Akal / Pensamiento crítico / 101
Grégoire Chamayou
La sociedad ingobernable
Una genealogía del liberalismo autoritario
Traducción: Alcira Bixio
En todas partes había una rebelión. Ninguna relación de dominación estaba a salvo: ni la establecida entre los sexos, ni el orden racial, ni las jerarquías de clase, ni las relaciones en las familias, los lugares de trabajo y las universidades. Las convulsiones de finales de los sesenta y principios de los setenta se extendieron rápidamente por todos los sectores de la vida social y económica.
Para conjurar la amenaza, las elites de los círculos empresariales idearon nuevas artes de gobierno que incluían la guerra contra los sindicatos, la primacía del valor accionarial y el destronamiento de la política. Sin embargo, el neoliberalismo –que inició así su marcha triunfal– no estuvo determinado por una simple «fobia al Estado» y por el deseo de liberar la economía de las injerencias gubernamentales. Bien al contrario, la estrategia para superar la crisis de gobernabilidad consistió en un liberalismo autoritario en el que la liberalización de la sociedad iba de la mano de nuevas formas de poder impuestas desde arriba: un «Estado fuerte» para una «economía libre» se convirtió en la nueva fórmula mágica de nuestras sociedades capitalistas.
«Un relato exhaustivo, tanto histórico como sistemático, de cómo y por qué en la década de los setenta las empresas empezaron a percibir que el capitalismo democrático era ingobernable, y de lo que intentaron hacer al respecto: desde la reforma de las empresas hasta el fortalecimiento del Estado mientras se debilitaba la democracia. El libro contribuye de forma fundamental a nuestra comprensión de la revolución neoliberal, de sus orígenes y objetivos, y de sus éxitos y sus fracasos.»
Wolfgang Streeck
«Grégoire Chamayou no es el primero en caracterizar el neoliberalismo como una ideología o un programa político de acción, pero pocas veces antes esto ha sido tan ampliamente documentado y tan impactante y deliberadamente descrito.»
Martin Hubert, Deutschlandfunk
«Emocionante como una historia de detectives […] Grégoire Chamayou describe la contrarrevolución neoliberal en curso.»
L’Humanité
«Este libro es una pieza esencial en la historia de la lucha de clases de las últimas décadas, más precisamente, una historia estratégica de la lucha de clases vista desde arriba.»
Emile Bouchez, Contretemps
«Una deslumbrante y amplia genealogía de las ideas intelectuales y las estrategias políticas que se utilizaron para socavar la democracia, y hacer retroceder la seguridad económica y la mayor igualdad de los años de posguerra.»
Andrew Gamble, University of Sheffield y University of Cambridge
Grégoire Chamayou es investigador en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) y está adscrito al Institut d’Histoire des Représentations et des Idées dans les Modernités, en la École Normale Supérieure de Lyon. Entre sus publicaciones destacan Les corps vils. Expérimenter sur les êtres humains aux XVIIIe et XIXe siècles (2008), Las cazas del hombre. El ser humano como presa de la Grecia de Aristóteles a la Italia de Berlusconi (2012) y Teoría del dron. Nuevos paradigmas de los conflictos del siglo XXI (2016). Recientemente ha traducido y editado varios textos de Carl Schmitt y Hermann Heller en Du libéralisme autoritaire (2021).
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Antonio Huelva Guerrero
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Título original
La société ingouvernable. Une généalogie du libéralisme autoritaire
© Grégoire Chamayou, 2022
© Ediciones Akal, S. A., 2022
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5183-1
INTRODUCCIÓN
Gobernable. Adjetivo (neologismo): que puede ser gobernado.
Ejemplo: Ese pueblo no es gobernable.
Anexo del Dictionnaire de l’Académie française (1839)[1]
Este tipo de periodo es bien conocido. Los signos son inequívocos. Son los mismos que se observaban en vísperas de la Reforma protestante o de la Revolución rusa, asegura el ingeniero y «futurólogo» californiano Willis W. Harman, quien sostiene que todos los indicadores de un terremoto de grandes dimensiones están en rojo y enumera alguno de ellos: se recrudecen
las enfermedades mentales, los crímenes, los fenómenos de disrupción social, se recurre con mayor frecuencia a la policía para controlar las conductas, se aceptan cada vez más los comportamientos hedonistas (en particular sexuales) […] se multiplican las inquietudes en relación con el porvenir, se pierde la confianza en las instituciones, sean estas gubernamentales o empresariales, se extiende la sensación de que las respuestas del pasado ya no sirven[2].
En suma, prevenía Harman en 1975, lo que se está tambaleando es «la legitimidad misma del sistema social del mundo industrializado».
Lo cierto es que en todas partes se protestaba. Ninguna relación de dominación escapaba a este fenómeno: insumisión en la jerarquía de los sexos y de los géneros, en los órdenes coloniales y raciales, en los de clase y de trabajo, en las familias, en las universidades, en el servicio militar, en los talleres, en las oficinas y en la calle. Si hemos de creer a Michel Foucault, se asistía entonces al «nacimiento de una crisis de gobierno», en el sentido de que «se estaba poniendo en tela de juicio el conjunto de los procedimientos mediante los cuales los hombres se dirigen unos a otros»[3]. Lo que se produjo en el umbral de los años setenta, como pudo agregarse desde entonces, fue una «crisis de gobernabilidad, que precedió a la crisis económica»[4], una «“crisis de gobernabilidad” tanto en el nivel de las sociedades como en el de las empresas»[5], una «crisis de gobernabilidad disciplinaria»[6], que anunciaba grandes reestructuraciones de las tecnologías del poder.
No obstante, hubo intelectuales conservadores que enunciaron esta idea antes de que la retomara la teoría crítica. Era su manera de interpretar los acontecimientos en marcha, de problematizar la situación. En 1975, en un famoso informe de la Comisión Trilateral, que luego analizaremos detalladamente, Samuel Huntington afirmaba que la democracia padecía un «problema de gobernabilidad»: en todas partes, un desbordamiento popular socavaba la autoridad y sobrecargaba al Estado con sus exigencias infinitas.
La palabra «gobernabilidad» no era reciente. Ya en el siglo XIX se la empleaba para referirse, por ejemplo, a las «propiedades de gobernabilidad» de una nave o a las «condiciones de estabilidad y gobernabilidad» de un dirigible, pero también se hablaba de la gobernabilidad de un caballo, de un individuo o de un pueblo. En este último sentido, el término designa una disposición interna del objeto que se intenta conducir, su propensión a dejarse dirigir, la docilidad o la ductilidad de los gobernados. La ingobernabilidad se concibe pues, simétricamente, como la disposición contraria, rebelde, como un espíritu de insubordinación, el rechazo a dejarse gobernar, al menos «no de esta manera, no para esto, no por ellos»[7]. Pero esta es solo una faceta del concepto, solamente una de las dimensiones del problema.
La gobernabilidad es, en efecto, una capacidad compuesta que supone, sin duda, la disposición a ser gobernado por parte del objeto, pero también la aptitud para gobernar del sujeto. El amotinamiento es solo un caso concreto. Una situación de ingobernabilidad puede darse también como consecuencia del mal funcionamiento o el fracaso del aparato gubernamental, aun cuando los gobernados se muestren dóciles. Por ejemplo, puede producirse un fenómeno de parálisis institucional sin que la provoque un movimiento de desobediencia civil.
Esquemáticamente, una crisis de gobernabilidad puede tener dos grandes polaridades: abajo, entre los gobernados o, arriba, entre los gobernantes, y dos grandes modalidades: la rebelión o el deterioro, gobernados rebeldes o gobernantes impotentes; por supuesto, ambos aspectos pueden combinarse. «Solo cuando los de abajo ya no quieren y los de arriba ya no pueden continuar viviendo del mismo modo que hasta entonces», teorizaba Lenin, «una crisis gubernamental» puede transformarse en crisis revolucionaria[8].
Desde la década de los setenta, las teorías conservadoras de la crisis de gobernabilidad también señalan el vínculo entre estos dos aspectos. Sin considerar que la sociedad estuviera en vísperas de una revolución, estos autores mostraban su inquietud ante una dinámica política que, según estimaban, conduciría al desastre. El problema no es solo que la gente se rebele, tampoco estriba únicamente en que los aparatos de gobierno se congestionen, lo grave es que esos deterioros y esas rebeliones se sobredeterminan recíprocamente, pesan sobre el sistema hasta el punto de hacerlo ceder peligrosamente.
Foucault, que conocía el informe de la Trilateral sobre «la gobernabilidad de las democracias», lo mencionaba para ilustrar lo que, por su parte, prefería llamar «crisis de gubernamentalidad»[9]: no un simple movimiento de «rebeliones de la conducta»[10], sino un bloqueo del «dispositivo general de gubernamentalidad»[11] debido a razones endógenas, irreductibles a las crisis económicas del capitalismo, aunque articuladas a ellas. Lo que según Foucault estaba atascándose era el «arte liberal de gobernar»[12], lo que no debe entenderse –sería un anacronismo– como el neoliberalismo en el poder, sino más bien como lo que desde entonces se ha llamado el «liberalismo encastrado», una forma de combinación inestable que asocia economía de mercado con intervencionismo keynesiano. Por haber estudiado otras crisis similares en la historia, Foucault pronosticaba que de ese bloqueo nacería algo diferente que comenzaría por grandes reordenamientos en las artes de gobernar.
Si la sociedad es ingobernable, no lo es en sí sino, para retomar la fórmula del ingeniero saintsimoniano Michel Chevalier, «ingobernable de la manera en que se la quiere gobernar actualmente»[13]. Este es un tema clásico en este género de discurso: no hay una ingobernabilidad absoluta, solamente hay ingobernabilidad relativa. Y en esa diferencia estriban a la vez la razón de ser, el objeto propio y el desafío constitutivo de todo arte de gobernar.
En este libro estudio dicha crisis tal y como la percibieron y la teorizaron en los años setenta quienes se esforzaban por defender los intereses del «business». Por lo tanto, al contrario de las historias «desde abajo», esta es una historia «desde lo alto», escrita desde el punto de vista de las clases dominantes, principalmente en los Estados Unidos, que en aquella época fueron el epicentro de una removilización intelectual y política de gran amplitud.
Karl Polanyi explicaba que, históricamente, al ascenso del «mercado libre» y sus efectos destructores, la sociedad había respondido con un vasto contramovimiento de autoprotección, un «segundo movimiento» que, en un análisis último, advertía Polanyi, «era incompatible con la autorregulación del mercado y, por ende, con el sistema de mercado mismo»[14]. Ahora bien, los intelectuales orgánicos del mundo de los negocios arribaban en los años setenta a este mismo tipo de conclusión: esto ha llegado demasiado lejos y, si las tendencia actuales persisten, llevarán a la destrucción del «sistema de la libre empresa». Lo que se ha iniciado en esta última década ha sido un tercer movimiento, una gran reacción de la que aún no hemos salido.
Quiero estudiar aquí la formación de ese contramovimiento desde un punto de vista filosófico, es decir, más que trazando de manera fáctica su historia institucional, social, económica o política, haciendo la genealogía de los conceptos y de los modos de problematización que lo han animado. La unidad de mi objeto no es sin embargo la de una doctrina (no es una nueva historia intelectual del neoliberalismo), sino la de una situación: partir de los puntos de tensión identificables, de los conflictos tal como estallaron para examinar cómo se los tematizó y qué soluciones se plantearon. Intento exponer los pensamientos que se dedicaron a esa tarea, sus esfuerzos, las intenciones que los orientaron, pero también los disensos, las contradicciones y aporías con que se encontraron.
Lo que estaba en juego en el trabajo de reelaboración que se inició entonces no era solo producir nuevos discursos de legitimación para un capitalismo cuestionado, sino también formular teorías programas, ideas que permitieran actuar con el propósito de reconfigurar el orden de las cosas. Estas nuevas artes de gobernar, cuya génesis me propongo relatar, continúan estando activas hoy. Emprender esta investigación tiene importancia sobre todo para tratar de comprender mejor nuestro presente.
Este tercer movimiento no puede reducirse –ni por asomo– a su componente neoliberal doctrinario. Muchos de los procedimientos o de los dispositivos que han llegado a ser centrales en la gobernanza contemporánea no figuraban en los textos de los padres fundadores del neoliberalismo y en ocasiones fueron introducidos y defendidos en completa oposición a las tesis de aquellos. Ciertamente, vivimos en una era neoliberal, pero de un neoliberalismo bastardo, conjunto ecléctico y en muchos aspectos contradictorio, cuyas extrañas síntesis solo se aclaran estudiando la historia de los conflictos que marcaron su formación.
Esta crisis de gobernabilidad ha tenido múltiples facetas, como son múltiples las relaciones de poder. En cada terreno le han correspondido contragolpes específicos. Aquí me focalizo en la crisis que ha afectado a la empresa en su condición de gobierno privado.
Esta elección de objeto está motivada, además de por las diversas cuestiones en juego, siempre actuales, que aparecerán a lo largo de los capítulos, por una preocupación más específica. En el momento mismo en que la gran empresa es una de las instituciones dominantes del mundo contemporáneo, la filosofía permanece insuficientemente equipada para analizarla. De su corpus tradicional, ha heredado sobre todo teorías del poder del Estado y de la soberanía que se remontan al siglo XVII. Desde hace mucho tiempo dispone de tratados de las autoridades teológico-políticas, pero no dispone de nada semejante de las autoridades, digamos, «corporativo-políticas».
Cuando por fin aborda el tema, integrándolo, por ejemplo, de manera tardía a sus enseñanzas, con frecuencia lo hace de la peor manera, regurgitando un discurso indigente sobre la ética de los negocios o la responsabilidad social de las empresas producido en las business schools. La filosofía como sirvienta, no ya de la teología, sino de la administración.
Sería el momento de desarrollar, por el contrario, filosofías críticas de las empresas. Este libro no es más que un trabajo preparatorio en esa dirección, una investigación histórico-filosófica sobre algunas de las categorías centrales del pensamiento económico y administrativo dominante que hoy prosperan olvidando los conflictos y las intenciones que condujeron a su elaboración y continúan orientando su sentido.
Este libro se organiza según los diferentes ejes que, al cruzarse, constituían la crisis de gobernabilidad de la empresa tal como se tematizó en aquella época. Para los defensores del mundo de los negocios, cada uno de esos ejes correspondía a una nueva dificultad, a un nuevo frente en el que había que movilizarse.
1.o Una empresa gobierna en primer lugar a trabajadores. A comienzos de los años setenta, la administración debe vérselas con indisciplinas obreras masivas. ¿Cómo afrontarlas? ¿Cómo restaurar la disciplina perdida? Si los antiguos procedimientos han quedado obsoletos, ¿cómo sería un nuevo arte de gobernar a los trabajadores? Se imaginan y debaten diversas estrategias (Primera Parte).
2.o Pero si uno se remonta río arriba sobre el eje vertical de la subordinación, se presenta una segunda crisis, esta vez en la relación entre accionistas y dirigentes. Al advertir que en las sociedades por acciones los gerentes, transformados en simples gestores de los negocios de otros, ya no tienen el mismo interés que los antiguos patrones-propietarios en maximizar las ganancias, algunos se inquietan ante la posible falta de celo por su parte y, aún peor, la probabilidad de una «revolución gerencial». ¿Cómo disciplinar a los gerentes? ¿Cómo realinearlos en la defensa del valor accionario? (Segunda Parte).
3.o Al mismo tiempo, lateralmente, en el ambiente social y político de la empresa, comienzan a aparecer amenazas inéditas. Sobre un fondo de repudio cultural y político creciente del capitalismo, nuevos movimientos la emprenden contra las direcciones de los grandes grupos. ¿Cómo reaccionar frente a lo que tiene toda la apariencia de ser «un ataque contra el sistema de la libre empresa»? La cuestión de la estrategia que conviene adoptar atormenta a los pensadores liberales (Tercera Parte).
4.o La potencia de estos «ataques» aumenta y se internacionaliza, sobre todo con los primeros grandes boicots lanzados contra firmas multinacionales, y esto lleva a las empresas a recurrir a nuevos asesores. ¿Cómo gestionar no solo la relación con los asalariados, sino también con contestatarios exteriores a la empresa y, más allá de ellos, con un «ambiente social» que se ha vuelto tan turbulento? Se inventan nuevos enfoques y nuevos conceptos (Cuarta Parte).
5.o Principalmente por iniciativa de los movimientos ecologistas nacientes, se imponen nuevas regulaciones sociales y medioambientales. A la presión lateral de los movimientos sociales, se agrega así la presión vertical de nuevas formas de intervención pública. ¿Cómo desbaratar esos proyectos de regulación? ¿Qué oponerles, tanto en teoría como en la práctica? (Quinta Parte)
6.o Pero, fundamentalmente, ¿a qué se debe ese doble fenómeno de protesta generalizada y de creciente intervención gubernamental? A las taras de una democracia providente, responden los teóricos liberales, que, lejos de asegurarse el consentimiento, cava su propia tumba. A los ojos tanto de los neoconservadores como de los neoliberales, lo que está a punto de volverse ingobernable es el Estado mismo. Por ello se plantean estas preguntas: ¿cómo destronar la política? ¿Cómo limitar la democracia? (Sexta Parte).
Para llevar adelante esta investigación, he reunido fuentes heterogéneas, correspondientes a disciplinas diferentes, y he optado por entremezclar referencias «nobles» y «vulgares» cuando tratan de un mismo asunto: un premio nobel de Economía puede, por ejemplo, codearse con un especialista en «demoler» los sindicatos. Estos escritos tienen en común que son textos de combate y que, de un modo u otro, todos responden a la pregunta «¿qué hacer?». Son textos en los que se exponen procedimientos, técnicas y tácticas, de manera muy concreta, por ejemplo, en guías prácticas o manuales destinados a los gerentes, o de manera más programática, mediante reflexiones sobre estrategias discursivas o prácticas de conjunto. El cuerpo está constituido principalmente por fuentes en lengua inglesa: en lo tocante a pensamiento gerencial y teorías económicas de la empresa, los Estados Unidos han sido el hogar de nuevas nociones que se beneficiaron rápidamente de difusión mundial.
A menudo me aparto en la escritura para reconstituir, recortando y montando citas, un texto compuesto cuyos fragmentos reunidos tienen más valor como enunciados característicos de las diferentes posiciones a las que quiero dar voz que por el hecho de pertenecer a un autor en particular.
[1] Louis Barré, Complément au Dictionnaire de l’Académie française, tomo II, Bruselas, 1839.
[2] Willis W. Harman, «The Great Legitimacy Challenge: A Note on Interpreting the Present and Assessing the Future», en Middle- and Long-Term Energy Policies and Alternatives, Appendix to Hearings Before the Subcommittee on Energy and Power, Washington, U.S. Government Printing Office, 1976, pp. 25-31, p. 27.
[3] Michel Foucault, «Entretien avec Michel Foucault», en Dits et écrits, tome II, París, Gallimard-Quarto, 1994, p. 94.
[4] Eve Chiapello, «Capitalism and Its Criticisms», en Paul du Gay, Glenn Morgan (comp.), New Spirits of Capitalism? Crises, Justifications, and Dynamics, Oxford, Oxford University Press, 2013, p. 63.
[5] André Gorz, Misère du présent, richesse du possible, París, Galilée, 1997, p. 26 [ed. cast.: Miseria del presente, riqueza de lo posible, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999].
[6] Michael Hardt y Antonio Negri, Empire, París, Exils, 2000, p. 297 [ed. cast.: Imperio, Barcelona, Paidós Ibérica, 2002].
[7] Michel Foucault, «Qu’est-ce que la critique ? Critique et Aufklärung» (1978), Bulletin de la Société française de philosophie 84/2 (abril-junio 1990), pp. 35-63, p. 38 [ed. cast.: Qué es la crítica seguido de La cultura de sí, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2018].
[8] Lenin, La Maladie infantile du communisme [1920], Moscú, Éditions de l’agence de presse Novosti, 1980, p. 89 [ed. cast.: La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, Madrid, Akal, 2021].
[9] A veces Foucault utiliza los dos términos indistintamente. Véase Michel Foucault, Naissance de la biopolitique: Cours au Collège de France (1978-1979), París, Gallimard/Seuil, 2004, p. 298 [ed. cast.: Nacimiento de la biopolítica. Curso del Collège de France (1978-1979), Madrid, Akal, 2009]. Sobre esta noción, véase Jean-Claude Monod, «Qu’est-ce qu’une “crise de gouvernementalité”?», Lumières 8 (2006), pp. 51-68.
[10] Michel Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France (1977-1978), París, Gallimard/Seuil, 2004, p. 234 [ed. cast.: Seguridad, territorio, población. Curso del Collège de France (1977-1978), Madrid, Akal, 2006].
[11] Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, cit., p. 71.
[12] Ibid, p. 70.
[13] Berthélémy Prosper Enfantin, Œuvres d’Enfantin, Tomo XI, París, Dentu, 1873, p. 125.
[14] Karl Polanyi, La Grande Transformation. Aux origines politiques et économiques de notre temps, París, Gallimard, 2009 (1944), p. 179 (traducción corregida) [ed. cast.: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Barcelona, Virus Editorial, 2016].
PRIMERA PARTE
Los trabajadores indóciles
CAPÍTULO I
Indisciplinas obreras
Poner 13 fichillas en 13 agujerillos, 60 veces por hora, 8 horas por día. Unir con pinzas 67 piezas de chapa por hora y encontrarse un día frente a una nueva máquina que exige 110. Trabajar en medio del ruido […], en una niebla de aceite, de solvente, de polvillo metálico […]
Obedecer sin replicar, sufrir sanciones sin apelación[1].
André Gorz
Tommy le pasa el porro a Yanagan quien inspira profundamente el humo antes de tendérmelo a mí […] El humo que me llena los pulmones hace latir mi sangre. Y pronto, las chispas que revolotean en el aire, el acero candente, las explosiones en el horno que nos envuelve, todo eso comienza a adquirir el aspecto frívolo de una noche de carnaval[2].
Bennett Kremen
«La joven generación, que ya ha convulsionado los campus», advierte en junio de 1970 el New York Times, «también muestra signos de agitación en las fábricas de la América industrial. Son numerosos los trabajadores jóvenes que exigen cambios inmediatos en las condiciones del trabajo y que rechazan las disciplinas de la fábrica»[3]. «La disciplina del trabajo se ha desmoronado», observa ese mismo año un informe interno de General Motors[4].
Si la disciplina es «tener dominio sobre el cuerpo de otros»[5], la indisciplina se manifiesta a la inversa por un irresistible impulso de desasirse de ese dominio: no poder quedarse quieto, huir, desamarrarse, retomar el dominio del propio cuerpo y partir. Esto es exactamente lo que empieza a suscitar masivamente la fábrica en aquella época, pues hay en la joven generación obrera «un aborrecimiento profundo al trabajo y el deseo de escapar de él»[6].
En la industria automotriz estadounidense, la rotación de empleados es enorme: más de la mitad de los nuevos trabajadores no calificados dejan su puesto antes de cumplir el primer año de contrato[7]. Algunos sienten tal rechazo en su primer contacto con el trabajo en cadena que desaparecen sin dejar rastro en las primeras semanas y sin «tomarse siquiera el esfuerzo de volver a la fábrica a retirar la paga correspondiente al tiempo que han trabajado»[8], informan los gerentes estupefactos.
En General Motors, el 5 por 100 de los trabajadores se ausenta cotidianamente sin una justificación real[9]. Los lunes y los viernes, esa tasa se duplica. En el verano, en algunas fábricas, puede llegar al 20 por 100. «¿Cómo es un lunes de verano en la fábrica?», le preguntan en 1973 a un obrero de la industria automotriz. «No sé, nunca fui un lunes». A otro le preguntan: «¿Cómo es posible que venga usted solo cuatro días por semana? Respuesta: «Porque si viniera a trabajar solo tres días, no ganaría lo suficiente para vivir»[10]. «Pero ¿qué es exactamente lo que quiere usted?» se le pregunta a un tercero, quien responde: «Tener la oportunidad de usar mi cerebro», un trabajo en el que «la educación que he recibido en el liceo cuente de alguna manera»[11]. «En la fábrica estás como en una celda», responde otro entrevistado, «solo que cuando estás preso tienes más tiempo libre»[12].
En realidad, en la línea de ensamblado el obrero arruina su cuerpo y agota su espíritu: «hacer lo mismo una y otra vez, te mata, yo canto, silbo, le lanzo agua a otro compañero de la cadena, hago todo lo que puedo para matar el aburrimiento»[13]. No soportar más la infinita repetición de lo mismo, aspirar a crear más que a producir: «A veces, con mala intención, cuando estoy haciendo una pieza, la abollo un poco. Me gusta hacerle algo que la vuelva realmente única. Le doy a propósito un golpe de martillo para ver si pasa, solo para poder decir que lo hice yo»[14].
Las indisciplinas corrientes, al igual que las disciplinas que buscan impugnar, corresponden al arte del detalle. Ponen tanta minuciosidad y tanta obstinación en producir sus desajustes como hacen en el campo opuesto para dictar sus reglamentos. Operando en la escala de los más pequeños gestos, recuperan instantes de descanso, escamoteo tenaz cuyo botín se cuenta en decenas de segundos arrancados para sí al ritmo de la cadena. «Al final, el principal problema es el tiempo»[15].
Retrasar a propósito, frenar, individual o colectivamente, o, a la inversa, acelerar el ritmo para poder disfrutar luego de una microplaya de tiempo muerto. «Casi todo el mundo juega ese jueguito»… Hurtar un puñado de instantes para sí, para respirar hondo, intercambiar tres palabras, hacer otra cosa:
He llegado a ser lo bastante bueno en este trabajo para poder hacer muy rápido dos o tres coches seguidos y quedarme con, tal vez, 15 o 20 segundos para tomar un respiro antes del siguiente. Durante esos intervalos, lo que hago es leer. Leo el periódico, leo libros. A veces libros bastante complicados. Para poder leer en estas condiciones, he tenido que aprender a retener lo que he leído y a encontrar rápidamente el lugar donde dejé la lectura la vez anterior[16].
Si la disciplina es una ritmopolítica o un cronopoder, la indisciplina también lo es, pero en una dirección diametralmente opuesta, una lucha contra el reloj de un género particular. «He visto a una mujer, en la fábrica, corriendo a lo largo de la cadena de ensamblado para conservar el ritmo. Yo no corro por nadie. Está fuera de discusión que alguien me ordene correr dentro de la fábrica»[17]. Los primeros grandes rechazos de la aceleración han sido luchas obreras. Los indisciplinados son ladrones de tiempo[18].
En General Motors, relata un sindicalista, «el supervisor ejerce su poder como en una dictadura»[19]. El autoritarismo de los jefecillos, la vigilancia cercana, las consignas puntillosas y las órdenes absurdas, los insultos y las presiones son algunas de las características de la fábrica que ya no se toleran. «El capataz», resume sobriamente un obrero negro de Baltimore, «podría respetar un poco más a los trabajadores, hablarles como a hombres y no como a perros»[20].
El estado de tensión social, se alarma el Wall Street Journal en 1969, es «el peor que se ha conocido desde que tenemos memoria». Todo hace pensar que nos dirigimos, anuncia Fortune, hacia una «batalla épica entre la gerencia y la fuerza laboral»[21]. Lo cierto es que, solo a lo largo de 1970, cerca de 2 millones y medio de trabajadores estuvieron en algún momento en huelga en los Estados Unidos[22]: es la mayor ola de baja laboral desde la inmediata preguerra. A la importancia numérica de las movilizaciones, se agrega la radicalidad de las formas de lucha. Más allá de las reivindicaciones salariales, las huelgas apuntan además a las formas de organización del trabajo y tienen por blanco la autoridad que las impone.
Bill Watson, obrero de una fábrica de automóviles de Detroit, hace en 1968 el relato de una ola de sabotajes generalizada de la que fue testigo. Los ingenieros habían presentado un nuevo modelo de motor de seis cilindros que los trabajadores juzgaron mal concebido. Habían comunicado sus críticas a la dirección, pero no fueron escuchados. Ante esa falta de receptividad, algunos equipos comienzan a «olvidarse» de montar ciertas piezas. Pronto, otros equipos los siguen y participan del sabotaje. Montañas de aparatos descompuestos se acumulan en los talleres: «En un momento, era tal la cantidad de motores defectuosos arrumbados en la fábrica que se había vuelto prácticamente imposible desplazarse de un sector a otro»[23]. Este fenómeno, señala Watson, no es aislado. En aquel momento, en los Estados Unidos estalla este tipo de conflicto en casi todas partes: expresa el deseo de hacerse cargo de la producción de lo que se fabrica aquí, de tomar el control del propio trabajo, de cómo hacerlo.
En 1970, el presidente y director general de General Motors dirige una advertencia a sus asalariados:
No podemos tolerar que los empleados eludan sus responsabilidades, contravengan las medidas disciplinarias más elementales y agravien a la autoridad […]. General Motors ha hecho nuevas inversiones […] para mejorar la productividad y las condiciones de trabajo, pero las máquinas y la tecnología no sirven de nada si el trabajador deserta de su trabajo […] Exigimos una jornada laboral justa por el salario justo que pagamos[24].
¿Cómo restaurar la disciplina? La dirección de General Motors opta por la «línea dura»[25]: acelerar los ritmos, automatizar las tareas no calificadas, descalificar las que quedan, hacer recortes en la masa salarial, reforzar las medidas de vigilancia y de control. La fábrica automotriz de Lordstown, en Ohio, que tenía la cadena de montaje «más rápida del mundo», era la joya tecnológica de la firma, la encarnación de las soluciones patronales a los problemas de productividad. En 1971, está bajo el control de la «General Motors Assembly Division», un equipo gerencial de choque, descrito como «el más rudo y el más duro»[26] del grupo. Bajo su férula, se suprimen una buena cantidad de puestos y se aceleran los ritmos, ya rápidos, de producción: de 60 coches por hora a casi el doble. A partir de entonces, un operario «en 36 segundos debía cumplir no menos de ocho operaciones diferentes[27]». «Y hay que pedir autorización para ir al lavabo. No es broma. Levantas un dedo cuando tienes ganas de orinar. Y esperas una buena media hora hasta que el supervisor encuentre un reemplazante. Y lo apuntan cada vez porque se supone que uno debe hacer eso en su tiempo de pausa y no en el tiempo de ellos. Si vas demasiado seguido al lavabo, te ponen en el banquillo durante una semana»[28].
En Lordstown, la mano de obra es particularmente joven, una media de veintiocho años. Hacían falta cuerpos jóvenes para soportar semejantes ritmos, pero los espíritus jóvenes que los animaban eran también los menos dispuestos a someterse a ellos. Un día, un automóvil llega al final de la línea con todas sus piezas, no montadas, bien colocadas en pilas en el bastidor. La dirección gritó que aquello era sabotaje.
¿El sabotaje? No es más que una manera de aflojar la presión. No puedes seguir la cadencia de la línea de montaje, entonces rayas el coche al pasar. Una vez vi a un paleto dejar caer una llave de contacto en el fondo del tanque de nafta. La semana pasada vi a un chaval poner un guante en llamas en el maletero de un coche. Todos queríamos ver en qué momento se iban a dar cuenta en la cadena de montaje… Si fallas en completar tu parte, ellos lo llaman sabotaje[29].
La dirección, que estima las pérdidas debidas a las «indisciplinas» en el equivalente de 12.000 automóviles no producidos en la planta por año, reacciona cada vez con más firmeza y lanza centenas de procedimientos disciplinarios: un trabajador que llega un minuto tarde debe volverse a su casa y perder el día, otro queda suspendido por tirarse un pedo en el habitáculo de un coche, otro por cantar yodel (canciones tirolesas) en el taller[30].
A comienzos de marzo de 1972, frente a este ajuste de clavijas, los obreros emprenden una huelga salvaje. La combatividad de los trabajadores de Lordstown impresiona. «Estos chavales se han transformado en tigres»[31]. «Ya no están dispuestos a tolerar lo que han soportado sus padres, no tienen miedo a la gerencia. Y lo que impulsó la huelga fue en gran medida eso»[32]. La prensa habla del «síndrome Lordstown», de un «Woodstock industrial»[33]. Después de un mes de conflicto, la dirección retrocede y vuelve a imponer los ritmos de producción anteriores.
Confrontada de este modo a las indisciplinas obreras, la dirección no tiene mejor idea que responder intensificando el régimen disciplinario que era lo primero que había despertado esas indisciplinas y que volvía a atizarlas hasta el punto de radicalizarlas y transformarlas en una abierta rebelión. Los gerentes quedan atrapados en esta contradicción. Saben perfectamente que la indisciplina obrera expresa un rechazo visceral a la organización del trabajo industrial, «muy especialmente entre los empleados más jóvenes que muestran una creciente reticencia a aceptar una disciplina de taller estricta y autoritaria»[34]. Tampoco ignoran que «las condiciones de trabajo en las nuevas fábricas son tales que el descontento y la rebelión no son reacciones excepcionales sino racionales[35]», que existe un «vínculo entre la fatiga y el trabajo repetitivo, entre el descontento y el ausentismo». Y sin embargo, continúan actuando como si el descontento «constituyera un “abuso” que debe ser castigado»[36] y respondiendo mediante «técnicas de temor y presiones incesantes que son fuente de conflictos infinitos»[37].
Motivo suficiente para que la administración se inquiete: si esto continúa, ¿adónde iremos a parar? Contra la pared, responden algunos: «Se anuncian días sombríos para la General Motors si, como a menudo ha declarado la dirección, Lordstown representa la vía del futuro para la industria automotriz[38]».
También entre los especialistas en dirección de empresas se instala la perplejidad. Juzgando que los antiguos procedimientos son obsoletos, algunos maduran proyectos de reforma. Frente a la crisis de la gobernabilidad disciplinaria, habrá que inventar un nuevo arte de gobernar el trabajo.
[1] Michel Bosquet (otro nombre de André Gorz), «Les patrons découvrent “l’usine bagne”», Le Nouvel Observateur 384, 20 de marzo de 1972, p. 64.
[2] Bennett Kremen, «The New Steelworkers», New York Times, 7 de enero de 1973, cuaderno «Business and Finance», p. 1.
[3] Agis Sapulkas, «Young Workers Are Raising Voices to Demand Factory and Union Changes», New York Times, 1 de junio de 1970, p. 23.
[4] Citado por Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», Les Temps modernes, n.o 314-315, septiembre-octubre de 1972, pp. 467-486, p. 479. En la industria, se lee en el Wall Street Journal, «la moral ha disminuido intensamente, cada vez más se registran retrasos deliberados de la producción y el ausentismo ha crecido exponencialmente», Wall Street Journal, 26 de junio de 1970. Citado por Jeremy Brecher, Strike!, San Francisco, Straight Arrow Books, 1972, p. 252.
[5] Michel Foucault, Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975, p. 140 [ed. cast.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2002.
[6] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», Fortune Magazine, julio de 1970, reproducido en Lloyd Zimpel, Man Against Work, Grand Rapids, Eerdmans, 1974, pp. 61-75, p. 62.
[7] Emma Rothschild, Paradise Lost : The Decline of the Auto-Industrial Age, Nueva York, Vintage, 1974, p. 124.
[8] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 63. «El trabajador joven, atestigua un sindicalista, tiene la sensación de no ser dueño de su destino. Es por eso que sale huyendo en cuanto tiene ocasión», ibid., p. 66.
[9] Según un alto cargo de General Motors, citado por Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, Londres, Solidarity, (s.d./1973), p. 2.
[10] Citados por Ken Weller quien los toma del Sunday Telegraph, 2 de diciembre de 1973 y de Newsweek, 7 de febrero de 1973. Ibid., p. 2.
[11] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises: The Shaping of American Working Class Consciousness, Nueva York, McGraw-Hill, 1973, p. 26.
[12] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 63.
[13] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 36.
[14] Citado por Studs Terkel, Working People Talk About What They Do All Day and How They Feel About What They Do, Nueva York, The New Press, 2011 (1974), p. 38.
[15] John Lippert, «Shopfloor Politics at Fleetwood», Radical America 12, julio de 1978, pp. 52-69, p. 58.
[16] Ibid., p. 58.
[17] Agis Sapulkas, «Young Workers Disrupt Key G.M. Plant», New York Times, 23 de enero de 1972, p. 1.
[18] Véase Michel de Certeau, L’Invention du quotidien, tomo 1, Arts de faire, París, Gallimard, 1990, p. 45 [ed. cast.: La invención de lo cotidiano I, México, Universidad Iberoamericana, 2000].
[19] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 41.
[20] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 68. Los trabajadores actuales, comprueba el New York Times, «quieren ser tratados como iguales por los jefes en el taller. Ya no temen tanto como sus mayores perder el empleo y a menudo se rebelan contra las órdenes de sus capataces […]. En el corazón de este nuevo estado de ánimo […] hay un cuestionamiento profundo a la autoridad de los gerentes», Agis Sapulkas, «Young Workers Are Raising Voices to Demand Factory and Union Changes», New York Times, 1 de junio de 1970, p. 23.
[21] Richard Armstrong, «Labor 1970: Angry, Aggressive, Acquisitive», Fortune, octubre de 1969, reproducido en Compensation & Benefits Review, vol. 2, n.o 1, enero de 1970, pp. 37-42.
[22] Jefferson Cowie, «That 70’s Feeling», New York Times, 5 septiembre de 2010, p. 19.
[23] Bill Watson, «Counter-Planning on the Shop Floor», Radical America 5, mayo-junio de 1971, pp. 77-85, p. 79.
[24] Citado en Milton Snoeyenbos, Robert F. Almeder y James M. Humber (comp.), Business Ethics: Corporate Values and Society, Prometheus Books, 1983, p. 307.
[25] Aaron Brenner, «Rank-and-File Rebellion, 1967-1976», tesis doctoral, Columbia University, 1996, p. 37.
[26] Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, Solidarity Londres, 1974. p. 8.
[27] Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 23.
[28] Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 3.
[29] Citado por Ken Weller, ibid., p. 9.
[30] Ibid, p. 9.
[31] Agis Sapulkas, «Young Workers Disrupt Key G.M. Plant», New York Times, cit.
[32] Jefferson R. Cowie, Stayin’ Alive. The 1970s and the Last Days of the Working Class, Nueva York, New Press, 2010, p. 46.
[33] Ibid., p. 7. La huelga de Lordstown fue «una de las más intensas campañas de resistencia obrera informales documentadas» en toda la historia social estadounidense. Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 8.
[34] Malcolm Denise, citado por Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 4.
[35] Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», cit., p. 469.
[36] Ibid., p. 469.
[37] Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 35.
[38] Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», cit., p. 469.