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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Katy Colins

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Destino: tu corazón, n.º 240 - mayo 2018

Título original: Destination India

Publicada originalmente por Carina UK

Traducido por María Perea Peña

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-158-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

Querida, no dejaré que caigas cuando sepa que puedes volar.

 

Isobel, esto es para ti.

Capítulo 1

 

Turbio (adj.): Confuso, revuelto.

 

Lo primero que oí fueron las llaves en la puerta, tintineando unas contra otras mientras la cerradura giraba lentamente.

Demonios, había vuelto a hacerlo.

Aparté la cabeza del ordenador portátil. Noté que se me había quedado la palabra «qwerty» grabada en la mejilla. Me froté los ojos cansados y, seguramente, me extendí los restos de rímel por la cara. Oí el sonido metálico de la campanilla cuando se abría la puerta y, rápidamente, me escondí debajo del escritorio con un gesto de dolor, porque me golpeé el hueso del codo. Encogí las rodillas, las coloqué bajo la barbilla e intenté acurrucarme contra el rincón, con la esperanza de que él no viera los zapatos que me había dejado al borde del escritorio.

Oí sus pasos sobre las baldosas del suelo, baldosas que habían sido importadas de Marruecos por la anterior propietaria y que, a pesar de que una vez conocieron la arena del desierto, ahora tenían el barro y la suciedad de Mánchester metidos en las estrechas junturas. Eran preciosas, pero también resultaba muy difícil mantenerlas limpias. Él iba silbando suavemente, y yo distinguí la melodía de una serie de televisión de la que hablaba todo el mundo, pero que todavía no había tenido tiempo de ver. Mentalmente, volví a abofetearme a mí misma por estar en aquella situación otra vez, pero no iba a permitir que él me encontrara así. Ni hablar.

De repente, se detuvo. A mí se me cortó la respiración. Desde allí, veía sus elegantes zapatos de color marrón, unos zapatos que yo había visto durante las rebajas de enero en el escaparate de la zapatería que había un poco más abajo, en la misma calle, y sobre los que había opinado que a él le quedarían muy bien.

En aquel momento, aquellos zapatos apuntaban hacia mí. Intenté mantenerme inmóvil, y oí que él dejaba de silbar y exhalaba un profundo suspiro. ¿Por qué no se movía? El corazón me latía con fuerza en el pecho. ¿Por qué había vuelto a hacerlo? Había vuelto a ponerme en aquella ridícula situación y solo podía culparme a mí misma. Cuando sus pies se acercaban aún más a mi escritorio, oí que la puerta se abría de nuevo.

—¿Qué tal? —saludó Kelli, con su típica voz ronca matinal, en medio del silencio de la habitación.

—Buenos días, Kel, ¿te dejaste tú las luces encendidas anoche, antes de irte? —le preguntó él.

Oí gruñir a Kelli. Me la imaginé poniendo en blanco los ojos, que siempre llevaba pintados de kohl, y lanzándole su mejor mirada sarcástica.

—¿Qué? No, no fui yo. Me marché antes que Georgia —respondió, y bostezó sonoramente. Ahora, yo también veía sus zapatillas Converse desgastadas y sucias, cuyos cordones, que fueron blancos alguna vez, estaban llenos de algo que parecía barro. Verdaderamente, necesitaba hacerle una buena limpieza a aquel suelo. Otra tarea más en mi lista de cosas por hacer, que crecía sin parar. Tal vez alquilara una aspiradora industrial, o una limpiadora a vapor. Estaba segura de que mi madre tenía una que había ganado en el bingo hacía años. «Concéntrate, Georgia. Concéntrate en que no te vean». Puse mi cuerpo tenso una vez más. Me dolían los hombros de haber estado encorvada toda la noche sobre el ordenador portátil, y estaba empezando a tener calambres en las piernas.

—Oh, claro —dijo Ben. Sus pies salieron de mi campo de visión. Oí que le daba la vuelta al letrero de madera de la puerta para que indicara «Abierto» hacia la calle—. Bueno, pues, ¿te importaría apagar la lámpara de Georgia? Hablaré con ella cuando llegue. Tal vez sea alguna nueva medida de seguridad que ha puesto en práctica —dijo, desde lejos.

Mierda. Se me había olvidado que me la había dejado encendida.

—Sí, muy bien —murmuró Kelli, y se acercó a mi mesa de nuevo. Yo vi la carne pálida de sus piernas a través de los rasgones de sus pantalones vaqueros desgastados—. ¿Es que no puede apagar la puñetera luz? —refunfuñó en voz baja, mientras se inclinaba sobre mi escritorio. Yo cerré con fuerza los ojos. ¿Cómo iba a salir de allí sin que me vieran?

—Vaya, se nos ha terminado la leche. ¿Podrías ir a buscarnos unos cafés? Toma el dinero del fondo común —dijo Ben, desde la pequeña cocina que había en la trastienda.

—De acuerdo —gruñó Kelli, y tiró uno de mis bolígrafos al suelo.

—Ten cuidado —le advirtió Ben—. No le desordenes el escritorio.

—Sí, ya sabemos que tiene trastorno obsesivo compulsivo —respondió Kelli, con una risita maliciosa.

—Organizada, Kelli. La palabra que estás buscando es «organizada» —dijo Ben, y yo percibí que hablaba con una sonrisa.

—Umm… En mi opinión, es más bien una maníaca del control —murmuró Kelli en voz baja.

—¿Cómo?

—Nada, nada. Solo he dicho que no lo voy a desordenar.

Yo no era una maníaca del control ni tenía trastorno obsesivo compulsivo; solo me gustaba el orden. Me gustaba llevar la cuenta de las cosas, tener un plan, saber que todo iba a salir como era debido y, sí, eso requería cierto nivel de organización, algo que Kelli debería aprender.

Kelli metió la mano bajo el escritorio y palpó el suelo a pocos centímetros de mis pies en busca del bolígrafo. Su delgado brazo fue seguido por su cabeza, con el pelo teñido de mechas azules, y su cara pálida. Sus ojos enrojecidos se clavaron en los míos.

—¡Oh!

Yo me apreté el dedo índice contra los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

Agité la cabeza y señalé la parte superior del escritorio. Kelli sonrió burlonamente y se irguió.

—Nada, nada. Acabo de encontrar una grapadora que llevaba buscando unos días —dijo. Después, sus pies se alejaron, y continuó—: Eh… En realidad, creo que deberías ir tú a buscar los cafés. Yo tengo un asunto femenino y no debería salir a menudo con este aire tan frío.

Yo tuve que contener la risa. «Bien hecho, Kelli. Buena excusa».

Me imaginé la cara de Ben, ruborizándose, al oír que tartamudeaba.

—Está bien. De acuerdo. No hay ningún problema. Tú… eh… ponte a trabajar, y yo iré a buscar el café para los dos.

Kelli se dejó caer en la silla y dijo:

—Gracias, Ben. Te lo agradezco de verdad. Te prometo que iré yo en cuanto se me pase la regla.

Oí el crujir de la ropa y la campanilla de la puerta, que se abrió y se cerró rápidamente. Miré con nerviosismo hacia fuera de la mesa para cerciorarme de que tenía el camino libre.

—Puedes salir. Se ha ido —dijo Kelli. Yo salí de debajo de mi escritorio y me quité una pelusa de la falda arrugada—. Entonces, ¿has dormido aquí otra vez?

—No sé cómo ha podido pasar. Estaba trabajando en lo de los viajes por Europa y, al instante, Ben entraba por la puerta y me despertaba. No puede volver a encontrarme así, y menos después de lo que ocurrió la última vez —dije. Kelli y yo nos estremecimos al recordarlo.

Hacía unas semanas, yo me había quedado dormida mientras trabajaba a toda máquina para terminar una presentación para un nuevo tour-operador con el que queríamos asociarnos. Ben me había encontrado babeando sobre una de las diapositivas y me había despertado tan bruscamente que yo, accidentalmente, había derramado una taza entera de té frío sobre mi ordenador. El ordenador en el que había recopilado todo nuestro duro trabajo, sin hacer una copia de seguridad. Todo aquel esfuerzo, para nada. Los técnicos no habían podido recuperar la información. Ben se había encogido de hombros como si solo fuera una de esas cosas que podían ocurrir, una lección para que aprendiéramos a hacer una copia de seguridad de nuestro trabajo, pero yo sabía que estaba enfadado.

Cuando fundamos aquella empresa, yo tenía la idea de que íbamos a pasarnos el día trabajando mucho, pero que también íbamos a divertirnos, y que pasaríamos las noches abrazados el uno al otro en la cama. No sabía lo mucho que iba a separarnos la agencia de viajes. Las miradas de invitación al lecho se habían convertido en miradas de desilusión.

Ya eran las nueve en punto. No tenía tiempo de ir a casa y cambiarme sin que Ben se preguntara por qué llegaba tan tarde. Iba a tener que planchar con la mano las arrugas de la falda y esperar que él no se diera cuenta de que llevaba la misma camisa que el día anterior. Me puse los zapatos y me fui al baño para tratar de arreglarme el pelo, que parecía un nido de pájaros.

—Tengo maquillaje, por si quieres —me dijo Kelli, mientras me alejaba.

Al verme las ojeras moradas, los ojos enrojecidos y la piel grisácea, acepté su oferta. Un momento después, parecía un poco menos de la noche de los muertos vivientes y más de la mañana de los muertos vivientes. Tenía una espesa capa de maquillaje en las mejillas, una mancha de pintalabios granate en los labios y una raya de kohl en los ojos, que completaba mi imagen. No estaba segura de que fuera una mejoría, pero, por lo menos, disimulaba mi mirada de somnolencia y las arrugas que se me habían quedado marcadas en la cara. El pelo era otro asunto: necesitaba atención inmediata, pero yo ni siquiera me acordaba de la última vez que había podido ir a la peluquería. Tenía la melena mate y enredada, hecha un desastre.

—Toma, recógetelo un poco —me dijo Kelli, pasándome algunas horquillas.

—Gracias, Kel, te lo agradezco mucho —le respondí. Las tomé y empecé a recogerme los mechones de pelo que tenía por la cara.

—De nada, jefa. Yo… eh… no hablaba en serio cuando he dicho que eres una maniática del control —dijo ella, mientras arrastraba las suelas de las zapatillas en el suelo.

—No sé a qué te refieres —dije yo, con una media sonrisa. En aquel momento, sonó la campanilla de la puerta, y las dos nos sobresaltamos.

—¿Kel? —dijo Ben, en voz bien audible—. No tenían tu café con leche tamaño extra con leche semidesnatada y dos dosis de café, así que me han dado otro que parece que es para alguien llamado Heyli.

Kelli me dejó para que siguiera arreglándome.

—Ah, bueno, bien, gracias.

—¿Ha llegado ya Georgia? ¿Por qué está en el suelo su abrigo? —preguntó él, y oí que sus pantalones vaqueros crujían cuando se agachó para recoger mi chaqueta, que yo había dejado caer con las prisas por adecentarme.

—Eh, bueno, eh… —murmuró Kelli.

—¡Aquí estoy! —exclamé, y salí con una sonrisa, intentando transmitir la sensación de que había dormido muy bien—. Lo siento, debo de haber tirado el abrigo al entrar corriendo al baño…

—Ah, buenos días —dijo Ben, con cara de confusión al ver mi nueva apariencia—. Eh… Estás guapa. Toma, tu café te lo han servido sin equivocaciones.

—Gracias —dije y, rápidamente, me senté en el escritorio, actuando con toda la normalidad que podía y tratando de no fijarme en su frente arrugada, que daba a entender que Ben intentaba adivinar qué era lo que yo tenía de diferente aquel día—. Bueno, ¿estáis preparados para la reunión de personal?

—Sí —dijo él. Rápidamente, se concentró en el trabajo y se dirigió a su escritorio.

Las reuniones de personal aparecían en todos los libros de gestión empresarial que yo había estado intentando leer; bueno, más bien, en los audiolibros que yo me había descargado en el teléfono para que me ayudaran a amortiguar el ruido de los colegiales que iban al colegio todas las mañanas en el mismo autobús que yo. Supuestamente, aquellas reuniones eran muy importantes para asegurarse de que todas las tareas fueran distribuidas equitativamente, que tuvieran un objetivo claro y que consiguieran resultados evaluables, además de mantener un contacto fructífero con los compañeros y reforzar la relación de equipo… o algo por el estilo. Nunca era capaz de concentrarme en la voz monótona de la grabación de 1001 formas de mejorar tu empresa cuando algún adolescente estaba escuchando a Justin Bieber a todo volumen con los cascos diminutos de su teléfono.

Cuando había sugerido que mantuviéramos reuniones semanales, Kelli y Ben habían tratado de no reírse de mí. Solo éramos tres, aparte de alguna visita de Trisha, la madrina de Ben, que era la anterior propietaria del negocio. Por eso, ellos me habían dicho que no eran necesarias, pero yo me había empeñado en que sí, sobre todo, para asegurarme de que todo estaba bajo control.

—¿Kel? ¿Preparada? —le pregunté.

—Sí.

Tomó su cuaderno, se sentó al borde del sofá e, ignorando mi mirada de reprobación, subió los pies al almohadón.

—Bueno, pues… —miré con cansancio mi lista de tareas, y recordé que debía añadir la limpieza a vapor del suelo y también llevar una muda de ropa limpia por si volvía a quedarme a dormir allí. Solo por si acaso—. Nos han enviado la presentación de nuestra campaña de verano, la que os mandé a los dos. No tenía tiempo para preguntaros qué os parecía, así que la acepté, pero, no os preocupéis, es verdaderamente buena. Por otro lado, a principios de esta semana tenemos el viaje guiado por Islandia. Kelli, ¿podrías enviar tú la información de los pasaportes de todo el mundo al guía del grupo por correo electrónico?

Ella asintió.

—Bueno, en realidad, también puedo hacerlo yo. Solo tardo dos minutos. También necesitamos enviar el itinerario actualizado. Ya lo he empezado yo, así que puedo terminarlo —dije, y taché la tarea en el papel.

Hice caso omiso de la mirada de desconcierto de Ben, y seguí leyendo la lista.

—El siguiente punto es el tour de la India, que sale dentro de dos semanas. Como sabéis, es uno de los viajes que más vendemos. Por eso, debemos concentrar la mayoría de nuestros esfuerzos en él, así que creo que tenemos que pensar en nuestra relación con la empresa de tramitación de visados con la que estamos trabajando.

—¿Qué tienen de malo? —preguntó Ben.

—Nada, nada, pero creo que sería mejor que lo hiciéramos nosotros mismos. Parece que cuantos menos servicios externos hay que contratar, más valor tiene una empresa —dije, e ignoré sus ceños fruncidos—. Yo lo estudio y…

—Georgia —dijo Ben.

—¿Sí?

—¿Hay algo que quieras que hagamos Kelli y yo?

—Oh, sí, lo siento —respondí, tímidamente—. Kel, si pudieras alquilar una máquina limpiadora a vapor para limpiar las baldosas del suelo, te lo agradecería —dije. Estaba segura de que no iba a hacer mal una tarea tan sencilla—. Y, Ben, tú ya tienes suficiente con los preparativos para la Convención de Turismo y con terminar los contenidos para la página web. Dijiste que tendrías activo el apartado «¿Qué está pasando?» la semana pasada y… bueno… todavía no está subido.

—Fue ayer cuando me pediste que hiciera eso, no la semana pasada —dijo él, con el ceño ligeramente fruncido.

—¿En serio? —pregunté. Dios santo, ¿solo había pasado un día?—. Bueno, de cualquier forma, tiene que quedar resuelto, por favor.

—Eso está hecho —respondió él, con un guiño que hizo que mis zonas femeninas experimentaran una rara vibración.

Me aclaré la garganta y me obligué a ponerme en marcha de nuevo.

—Gracias. Finalmente, estaba pensando también que deberíamos aprender un idioma nuevo. Tal vez pudiéramos tomar clases a la hora de comer, o algo por el estilo. Hablar su idioma sería de gran ayuda para captar nuevos clientes y para establecer relaciones con los guías extranjeros.

Al mirar expectante sus caras me di cuenta de que mi nueva idea había caído en saco roto.

—Creo que quizá eso podríamos dejarlo para el futuro, tal vez —dijo Ben, en voz baja, tratando de no reírse, mientras Kelli bostezaba exageradamente.

—Sí, bueno, pero quizá debiéramos volver a hablar pronto de ello. He leído que el mandarín es el idioma más hablado del mundo, así que, verdaderamente, deberíamos planteárnoslo para entrar en ese mercado. Ah, por último, algo muy importante: me las he arreglado para conseguir una reunión con Hostel Planners a finales de esta semana, para ver si podemos hacer algunos de nuestros tours con ellos.

—No nos dijiste nada.

Ben clavó sus profundos ojos marrones en los míos, y un destello de confusión y dolor apareció brevemente en su rostro.

—Me he enterado esta mañana. Quiero decir, anoche —respondí, tartamudeando.

—¿Quieres que te acompañe a esa reunión? Me parece que tu lista de tareas es cada vez más pesada. ¿No sería conveniente compartir un poco la carga de trabajo, Georgia? —preguntó él, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia mí.

—Está todo bajo control. Confía en mí —dije, y sonreí débilmente sin mirar a Kelli, porque notaba que me estaba lanzando una mirada con la que me daba a entender que sabía que las cosas no estaban bajo control.

—Bueno, si estás segura… —dijo Ben, que no estaba dispuesto a dejarlo así.

—Sí, estoy segura —dije, con un poco más de énfasis del que hubiera querido. Después, suavicé mi tono y añadí—: Lo siento, pero creo que tienes suficiente trabajo con prepararte para la convención. ¿Cómo va tu discurso? ¿Quieres practicarlo con nosotras? Tal vez podrías enviármelo para que pueda revisarlo antes de que te vayas —dije, con todo el tacto que pude, con la esperanza de que pareciera una compañera de trabajo muy considerada y no una maníaca que necesitaba controlar todo lo que él fuera a decir.

—Está todo bajo control —respondió con una sonrisa, tocándose con el dedo índice una de las sienes.

—Pero ¿lo has escrito?

Ben sonrió y movió las manos vagamente.

—Sí, saldrá muy bien.

No lo había escrito. Él siempre decía que prefería hablar improvisando, pero yo me echaba a temblar al pensarlo. Asentí y añadí otro punto a la lista de mi cuaderno: Escribir el discurso de Ben. Intentaría metérselo en el bolsillo para que lo tuviera allí cuando lo necesitara. Él volvería de la convención agradeciéndome que le hubiera ayudado.

—Bien, entonces, ¿alguien quiere añadir algo? —pregunté.

Ben negó con la cabeza, pero Kelli levantó su delgado brazo.

—En realidad es algo no relacionado con el trabajo, pero mi banda va a tocar en la Academia mañana por la noche.

—¡Vaya, eso es increíble! —dijo Ben.

Kelli se sonrojó.

—Bueno, no es para tanto, no es la verdadera Academia, es la que está en Rusholme, encima de un restaurante indio, pero, aun así, es un concierto. Supongo —dijo, e hizo una pausa para ordenarse las ideas—. Bueno, me preguntaba si querríais venir. Si os apetece, os pongo en la lista de invitados. Ya sabéis, si no estáis demasiado ocupados, ni nada por el estilo —añadió, y se mordió el labio inferior.

—Por supuesto que estaremos allí. ¿A que sí? —dijo Ben, y me interrumpió. En aquel momento, yo estaba revisando la agenda de trabajo en mi móvil.

—Puede que no sea vuestro estilo de bar, pero las copas son baratas y, si venís, os dan un diez por ciento de descuento en cualquier curry y poppadums gratis.

—¿Georgia? ¿Te apuntas? —insistió Ben.

—Sí, sí suena bien —dije distraídamente, con una sonrisa tensa—. Bueno, ahora vamos a volver a concentrarnos en el trabajo.

Aquel resultó ser un buen día, en realidad, exceptuando el inicio dramático y poco profesional de la jornada. Entraron cuatro clientes sin cita previa que reservaron in situ sus viajes, y otros seis que se llevaron folletos haciendo comentarios positivos sobre la idea de volver a pagar una señal. Yo estaba absorta revisando el correo electrónico cuando sonó mi teléfono. Era una llamada de mi madre.

—Hola, mamá, no tengo mucho tiempo. Tengo mucho trabajo —le dije, rápidamente.

—Siempre dices eso —replicó ella, chasqueando la lengua, y yo puse los ojos en blanco—. Bueno, no voy a distraerte mucho, era solo para cerciorarme de que no te has olvidado de lo de esta noche.

«¿Esta noche? ¿Esta noche?». Comencé a revisar febrilmente mi lista de tareas. ¿Qué ocurría aquella noche?

—Eh… No, mamá, no me he olvidado. Está todo bajo control —dije, mintiendo.

Ella respiró con alivio.

—Estupendo. Tu padre está tan contento de verte… Vamos a salir cuando pase la hora punta. Ya sabes que no le gusta conducir cuando las carreteras están llenas de locos. ¿A qué hora has reservado en el restaurante?

Me quedé en blanco. Entonces, de repente, me acordé. Miré rápidamente el calendario para comprobar que estaba en lo cierto. Y sí lo estaba.

Mierda. Era el cumpleaños de mi padre y hacía semanas que yo le había prometido a mi madre que conseguiría una mesa para cenar en Chez Laurent, un lujoso restaurante francés de Mánchester del que los famosos decían maravillas y un lugar donde era necesario reservar con una antelación absurda.

—Eh… A las nueve en punto —mentí.

—Perfecto. Bueno, pues te dejo que sigas trabajando. Hasta luego, amor.

Me despedí de mi madre y colgué con un nudo en el estómago. Olvidé lo que estaba haciendo y busqué a toda prisa el número de teléfono del restaurante, rezando por que ocurriera el milagro de que hubiese una cancelación de último momento para aquella noche. No hubo suerte.

La petulante recepcionista, hablando con acento francés descaradamente falso, me dijo que no era posible. Le dije que no se preocupara, y concentré toda mi atención en navegar por Internet para dar con otras opciones.

De repente, mi carga de trabajo me parecía menos importante. Había puesto alarmas en mi teléfono y en el correo electrónico para que me recordaran que tenía que comprar un regalo para mi padre y reservar en aquel lugar, pero cada vez que habían saltado, yo las había retrasado porque siempre estaba en mitad de alguna tarea. En aquel momento, tenía ganas de estrangularme a mí misma. Después de lo estresante que había sido el final del año anterior, había pensado en agasajarle por su cumpleaños, celebrar por todo lo alto que estaba con nosotras después de haber estado a punto de perderlo. Suspiré, reprochándome a mí misma ser tan mala hija.

Todos los restaurantes de cinco estrellas estaban llenos o solo tenían mesa para las cinco de la tarde, y dentro de dos semanas. Me estaba costando mucho y ocupando mucho tiempo. Si seguía así, tendría que quedarme en vela una noche más para ponerme al día de lo que no había podido hacer aquel día.

Suspiré de nuevo, y eso captó la atención de Ben.

—¿Estás bien, Georgia?

—No conocerás a ningún chef con estrella Michelín que quiera venir a preparar una cena esta noche, ¿verdad? —le pregunté, con la cabeza entre las manos.

—¿Disculpa?

—Es el cumpleaños de mi padre, y le prometí que le invitaría a cenar en un restaurante de cinco estrellas, pero se me olvidó por completo —dije, con un gemido.

Kelli alzó la vista.

—Mi amigo Shaun el Pegajoso trabaja en TGI Fridays. Puedo intentar conseguirte una mesa allí… No, mejor, déjalo. Tiene ese mote por un motivo.

Ben hizo una mueca de asco y se giró hacia mí.

—¿Por qué no cambias de planes y les haces tú una buena cena en tu casa?

Me eché a reír.

—Quiero agasajar a mi padre, no matarlo. ¿Es que no te acuerdas de lo mal que cociné cuando estábamos en Tailandia?

La mente se me llenó de recuerdos de aquella tarde en una cocina que olía a especias en Koh Lanta, y me sonrojé ligeramente al pensar en lo cerca que estábamos en aquel momento, en que yo estaba convencida de que habría podido suceder cualquier cosa entre nosotros a estas alturas, aparte de hacernos regalos por Navidad y compartir ideas de negocios de una manera amistosa, pero profesional.

Ben sonrió al acordarse.

—Sí, tal vez debas seguir con tu plan de llevarlos a un restaurante.

Yo me volví hacia mi ordenador, deseando concentrarme en el trabajo y no en lo que podría haber sucedido entre nosotros, cuando Ben me llamó.

—Oye, ¿no fuiste a un evento para la creación de contactos empresariales, o algo así, en Verde, ese restaurante italiano nuevo? Podrías llamar a quien lo organizara y ver si pueden darte una mesa para hoy.

—¡Una idea genial! Gracias —dije yo, y revisé las tarjetas de negocios que tenía en el escritorio. Pensé en aquella jornada tan aburrida durante la que mi mente inquieta había vagado desde la sobredosis de PowerPoint hacia las flores frescas y los adornos de nogal del restaurante. Me había pasado el resto de aquella aburrida reunión preguntándome si deberíamos redecorar la agencia con tonos parecidos.

Encontré la tarjeta de Luigi, el director del restaurante, un italiano sensato y amable que me había dado buenos consejos sobre lugares para visitar en Roma cuando le hablé de nuestros viajes por el país. Cinco minutos después había conseguido una mesa para tres a las nueve en punto de la noche. Bingo. Tal vez, después de todo, consiguiera hacer bien aquello.

Capítulo 2

 

Desilusión (n.): Liberarse, o ser liberado, de la ilusión.

 

—Es muy elegante, ¿verdad? —exclamó mi madre, tomando el salero de porcelana del mantel de lino almidonado—. Pero… ¿no se suponía que íbamos a ese restaurante francés? Viv siempre habla de él desde que su hijo Adam la llevó una vez cuando vino a Londres de visita. Te juro que he oído hablar más de la puñetera crème brûlée de ese sitio que de la ciática de Viv, y, de verdad, ella nunca deja de hablar de su ciática.

—Pero suena muy bien, de todos modos. Me refiero a la crema, no al dolor de espalda de Viv —dijo mi padre, antes de mirarme a la cara.

—Intenté conseguir mesa, pero estaba lleno —dije para disculparme, y tuve que ignorar los labios fruncidos de mi madre porque Adam sí hubiera conseguido llevar a su madre al restaurante francés—. Aunque se supone que este sitio también es muy bueno. Es el mejor italiano de Mánchester, o algo así.

—Umm… —murmuró mi madre—. Es un poco pequeño.

—Podría decirse que es acogedor, ¿no? —dije yo, para intentar verle el lado positivo al gran pilar de mármol falso que había delante de nuestra mesa. Luigi nos había dado mesa, pero no había especificado que íbamos a estar metidos detrás del Coliseo romano, junto a los baños. El olor reconfortante a ajo y romero del atestado restaurante no podía disimular las vaharadas de lejía que nos llegaban cada vez que se abría la puerta del servicio.

—Bueno, pues a mí me parece que es estupendo, y es un cambio de estar viendo las noticias mientras me como las famosas patatas con carne de tu madre —dijo mi padre, riéndose suavemente. Después de que pidiéramos la cena a una estresada camarera que se había olvidado de nosotros, a juzgar por su cara sonrojada y brillante, comenzamos a picotear los palitos de pan salados.

—Y ¿has venido directamente del trabajo, Georgia? —me preguntó mi madre, señalando con la cabeza mi ropa arrugada. Yo tenía una mancha de tinta y otra de café en el puño de la camisa, y llevaba todavía el maquillaje emo inspirado en Kelli.

—Sí, lo siento. Tenía pensado pasar por casa antes de venir, pero…

—Se te ha hecho tarde —dijo ella, y suspiró—. Bueno, de todos modos, me alegro mucho de poder sentarme a hablar contigo un rato, por fin. Aunque tengo que decir que estás un poco paliducha, cariño.

—Yo… eh… hoy he probado un maquillaje nuevo, pero no voy a volver a ponérmelo —respondí, mientras me sacudía unas migas del regazo—. Bueno, papá, muchas felicidades —dije. Alcé mi copa de Chianti para brindar mientras le daba un beso en la mejilla, y percibí su olor familiar a lino limpio y plantas de tomate—. Tu regalo te va a llegar por correo —dije. Era mentira, pero solo a medias. En cuanto llegara a casa elegiría algo estupendo por Internet y pediría que se lo enviaran cuanto antes.

—El único regalo que necesito es verte —dijo él, revolviéndome el pelo—. Ahora, cuéntanos qué tal va todo. Hace siglos que no te vemos, nena. Espero que no estés trabajando demasiado.

—Bueno, ya sabéis que el primer año de un negocio siempre es un poco duro, pero estamos luchando por hacernos sitio en el mercado, e incluso tenemos una pequeña rentabilidad —dije, y les guiñé un ojo, con un sentimiento de calidez. Para eso trabajaba como una loca: para conseguir resultados.

—Una noticia excelente —dijo mi padre. Con una sonrisa, hizo entrechocar su copa con la mía.

—¿Y aparte del trabajo? ¿No hay ningún hombre del que tengas que contarnos algo? Siempre pensé que Ben y tú haríais muy buena pareja. Con tu inteligencia y sus ojos marrones, vuestros hijos serían genios y supermodelos.

—¡Mamá! —exclamé y, rápidamente, me limpié de la barbilla un poco de vino que se me había derramado de la copa.

—¿Qué? —preguntó ella, encogiéndose de hombros con inocencia—. No trabajes tanto que se te olvide divertirte, Georgia.

—Yo sí me divierto —dije, con un mohín. Tuve que contener una arcada por la estela de olor que dejó un señor gordo al salir del servicio y pasar a nuestro lado—. En este momento me estoy divirtiendo.

—Salir a cenar por el cumpleaños de tu padre no cuenta. No creo que vayas a conocer al hombre de tu vida aquí —replicó mi madre.

—Yo pienso lo mismo, cariño —dijo mi padre, y señaló con la cabeza hacia el baño de caballeros antes de echarse a reír.

—No tengo tiempo para todo eso en este momento —dije, moviendo las manos alrededor. Estaba deseando que apareciera la camarera con nuestros platos y, así, desviar la atención del hecho de que yo fuera un fracaso en todo lo demás, aparte de mi carrera profesional. No quería que mis sentimientos hacia Ben se reavivaran, porque llevaba muchos meses manteniéndolos guardados en una caja en la que ponía «No abrir».

—Umm… Bueno, es que estamos preocupados por ti, no es nada más que eso —dijo mi madre, al tiempo que posaba su mano sobre la mía con suavidad—. Cuando volviste de tu viaje, estabas emocionada con la idea para la nueva empresa, y me parece estupendo que todo vaya tan bien. De verdad, hija —añadió, con un suspiro—. Pero, Georgia, tienes que procurar que no te ocupe todo el tiempo.

Yo aparté la mano, di un buen sorbo a mi copa de vino y sonreí.

—Ya te he dicho que estoy bien, mamá.

Mi madre siguió mirándome y enarcó una ceja antes de asentir, lentamente.

—Bueno, y ¿qué tal está Marie? ¿Y el pequeño Cole? Hace siglos que no los veo. Seguro que el niño va creciendo rápidamente…

—Están bien… —dije yo, pensando en mi mejor amiga y su hijo—. Hace tiempo que no los veo, pero ya sabes cómo son estas cosas… Ella está en su trabajo, y yo estoy en el mío. La llamaré pronto.

—Bueno, pues dile que tus padres le mandan un beso.

—Sí, te lo prometo. Papá, ¿cómo has pasado el resto del día de tu cumpleaños? ¿Te han hecho algún buen regalo? —le pregunté a mi padre, para cambiar rápidamente de conversación. Con mis padres, a veces volvía a ser una adolescente malhumorada que no quería hablar de chicos. O, por lo menos, de aquel chico en concreto.

—Pues sí, pues sí —respondió mi padre—. Este año, tu madre se ha superado a sí misma y me ha regalado una radio digital de alta gama —explicó, riéndose—. Tienes que verla, Georgia. Se sintonizan programas de radio que ni siquiera sabía que existían. ¿Cuál será la próxima ocurrencia de la gente?

Estaba escuchándole mientras me contaba que había empezado a escuchar un programa de jardinería que presentaba un hombre llamado Wayne, de Dorset, cuando sonó mi teléfono.

—Lo siento, tengo que responder a esta llamada. Que no se te olvide la conversación, papá. Tardo un minuto —dije, y me levanté, con cuidado de no golpearme la cabeza con las vigas bajo las que estábamos sentados.

—Ah, bueno. De acuerdo —dijo mi padre, y asintió con tristeza.

Para poder oír mejor la llamada, salí rápidamente del agradable calor del restaurante, y sentí la brisa helada de principios de primavera. Se me había olvidado por completo que había quedado en mantener una conversación telefónica con Dan Milligan, jefe de ventas de la revista de viajes más importante del país, Itchy Feet. Yo había estado intentando conseguir un espacio publicitario para poner un anuncio en aquella revista, porque me había dado cuenta de que todos nuestros competidores tenían anuncios muy llamativos de página completa en ella, y cualquier cosa que ellos pudieran hacer, nosotros podíamos hacerla mejor.

—Buenas noches, soy Georgia Green —dije, con mi voz más estirada.

—Hola, Georgia, soy Dan. Te he llamado porque, como sabes, hoy es el último día para adquirir espacio publicitario en el próximo número de la revista. Tengo una buena oferta que hacerte.

Entonces, empezó a darme un discurso sobre el número de lectores de la revista y otras cifras que yo no comprendía por completo, pero que parecían impresionantes. Después, hizo una pausa para darle más emoción.

—Así que… como estamos muy interesados en incluir a los nuevos tour-operadores en la revista, para mantener un estilo fresco y para reflejar lo que ocurre en la actualidad, podemos ofrecer media página o una página completa a… —dijo, e hizo otra pausa— un cuarenta por ciento menos del precio normal.

—Vaya, eso es mucho menos de lo que me esperaba —dije yo, después de que se me escapara una tos por la sorpresa.

Él soltó una risotada forzada.

—Lo que pasa es que solo puedo ofrecerte este precio porque estamos a punto de empezar la impresión, o sea, que necesitaría la información muy pronto. Tiene que salir para la imprenta lo antes posible, ¿entiendes?

—¿Esta noche? ¿No puede esperar hasta mañana? —pregunté, y miré el reloj. Tendría que dejar la cena de cumpleaños de mi padre para volver corriendo a la agencia y preparar algo. Además, no iba a poder hablar de ello con Ben antes de hacer el trato. ¿No podían esperar hasta la mañana siguiente?

—No, no podemos. Ya lo estoy retrasando todo porque quería ofrecerte este gran descuento. ¡Es prácticamente un regalo!

Yo me quedé callada, pensando. Incluso con el descuento, aquel anuncio se llevaría una buena parte de nuestro presupuesto para publicidad.

Dan debió de notar mis reparos.

—¿Sabes? Tengo esperando a Aventuras Totalmente Increíbles. Quería hacerte la oferta a ti primero, pero sé que, en cuanto los llame, aprovecharán el descuento sin pensarlo.

Normalmente, era Ben quien se encargaba de administrar el presupuesto para publicidad, pero aquella era una oferta demasiado buena como para rechazarla. Tendría que pedirle disculpas a mi padre, pero estaba segura de que él lo entendería. Respiré profundamente.

—Sí, está bien. Lo acepto. Inclúyenos en el próximo número.

—Excelente. Deja que haga unas cuantas llamadas y te llamaré a ti después para confirmártelo. Entonces, necesitaré la copia de tu anuncio en una hora.

—Tienes mi palabra —dije. Sonreí y colgué.

Había perdido la noción del tiempo. Tenía la carne de gallina y me castañeteaban los dientes, pero había conseguido una página completa a todo color en el siguiente número de la revista. Estaba impaciente por contárselo a Ben. Cierto, cabía la posibilidad de que él se enfadara un poco por la cantidad de dinero del presupuesto que yo acababa de gastar en cinco minutos, pero estaba convencida de que era lo mejor que podía hacer.

Las cosas iban cada vez mejor en El Club de Viajes para Corazones Solitarios, nuestra agencia de viajes, que estaba especializada en ayudar a gente que acababa de sufrir un desengaño amoroso, para que su sentimiento de pérdida y confusión se transformara en un anhelo de viajar con gente parecida a ellos. Desde que habíamos comenzado, el pasado noviembre, yo había vivido para la empresa. Estaba desesperada por que fuera un éxito. Y, asombrosamente, parecía que estaba saliendo bien. Me froté los brazos y entré al restaurante.

—Lo siento mucho. He tardado más de lo que pensaba… —dije, pero me quedé sin palabras al ver la cara de enfado de mi madre y la decepción de mi padre, que tenía la frente arrugada. Sus platos estaban vacíos, y mis espagueti a la carbonara se habían quedado fríos y se habían convertido en un montón pegajoso de color amarillento con una pinta repugnante.

—No podíamos esperar más —dijo mi madre, y frunció los labios.

—Oh, sí… Claro. Lo siento —dije, intentando clavar el tenedor en la salsa reseca, después de apartar una capa de la parte superior. No podía comerlo, así que aparté el plato—. Bueno, cuéntame qué más cosas te han regalado por tu cumpleaños —le pedí a mi padre.

—Bueno —respondió él—. Los chicos del bar me han regalado un…

El sonido de mi teléfono le interrumpió.

—Lo siento —dije, encogiéndome—. No voy a tardar.

Tomé el teléfono móvil de la mesa y salí otra vez a la calle.

—¡Georgia! —exclamó Dan, alegremente, cuando respondí a la llamada—. ¡Trato hecho!

—Bueno… eh… Estupendo —dije yo. Tenía un nudo de preocupación en el estómago, pero… no iba a dejar pasar aquello, y menos con aquellos idiotas de Aventuras Totalmente Increíbles esperando para ocupar nuestro lugar.

—Lo único que ocurre es que necesito el anuncio antes de una hora. ¿Será un problema?

—No, no. Me pongo a ello rápidamente.

Colgué el teléfono, y estaba a punto de entrar cuando se abrió la puerta del restaurante y salieron mis padres, con los abrigos puestos.

—Georgia, nos vamos a casa. Habíamos venido a verte a ti, no a mirar una silla vacía ni a que nos gasee un extraño con sus pedos —me espetó mi madre—. ¿Es que se te ha olvidado que es el cumpleaños de tu padre? ¿Que lo único que quería era verte y pasar un rato con su familia?

Aunque yo también necesitaba irme, no quería que la noche terminara así. Se me encogió el estómago, y me ruboricé.

—Lo siento mucho, mamá. Es solo que me ha pillado en medio de algo que tenía que resolver. Pero ya he terminado. He conseguido poner un anuncio en Itchy Feet, ya sabes, esa revista de la que te hablé hace algunas semanas.

Mi padre carraspeó y me sonrió apagadamente.

—Me alegro, cariño. Siento ser un aguafiestas, pero me siento un poco cansado. Ya sabes lo que tiene el hacerse viejo. ¿En otra ocasión?

Yo asentí y me mordí el labio inferior.

—¿Seguro que estás bien?

—Georgia, es tarde. Vamos a dejarlo así. Puedes volver a trabajar, y ya nos veremos —me dijo mi madre, mientras se abrochaba el abrigo y me daba un beso en la mejilla.

—Bueno, llamadme pronto. Ah, y feliz cumpleaños, papá —dije, mientras se alejaban.

Estaba a punto de entrar en el restaurante a recoger mi chaqueta y pagar cuando oí que mi madre le decía a mi padre:

—Además, ¿has visto lo cansada que está? De verdad, yo creo que esta empresa es demasiado para ella.

—Yo creo que solo necesita dormir bien y cuidarse un poco más, Sheila —respondió mi padre.

—Umm… Espero que tengas razón. No es normal que esté trabajando tanto, que se esfuerce tanto en demostrar algo que no necesita demostrar. Estoy preocupada por ella, Len.

—Sí, ya lo sé. Yo también, pero no le va a pasar nada. Ya lo resolverá. Después de todo, es una Green.

Yo entré al restaurante. ¿Acaso todo el mundo pensaba que yo era un fracaso? Pues no. Me iba bien. Mejor que bien.