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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El Código Rosa
Título original: The Rose Code
© 2021 by Kate Quinn
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Isabel Murillo
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Elsie Lyons
Imágenes de cubierta: © Lee Avison/Arcangel (woman); © Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-761-8
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Introducción
Prólogo
Ocho años antes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Doce días antes de la boda real
Capítulo 5
Siete años antes
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Once días antes de la boda real
Capítulo 14
Seis años antes
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Once días antes de la boda real
Capítulo 18
Seis años antes
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Once días antes de la boda real
Capítulo 22
Seis años antes
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Diez días antes de la boda real
Capítulo 30
Cinco años antes
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Diez días antes de la boda real
Capítulo 39
Cinco años antes
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Diez días antes de la boda real
Capítulo 50
Cuatro años antes
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Nueve días antes de la boda real
Capítulo 59
Tres años antes
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Nueve días antes de la boda real
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Seis días antes de la boda real
Capítulo 77
Seis días antes de la boda real
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Epílogo
Para los veteranos de Bletchley Park: vosotros cambiasteis el mundo
En otoño de 1939, el avance de Hitler parecía imparable.
Las comunicaciones militares alemanas se transmitían mediante cifrado manual, código teletipo y, sobre todo, máquinas Enigma, que eran dispositivos portátiles de cifrado que codificaban órdenes, convirtiéndolas en mensajes ininteligibles, para ser transmitidas a través de código morse por transmisores de radio y luego ser descodificadas sobre el terreno.
Aun en el caso de que las órdenes codificadas fueran interceptadas por los aliados, nadie era capaz de romper el cifrado. Alemania creía que Enigma era indestructible.
Se equivocaban.
8 de noviembre de 1947
Londres
El enigma llegó en el correo de la tarde, lacrado, emborronado y devastador.
Osla Kendall, veintiséis años, cabello oscuro, hoyuelos y ceño fruncido, estaba en un minúsculo piso de Knightsbridge que parecía que acabase de ser bombardeado por los Junker, vestida tan solo con unas braguitas de encaje. Con un humor de perros, observaba las montañas de seda y raso que estallaban sobre todas las superficies. ¡Faltan doce días para la boda del siglo!, proclamaba el ejemplar de la revista Tatler que había salido a la venta por la mañana. Osla trabajaba para Tatler; y había tenido que escribir la totalidad de aquella espantosa columna: ¿Y tú qué te pondrás?
Osla eligió un vestido de raso de color rosa adornado con cuentas de cristal.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Vas a decir «Estoy maravillosa y me importa un comino que vaya a casarse con otra»?
Las lecciones de etiqueta que recibió al terminar sus estudios no habían tocado nunca ese tema. Fuera cual fuese el vestido que escogiera, todo el mundo sabía que antes de que apareciese en escena la novia, Osla y el novio eran…
Llamaron a la puerta. Osla se cubrió con un batín para ir a abrir. El piso era diminuto, lo máximo que podía permitirse con el sueldo que ganaba en Tatler si quería vivir sola y estar, además, cerca del centro de todo. «¿Y sin criada, querida mía? ¿Sin portero? —había observado su madre, horrorizada—. Vente a vivir conmigo hasta que encuentres marido. No necesitas para nada un empleo». Pero después de compartir habitaciones con compañeras durante toda la guerra, Osla habría vivido en el armario del calzado mientras pudiera decir que era suyo.
—Ha llegado el correo, señorita Kendall. —La hija de la casera, una chica llena de granos, le habló desde el otro lado del umbral y sus ojos fueron directos al vestido rosa que colgaba del brazo de Osla—. Oooh, ¿va a ponerse eso para asistir a la boda real? ¡De rosa va a estar usted deliciosa!
«Con estar deliciosa no es suficiente —pensó Osla, cogiendo las cartas—. Quiero eclipsar a una princesa, a una princesa de verdad, de esas que nacen ya con la tiara, y la realidad es que es imposible».
—Para ya con eso —murmuró en cuanto le cerró la puerta a la hija de la casera—. No caigas en el pesimismo, Osla Kendall.
Por toda Gran Bretaña, las mujeres estaban pensando qué se pondrían pasa asistir a la ocasión festiva más importante desde el Día de la Victoria. Los londinenses harían horas de cola para ver pasar los carruajes decorados con flores y Osla tenía una invitación para presenciar la ceremonia en la abadía de Westminster. Y si no se sentía agradecida por ello, sería equiparable a una de esas abominables y quejicas idiotas de Mayfair que se pasaban el día lamentándose de lo agotador que iba a ser asistir al acontecimiento social del siglo; que vaya molestia tener que sacar los diamantes del banco, ay de mí, qué desgracia ser tan tediosamente privilegiada.
—Será genial —dijo Osla, apretando los dientes, entrando en su habitación y arrojando el vestido rosa, que fue a aterrizar sobre una lámpara—. Simplemente genial.
Todo Londres se lo pasaría en grande con pancartas y confeti, la fiebre de la boda borraría el frío de noviembre y la tristeza posterior a la guerra… La unión de cuento de hadas de la princesa Isabel Alexandra Mary y su guapísimo teniente Felipe Mountbatten (antiguamente príncipe Felipe de Grecia) marcaría el amanecer de una nueva era, en la que era de esperar que las leyes de racionamiento quedaran por fin anuladas y se pudiese untar los panecillos con toda la mantequilla que te viniera en gana. Osla estaba completamente a favor de recibir esta nueva era con una celebración por todo lo grande; al fin y al cabo, desde el punto de vista de cualquier mujer, su cuento de hadas también había tenido un final feliz. Durante la guerra había desempeñado un servicio a la patria honorable, por mucho que nunca, jamás, pudiera hablar sobre el tema; disfrutaba de un piso en Knightsbridge pagado con su propio sueldo; tenía un guardarropa abarrotado de vestidos a la última moda; y un trabajo en Tatler como redactora de la sección de banalidades. Y un prometido que le había puesto en el dedo una esmeralda impresionante; eso no había que olvidarlo. No, Osla Kendall no tenía excusa para estar deprimida. Su asunto con Felipe, además, había sido muchos años atrás.
Pero si pudiese haber maquinado una excusa para estar fuera de Londres —encontrar alguna manera de estar geográficamente en cualquier otro lado (el desierto del Sahara, los yermos del Polo Norte… donde fuera)— en el momento en que Felipe inclinase su cabeza dorada y articulase sus votos ante la futura reina de Inglaterra, Osla se habría apuntado a ella sin dudarlo ni un momento.
Se pasó la mano por sus desordenados rizos oscuros y echó un vistazo al correo. Invitaciones, facturas… y un sobre cuadrado y manchado. Sin carta en su interior, simplemente una hoja de papel rasgada con unas letras garabateadas sin sentido.
El mundo dio un vuelco por un instante y Osla volvió allí: al olor a cocina y a jerséis de lana húmedos en vez de a cera para abrillantar los muebles y a papel de seda; el sonido del lápiz arañando el papel en vez del ululato del tráfico de Londres. «¿Qué significa Klappenschrank, Os? ¿Quién tiene el diccionario de alemán?».
Osla no se detuvo a preguntarse quién le había enviado aquel papel: sus circuitos neuronales se conectaron sin necesidad de estímulos adicionales, unos circuitos que le dijeron: «No formules preguntas y ponte enseguida a trabajar». Acarició con la punta de los dedos las letras escritas en el papel. «Cifrado Vigenère —dijo en su memoria una suave voz femenina—. Así es cómo se rompe utilizando una clave. Aunque puede hacerse sin…».
—Pero yo no —murmuró Osla, que nunca había sido uno de esos cerebritos capaces de romper cifrados con un lapicero y partiéndose mínimamente la cabeza.
El sobre llevaba un matasellos que no reconoció. No había firma. Tampoco dirección. Las letras del mensaje cifrado parecían escritas con tanta celeridad que podía haberlas garabateado cualquiera. Pero cuando Osla le dio la vuelta al trozo de papel, vio un membrete, como si la hoja hubiese sido arrancada de un bloc oficial.
SANATORIO CLOCKWELL
—No —musitó Osla—, no…
Pero ya estaba buscando un lápiz en el fondo de un cajón. Otro recuerdo, una voz alegre recitando: «Ellos habrán proclamado vuestra ruina y caída, pero vuestros oídos estaban muy lejos: ¡muchachas inglesas removiendo papeles durante lluviosas jornadas en Bletchley!».
Osla adivinó enseguida cuál era la clave del mensaje: «MUCHACHAS».
Se inclinó sobre el papel, empezó a escribir y el criptograma reveló lentamente sus secretos.
—Stonegrove 7602.
Osla contuvo la respiración mientras las palabras restallaban por el cableado telefónico viajando desde Yorkshire. Le pareció asombroso poder reconocer una voz con solo dos palabras, aun haciendo años que no la oía.
—Soy yo —dijo por fin Osla—. ¿Lo has recibido?
Una pausa.
—Adiós, Osla —dijo con frialdad su vieja amiga.
No dijo «¿Quién llama?». Ella también lo sabía.
—No me cuelgues, señorita… como quiera que te llames ahora.
—Tranquila, Os. ¿Estás desquiciada porque no eres tú la que se va a casar con un príncipe de aquí a dos semanas?
Osla se mordió el labio para no replicar.
—No tengo ganas de perder el tiempo. ¿Has recibido la carta o no?
—¿La qué?
—La Vigenère. En la que he recibido yo te mencionan.
—Acabo de llegar a casa después de pasar un fin de semana en la playa. Aún no he mirado el correo. —Se oyó un remoto movimiento de papeles—. Oye, ¿por qué me llamas? No…
—Es de ella, ¿lo entiendes? Del manicomio.
Un silencio plano, estupefacto.
—No puede ser —respondió al final.
Osla sabía que las dos estaban pensando en su antigua amiga. En el tercer punto del brillante trío que formaron durante la guerra.
Más sonido de papeles, luego un rasgado y, acto seguido, Osla oyó una respiración contenida y comprendió que en Yorkshire acababa de salir del sobre otro fragmento de código.
—Rómpelo tal y como ella nos enseñó. La palabra clave es «muchachas».
—«Muchachas inglesas removiendo papeles durante lluviosas jornadas…».
Se interrumpió antes de pronunciar la siguiente palabra. El secretismo era algo tan habitual en ellas que les impedía seguir hablando a través de una línea telefónica. Cuando vives siete años con la Ley de Secretos Oficiales envolviéndote el cuello como una soga, acabas acostumbrándote a refrenar cualquier palabra y pensamiento. Osla oyó el sonido de un lápiz rasgando un papel al otro lado de la línea y se descubrió deambulando de un lado a otro de la habitación, tres pasos hacia delante, tres pasos hacia atrás. Las montañas de vestidos que inundaban el dormitorio le parecían ahora el botín de baratijas de un pirata, chabacano y medio sumergido en un naufragio de tejido y cartón, recuerdos y tiempo. Tres chicas riendo, abrochándose mutuamente los botones en una estrecha habitación de invitados. «¿Os habéis enterado de que van a celebrar un baile en Bedford? Una banda americana, tocarán todos los temas nuevos de Glenn Miller…».
La voz sonó por fin desde Yorkshire, incómoda y terca.
—No sabemos que sea ella.
—No seas boba, por supuesto que lo es. El papel de la carta es de donde está… —Osla eligió con cuidado sus palabras—. ¿Quién más podría pedirnos ayuda?
Las palabras que le respondieron llegaron cargadas de ira.
—No le debo absolutamente nada.
—Pues es evidente que ella no piensa igual.
—¡A saber qué piensa! Está loca, por si no lo recuerdas.
—Tuvo una crisis nerviosa. Lo que no significa que esté chiflada.
—Lleva casi tres años y medio en un manicomio. —Sin alterarse—. No tenemos ni idea de cómo está en este momento. Lo que sí es seguro es que habla como si estuviera chiflada. Todas esas cosas que alega…
Era imposible expresar, en una línea telefónica pública, lo que su antigua amiga estaba alegando.
Osla se presionó los ojos con la punta de los dedos.
—Tenemos que vernos. No podemos hablar sobre esto de otra manera.
La voz de su antigua amiga sonó llena de cristales rotos.
—Vete al infierno, Osla Kendall.
—Prestamos servicio juntas, ¿lo recuerdas?
En el otro extremo de Gran Bretaña, el auricular se estampó contra el aparato. Osla colgó el suyo con una calma temblorosa. «Tres chicas en una guerra», pensó. Que en su día fueron amigas íntimas.
Hasta el Día D, el día fatídico, cuando la relación se rompió y se convirtieron en dos chicas que no soportaban ni verse y en una que desapareció en un manicomio.
Dentro del reloj
Muy lejos, una mujer demacrada miraba por la ventana de su celda y rezaba para que la creyesen. Tenía escasas esperanzas. Vivía en una casa de locos, donde la verdad se convertía en locura y la locura en verdad.
Bienvenidos a Clockwell.
La vida aquí era como un acertijo, un acertijo que había oído durante la guerra, en un País de las Maravillas llamado Bletchley Park:
—Si te preguntara en qué sentido giran las manecillas de un reloj, ¿qué dirías?
—Oh —había respondido ella, aturullada—. ¿En el sentido de las manecillas del reloj?
—No, si es que estás dentro del reloj.
«Ahora estoy en Clockwell, dentro del reloj —pensó—. Donde todo funciona al revés y nadie se creerá jamás ni una sola palabra de lo que yo diga».
Con la excepción, tal vez, de las dos mujeres a las que había traicionado, que la habían traicionado a ella y que en su día habían sido sus amigas.
—Por favor —imploró la mujer del manicomio, mirando hacia el sur, hacia donde habían volado como frágiles pájaros de papel sus mensajes cifrados—. Creedme.
—«Ojalá fuera una mujer de treinta y seis años y llevara un vestido de satén negro con un collar de perlas» —leyó en voz alta Mab Churt—. Es la primera cosa sensata que dices, tontaina.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó su madre, que estaba hojeando una revista vieja.
—Rebeca, de Daphne du Maurier. —Mab pasó página. Estaba dándose un descanso del sobado libro de su lista de «Cien clásicos de la literatura para la dama cultivada». No es que Mab fuera una dama o fuera especialmente cultivada, pero pretendía llegar a ser ambas cosas. Después de superar el número cincuenta y seis de la lista, El regreso del nativo (Thomas Hardy, ¡uf!), Mab consideró que se había ganado con creces disfrutar de algo más entretenido, como Rebeca—. La heroína es una sosa y el héroe uno de esos tipos taciturnos que intimidan, pero que se supone que por eso debe de resultar atractivo. Y no puedo dejarlo, no sé por qué.
Tal vez fuera por el hecho de que cuando Mab se imaginaba con treinta y seis años, se veía vestida de satén negro y con perlas. Había también un labrador tumbado a sus pies, en aquel sueño, y un salón repleto de libros de su propiedad, no ejemplares con las esquinas de las hojas levantadas y que tomaba en préstamo de la biblioteca. Lucy también aparecía en su sueño, sonrosada y vestida con un maillot de gimnasia de color ciruela, de esos que llevaban las chicas que asistían a un colegio caro y montaban en poni.
Mab levantó la vista de Rebeca. Su hermana pequeña jugaba moviendo los dedos en una imitación a un medio galope e iba saltando una serie de obstáculos imaginarios: Lucy, de casi cuatro años y demasiado flaca para el gusto de Mab, vestida con un suéter desaliñado y falda, y quitándose siempre los calcetines.
—Lucy, para ya de hacer eso. —Tiró del calcetín para cubrirle de nuevo el pie a su hermana—. Hace demasiado frío para andar por ahí descalza como si fueras una huérfana de los libros de Dickens.
Mab había leído a Dickens el año pasado, los números del veintiséis al treinta y tres de la lista, y había engullido sus capítulos durante la pausa del té. Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit, qué asco.
—Los ponis no llevan calcetines —dijo Lucy muy seria.
Estaba loca por los caballos. Los domingos, Mab la llevaba a Hyde Park para que viera a los jinetes. Los ojos de Lucy se iluminaban cuando veía aquellas niñas tan pulidas pasando por su lado al trote con sus pantalones de montar y sus botas. Mab anhelaba poder ver algún día a Lucy montada en un Shetland perfectamente peinado.
—Los ponis no llevarán calcetines, pero las niñas sí —dijo—. Porque si no se resfrían.
—Tú jugaste descalza toda la vida y nunca te resfriaste —dijo la madre de Mab, sacudiendo la cabeza. Mab había heredado su altura, cerca de un metro ochenta, aunque su hija parecía si cabe más alta porque andaba con la barbilla levantada y la espalda muy erguida, mientras que la señora Churt siempre iba encorvada. El cigarrillo que colgaba de entre sus labios se bamboleó cuando empezó a murmurar lo que estaba leyendo en un número atrasado del Bystander.
—«Dos debutantes de 1939, Osla Kendall y la honorable Guinevere Brodick, estuvieron charlando con Ian Farquhar entre carrera y carrera». Hay que ver el visón que lleva esa chica Kendall…
Mab miró de reojo la revista. A su madre todo aquello le parecía fascinante —qué hija de lord X le hacía la reverencia a la reina, qué hermana de lady Y se había vestido de tafetán violeta para asistir a las carreras de Ascot—, pero Mab estudiaba las páginas de sociedad como un manual de instrucciones: ¿qué conjuntos serían susceptibles de copia con el presupuesto de una dependienta?
—Me pregunto si, con lo de la guerra, el año que viene habrá temporada —comentó.
—Supongo que la mayoría de las debutantes se alistará a las Wrens. A nosotros nos tocará ir al Ejército de Tierra o el Servicio Territorial Auxiliar, el ATS, pero las chicas finas se alistan al Women’s Royal Naval Service. Dicen que el uniforme lo ha diseñado Molyneux, el mismo que viste a Greta Garbo y a la duquesa de Kent.
Mab puso mala cara. Últimamente había uniformes por todas partes, el único indicio, hasta el momento, de que se estaba librando una guerra. Recordó el día, en aquel mismo piso de East London, cuando su madre y ella empezaron a fumar un pitillo tras otro mientras escuchaban por radio el anuncio de Downing Street y el escalofrío y la sensación extraña que experimentó al oír que la voz cansada de Chamberlain anunciaba: «El país está en guerra con Alemania». Pero desde entonces, los alemanes apenas habían dicho ni pío.
Su madre leyó de nuevo en voz alta:
—«La honorable Deborah Mitford en un asiento de tribuna con lord Andrew Cavendish». Mira ese encaje, Mabel…
—Mab, mamá.
Por mucho que lo de «Churt» fuese de por vida, no estaba dispuesta a soportar por más tiempo esa imbecilidad de «Mabel». Cuando leyó Romeo y Julieta (el libro número veintitrés de la lista), Mab se tropezó con una frase de Mercucio, «¡Ya veo que te ha visitado la Reina Mab!», y la hizo suya al instante. «Reina Mab». Sonaba justo como el nombre de una chica que lucía collares de perlas, le compraba un poni a su hermana pequeña y se casaba con un caballero.
Tampoco es que Mab tuviera fantasías con duques vestidos de etiqueta o millonarios con yate en el Mediterráneo; sabía que la vida no era una novela como Rebeca. Que ningún héroe adinerado y misterioso caería rendido a los pies de una chica de Shoreditch, por muy cultivada que estuviera. Pero un caballero, un hombre agradable y de posición acomodada, con buen nivel cultural y con una buena profesión, eso sí, un marido de este tipo sí que estaba a su alcance. Y estaba ahí. Lo único que tenía que hacer Mab era conocerlo.
—¡Mab! —Su madre agitó la cabeza, riendo—. ¿Y quién te crees entonces que eres?
—Alguien a quien le irá todo mucho mejor que a «Mabel».
—Tú y tu «mejor». ¿Acaso lo que es suficiente para el resto de los mortales no es lo bastante bueno para ti?
«No», pensó Mab, consciente de que era mejor no decirlo porque sabía de sobra que a la gente no le gustaba que quisieras aspirar a más de lo que ya tenías. Se había criado como la quinta de seis hijos, y vivían apiñados en un piso pequeño que olía a cebolla frita y a remordimiento, con un baño al final del pasillo que había que compartir con dos familias más. Ni loca se avergonzaría nunca de eso, pero sí que estaría loca si consideraba que aquello era suficiente. ¿Tan malo era aspirar a hacer algo más que trabajar en una fábrica hasta que llegara el momento de casarse? ¿Buscar en un marido alguna cosa más que lo que pudiera aportarle un obrero de la fábrica, que probablemente bebería demasiado y acabaría largándose como había hecho su padre? Mab nunca había intentado decirle a su familia que podían vivir mejor; si estaban felices con lo que tenían, mejor para ellos, ¿pero por qué no la dejaban a ella en paz?
—¿Te crees demasiado buena para ponerte a trabajar? —le había preguntado su madre cuando Mab protestó porque la obligaba a dejar los estudios con solo catorce años—. Con tantos hijos y sin tu padre en casa…
—No soy demasiado buena como para vivir sin trabajar —había replicado Mab—. Pero pienso trabajar con un objetivo.
Desde los catorce años, cuando estaba en la tienda de ultramarinos y se pasaba el día intentando esquivar a los empleados que pretendían pellizcarle el trasero, había tenido sus miras puestas en el futuro. Aprovechó su empleo como dependienta para estudiar cómo hablaban y se vestían las mejores clientas. Y así, había aprendido a comportarse, a mirar a la clientela a los ojos. Y después de un año observando a las chicas que trabajaban detrás de los mostradores de Selfridges, cruzó las puertas dobles del establecimiento de Oxford Street vestida con un traje de chaqueta barato y unos zapatos buenos que se habían llevado su sueldo de medio año y acabó consiguiendo trabajo como vendedora de polvos compactos y perfume. «¡Qué suerte has tenido!», le dijo su madre, como si no le hubiese costado nada conseguir aquel puesto.
Pero Mab no había alcanzado todavía su objetivo, ni de lejos. Acababa de terminar un curso de secretariado que había pagado con sus ahorros, y cuando al año siguiente cumpliera los veintiuno estaría sentada detrás de una mesa de despacho reluciente, tomando notas al dictado y rodeada de gente que le diría «¡Buenos días, señorita Churt!» en vez de «¡Hola, Mabel!».
—¿Y qué piensas hacer con tanta planificación? —le preguntó su madre—. ¿Buscarte un novio elegante para que te pague unas cuantas cenas?
—Los novios elegantes no me interesan.
Para Mab, las historias de amor eran cosa de las novelas. El amor no era su meta, ni siquiera el matrimonio era su meta. Era muy posible que un buen marido fuera la forma más rápida de ascender por la escalera que conducía a la seguridad y la prosperidad, pero no era la única. Mejor vivir como una solterona con una mesa de despacho reluciente y un buen sueldo en el banco, conseguido con orgullo y el sudor de sus propios esfuerzos, que acabar frustrada y vieja antes de tiempo por culpa de tener que pasar horas interminables trabajando en la fábrica y sufrir un exceso de partos.
Cualquier cosa era mejor que eso.
Mab miró el reloj. Hora de ir a trabajar.
—Dame un beso, Luce. ¿Qué tal sigue ese dedo? —Mab examinó el punto de la mano donde Lucy se había clavado una astilla el día anterior—. Está como nuevo. Dios, estás mugrienta —añadió, y le pasó un pañuelo limpio por las mejillas.
—Un poco de suciedad no le hace daño a nadie —dijo la señora Churt.
—Te daré un baño cuando vuelva a casa. —Mab le dio un beso a Lucy e intentó no enfadarse con su madre. «Está cansada, no es más que eso». Mab se estremecía aún al recordar lo furiosa que se puso su madre cuando se enteró de la llegada de un nuevo miembro a una familia, que tenía ya cinco hijos. «Soy demasiado vieja para andar persiguiendo bebés», recordó que decía su madre cuando Lucy gateaba como un cangrejo por el suelo. No habían podido hacer nada, excepto llevarlo de la mejor manera posible.
«Será solo por poco tiempo», se dijo Mab. Si encontraba un buen marido, lo camelaría para que ayudase a su hermana y para que de este modo Lucy no se viera obligada a abandonar los estudios para ponerse a trabajar con solo catorce años. Y si su marido le concedía eso, nunca le pediría nada más.
El frío le abofeteó las mejillas cuando salió del piso a la calle. Estaban a cinco días de Navidad, pero aún no había nevado. Mab se cruzó con dos chicas vestidas con el uniforme del Auxiliary Territorial Service y se preguntó dónde se apuntaría si ese servicio acababa haciéndose obligatorio.
—¿Te apetece dar un paseo, cariño? —Un tipo con el uniforme de la RAF corrió para ponerse a su altura—. Estoy de permiso y podríamos pasárnoslo bien.
Mab le lanzó la mirada que había perfeccionado ya con catorce años, una mirada feroz y directa en la que colocaba sus cejas muy negras formando una línea recta, y luego aceleró el paso. «Podrías apuntarte a la WAFF», pensó, después de que el uniforme de la Royal Air Force de aquel tipo le recordara que allí tenían también una sección de mujeres auxiliares. Mejor eso que conformarse con ser una chica del ejército de tierra y pasarse el día removiendo excrementos de vaca en Yorkshire.
—Vamos, esta no es manera de tratar a un hombre que se va a la guerra. Dame un besito…
El hombre le pasó el brazo por la cintura y la apretujó. Mab olió la cerveza y la loción para el pelo y quedó cegada por el desagradable destello de un recuerdo. Lo contuvo con rapidez, y su voz sonó más como un gruñido de lo que pretendía.
—¡Lárgate!
Y arreó al piloto un puntapié en la espinilla con una eficiencia brusca y veloz. El tipo chilló y se tambaleó sobre los adoquines helados. Mab le apartó la mano de la cadera y siguió caminando directa hacia el metro, ignorando las cosas que el hombre estaba diciéndole a sus espaldas e intentando liberarse de aquel fragmento de recuerdo. Aunque según decían, no hay mal que por bien no venga: las calles estaban repletas de soldados sobones, pero muchos de aquellos soldados querían llevar a una chica al altar, no solo a la cama. Si algo había aportado la guerra eran las bodas relámpago. Mab ya había observado el fenómeno en Shoreditch: novias que pronunciaban sus votos sin ni siquiera esperar a tener un vestido nupcial de segunda mano, lo que fuese con tal de tener ese anillo en el dedo antes de que su prometido se marchara al frente. Y los caballeros cultivados marchaban a la guerra a la misma velocidad que los hombres de Shoreditch. La guerra no era una buena noticia para Mab, sin duda alguna. Había leído a Wilfred Owen y a Francis Gray, por mucho que la poesía de guerra estuviera considerada poco delicada para formar parte de la lista de «Cien clásicos de la literatura para la dama cultivada». Y tendría que ser idiota para no darse cuenta de que la guerra cambiaría su mundo en sentidos que iban mucho más allá de cómo pudieran afectarle las políticas de racionamiento.
Era posible que ni siquiera necesitara conseguir un puesto como secretaria. ¿Habría trabajo de guerra en algún rincón de Londres para una chica que sobresalía en mecanografía y taquigrafía, un puesto donde Mab pudiera aportar su granito de arena al rey y al país, donde pudiera conocer a algún hombre agradable y procurar para su familia?
Se abrió la puerta de una tienda, dejando escapar las notas del villancico The Holly and the Ivy que sonaba en una radio del interior. «Es muy posible que en Navidad de 1940 todo sea muy distinto —pensó Mab—. Este año, las cosas cambiarán».
Una guerra significaba cambios.