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Índice

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KERR PHILIP. BERNIE GUNTHER

KERR PHILIP. SCOTT MANSON

NOTAS

Berlín, 1936

PRIMER HOMBRE: ¿Te has fijado en cómo los Violetas de

Marzo han logrado desbancar totalmente a los veteranos del partido como tú y yo?

SEGUNDO HOMBRE: Tienes razón. Si Hitler hubiera espe-

rado un poco a subirse al tren nazi, puede que hubiera llegado antes a ser FÜHRER.

Schwarze Korps, noviembre de 1935

1

Cosas más extrañas suceden en los oscuros sueños del Gran Comunicador...

Esta mañana, en la esquina de la Friedrichstrasse y la Jägerstrasse, vi a dos hombres de las SA descolgando una vitrina roja del Der Stürmer de la pared de un edificio. Der Stürmer es el periódico antisemita dirigido por Julius Streicher, el principal acosador de judíos del Reich. El impacto visual de esas vitrinas, con sus dibujos casi pornográficos de doncellas arias abrazadas voluptuosamente por unos monstruos de largas narices, tiende a atraer al lector de mente débil, proporcionándole una rápida excitación. Es algo que no afecta a las personas respetables. Sea como sea, los dos hombres de las SA colocaron la Stürmerkästen en la trasera de su camión, junto a otras. No hacían su trabajo con mucho cuidado, porque había por lo menos un par con el cristal roto.

Una hora más tarde vi a los mismos hombres retirando otra Stürmerkästen de una parada de tranvía, frente al ayuntamiento. Esta vez me acerqué y les pregunté qué hacían.

—Es por las Olimpiadas —dijo uno—. Nos han ordenado que las quitemos todas para no escandalizar a los visitantes extranjeros que vendrán a Berlín a ver los juegos.

Que yo sepa, tanta sensibilidad por parte de las autoridades es toda una novedad. Fui a casa en mi coche —un viejo Hanomag negro— y me cambié de ropa. Me puse mi último traje bueno, de franela de color gris claro, me costó ciento veinte marcos cuando me lo compré hace tres años, y es de una clase que resulta cada vez más rara en este país; lo mismo que la mantequilla, el café y el jabón, los tejidos de lana son, la mayoría de las veces, sucedáneos. El nuevo material es bastante práctico, solo que no es muy duradero y no abriga mucho contra el frío del invierno. O, si a eso vamos, del verano.

Comprobé qué apariencia tenía en el espejo del dormitorio y luego cogí mi mejor sombrero. Es de fieltro de color gris oscuro, con ala ancha y una cinta de trencilla alrededor. Bastante corriente, pero, como la Gestapo, yo llevo mi sombrero de forma diferente a los demás hombres, con el ala más baja por delante. Esto me sirve, claro está, para ocultar los ojos, con lo que resulta más difícil reconocerme. Es un estilo que se originó en la policía criminal de Berlín, la Kripo, y allí es donde lo adquirí yo.

Deslicé un paquete de Murattis en un bolsillo de la chaqueta y, sujetando cuidadosamente una pieza de porcelana de Rosenthal envuelta para regalo debajo del brazo, salí a la calle.

La boda iba a tener lugar en la Luther Kirche de la Dennewitz Platz, justo al sur de la estación de ferrocarril Potsdamer, y a un tiro de piedra de la casa de los padres de la novia. El padre, Herr Lehmann, era un maquinista de la estación Lehrter y conducía el D-Zug, el tren expreso a Hamburgo, ida y vuelta, cuatro veces a la semana. La novia, Dagmarr, era mi secretaria, y yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer sin ella. Además, no me apetecía mucho averiguarlo: a menudo yo había pensado en casarme con ella. Era bonita y sabía organizarme, y a mi extraña manera supongo que la quería. Pero, con treinta y ocho años, probablemente era demasiado viejo para ella y quizá también un tanto aburrido. No me va mucho eso de pasármelo en grande y Dagmarr era la clase de chica que merecía pasárselo bien.

Así que ahí estaba, casándose con aquel aviador. Y a juzgar por las apariencias era todo lo que una chica podría desear: joven y apuesto, y vestido con el uniforme gris azulado de la Lufthansa, prometía ser la personificación del joven y gallardo varón ario. Pero cuando lo vi en la recepción de la boda me sentí decepcionado. Al igual que la mayoría de los miembros del partido, Johannes Buerckel tenía el aspecto y el aire de un hombre que se tomaba a sí mismo muy en serio.

Nos presentó Dagmarr. Johannes, fiel a su imagen me saludó uniendo los tacones con un golpe seco e inclinó la cabeza con un gesto austero antes de estrecharme la mano.

—Enhorabuena —le dije—. Eres un hombre con suerte. Le habría pedido que se casara conmigo, pero no creo que yo tenga tan buen aspecto como tú de uniforme.

Observé detenidamente el uniforme: en el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba las insignias de deportista y piloto de las SA; por encima de esas dos condecoraciones estaba la omnipresente y temible insignia, la del partido, y en el brazo izquierdo llevaba el brazalete con la esvástica.

—Dagmarr me ha dicho que eres piloto de la Lufthansa, destacado temporalmente en el Ministerio de Aviación, pero no tenía ni idea de... ¿Qué me dijiste que era, Dagmarr?

—Aviador deportivo.

—Eso es. Aviador deportivo. Bien, no tenía ni idea de que llevaran uniforme.

Por supuesto, no hacía falta ser detective para darse cuenta de que «aviador deportivo» era otro de los floridos eufemismos del Reich, y de que este en concreto tenía que ver con la instrucción secreta de los pilotos de cazas.

—Tiene un aspecto espléndido, ¿no es verdad? —dijo Dagmarr.

—Y tú estás bellísima, cariño —respondió el novio rápidamente.

—Perdóname por preguntártelo, Johannes, pero ¿va a ser reconocida oficialmente la fuerza aérea alemana? —dije yo.

—Cuerpo aéreo —dijo Buerckel—, es un cuerpo aéreo. —Pero no añadió nada más—. Y usted, Herr Gunther, es un detective privado, ¿verdad? Debe de ser interesante.

—Investigador privado —le corregí—. Tiene sus buenos momentos.

—¿Qué investiga?

—Casi cualquier cosa, excepto divorcios. La gente actúa de una forma extraña cuando los engaña su marido o su mujer, o cuando son ellos los que engañan. Una vez me contrató una mujer para que le dijera a su marido que pensaba dejarle. Tenía miedo de que se la cargara. Así que se lo dije yo y, ¿sabes qué?, aquel hijo de puta trató de cargárseme a mí. Me pasé tres semanas en el Hospital St. Gertrauden con un collarín. Eso puso punto final a mis investigaciones matrimoniales. Ahora me dedico a todo, desde pesquisas para aseguradoras hasta vigilar regalos de boda o buscar a personas desaparecidas, es decir, a aquellas de las que la policía todavía no sabe nada, además de aquellas de las que sí sabe. Sí, esa es una parte de mi negocio que ha mejorado notablemente desde que los nacionalsocialistas tomaron el poder. —Sonreí todo lo afablemente que pude y moví las cejas sugerentemente—. Me parece que a todos nos ha ido bien con el nacionalsocialismo, ¿eh? Unas auténticas Violetas de Marzo...

—No hagas caso de Bernhard —dijo Dagmarr—. Tiene un extraño sentido del humor.

Yo habría querido añadir algo más, pero la orquesta empezó a tocar y, muy sensatamente, Dagmarr se llevó a Buerckel a la pista de baile, donde recibieron unos cálidos aplausos.

Aburrido con el sekt que ofrecían, fui al bar a buscar una bebida de verdad. Pedí una Bock y un Klares, un alcohol claro e incoloro, a base de patata, que me gusta. Me las bebí con bastante rapidez y pedí lo mismo otra vez.

—Esto de las bodas da sed —dijo el hombrecito que estaba a mi lado: era el padre de Dagmarr. Volvió la espalda al bar y miró orgullosamente a su hija—. Está preciosa, ¿verdad Herr Gunther?

—No sé qué voy a hacer sin ella —dije—. Quizá podría usted convencerla para que cambie de opinión y se quede conmigo. Estoy seguro de que deben de necesitar el dinero. Las parejas jóvenes siempre necesitan dinero cuando se casan.

Herr Lehman sacudió la cabeza.

—Me temo que Johannes y su nacionalsocialismo piensan que solo hay una clase de trabajo para el que las mujeres están capacitadas, y es el que tienen que hacer al cabo de nueve meses. —Encendió su pipa y dio unas chupadas filosóficamente—. De cualquier modo, supongo que van a solicitar uno de esos prestamos matrimoniales del Reich, y eso impedirá que ella trabaje, ¿no?

—Sí, supongo que tiene razón —dije, y apuré el Klares.

Por su cara vi que nunca había pensado que yo fuera un borracho, así que le dije:

—No deje que esto le engañe, Herr Lehman. Solo lo uso para hacer enjuagues. Lo que pasa es que soy demasiado perezoso para escupirlo.

Soltó una risita al oírme, me dio un par de palmadas en la espalda y pidió dos cervezas. Las bebimos y le pregunté adónde iba la pareja para su luna de miel.

—Al Rin —dijo—, a Wiesbaden. Frau Lehman y yo fuimos a Königstein en la nuestra. Es un sitio muy bonito. Pero él no hace mucho que ha vuelto, y luego se marcha a hacer un viaje de La Fuerza por la Alegría, por cortesía del Servicio Laboral del Reich.

—¡Oh! ¿Adónde?

—Al Mediterráneo.

—¿Usted se lo cree?

El viejo torció el gesto.

—No —dijo en tono grave—. No se lo he dicho a Dagmarr, pero calculo que se va a España...

—Y a la guerra.

—Y a la guerra, sí. Mussolini ha ayudado a Franco, así que Hitler no va a perderse la diversión, ¿verdad? No estará contento hasta que nos haya metido en otra maldita guerra.

Después de eso bebimos un poco más, y más tarde me encontré bailando con una bonita dependienta de los almacenes Grunfeld. Se llamaba Carola y la convencí para irnos juntos, así que fuimos a despedirnos de Dagmarr y Buerckel, y desearles buena suerte. Fue extraño, pensé, que Buerckel escogiera aquel momento para referirse a mi historial de guerra.

—Dagmarr me ha dicho que estuvo en el frente turco.

Me pregunté si no estaría un poco preocupado por tener que ir a España.

—Y que ganó la Cruz de Hierro —añadió.

—Solo la de segunda clase —dije encogiéndome de hombros. Así que era eso, pensé, el aviador estaba sediento de gloria.

—No importa —dijo—. Ganó una Cruz de Hierro. La del Führer también fue de segunda clase.

—Bueno, no puedo hablar por él, pero, por lo que recuerdo, bastaba que un soldado fuera honrado —honrado por comparación— y sirviera en el frente. La verdad, resultaba bastante fácil conseguir una de segunda clase. ¿Sabes?, la mayoría de las medallas de primera clase se las daban a los hombres que estaban en los cementerios. A mí me dieron mi Cruz de Hierro por no meterme en problemas. —Me fui entusiasmando con el tema—. ¿Quién sabe?, si todo va bien, puede que tú también consigas una. Luciría mucho en esa guerrera tan estupenda.

Los músculos de la enjuta cara de Buerckel se tensaron. Se inclinó hacia mí y le llegó el olor de mi aliento.

—Está bebido.

—dije. Poco seguro sobre mis pies, me di media vuelta—. Adiós, hombre.*

2

Era tarde, más de la una, cuando cogí el coche para volver a mi piso en la Trautenaustrasse, que está en Wilmersdorf, un barrio modesto, pero mucho mejor que Wedding, el distrito de Berlín en el que me crié. La calle va hacia el noroeste desde la Güntzelstrasse y más allá de la Nikolsburger Platz, donde hay una especie de fuente en medio de la plaza. Yo vivía, bastante cómodamente, en el otro extremo, el de la Prager Platz.

Avergonzado por haberme burlado de Buerckel delante de Dagmarr y por las libertades que me había tomado con Carola, la dependienta, en el Tiergarten, cerca del estanque de los peces, me quedé sentado dentro del coche fumando un cigarrillo pensativamente. Tenía que admitir que la boda de Dagmarr me había afectado más de lo que había esperado. Comprendí que no ganaba nada con amargarme pensando en ello. No creía que pudiera olvidarla, pero podía apostar sin miedo a perder a que encontraría un montón de maneras para dejar de pensar en ella.

Fue solo después de salir del coche cuando vi el gran Mercedes descapotable de color azul oscuro, aparcado a unos veinte metros, y a los dos hombres apoyados en él, esperando a alguien. Me preparé cuando uno de los dos tiró el cigarrillo y se dirigió rápidamente hacia mí. Cuando estuvo más cerca vi que iba demasiado bien vestido para ser de la Gestapo y que el otro llevaba uniforme de chófer, aunque con su musculatura de levantador de pesos de un teatro de variedades habría parecido mucho más cómodo dentro de unas mallas de piel de leopardo. Su presencia, que distaba mucho de ser discreta, le daba al hombre bien vestido y más joven una evidente confianza.

—¿Herr Gunther? ¿Es usted Herr Gunther?

Se detuvo delante de mí y yo le lancé mi mirada más dura, de esas que hacen parpadear a un oso. No me gusta la gente que me aborda frente a mi casa a la una de la madrugada.

—Soy su hermano. Él está fuera de la ciudad.

El hombre sonrió. No se lo había tragado.

—¿Herr Gunther, el investigador privado? A mi patrón le gustaría hablar con usted. —Señaló el Mercedes—. Está esperando en el coche. He hablado con la portera y me ha dicho que esperaba que volviera esta noche. Eso fue hace tres horas, así que, como puede ver, llevamos esperando bastante rato. De verdad, es muy urgente.

Levanté el brazo y miré mi reloj.

—Amigo, son las dos menos veinte de la madrugada, así que, cualquier cosa que venda, no me interesa. Estoy cansado y borracho, y quiero irme a la cama. Tengo un despacho en la Alexanderplatz, o sea, que hágame un favor y déjelo para mañana.

El hombre, un tipo agradable, con una cara de aspecto lozano y una flor en el ojal, me cerró el paso.

—No puede esperar hasta mañana —dijo con una sonrisa encantadora—. Por favor, hable con él, solo un minuto, se lo ruego.

—¿Que hable con quién? —murmuré mirando hacia el coche.

—Aquí tiene su tarjeta.

Me la dio y yo me quedé mirándola fijamente con un aire de estúpido, como si fuera un boleto de una tómbola. Él se inclinó y me la leyó, mirándola al revés.

—Doctor Fritz Schemm. Abogado alemán, de Schemm & Schellenberg, Unter den Linden, número 67. Es una buena dirección.

—No me cabe duda —dije—. Pero un abogado en medio de la calle y a estas horas de la noche y, además, de una firma tan prestigiosa... No pensará que creo en los cuentos de hadas.

Pero, de todas formas, lo seguí hasta el coche. El chófer me abrió la portezuela. Con un pie en el estribo, eché una ojeada al interior. Un hombre que olía a colonia se inclinó hacia delante, aunque sus rasgos quedaban ocultos en la oscuridad, y cuando habló, su voz era fría y poco hospitalaria, como alguien con estreñimiento.

—¿Es usted Gunther, el detective?

—Exacto —dije—, y usted debe de ser... —fingí leer su tarjeta— el doctor Fritz Schemm, abogado alemán.

Pronuncié «alemán» con un énfasis deliberadamente sarcástico. Siempre he odiado esa palabra en las tarjetas y en los letreros por lo que sugiere de respetabilidad social; y todavía más ahora cuando —por lo menos, en lo que se refiere a los abogados— es algo redundante, ya que a los judíos se les prohíbe la práctica de la abogacía. Yo no me describiría como «investigador privado alemán» más de lo que me llamaría «investigador privado luterano» o «investigador privado antisocial» o «investigador privado viudo», aunque sea, o haya sido en algún momento, todas esas cosas (por más que ahora no se me vea mucho por la iglesia). Es verdad que muchos de mis clientes son judíos. Trabajar para ellos es muy rentable (pagan a tocateja), y siempre se trata de lo mismo: personas desaparecidas. Los resultados son también casi siempre los mismos: un cuerpo arrojado al canal Landwehr por cortesía de la Gestapo o de las SA; un suicidio solitario en una barca en el Wansee, o un nombre en una lista policial de condenados enviados a un KZ, un campo de concentración. Así que aquel abogado, aquel abogado alemán, me cayó mal desde el principio.

—Mire, Herr Doktor —dije—, como le decía a su muchacho, estoy cansado y he bebido lo suficiente para olvidar que al director de mi banco le preocupa mi bienestar.

Schemm metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y yo ni siquiera me moví, lo que demuestra lo bebido que estaba. Por suerte, solo sacó su cartera.

—Me he informado sobre usted y me han dicho que ofrece un servicio solvente. Lo necesito durante un par de horas, por las cuales le pagaré doscientos Reichsmarks, lo que, en la práctica, equivale a la paga de una semana. —Se puso la cartera sobre la rodilla y sacó dos papeles azules, que dejó sobre una pernera de su pantalón, algo que no debió de resultarle fácil, teniendo en cuenta que solo tenía un brazo—. Y después Ulrich lo devolverá a casa en el coche.

Cogí los billetes.

—Diablos —dije—, total, solo me iba a la cama a dormir. Eso lo puedo hacer en cualquier momento. —Bajé la cabeza y me metí en el coche—. En marcha, Ulrich.

La portezuela se cerró de golpe y Ulrich se sentó en el asiento del conductor, con el de la cara lozana a su lado. Nos dirigimos hacia el oeste.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Todo a su tiempo, Herr Gunther —dijo—. Sírvase algo de beber o un cigarrillo. —Abrió un mueble bar que parecía rescatado del Titanic y sacó una pitillera—. Son americanos.

Dije que sí al cigarrillo y que no a la bebida. Cuando alguien está tan dispuesto a separarse de doscientos marcos como el doctor Schemm, vale la pena estar alerta.

—¿Sería tan amable de darme fuego, por favor? —dijo Schemm, llevándose un cigarrillo a los labios—. Las cerillas son lo único con lo que no puedo arreglármelas solo. Perdí el brazo con Ludendorff, en la toma de la fortaleza de Lieja. ¿Ha estado en el servicio activo?

La voz era remilgada, casi untuosa, baja y lenta, con un matiz de crueldad. El tipo de voz, pensé, que puede hacer que te incrimines a ti mismo fácilmente, y encima des las gracias. El tipo de voz que le habría sido útil a su dueño si hubiera trabajado para la Gestapo. Encendí los dos cigarrillos y me recosté en el enorme asiento del Mercedes.

—Sí, estuve en Turquía.

Joder, de repente había tanta gente interesada en mi historial bélico que me pregunté si no tendría que solicitar la insignia de antiguo combatiente. Miré por la ventanilla y vi que nos dirigíamos hacia el Grunewald, una zona boscosa que se extiende al oeste de la ciudad, cerca del río Havel.

—¿Con rango de oficial?

—Sargento.

Noté que sonreía.

—Yo era comandante —dijo, poniéndome claramente en mi sitio—. ¿Y se hizo policía después de la guerra?

—No, no enseguida. Fui funcionario durante un tiempo, pero no podía aguantar la rutina. No me incorporé a la policía hasta 1922.

—¿Y cuándo la dejó?

—Escuche, Herr Doktor, no recuerdo que me hiciera prestar juramento cuando subí al coche.

—Lo siento —dijo—, solo tenía curiosidad por saber si se fue por voluntad propia o...

—¿O me empujaron? Tiene mucha cara para preguntarme eso, Schemm.

—¿Usted cree? —dijo inocentemente.

—Pero responderé a su pregunta. Me fui. Me atrevo a decir que si hubiera esperado lo suficiente me hubieran echado como a todos los demás. No soy nacionalsocialista, pero tampoco soy un mierda de Kozi. Me gustan los bolcheviques tan poco como al partido, o por lo menos tan poco como creo que le gustan al partido. Pero eso no es del todo suficiente para la moderna Kripo o Sipo o como se llame ahora. En su manual si no estás con ellos, estás contra ellos.

—Así pues, usted, un Kriminalinspektor, abandonó la Kripo —hizo una pausa y luego añadió, con un tono de falsa sorpresa— para trabajar como detective del Hotel Adlon.

—Es usted muy listo —dije con sorna— haciéndome todas esas preguntas cuando ya sabe las respuestas.

—A mi cliente le gusta saber cómo es la gente que trabaja para él —dijo con un tono desabrido.

—Todavía no he aceptado el caso. Puede que lo rechace solo para ver qué cara pone.

—Quizá. Pero sería estúpido. En Berlín hay una docena de personas como usted... investigadores privados.

Dijo el nombre de mi profesión con algo más que desprecio.

—Entonces, ¿por qué me ha escogido a mí?

—Ya ha trabajado para mi cliente, de forma indirecta. Hace un par de años llevó a cabo una investigación para la Compañía de Seguros Germania, de la cual mi cliente es el mayor accionista. Cuando los de la Kripo seguían dando palos de ciego, usted recuperó con éxito unos bonos robados.

—Lo recuerdo —dije.

Y tenía buenas razones para recordarlo. Fue uno de mis primeros casos después de dejar el Adlon y establecerme como investigador privado.

—Tuve suerte —añadí.

—No hay que subestimar nunca a la suerte —dijo Schemm pomposamente.

«Seguro —pensé—, mira, si no, al Führer».

Para entonces estábamos al borde del bosque Grunewald, en Daglem, lugar donde vivían algunas de las personas más ricas e influyentes del país, por ejemplo, los Ribbentrop. Nos detuvimos ante una enorme verja de hierro forjado limitada por dos sólidos muros y el de la cara lozana tuvo que saltar del coche y abrirla después de forcejear con ella. Ulrich entró con el coche.

—Sigue adelante —le ordenó Schemm—. No esperes. Ya vamos con retraso.

Recorrimos como una avenida bordeada de árboles durante unos cinco minutos antes de llegar a un amplio patio de gravilla alrededor del cual se desplegaban, cubriendo tres de sus lados, un largo edificio central y las dos alas que comprendían la casa. Ulrich se detuvo al lado de una pequeña fuente y bajó para abrirnos. Salimos.

Alrededor del patio había una galería cubierta por un tejado soportado por gruesas vigas y columnas de madera, y por ella patrullaba un hombre con un par de dóbermans de aspecto fiero. No había mucha luz, excepto la procedente del farol de la puerta delantera, pero por lo que pude ver, la casa era blanca, con muros rugosos y un gran tejado abuhardillado, tan grande como un hotel de buen tamaño, del tipo que yo no podía permitirme. En algún lugar entre los árboles, detrás de la casa, un pavo real chillaba pidiendo ayuda.

Cuando estuve más cerca de la puerta, pude ver bien por primera vez al abogado. Supongo que era bastante apuesto. Dado que por lo menos tenía cincuenta años, creo que podría decirse que tenía un aspecto distinguido. Era más alto de lo que me había parecido cuando estaba sentado en el coche, e iba vestido con sumo cuidado, pero con una total indiferencia por la moda. Llevaba un cuello duro con el que podría cortarse una barra de pan, traje de raya diplomática de un tono gris claro, chaleco y cubrebotas de color crema. Su única mano iba enfundada en un guante de cabritilla gris y en la cabeza, cuadrada y con el pelo gris, cortado a cepillo, llevaba un sombrero gris grande, con los pliegues del ala bien marcados, como el foso de un castillo. Parecía una armadura antigua.

Me condujo hacia la gran puerta de caoba, que se abrió para mostrar a un mayordomo, con la cara pálida, quien se apartó para dejarnos entrar en el amplio vestíbulo. Era la clase de vestíbulo que te hace pensar que tienes suerte de haber cruzado la puerta. La escalinata, con un pasamanos blanco y brillante, y dividida en dos tramos paralelos, llevaba a los pisos superiores, y del techo colgaba una araña de cristal más grande que la campana de una iglesia y con más colgajos que los pendientes de una bailarina de striptease. Decidí subir mis honorarios.

El mayordomo, un árabe, se inclinó con solemnidad y me pidió el sombrero.

—Prefiero conservarlo, si no le importa —dije, acariciando el ala con el dedo—. Me ayudará a mantener las manos alejadas de la cubertería.

—Como desee, señor.

Schemm le dio su propio sombrero como si hubiera nacido en un palacio. Quizá fuera así, pero cuando se trata de abogados siempre doy por hecho que han llegado a tener su riqueza y posición gracias a la avaricia y por medios nefandos. Nunca he conocido a uno del que me pudiera fiar. El guante se lo quitó con una contorsión de los dedos y lo dejó caer dentro del sombrero. Luego se enderezó la corbata y le pidió al mayordomo que nos anunciara.

Esperamos en la biblioteca. No era grande si se comparaba con el Bismarck o el Hindenburg, y no cabrían más de seis coches entre el escritorio, del tamaño del Reichstag, y la puerta. Estaba decorada al estilo Lohengrin primitivo, con grandes vigas, chimenea de granito, en la cual crepitaba suavemente un tronco, y panoplias en las paredes. Había abundantes libros, del tipo de los que se compran a metros, muchos poetas, filósofos y juristas alemanes con los cuales estoy algo familiarizado, pero solo por los nombres de calles, cafés y bares.

Me fui de excursión por la sala.

—Si no he vuelto dentro de cinco minutos, envíen una expedición de rescate.

Schemm suspiró y se sentó en uno de los dos sofás de piel situados en ángulo recto cerca del fuego. Cogió una revista y fingió leer.

—¿No le dan claustrofobia estas pequeñas casas de campo?

Schemm suspiró, contrariado, como una vieja solterona al notar que el aliento del párroco huele a ginebra.

—Por favor, siéntese, Herr Gunther —dijo.

No le hice ningún caso. Acariciando los dos billetes de cien que llevaba en el bolsillo para mantenerme despierto, deambulé hasta el escritorio y eché una ojeada a la superficie de piel verde. Había un ejemplar del Berliner Tageblatt, muy leído, y un par de gafas de media luna, una pluma, un pesado cenicero de bronce con la colilla de un puro con marcas de dientes y, a su lado, la caja de Black Wisdom Havanas de la cual lo habían sacado; una pila de correspondencia y varias fotografías en marcos de plata. Miré hacia Schemm, que se estaba esforzando en vano con su revista y sus párpados, y luego cogí una de las fotografías. Era morena y bonita, llenita, como me gustan a mí, aunque era fácil ver que mi conversación de sobremesa le habría parecido totalmente resistible. Su vestido de graduación lo decía bien claro.

—Es guapa, ¿no cree? —dijo una voz que, procedente de la puerta de la biblioteca, hizo que Schemm se levantara del sofá. Era una voz cantarina, con un ligero acento berlinés. Me volví para mirar al propietario de la voz y me encontré frente a un hombre de escasa estatura. Tenía la cara rubicunda e hinchada, y mostraba un abatimiento tan grande que casi me impidió reconocerla. Mientras Schemm se inclinaba, murmuré algo elogioso sobre la chica de la foto.

—Herr Six —dijo Schemm con más obsequiosidad que la concubina de un sultán—, permítame que le presente a Herr Bernhard Gunther.

Se volvió hacia mí, y su voz cambió para ponerse a la altura de mi deprimida cuenta bancaria.

—Este es el Herr Doktor Hermann Six.

Era divertido, pensé, lo que pasaba en los círculos más elevados: todo el mundo era un condenado doctor. Le estreché la mano, y mi nuevo cliente la retuvo durante un tiempo incómodamente largo, mientras escudriñaba mi cara. Hay muchos clientes que lo hacen. Se consideran buenos jueces del carácter de un hombre y, después de todo, no van a revelar sus pequeños y embarazosos problemas a un hombre que tiene un aspecto sospechoso y poco honrado. O sea, que es una suerte que yo pueda mostrar el aspecto de alguien firme y fiable. En cualquier caso, volvamos a los ojos de mi cliente: eran azules, grandes y saltones, con un extraño brillo acuoso en ellos, como si acabara de salir de una nube de gas mostaza. Me impresionó un tanto darme cuenta de que el hombre había estado llorando.

Six me soltó la mano y cogió la fotografía que yo había estado mirando. La contempló durante unos segundos y luego suspiró profundamente.

—Era mi hija —dijo con el corazón en la garganta.

Dejó la fotografía boca abajo sobre el escritorio y se apartó el pelo gris, cortado estilo monje, de la frente.

—Era, porque está muerta.

—Lo siento —dije con voz grave.

—No tendría que sentirlo —respondió—. Porque si estuviera viva usted no estaría aquí con la perspectiva de ganar un montón de dinero.

Lo escuché: hablaba mi idioma.

—¿Sabe?, murió asesinada.

Se detuvo para conseguir un efecto dramático. Los clientes suelen hacerlo, pero este era bueno.

—Asesinada —repetí tontamente.

—Asesinada.

Se tiró de una oreja, grande como la de un elefante, antes de meterse las nudosas manos en los bolsillos de su informe traje azul marino. No pude por menos que observar que tenía los puños de la camisa sucios y deshilachados. Nunca había conocido a un millonario del acero antes (había oído hablar de Hermann Six; era uno de los principales fabricantes del Ruhr), pero este me chocó. Se balanceó sobre los talones y le miré los zapatos. Se puede decir mucho mirando los zapatos de un cliente. Es lo único que he aprendido de Sherlock Holmes. Los de Six estaban listos para ir a parar al Socorro Invernal, la Organización Benéfica del Pueblo Nacionalsocialista, donde se envía toda la ropa vieja. Pero, bien mirado, no es que los zapatos alemanes valgan mucho. La piel sintética es como el cartón; igual que la carne, y el café, y la mantequilla, y los tejidos. Pero volviendo a Herr Six, no me parecía tan abrumado por el dolor como para dormir con la ropa puesta. No, decidí, era uno de esos millonarios excéntricos que a veces aparecen en los periódicos: no gastan nada en nada, y así han llegado a ser ricos.

—La mataron de un disparo, a sangre fría —dijo con amargura.

Comprendí que la noche iba a ser larga. Saqué mi paquete de cigarrillos.

—¿Le importa que fume? —pregunté.

Pareció recuperarse al oírme.

—Le ruego que me excuse, Herr Gunther —dijo con un suspiro—. He olvidado mis modales. ¿Quiere tomar una copa o algo?

El «o algo» sonaba estupendo, quizá una cama con dosel, pero pedí un café.

—¿Fritz?

Schemm se removió en el sofá.

—Gracias, solo un vaso de agua —dijo humildemente.

Six hizo sonar la campanilla y luego seleccionó un grueso puro de la caja que había en el escritorio. Me indicó que tomara asiento, y me dejé caer en el otro sofá, frente a Schemm. Six cogió una astilla y la acercó a la llama. Luego encendió su cigarro y se sentó al lado del hombre de gris. Detrás de él se abrió la puerta de la biblioteca y entró un hombre de unos treinta y cinco años. Un par de gafas sin montura, que llevaba aplicadamente en el extremo de una nariz ancha, casi de negro, desmentían lo atlético de su cuerpo. Se quitó las gafas con un gesto brusco, me miró fijamente y con incomodidad y luego volvió los ojos a su patrón.

—¿Quiere que esté presente en esta reunión, Herr Six? —dijo. Tenía un vago acento de Frankfurt.

—No, no es necesario, Hjalmar —dijo Six—. Vete a la cama como un buen chico. ¿Podrías pedirle a Farraj que nos traiga un café y un vaso de agua, y lo de costumbre para mí?

—Enseguida, Herr Six.

Me miró de nuevo, y no pude decidir si el que yo estuviera allí lo molestaba o no, así que me apunté mentalmente que tenía que hablar con él cuando se presentara la ocasión.

—Solo una cosa más —dijo Six, volviéndose en el sofá—. Por favor, recuérdame que mañana, a primera hora, repase los detalles del funeral contigo. Quiero que te cuides de todo mientras yo no esté.

—Muy bien, Herr Six. —Y después de decir esto, nos deseó buenas noches y se fue.

—Veamos, Herr Gunther —dijo Six cuando la puerta se hubo cerrado. Hablaba sujetando el Black Wisdom en la comisura de los labios, de tal forma que parecía un voceador de feria y sonaba como un niño con un trozo de caramelo en la boca—. Tengo que disculparme por traerle aquí a esta hora tan intempestiva, pero soy un hombre muy ocupado. Y, lo que es más importante, tiene que comprender que también soy una persona muy reservada.

—Pese a todo, Herr Six —dije—, he oído hablar de usted.

—Es muy probable. En mi posición tengo que ser el promotor de muchas causas y el mecenas de muchas obras benéficas, ya sabe de qué estoy hablando. La riqueza tiene sus obligaciones.

«Y también sus cosas sucias», pensé. Anticipando lo que iba a venir, bostecé interiormente. Pero dije:

—No me cabe la menor duda. —Fingí tanta comprensión que le hice dudar un momento antes de continuar con las manidas frases que he oído tantas veces. «Es necesaria la discreción» y «No quiero involucrar a las autoridades en mis asuntos» y «Garantías de una absoluta discreción», etc., etc. Es lo que pasa con mi trabajo. Todo el mundo te dice cómo tienes que llevar su caso, casi como si no confiaran en ti, como si tuvieras que elevar tus principios a fin de trabajar para ellos.

—Si pudiera ganarme mejor la vida como investigador no tan privado, lo hubiera probado hace mucho tiempo —le dije—. Pero en mi trabajo, ser un bocazas es malo para el negocio. Se correría la voz y una o dos compañías aseguradoras y varios bufetes de abogados de reconocido prestigio, que se cuentan entre mis clientes habituales, se irían a otra parte. Mire, sé que ha comprobado mi reputación, así que vayamos al asunto, ¿no le parece?

Lo interesante de los ricos es que les gusta que les digan las cosas sin tapujos. Lo confunden con la sinceridad. Six cabeceó, con gesto de aprobación.

En ese momento, el mayordomo entró en la sala, deslizándose tan suavemente como un neumático sobre un suelo encerado, y oliendo ligeramente a sudor y a algo especioso. Sirvió el café, el agua y el coñac de su amo, con la mirada inexpresiva de alguien que se cambia los tapones de los oídos seis veces al día. Tomé un sorbo de café y pensé que podría haberle dicho a Six que mi abuela nonagenaria se había fugado con el Führer, y el mayordomo habría continuado sirviendo las bebidas sin que se le moviera ni un pelo. Juro que apenas me enteré cuando salió de la habitación.

—La fotografía que usted estaba mirando fue tomada hace muy pocos años, cuando mi hija se graduó. Después trabajó como maestra en la escuela primaria Arndt, en Berlín-Dahlem.

Saqué una pluma y me preparé para tomar notas en el reverso de la invitación de boda de Dagmarr.

—No —dijo él—. No tome notas, limítese a escuchar. Al final de esta reunión Herr Schemm le proporcionará una carpeta con toda la información.

»De hecho, era una maestra bastante buena, aunque, para ser sincero, tengo que decirle que yo habría preferido que hiciera otra cosa con su vida. Grete (sí, había olvidado decirle su nombre), Grete tenía una voz maravillosa y yo quería que se dedicara a cantar como profesional. Pero en 1930 se casó con un abogado joven destinado en el Tribunal Provincial de Berlín. Se llamaba Paul Pfarr.

—¿Se llamaba? —dije.

Mi interrupción hizo que volviera a suspirar profundamente.

—Sí. Tendría que haberlo mencionado. Me temo que él también ha muerto.

—Dos asesinatos, entonces —dije.

—Sí —respondió incómodo—. Dos asesinatos.

Sacó la cartera, y de ella una fotografía.

—La tomaron el día de la boda.

No se podía deducir mucho de la foto, salvo que, como en la mayoría de las recepciones de boda de la buena sociedad, se había celebrado en el Hotel Adlon. Reconocí la característica pagoda de la Fuente Susurrante, y los elefantes esculpidos del Jardín Goethe del Adlon. Disimulé un bostezo de verdad. No era una fotografía especialmente buena, y ya había tenido bastantes bodas en un día y medio. Se la devolví.

—Guapa pareja —dije, y encendí otro Muratti.

El puro negro de Six descansaba abandonado y sin humear en el redondo cenicero de bronce.

—Grete siguió enseñando hasta 1934, cuando, como muchas otras mujeres, perdió su empleo, una víctima más de la discriminación del gobierno contra las mujeres que trabajan, dentro de su campaña por crear empleo. Entretanto, Paul consiguió un trabajo en el Ministerio del Interior. Poco después murió mi primera esposa, Lisa, y Grete tuvo una fuerte depresión. Empezó a beber y a salir hasta altas horas de la noche. Pero hace solo unas pocas semanas parecía que había vuelto a ser ella misma. —Six miró su brandy, taciturno, y luego se lo bebió de un trago—. Sin embargo, hace tres noches, Paul y Grete murieron en un incendio en su casa de Lichterfelde-Ost. Pero antes de que la casa se incendiara les dispararon, varias veces a cada uno, y desvalijaron la caja fuerte.

—¿Alguna idea de qué había en la caja?

—Les dije a los de la Kripo que no tenía ni idea de lo que contenía.

Leyendo entre líneas dije:

—Lo cual no era del todo cierto, ¿verdad?

—No tengo ni idea de la mayoría del contenido de la caja. Pero había una cosa que sí sabía que estaba y de la que no los informé.

—¿Y por qué lo hizo, Herr Six?

—Porque prefiero que no lo sepan.

—¿Y yo?

—El artículo en cuestión le ofrece una oportunidad excelente de seguir la pista del asesino, yendo por delante de la policía.

—¿Y entonces qué debo hacer?

Esperaba que no estuviera pensando en alguna pequeña ejecución privada, porque no me apetecía tener que vérmelas con mi conciencia, especialmente cuando había un montón de dinero de por medio.

—Antes de entregar al asesino a manos de las autoridades, recuperará usted mi propiedad. No tienen que poner las manos en ella bajo ningún concepto.

—¿De qué estamos hablando exactamente?

Six juntó las manos pensativamente, luego las separó de nuevo y se rodeó con los brazos como si llevara un chal. Me miró inquisitivamente.

—Por supuesto, será confidencial —dije en tono grave.

—Joyas. Verá, Herr Gunther, mi hija murió sin hacer testamento, y sin testamento todo lo suyo pasa a ser propiedad de su marido. Y Paul sí que hizo testamento, dejándoselo todo al Reich. ¿Puede creerse tamaña estupidez, Herr Gunther? —dijo sacudiendo la cabeza—. Se lo dejó todo. Todo. Apenas se puede dar crédito a algo así.

—Se ve que era todo un patriota.

Six no percibió la ironía que había en mi comentario. Soltando un resoplido dijo:

—Mi querido Herr Gunther, era un nacionalsocialista. Esa gente cree que son los primeros que han amado alguna vez a su país. —Sonrió sin ganas—. Yo amo a mi país. Y no hay nadie que le dé más que yo. Pero, sencillamente, no puedo aguantar la idea de que el Reich se enriquezca aún más a mis expensas. ¿Me comprende?

—Me parece que sí.

—Y no es solo eso. Además, las joyas eran de la madre de Grete, así que, aparte de su valor intrínseco, que puedo asegurarle que es considerable, también tienen un valor sentimental.

—¿Cuánto valen?

Schemm volvió a la vida para ofrecer algunos datos y cifras.

—Me parece que en eso puedo ayudarle, Herr Six —dijo, rebuscando en una cartera que descansaba a sus pies y sacando una carpeta color marrón que dejó en la alfombra, entre los dos sofás—. Aquí tengo las últimas valoraciones de la compañía de seguros, así como algunas fotografías. —Seleccionó una hoja de papel y leyó la cifra final sin más expresión que si estuviera leyendo la cuota mensual del periódico—. Setecientos cincuenta mil Reichsmarks.

Solté un silbido involuntario. A Schemm se le crispó el rostro al oírlo y me pasó unas fotos. Yo había visto piedras más grandes, pero solo en las fotografías de las pirámides. Six lo relevó para ofrecerme una descripción de su historia.

—En 1925 el mercado de las joyas se vio inundado con gemas que vendían los exiliados rusos o que ponían a la venta los bolcheviques, que habían descubierto un tesoro escondido en las paredes del palacio del príncipe Yusupov, hermano de la sobrina del zar. Adquirí varias piezas en Suiza aquel mismo año: un broche, un brazalete y, la más valiosa de todas, un collar de diamantes, formado por veinte piedras. Lo hizo Cartier y pesa más de cien quilates. Ni que decir tiene que no será fácil vender una pieza así.

—No, por supuesto.

Puede que parezca cínico por mi parte, pero el valor sentimental de las joyas me parecía ahora bastante insignificante comparado con su valor monetario.

—Hábleme de la caja.

—Yo la pagué —dijo Six—, igual que pagué la casa. Paul no tenía mucho dinero. Cuando la madre de Grete murió, le di las joyas y, al mismo tiempo, hice que instalaran una caja fuerte para que pudiera guardarlas cuando no estuvieran en la cámara acorazada del banco.

—Así que las había llevado hacía poco.

—Sí. Nos acompañó, a mí y a mi esposa, a un baile solo unas noches antes de que la mataran.

—¿Qué tipo de caja era?

—Una Stockinger. Empotrada en la pared, con cerradura de combinación.

—¿Y quién conocía la combinación?

—Mi hija y Paul, claro. No tenían secretos entre ellos, y creo que él guardaba en la caja algunos papeles que tenían que ver con su trabajo.

—¿Nadie más?

—No. Ni siquiera yo.

—¿Sabe cómo abrieron la caja? ¿Utilizaron explosivos?

—Creo que no utilizaron ningún explosivo.

—Entonces, fue un dedos.

—¿Cómo dice?

—Un revientacajas profesional. Claro que tendría que ser alguien muy bueno para dar con la combinación.

Six se inclinó hacia mí.

—Quizá el ladrón obligó a Grete y a Paul a que la abrieran y luego los hizo tumbarse otra vez en la cama, donde les disparó. Y luego prendió fuego a la casa para no dejar rastro, para despistar a la policía.

—Sí, es posible —admití.