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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Susanne James
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin amor, n.º 1980 - abril 2022
Título original: The British Billionaire’s Innocent Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-635-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
UNA bonita mañana del mes de julio, Lily bajó de un taxi en el aeropuerto de Heathrow y, después de pagar al taxista, tiró de su maleta hacia la entrada de la terminal.
Sus emociones eran una extraña mezcla de angustia y alivio porque su contrato con la familia de Bella y Rosie había terminado por fin. Sólo había sido niñera de las gemelas durante un año… tiempo más que suficiente para darse cuenta de que había cometido un error.
Cuidar niños no era lo suyo aunque, al final, había empezado a establecer una relación más o menos agradable con las mimadas gemelas. Habían empezado a caerle bien e incluso sentía pena por ellas porque su madre, una mujer divorciada, apenas tenía tiempo para ellas. Pero no era eso lo que quería hacer con su vida. Y ella era lo bastante honesta como para admitir que su pasado era seguramente responsable de que se sintiera tan inadecuada cuando estaba con niños.
Afortunadamente, había ahorrado suficiente dinero como para estar sin empleo durante un tiempo mientras pensaba en su situación. No sería un problema para ella pagar la hipoteca de su diminuto apartamento en Berkshire y, con su diploma de Cocina, podría encontrar trabajo en cualquiera de los hoteles o restaurantes de Londres.
Pero se sentía inquieta. Quería un cambio de vida, pero no sabía qué hacer, de modo que decidió pasar unos días en Roma visitando a su hermano Sam, que poseía allí un pequeño hotel.
Y se quedó encantada cuando en el mostrador de facturación cambiaron su asiento en clase turista por otro de primera clase porque había overbooking. Un golpe de suerte, desde luego.
Lily miró su billete. Había pedido un asiento de ventanilla no porque disfrutase del despegue y el aterrizaje, sino porque así había más posibilidades de no ser molestada por alguien que quisiera contarle la historia de su vida durante el viaje.
Mientras esperaba para subir al avión, notó que casi todos los demás pasajeros iban vestidos de manera informal, con camisetas y pantalones vaqueros. Pero, por alguna razón, ella había elegido su mejor traje, de color gris, con una camisa blanca y zapatos de tacón negro. Quizá por eso la habían puesto en primera clase, pensó.
Por fin subieron a bordo y Lily buscó su asiento. Pero, unos segundos después, notó un movimiento a su lado y, al levantar la cabeza, se encontró con el hombre más atractivo que había visto en sus veintiséis años de vida.
El hombre colocó su maleta en el compartimento y se sentó a su lado.
–Buenos días.
–Buenos días –dijo Lily, intentando disimular su nerviosismo.
Aunque no debería estar nerviosa, aquél no parecía la clase de hombre que buscaría entablar conversación. Su perfil de rasgos fuertes y su poderosa personalidad resultaban evidentes a primera vista. Llevaba un traje oscuro, camisa blanca y corbata azul, el pelo negro cortado de forma inmaculada. ¿Por qué no podía haber sido un señor grueso de mediana edad en lugar de aquel hombre tan sexy?, se preguntó, al comprobar que las mujeres de alrededor lo miraban descaradamente.
Él movió las piernas, intentando ponerse cómodo, y luego se volvió para mirarla, fijándose en su rostro ovalado, en el elegante traje de chaqueta, en el pelo rubio sujeto en un elegante moño… Era una chica muy guapa, pensó.
Luego miro por la ventanilla, sintiéndose momentáneamente turbado. Y, después de unos segundos, supo por qué. Era la primera vez que se fijaba en una mujer desde la muerte de Elspeth.
Había pasado más de un año, tiempo suficiente para haberse acostumbrado a la idea, pero pensar en su mujer lo hizo pensar en sus tres hijos, dos niños y Freya que, a los nueve años, se parecía tanto a Elspeth con su pelo castaño y sus ojos pardos…
Theo frunció el ceño al pensar en su hija, la más difícil de los tres. Con ella no tenía la camaradería que tenía con los niños. Y por eso había aceptado a regañadientes la petición de Freya de quedarse interna en el colegio durante la semana para estar con sus amigas. Theo estaba decidido a mantener a la familia unida costase lo que costase, pero al final tuvo que aceptar. Y debía admitir que, sin tener que lidiar a diario con el temperamento ocasionalmente difícil de su hija, la vida era más fácil. Y los fines de semana, cuando la familia estaba al completo, solían transcurrir sin discusiones.
Afortunadamente, poco después todos los pasajeros estuvieron sentados y el avión dispuesto a despegar. Y Lily, nerviosa, se agarró a los brazos del asiento.
–¿La pone nerviosa el despegue?
Ella lo miró, sorprendida. Aunque debía admitir que su inesperado interés había hecho que se tranquilizase un poco.
–No, qué va –mintió–. Estoy bien.
Su compañero de asiento levantó una ceja, pero no dijo nada más y, unos minutos después, estaban en el aire. Los pasajeros empezaron a desabrocharse los cinturones de seguridad y su compañero se inclinó para tomar el maletín que había dejado en el suelo. Estupendo. Iba a ponerse a trabajar, pensó. Así no tendrían que entablar conversación. El desconocido sacó una carpeta y volvió a cerrar el maletín, pero Lily había podido ver el nombre…
Theodore Montague.
Sí, era un nombre que le iba perfectamente. ¿Cómo podía llamarse de otra manera? ¿Se atrevería alguien a llamarlo Theo o Ted? Lo dudaba.
Lily abrió una revista que había comprado en el aeropuerto y empezó a hojearla. No podía entender cómo alguien podía concentrarse en una novela y mucho menos en el trabajo, como el hombre que estaba a su lado, durante un viaje en avión.
La azafata se acercó entonces y, aparentemente cautivada por Theodore Montague, le preguntó si quería tomar un café. Y él, muy educado, se volvió hacia Lily.
–¿Qué quiere usted tomar?
–¿Yo? Pues… un café solo, por favor. Sin azúcar.
–Dos cafés solos.
Mientras lo tomaban, Theodore Montague volvió a mirarla.
–¿Tampoco le gusta a usted la comida de los aviones?
–No mucho, la verdad. Además, no tengo apetito.
–A mí me pasa lo mismo. Pero en los vuelos cortos no es necesario comer nada.
De modo que estaban entablando conversación. Y, por una vez, Lily no se sentía incómoda. No sabía por qué, pero la serena actitud del hombre la desarmaba.
–Seguro que ninguno de los dos está de vacaciones –siguió él–. Somos los únicos pasajeros que no llevan camiseta y pantalones vaqueros.
–Yo voy a visitar a mi hermano, que tiene un hotelito en Roma –dijo Lily–. Además, tengo cosas en que pensar.
¿Por qué había dicho eso?, se preguntó luego, enfadada. Era la clase de comentario que invitaba a hacer preguntas. Pero él no le preguntó nada. La miró en silencio durante unos segundos, y Lily tuvo la absurda sospecha de que podía leer sus pensamientos. Lo cual era una tontería, por supuesto.
–¿Y usted… no va a Roma de vacaciones?
–No, tengo que asistir a un seminario. El año pasado conseguí quedarme en casa, pero este año no he podido librarme –Theodore Montague sonrió–. Aun así, supongo que sobreviviré. Roma es un sitio estupendo para pasar unos días, sea por la razón que sea.
–¿Sobre qué es el seminario? –preguntó Lily, pensando que sería sobre Economía, Marketing o Relaciones Públicas.
–Sobre niños –contestó él–. Doy charlas sobre pediatría.
–¿Es usted pediatra?
–Sí, claro. Y me gusta dar conferencias, pero eso significa que no paso el tiempo suficiente en la consulta. En fin, no se puede tener todo y, por el momento, se me necesita más en el circuito de seminarios –el hombre hizo una pausa–. Pero imagino que eso cambiará con el tiempo. La vida da muchas sorpresas.
¿Quién hubiera podido imaginar que un virus desconocido se llevaría a su mujer de manera tan inesperada? Eso le había enseñado a no hacer demasiados planes y a no dar nada por sentado.
Lily notó su cambio de humor y, no sabía bien por qué, empezó a contarle cosas sobre sí misma:
–Yo espero cambiar mi vida a partir de ahora, pero la verdad es que no sé cómo. Hice un curso de cocina cuando terminé los estudios, pero me he cansado de cocinar para otras personas.
–¿Trabajaba como cocinera en una casa?
–No, trabajé en varios hoteles de Londres. Y luego, el año pasado, se me ocurrió probar a hacer de niñera, pero no fue buena idea. Creo que tuve mala suerte con la familia que me contrató… eran dos niñas muy mimadas, muy difíciles –Lily dejó escapar un suspiro–. Bueno, en realidad eran horribles, pero yo también. No sabía cómo lidiar con las cosas que pasaban a diario en la casa. Al final empecé a llevarme bien con ellas, pero me he dado cuenta de que cuidar niños no es lo mío. En fin, vivir para aprender. Me habría encantado llevarme bien con Bella y Rosie… y lo intenté. Pero creo que ellas no tenían la menor intención de quererme.
–Todas las experiencias nos enseñan algo, supongo –Theodore Montague abrió la carpeta que tenía sobre las rodillas–. Espero que encuentre lo que está buscando.
–¡Cuánto me alegro de volver a verte, Lily!
Lily sonrió, mirando a su hermano. Estaban sentados en Agata y Romeo, un restaurante cerca de la estación central, y acababan de tomar una deliciosa pasta con brécol, uno de los muchos y deliciosos platos del menú.
–Yo también me alegro de verte.
–¿Quién era el hombre que bajó del avión contigo? –le preguntó su hermano–. Parecía muy atento mientras te ayudaba con las maletas.
Lily apartó la mirada, intentando controlar el rubor que empezaba a asomar a sus mejillas.
–El hombre que iba sentado a mi lado durante el viaje.
–¿En serio? Me pareció notar… no sé, cierta familiaridad entre vosotros.
–No seas bobo, no lo había visto en toda mi vida. Sólo era alguien interesante con el que hablar durante el viaje.
Sam no dijo nada más porque conocía lo suficiente a su hermana como para saber que, cuando decidía dejar un tema, el tema estaba cerrado.
Pero si era sincera consigo misma, Lily debía admitir que el vuelo se le había hecho muy corto gracias a él. Theodore y ella habían entablado conversación y, además de otras cosas, le había contado que tenía tres hijos. Aunque también había pasado algún tiempo absorto en sus papeles y ella no quiso interrumpirlo. Pero había sido una sorpresa cuando el piloto anunció por los altavoces que estaban a punto de aterrizar.
–¿Quieres tomar algo más, Lily? ¿Un capuchino? Toma lo que quieras, estoy decidido a mimarte –sonrió su hermano–. De verdad, tenemos que vernos más, dos veces al año no es nada y ahora que nos hemos encontrado no debemos perder el tiempo. Prométeme que nos veremos más a menudo –añadió, apretando su mano.
Lily lo miró, sus ojos llenos de lágrimas.
–Tienes razón, Sam, tenemos que encontrar más tiempo para estar juntos. El trabajo no puede ser siempre lo primero… y hablando de trabajo, ¿qué tal va el hotel?
–Estupendamente.
–Tienes muy buen aspecto –comentó Lily, observando los elegantes pantalones y la preciosa camisa de seda italiana–. No creo que trabajes demasiado.
–¿Cómo que no? Federico y yo trabajamos tantas horas que no tenemos tiempo de salir a conocer chicas… o buscar hermanas perdidas.
Sentada allí con el hermano al que había perdido de niña, con su pelo castaño que el sol de Italia había vuelto casi rubio, Lily sintió el deseo de levantarse de la mesa y dar saltos de alegría. Tenía que ser el vino, por supuesto. ¿O sería Roma, con su maravilloso sol, sus mágicas fuentes, su gente encantadora y el aroma a jazmín por la calles? ¿O era porque al fin tenía una familia?
–¿Te das cuenta de que hace dos años ninguno de los dos sabía que tenía una familia? –sonrió Sam–. Todo ese tiempo perdido cuando podríamos haber estado juntos…
Claro que se daba cuenta. Había sido por su interés de saber algo de su pasado, con la ayuda del Ejército de Salvación, por lo que había encontrado a su hermano. Su madre, fallecida ahora, los había tenido antes de cumplir los diecisiete años.
Lily era lo bastante honesta como para aceptar que no haberse encontrado antes había sido seguramente culpa suya. O, más bien, de su infancia porque había sido una niña rebelde y difícil que iba de una casa de acogida a otra y se había escapado dos veces. Con tanto movimiento, los Servicios Sociales habían perdido sus datos y, cuando cumplió los dieciséis años y empezó a tomar clases de cocina, todo el mundo se alegró de librarse de ella.
Pero Lily tenía un gran instinto de supervivencia y había trabajado mucho hasta que, por fin, pudo comprarse un diminuto apartamento, lo primero que podía llamar suyo, donde nadie podía decirle lo que tenía que hacer. Al fin era la dueña de su propia vida y así iba a ser a partir de entonces.
Para Sam, aparentemente, todo había sido de otra forma. Le había contado que siempre fue un niño feliz que se llevaba muy bien con su familia de acogida. Tampoco él sabía que tuviera una familia de verdad, pero cuando Lily y él se vieron por primera vez el lazo de sangre hizo que cayeran uno en brazos del otro sin pensarlo siquiera.
–Sólo tomaré un café –dijo Lily ahora–. No creo que pueda comer nada más durante el resto del día.
–Luego tendrás que cenar. Aquí nadie cena hasta las nueve o las diez, así que tendrás tiempo de recuperar el apetito.
Después de comer salieron del restaurante, buscando la sombra de lo edificios para pasear por las calles de Roma.
–Creo que voy a echarme una siesta.
–Buena idea. Yo tengo trabajo que hacer con Federico y tú podrás descansar un rato.
El pequeño hotel, de sólo cuatro habitaciones, estaba situado en una calle estrecha al lado de la Piazza Navona y su hermano la había alojado en una habitación preciosa. Lily se dejó caer sobre la cama, suspirando de alegría.
Se había quitado el traje de chaqueta en cuanto llegó a Roma, pero empezaba a preguntarse si la poca ropa que había llevado sería suficiente para una estancia de tres días. En fin, daba igual. Si se quedaba sin ropa siempre podía comprar algo en Roma.
Ella nunca había sido extravagante con sus gastos, porque nunca había tenido dinero, pero estaba de vacaciones y estaba en Roma. No había fronteras, nada que la impidiera sentirse libre y feliz.
Para su asombro, al despertar se dio cuenta de que había dormido tres horas. Pero no había ido a Roma a dormir, pensó. Había ido allí a pasarlo bien, a pasear por la ciudad y, por supuesto, a estar con su hermano.
Saltando de la cama, Lily fue al cuarto de baño a darse una ducha. Aunque en el hotel había aire acondicionado, en la calle hacía mucho calor, de modo que se puso un vestido de seda color crema. Daba igual que estuviera un poco arrugado, aunque lo había colgado en el armario nada más llegar, porque nadie iba a darse cuenta. Y nadie iba a criticarla, estaba segura.
Después de vestirse se cepilló el pelo y se puso crema hidratante en la cara, pero nada de maquillaje. Sabía que era afortunada por tener una bonita complexión bronceada que evitaba que se quemase o le salieran pecas. Tras añadir un toque de colorete y brillo de labios, Lily se miró al espejo por última vez y salió alegremente de la habitación.