Cubierta
Portadilla

 

Título original inglés: Gathering Dark.

Autora: Candice Fox.

© Candice Fox, 2020.

© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2021.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2021.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2021.

REF.: ODBO901

ISBN: 978-84-9187-837-7

DEPÓSITO LEGAL: B-12.113-2021

EL TALLER DEL LLIBRE, S. L. · REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito
del editor cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida
a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados.

 

PARA VIOLET

BLAIR

Levanté la mirada y me encontré con una pistola que me apuntaba. Así de silenciosa había sido aquella joven. Así de rápida. Por el rabillo del ojo me había parecido ver pasar una figura por las ventanas frontales de la gasolinera, una sombra que caminaba, difusa, recortada contra el rojo atardecer y las siluetas de las palmeras. Nada más. Me había puesto la pistola en la cara antes de que el timbre de la puerta hubiera acabado de dar esa nota única que la había anunciado, que la había hecho real. La pistola temblaba, lo que convertía aquella mala situación en algo peor, si cabe. Dejé el bolígrafo con el que estaba rellenando el crucigrama.

Profundo arrepentimiento: «remordimiento». Puede que esa fuera a ser la última palabra que escribía. Una palabra que me resultaba familiar.

Extendí las manos sobre el mostrador, entre un bol con plátanos moteados a un dólar cada uno y las Clark, barritas que vendíamos dos por una.

—No grites —me ordenó la joven.

Me permití pasar la mirada de la pistola a la muchacha y lo único que vi ante mí eran problemas. La mano que sujetaba la pistola estaba sudada y ensangrentada, igual que el dedo que tenía metido en el guardamonte y que se le resbalaba del gatillo. La pistola tenía quitado el seguro. El brazo de la mano que sujetaba la pistola era delgado, flacucho, y no me cabía duda de que pronto se cansaría de aguantarla pues, según parecía, no era suya y le resultaba muy pesada. La cara que había más allá del brazo era del enfermizo color gris púrpura de un cadáver reciente, y tenía un tajo feo en la frente, un tajo tan profundo que se le veía el hueso. La muchacha mostraba marcas sangrientas de dedos en el cuello, marcas demasiado grandes para ser de sus propias manos.

Ponerse a gritar habría sido una mala idea. Como la sobresaltara, aquel dedo que no paraba de resbalar en el guardamonte accionaría el gatillo y mis sesos quedarían estampados contra el dispensador de tabaco que había justo detrás de mí. No quería morir con aquel estúpido uniforme, con aquel sombrero en el que lucía el parche de un canguro rosa y con aquella placa que llevaba en el pecho y que decía la verdad respecto a que me llamaba Blair, pero que mentía en eso de «¡Adoro atenderte!». No sé por qué, pero me puse a pensar en qué ropa llevaría Jamie, mi querido hijo, a mi funeral. Sabía que tenía un traje; lo había llevado en la vista de mi condicional.

—¡Vaya! —exclamé sorprendida y solícita.

—Vacía la caja registradora —la joven alargó la otra mano y miró por la ventana. El aparcamiento estaba vacío—, y dame las llaves del coche.

—¿Las del mío?

Me toqué el pecho, lo que la llevó a ella a retroceder un poco y a sujetar la pistola con más fuerza.

«Será mejor que no te muevas tan rápido y que no hagas preguntas estúpidas».

Mi viejo Honda era el único coche que había a la vista, al fondo del aparcamiento, justo debajo de una valla publicitaria: Idris Elba con un reloj que costaba lo mismo que dos fondos universitarios.

—El coche y la pasta —dijo entre dientes—. Vamos, puta.

—Mira... —empecé a decir despacio. Por un momento, sentí que tenía el control. La nevera de los burritos zumbaba ligeramente. Las luces que había detrás de la cara de plástico de la máquina de los granizados hacían ruidos tintineantes—. Podría ayudarte.

Mientras pronunciaba aquello me sentí como una idiota. En su día había sido capaz de ayudar a la gente. A niños enfermos y a sus aterrorizados padres. Yo manejaba herramientas quirúrgicas y llevaba trajes quirúrgicos, nada de canguros ni placas de mierda. No obstante, entre aquello y el ahora, había llevado un uniforme de presidiaria, y mi capacidad de ayudar a los demás había desaparecido por completo.

La joven cambió el peso de un pie al otro y movió el arma para animarme a que me diera prisa.

—A la mierda tú y tu ayuda. No necesito ayuda. Lo que necesito es salir de aquí.

—Si me dejaras... —Mis palabras las cortó en seco un fogonazo de luz. El sonido llegó más tarde, un ¡bang! en mis oídos, el zumbido retumbante de la presión en mi cabeza, provocada por la bala al pasar por mi lado, demasiado cerca. La joven acababa de hacerle un agujero al dispensador de Marlboro de la pared, justo por encima de mi hombro derecho. Olor a tabaco quemado y a plástico fundido en el aire. Me pitaban los oídos. La pistola volvía a apuntarme—. ¡Vale! ¡Vale!

Me acerqué a la caja registradora y miré a la joven de soslayo. Rizos de oro. Una nariz pequeña, casi de botón. Había algo que me resultaba familiar en ella. Pero, claro, era probable que, durante el tiempo que había pasado en la cárcel, hubiera visto más de un millar de jóvenes como aquella: afligidas, nerviosas y enfadadas con el mundo; todas ellas capaces de utilizar una pistola. Cogí las llaves de la taza que había junto a la caja.

—Esta gasolinera es propiedad de un cártel. —Me di cuenta de que a mí también me temblaban las manos. Enseguida me pondría a sudar, a jadear y me castañetearían los dientes. Mi miedo llegaba poco a poco. Me había entrenado para que así fuera—. Deberías saberlo. Atracas un sitio como este y no solo van a por ti, también van a por tu familia. Llévate el coche, pero...

—Calla.

—Irán a por ti...

Abrí la caja registradora. La joven se echó a reír. La miré de reojo mientras sacaba los billetes. No se reía de lo que le había dicho; era una risa irónica. Sentí como si algo me hiciera un corte, algo frío y afilado. Miré nuestro reflejo en la ventana. Ella también miraba por las ventanas, pero parecía pendiente de la creciente oscuridad. No se veía a nadie más. De pronto, era como si estuviéramos terriblemente solas, las dos, si bien había algo aterrador que me hacía pensar que no era así. Le entregué el dinero.

—Enseguida enviarán a alguien a por ti —le solté.

La joven asintió. Una sola vez. Un gesto cortante.

Poco a poco, saqué las llaves del coche del bolsillo y las dejé caer en su mano. Cuando la joven apartó el cañón del arma de mi cara sentí como si el tornillo de banco que me tenía cogida la garganta se aflojase.

Me quedé mirando cómo daba media vuelta y salía corriendo de la tienda, cómo se metía en mi coche, cómo se largaba.

Por las ventanas, era como si la nocturna Koreatown respirara aliviada, como si recuperara el movimiento. Dos muchachos con el pelo largo se empujaban en la esquina. Un hombre que volvía de trabajar cogió un periódico del buzón, se lo puso debajo del brazo y dejó que la tapa se cerrara de golpe. La presencia maligna que había sentido cuando la joven había estado en la tienda había desaparecido.

Podría haber llamado a la policía, aunque no fuera para informar del robo, sino de que una joven huía de algo o de alguien con la furiosa desesperación de un animal al que dan caza, una joven que se había internado en la oscuridad, perseguida, y de la que era imposible saber cuánto le quedaba de vida. La cuestión es que Los Ángeles estaba lleno de gente así y siempre lo había estado. Una jungla repleta de presas escapando de sus depredadores. No, iba a darle un poco más de ventaja a la joven antes de informar de que mi coche había desaparecido. Me levanté la camisa y me sequé el sudor de la cara con el dobladillo al tiempo que intentaba regular la respiración.

Mi adicción empezó a latir en forma de un corto y agudo deseo que me llevó a coger el móvil, que tenía junto a la caja registradora. Mi dedo sobrevolaba los números. Estaba a punto de marcar, pero me obligué a dejar el teléfono. El reloj de la pared decía que aún faltaba una hora para que acabara mi turno en el Pump’n’Jump. Había pensado en llamar a Jamie, pero sabía que estaría durmiendo.

Lo que hice, por el contrario, fue ir al cajero que había en la esquina de la tienda. Metí la tarjeta en la máquina y saqué cuatrocientos dólares, más o menos la cantidad que se había llevado la joven. Volví al mostrador y guardé los billetes en la caja registradora. Aunque no conocía a los verdaderos dueños de la gasolinera, había conocido a integrantes de cárteles en la cárcel y había aprendido suficiente español a lo largo de aquellos años para entender las historias que contaban. Aquella joven, fuera quien fuese, no necesitaba a los 13s de San Marino tras ella. Y yo tampoco.

Miré por encima el recibo del cajero, lo arrugué y lo tiré a la papelera. ¡Menuda caminata me esperaba para llegar a casa!

JESSICA

—Lo que no entiendo es lo siguiente —insistió Wallert. Llevaba todo el día con la misma cantinela, enumerando todo aquello que no pillaba, a la espera de que la gente se lo explicara. Jessica pensó que, para aquel entonces, debía de haber ya más de cien cosas que Wallert no entendía—. ¿Qué hiciste tú en el caso de Silver Lake que yo no hiciera?

Jessica no respondió, se limitó a mirar al detective a los ojos por el espejo retrovisor. Los tenía inyectados en sangre. Jessica odiaba los asientos de atrás de los coches patrulla, no le parecían normales. Además, estaba acostumbrada al feo perfil de Wallert, no a su nuca. Una empresa de limpieza especializada en peligros biológicos limpiaba la parte de atrás de los coches patrulla más o menos cada mes, pero todos sabían que aquello nunca quedaba limpio del todo. El tacto del asiento de cuero no era como debería. Había zonas en las que estaba como grumosa. Wallert se dedicaba más a mirarla que a conducir. Eso, junto con los frecuentes sorbos que le daba al café con bourbon que llevaba en una tacita de papel, hacía que no mirase la carretera sino uno de cada quince segundos. En cualquier caso, en aquel momento, era ella la que estaba en el lugar más seguro del coche patrulla. El más sucio, sí, pero también el más seguro. El detective Vizchen, de quien habían estado cuidando durante todo el turno de noche como si fuera un bebé, resopló en el asiento del copiloto al ver que Jessica no tenía intención de responder a su compañero, como si el silencio de esta fuera una insolencia.

—Yo también contribuí. —Wallert volvía a la carga. Pasaron junto a un montón de chavales que se encontraban en la puerta de una casa escuchando música a todo volumen en medio de la noche—. Yo también estaba en el caso. Me mostré todo el tiempo disponible para él por si me necesitaba. Día y noche. Y él lo sabía. Fui yo quien llegó con la pista de lo del camionero.

—Una pista que no iba a ningún lado —soltó Jessica por fin—. Una pista que te dije que no iría a ningún lado antes de que te pusieras a seguirla sin entusiasmo. Y no le serviste de mucha ayuda a Stan Beauvoir las pocas veces que te llamó.

—Cho-rra-das —se quejó Wallert.

El detective le pegó una palmada al volante para apoyar su comentario. Jessica no entró al trapo. Decir que Wallert no había sido de mucha ayuda en el caso de Silver Lake era quedarse corto. El caso, que en aquel momento había estado a punto de cumplir una década, se lo habían pasado a Wallert y a ella, como quien dice, como pasatiempo, algo que hacer cuando no tuvieran otra cosa en la que trabajar, y era una labor que su compañero no se había tomado en serio en ningún momento. El secuestro y asesinato de jóvenes en los aparcamientos de la zona de Silver Lake había terminado tan repentina y misteriosamente como había comenzado. Cuatro mujeres asesinadas en tres meses en 2007. Wallert estaba convencido de que el asesino era un camionero de largas distancias, alguien que habría seguido con su fiesta de los asesinatos en otro estado, lo que convertía la situación en problema de otros. Cuando Jessica le había pasado las fotografías de las cuatro jóvenes asesinadas, Wallert las había observado, había bostezado y había comentado lo carnosos y sensuales que tenía los labios Bernice Beauvoir. «No se te ponen así los labios de comer caramelos», había dicho. La fotografía mostraba la cabeza de la joven en la zona boscosa en la que la habían encontrado. El asesino la había dejado sobre un tocón como si fuera un trofeo.

—Una casa como esa tiene que valer... —Vizchen rompió el silencio—. ¿Cuánto? ¿Cinco millones?

—Nadie regala una casa que le ha costado cinco millones a alguien por haber trabajado en un caso, por mucho interés que tuviera en él. —Wallert lanzó una mirada fulminante a Jessica por el espejo retrovisor—. Dime que le chupaste la polla, Jessica. Me sentiría mejor.

La detective se dio cuenta de que estaba apretando los dientes.

—Yo me comería una polla a cambio de cinco millones de dólares —musitó Vizchen.

—Vizchen, o cierras la boca o te meto la pistola en ella para que me digas a qué sabe —le soltó Jessica.

Aparcaron en Linscott Place. Casas oscuras y una calma perfecta. Aunque mantuvo el foco de emergencia apagado, Wallert lo dirigió hacia el número 4652, que es donde les habían informado de que habían visto al sujeto, y apagó el motor. Era evidente que quería acabar con aquello cuanto antes para volver sin demora a su «pobre de mí».

Jessica salió del coche, comprobó su arma, comunicó un 459 —un posible robo— y le dijo a la operadora que respondían a la llamada porque eran la unidad que más cerca estaba del escenario. Se fijó en el reflejo de la luz de la luna en las paredes estucadas de las casas que la rodeaban, una luz que bailaba en los rombos de las vallas metálicas que daban paso a jardines vacíos. Nada de perros ladrando. La mano de Wallert en su hombro fue como si le dieran un martillazo.

—Te vas a quedar la casa, ¿no? —Le dio la vuelta con bastante brusquedad—. ¿Así, sin más? ¿Te dan las llaves y ya está?

—Quítame de encima la puta mano, Wally. —Jessica le dio un empujón en el pecho—. Me han llamado una vez por este asunto. Una. Sé lo mismo que tú: que tengo que reunirme con el abogado encargado del testamento del tipo. Eso es lo único que sé. Todo esto podría no ser más que un error de mierda, ¿sabes? Me tratas como si hubiera aceptado la herencia y me hubiera mudado a Brentwood y, de momento, lo único que sé es que...

—Todas las casas de Brentwood tienen piscina —comentó Vizchen, que estaba apoyado en el coche con los brazos cruzados—. El sitio tiene piscina, ¿no?

—Si la vida fuera justa, compartirías la casa conmigo. —Wallert le dio un golpecito en el pecho—. Eso sería lo justo. Yo también resolví ese caso.

—¡Tú no lo resolviste! ¡Tú...!

—Yo no veo a nadie por aquí. —Wallert se dirigió a toda prisa hacia el coche e hizo un gesto como señalando el vecindario—. Es una falsa alarma. Larguémonos, que quiero tomarme un trago. —Se apoyó en el coche en vez de entrar, con sus enormes manos en el techo y su abultada tripa apretada contra la ventanilla. Miró a Vizchen—. Con que me diera un cuarto de lo que vale esa chabola, quedaría cubierto de por vida.

—De por vida —convino Vizchen, asintiendo y sonriendo a Jessica a oscuras como un gilipollas.

Jessica oyó el gemido.

Al principio pensó que se trataba de Wallert, que se había echado a llorar, y estaba a punto de cargar contra él por darle aquel día de bebida encubierta, quejas y condescendencia. Sin embargo, su instinto le dijo que aquel era un sonido que arrastraba el viento, algo lejano, que solo había oído a medias. El sonido rebota mucho en los barrios pobres. Son todos de cemento. Miró a la derecha, hacia la silueta de las montañas.

—¿No vive Harrison Ford por ahí? —se preguntó Vizchen en alto—. Arnie seguro que sí.

—Chicos, ¿habéis oído eso?

—Esta se llevaba divinamente con él, con el padre. Con el tal Beauvoir —masculló Wallert, dirigiéndose a Vizchen—. Es que, si los hubieras visto juntos... Ella pasaba horas en casa de él... «hablando del caso», de la hija muerta. Sí, claro. Ahora ya sabemos la verdad.

—Callaos de una puta vez. —Jessica encendió la linterna—. He oído algo. Por ahí. Tenemos que ir a inspeccionar. Debemos investigarlo.

—Investígalo tú —le dijo Vizchen mientras señalaba con el mentón hacia donde decía Jessica—, que eres la heroína.

La detective volvió a oír el ruido, más leve esa vez, apenas un susurro en la brisa. Vizchen le sonrió mientras Wallert cogía su taza del coche.

Jessica se dirigió hacia el este, siguiendo la curva que describía la calle, a la espera de que el sonido volviera. Entre las casas captó una rendija de luz dorada. Movimiento. En vez de continuar por la calle, se acercó por el lateral de una casa que estaba tranquila, pasó pegada a unas palmeras bajas y dio con la verja del jardín. La saltó, cruzó el verde césped a toda prisa por si acaso había perros y saltó también la valla. Ya se había olvidado de la casa de Brentwood y del enfado de Wallert. Ahora sentía el calor. El peligro. Como si hubiera electricidad en el ambiente. Sacó la radio camino del garaje de una enorme casa de ladrillo.

Un cadáver. Lo supo en cuanto su bota tocó el bulto en el camino de entrada, por la manera en que se movió el peso cuando lo golpeó. Aún estaba caliente. Recién muerto. Se agachó y lo tocó a la sombra de un enorme aloe vera que crecía junto a la valla frontal. La tripa. El pecho. La garganta cortada, húmeda. No tenía pulso. Mientras se acercaba la radio a la boca, a Jessica le martilleaba el corazón en el pecho.

—Wally, tengo un código dos. Repito: código dos en el número 4699 de Linscott Place.

Un sonido en el garaje, que se ubicaba delante de ella, por el camino de entrada. La puerta del garaje elevada por las guías alrededor de unos treinta centímetros. Del cegador interior salió un nuevo gemido. Un golpe sordo. Un gruñido.

—Wallert, ¿estás ahí? ¿Vizchen? —susurró por la radio.

Nada.

—¡Wallert! ¡Vizchen! ¡Responded! —Apretó el receptor con tal fuerza que el plástico se quejó en su mano. Estática—. Mierda. Mierda. Mierda.

Jessica sacó el arma y se dirigió hacia el garaje. Se detuvo en la esquina del edificio para dar un aviso por radio:

—Aquí la detective Jessica Sanchez, número de placa 260719. Tengo un 10-54 y un código tres en el 4699 de Linscott Place, en Baldwin Village. Repito, código tres.

Por un instante, imaginó a Wallert y a Vizchen riendo. Otro agente podría haberse preguntado dónde estaban, por qué no respondían, si se debería a que estaban en peligro, pero Jessica no lo hizo. Ese día no. Había oído alto y claro lo que acababa de decirle Vizchen y sabía que aquello tendría que soportarlo durante muchas semanas en la comisaría: «Eres la heroína». Nadie la iba a ayudar. Los había traicionado con lo de la herencia de Brentwood. Se había convertido en una traidora.

Se tumbó en el suelo y avanzó hasta pasar por debajo de la puerta del garaje, tras lo que se levantó y apuntó al hombre que se encontró allí. Era un joven corpulento a pesar de que estuviera encorvado, un gigantesco pedazo de carne echado hacia delante con esfuerzo. Al principio, la detective pensó que la anciana y el joven se estaban besando en el suelo. Todo muy íntimo. Con la boca en la garganta. Fue entonces cuando vio la sangre en las manos de él, en su rostro, en el cuello de ella. A Jessica le vinieron a la mente vampiros y zombis, seres fantásticos e irreales, y tuvo que apoyarse en una mesa de billar para no caerse al suelo. Su cerebro se rompió en pedazos por la fuerza con la que lo impactó el terror, y una mitad de su yo le gritaba, le chillaba, que huyera, mientras que la otra intentaba entender qué era lo que estaba viendo: una terrible agresión. Lo más probable era que el asaltante estuviera bajo la influencia de las drogas. Sales de baño, probablemente, que habían llegado a las calles con fuerza en las últimas semanas y estaban llevando a los jóvenes a cometer verdaderas locuras, como sacarse los ojos, matar animales o tirarse en bici por acantilados. Ante ella tenía a un joven que se estaba comiendo viva a una mujer.

—¡Déjala! —le gritó. Una parte de su cerebro le hizo ver que era como si estuviera hablándole a un perro. A un lobo. A un hombre lobo—. ¡Déjala y apártate de ella!

El joven levantó la cabeza. Tenía la cara ensangrentada. La anciana intentó zafarse de él, apartarse. Estaba demasiado débil. Casi muerta. Todas y cada una de las venas del joven destacaban como maromas azules por su cuerpo empapado de sudor. No veía a Jessica. Estaba inmerso en su fantasía.

—¡Apártate de ella ahora mismo o disparo!

El joven se llevó la anciana a los labios. Jessica disparó por encima de la cabeza de él y acertó a una diana para dardos que había en la pared, que cayó al suelo con estrépito. El joven se levantó y trastabilló, alejándose del ruido. Jessica disparó de nuevo y le alcanzó en el hombro izquierdo. La bala hizo que la camisa se le manchara de sangre y se le hundió profundamente en el músculo. El joven ni se inmutó. Fue a por ella. Cogió gran velocidad en solo tres pasos. Jessica le disparó de nuevo, dos veces seguidas en el pecho. Eso mataría a cualquiera. El joven siguió adelante. Con una de sus enormes manos cogió a la detective por la cara y la empujó contra la pared. Después, la atrajo hacia él con una fuerza inhumana. A Jessica se le cayó la pistola de las manos.

Pensó en Wallert mientras el joven le hincaba los dientes en el bíceps. Su compañero estaba por ahí, envuelto por la oscuridad, burlándose de ella.

Jessica agarró los hombros del joven, que parecían rocas, y le pegó un rodillazo en la entrepierna. Cayeron al suelo y rodaron juntos. Él la sujetaba con fuerza, ella estaba debajo y la hebilla del cinturón de él se le clavaba en la cadera. Otro mordisco, esta vez en el omoplato izquierdo, el sonido de la camisa al rasgarse. Jessica se levantó del suelo apenas unos centímetros y le metió un codazo en la cara. Se oyó el crujido de la nariz. El joven le mordió el hombro izquierdo mientras la sujetaba con fuerza contra el suelo. Intentaba arrancarle la carne, arrancarle un buen mordisco. Jessica miró a los ojos a la anciana, que yacía muerta a menos de un metro de donde estaban ellos, y volvió a pensar en por qué no llegaba nadie en su ayuda.

El muchacho intentó sentarse encima de ella y, por accidente, golpeó la pistola de la detective y la dejó a su alcance. Jessica cogió el arma y se retorció por debajo de él. Le puso el cañón en la frente mientras los dientes de él volvían a la carga a por ella.

Disparó.