar, César Alberto. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2018.

148 páginas : ilustraciones ; 21 cm.

ISBN 978-958-30-5790-8

1. Cuentos indígenas colombianos 2. Leyendas, mitos, cuentos y otros relatos 3. Indígenas. I. Rodríguez, Andrés, ilustrador. II. Cardozo Tovar, César Alberto, editor. III. Tít.

Co868.6 cd 22 ed.

A1621883

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Hugo Niño

Primitivos relatos contados otra vez

Héroes y mitos amazónicos

Ilustraciones de Andrés Rodríguez

A ellos,

Jacinto Jaramillo,

Álvaro Torres

y demás sobrevivientes

de la entereza.

Contenido

10

Los ticunas pueblan la Tierra

18

Yacu-Runa sale del agua

24

Chuya-Chaqui

32

Peta Nanayae, el combate del sueño y la palabra

66

Juttíñamúi modela el universo

78

Unámarai, padre de Yajé

94

En el principio fueron los yorias a la sombra de la ortiga

114

Yagua

Los ticunas pueblan la Tierra

Este es el mito, la historia de la creación, como quien dice la explicación del origen del pueblo de los ticunas, llamados pieles negras por sus vecinos, porque así es como adornan su cuer-po en las ceremonias a los dioses, a los pro-tectores del clan. Esta es la historia principal, la palabra mágica de pronunciación sagrada, porque es la mayor de las riquezas, según es narrada cuando, en las ceremonias de la pa-labra, los viejos la enseñan a los más jóvenes, para que sus memorias la conserven y más tarde puedan enseñar su origen a los descen-dientes; así ha sido desde los antepasados; que no se duda de la enseñanza del mito y na-die puede modificarlo por su deseo, sino que sólo los sabios lo cambian o lo transforman.

Este es, pues, el mito, como se relata en la aldea de Puerto Nariño, a la orilla izquierda del río Amazonas, territorio de Colombia, donde ahora viven ticunas venidos de muchas partes.

Yuche vivía, desde siempre, solo en el mundo. En compañía de las perdices, los paujiles, los monos y los grillos había visto envejecer la Tierra. A través de ellos se daba cuenta de que el mun-do vivía y de que la vida era tiempo y el tiempo... muerte.

No existía en la Tierra sitio más bello que aquel donde Yuche vivía: era una pequeña choza en un

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claro de la selva y muy cerca de un arroyo enmar-cado en playas de arena fina. Todo era tibio allí; ni el calor ni la lluvia entorpecían la placidez de aquel lugar.

Dicen que nadie ha visto el sitio, pero todos los ticunas esperan ir allí algún día.

Una vez Yuche fue a bañarse al arroyo, como de costumbre. Llegó a la orilla y se introdujo en el agua poco a poco hasta que estuvo casi enteramente su-mergido. Al lavarse la cara se inclinó hacia delante mirándose en el espejo del agua; por primera vez notó que había envejecido.

El verse viejo le entristeció profundamente:

—Estoy ya viejo... y solo. ¡Oh!, si muero, la Tierra quedará más sola todavía.

Apesadumbrado, despaciosamente emprendió el regreso a su choza.

El susurro de la selva y el canto de las aves lo embargaban ahora de infinita melancolía.

Yendo en camino sintió un dolor en la rodilla, como si lo hubiera picado algún insecto; no pudo darse cuenta, pero pensó que había podido ser una avispa. Comenzó a sentir que un pesado sopor lo invadía.

—Es raro como me siento. Me acostaré tan pron-to llegue.

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Siguió caminando con dificultad y al llegar a su choza se recostó, quedando dormido.

Tuvo un largo sueño. Soñó que mientras más soñaba, más se envejecía y más débil se ponía y que de su cuerpo agónico se proyectaban otros seres. Despertó muy tarde, al otro día. Quiso levantarse, pero el dolor se lo impidió. Entonces se miró la in-flamada rodilla y notó que la piel se había vuelto transparente. Le pareció que algo en su interior se movía. Al acercar más los ojos vio con sorpresa que, allá en el fondo, dos minúsculos seres trabaja-ban; se puso a observarlos.

Las figurillas eran un hombre y una mujer: El hombre templaba un arco y la mujer tejía un chinchorro.

Intrigado, Yuche les preguntó:

—¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo llegaron ahí?

Los seres levantaron la cabeza, lo miraron, pero no respondieron y siguieron trabajando.

Al no obtener respuesta, hizo un máximo esfuer-zo para ponerse de pie, pero cayó sobre la tierra. Al golpearse, la rodilla se reventó y de ella salieron los pequeños seres que empezaron a crecer rápi-damente, mientras él moría.

Cuando terminaron de crecer, Yuche murió aún con la expresión de asombro marcada en su rostro.

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Los primeros ticunas se quedaron por algún tiem-po allí, donde tuvieron varios hijos; pero más tarde se marcharon porque querían conocer más tierras y se perdieron.

Muchos ticunas han buscado aquel lugar, pero ninguno lo ha encontrado.

Yacu-Runa sale del agua

He aquí la leyenda del espanto de las aguas, Yacu-Runa, como se dice en la lengua de los quechuas. Esta es la leyenda, que no es mito porque no enseña sobre el origen, sino que es como cuento para enseñar la moral, para en-señar las leyes de la conducta a los hombres; por lo mismo la leyenda cambia y los ense-ñadores la adaptan, la reforman según sea lo que quieren instruir; y así, según la necesidad, la enseñan a los jóvenes en ceremonias más sencillas, porque a ellas pueden asistir todos los que quieren aprender, que generalmente es por la tarde, cuando el sol se va; y los que saben enseñan y los que aprenden preguntan.

Hela aquí, que así es como se forma la tradi-ción, como se va formando también el cuento, la poesía, la literatura; porque el prestigio de los narradores y de los recitadores es grande, por su sabiduría. Entonces la leyenda se am-plía y otros pueblos la hacen suya, porque no es creencia principal, sino enseñanza de con-ducta, defensa de la costumbre como se de-fiende aquí la familia.

Viene entonces la historia, como se cuenta en las tribus ticunas, en las tribus huitotas, como la cuentan también los cortadores de madera y los caucheros del Amazonas, como fue contada allá en Atacuari, entre Colombia y el Perú.

Cuando los hombres aparecieron, hacía mucho tiempo que la Tierra estaba poblada de ani-males. Habitaban ya la superficie, el agua y el aire, de acuerdo con el orden dado por los creadores. En realidad, el hombre apareció muy tarde.

Para que los hombres aprendieran a organizar-se en la Tierra, se necesitó un tiempo muy largo. La Tierra comenzó a hacerse estrecha y a medida

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que surgían los instrumentos, las herramientas, las técnicas, empezaron a surgir diferencias porque unos, más expertos, se hicieron ricos y más fuertes que otros.

Estas diferencias fueron el principio de muchos problemas. Para resolverlos fueron hechos ruegos durante largos años a los manejadores de la tierra, sin obtener respuesta.

Para devolver el orden a los hombres, se desig-naron finalmente los sacerdotes y se asignó su lu-gar a cada clase de espíritus, los buenos y los malos. Uno de estos últimos fue Yacu-Runa, el gran delfín del Amazonas.

Dentro de los espíritus hay muchas clases, según su misión; inclusive unos que tienen forma y otros que no la tienen.

A Yacu-Runa le dieron la forma de un gran del-fín, ordenándole surcar el río Amazonas en busca de pescadores o de lavanderas solitarias, para ro-barles el alma. Generalmente nada junto a otros delfines, disimulado entre ellos, que casi nunca ad-vierten su presencia. Pero cuando se dan cuenta lo expulsan y a veces también lo golpean, porque los demás delfines son buenos.

Cuando atardece es cuando hay menos gente en el río; a esas horas los pescadores regresan a sus

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casas y en ocasiones algunos lo hacen solos; tam-bién es la hora en que las mujeres salen a lavar la ropa o a esperar el regreso de sus maridos.

Es cuando Yacu-Runa se separa del resto de la manada y comienza a acechar. Nada en todas las direcciones, con sigilo y atención, buscando una víctima.

A lo lejos viene un solitario pescador en su ca-noa; viene fatigado y espera descansar pronto en su hogar.

Yacu-Runa nada hacia la orilla, adelantándosele. Lo hace con sumo cuidado y bajo el agua, para que él no advierta su presencia y…

El hombre ve extrañado cómo allá en la ori-lla va emergiendo el cuerpo sinuoso de una bella mujer delfina; su piel morena y pálida emana pro-vocación; siente que su sonrisa lo envuelve extraña-mente lujuriosa. Es un reto a la virilidad; como una proposición sin alternativa.

El hombre varía el rumbo de su embarcación; el remo entre sus manos hiere el agua, cortándola para llegar a ella. Yacu-Runa se muestra plácida-mente ante él; descubre con perfidia la sensualidad de su piel absorbente, enceguecedora.

Algo muy similar al insomnio va sobrecogiendo al hombre a medida que hunde su mirada en ella;

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cae la bruma; cae el olvido. Después, sólo tarde y silencio. A la mañana siguiente, cuando la selva se pueble de voces y sonidos, se verá descender una barca sin pescador y muchas bocas esparcirán la noticia de que Yacu-Runa salió otra vez.

Y una mujer en su choza llorará…

Chuya-Chaqui

Aquí viene la leyenda del pie-torcido, Chuya-Chaqui, como también se nombra en la lengua quechua; la que en otras partes del Amazonas llaman Chuqui-Chaqui y que, según se tiene noticia, es leyenda que se cuenta en tierras más lejanas, con diversos nombres, con di-versas modificaciones, pues se dice que hay hombres de tanta astucia y coraje, que han derrotado las malas artes de Chuya-Chaqui, seduciéndolo con regalos de tabaco, que a él le gusta mucho.

Pues que la leyenda se va extendiendo, va cambiando de lugar, de gente y hasta de tiem-po; pierde rigidez, como se dice, y se va por otros caminos tan inesperados, que a veces ni los mismos narradores saben por qué ni cómo, sino que la cuentan así no más. Que es como se cuenta en Atacuri por los yaguas, los huito-tos, para que los hombres aprendan los mis-terios de la selva, para que sean atentos, para que los niños no abandonen la aldea, cayendo en sus peligros. Aquí viene, pues.

A la aldea de Awanari llegó un hombre a pedir albergue. Como era por la tarde sólo se encon-traban las mujeres y los niños menores, pues los demás se hallaban fuera, unos trabajando en sus chagras y otros cazando.

La más vieja de las mujeres, que era la madre de Awanari, le brindó una totuma de muyá, el licor de yuca, diciéndole que esperara hasta la llegada de los cazadores.

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Chuya-Chaqui —el hombre— se sentó sobre un tronco en la gran cocina donde trabajaban las mu-jeres. La construcción era descubierta a los lados y con techo de palma, a dos aguas.

Chuya-Chaqui miraba con mezcla de aburri-miento y curiosidad. Vio que dos de las mujeres se dirigieron a una choza pequeña y oscura en don-de había un enorme recipiente de madera tallado en un tronco que contenía licor en fermentación, el muyá. Entre las dos habitaciones estaba la ma-loca, la vivienda comunal. Las tres construcciones formaban una especie de arco cuya cuerda estaba constituida por un riachuelo. Un pequeño puente de troncos unía a la aldea con el camino que hendía la selva, por donde habían partido los hombres y por donde habrían de regresar.

Las dos mujeres llenaron unas grandes totumas y regresaron a la cocina; otra pareja descolgó un ti-pití con el que se dedicaron a colar el líquido. Ob-servó mientras lo introducían por la garganta del instrumento, un tubo flexible tejido de caña lisa; luego cada una esperó a tirar de un extremo y poco después el jugo goteaba.

Una anciana habló:

—Prometieron traer buena carne; por eso prepa-ramos el muyá, para recibirlos.

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