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LARRY BROWN nació en 1951 en Yocona, Mississippi, cerca de Oxford, en pleno condado de Yoknapatawpha, territorio de los indios chickasaw, bajo la sombra cansina e insorteable de William Faulkner. Antes de entrar a formar parte del cuerpo de bomberos, sirvió un par de años en los marines y se ganó la vida como pintor, limpiador de alfombras, leñador y carpintero. En 1990 decidió dedicarse por entero a la literatura. Para entonces ya había escrito alrededor de cien relatos, cinco novelas y una obra de teatro que, en su mayor parte, acabaron en el cubo de la basura. Su obra, galardonada con numerosos premios, es un fiel reflejo del Sur profundo. Un crisol de vidas solitarias caracterizadas por el alcoholismo, la pobreza y la desesperación. Falleció a causa de un ataque al corazón en noviembre de 2004. Bebía, pescaba y odiaba las ciudades. Nunca consiguió un bestseller. No obstante, Harry Crews lo tuvo claro desde el principio (nosotros también): «Escriba lo que escriba, lo leeré».

PADRE E HIJO

PADRE E HIJO

Larry Brown

Traducción de Javier Lucini

 

 

 

 

 

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Título original:

Father and Son

Algonquin Books of Chapel Hill, North Carolina, 1996
A division of Workman Publising, New York

Primera edición en Dirty Works:

Noviembre 2016

© Mary Annie Brown, 1996

Prólogo © Mark Richard 2016

© 2016 de la traducción: Javier Lucini

© 2016 de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Javier Lucini (con la inestimable supervisión
de Tomás González Cobos)

Diseño y maquetación: Rosa van Wyk y Nacho Reig

Ilustración: Iban Sainz Jaio

Correcciones: Marta Velasco Merino

 

ISBN: 978-84-19288-05-9
Producción del ePub: booqlab

Índice

Prólogo Mark Richard

Padre e hijo Larry Brown

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Antes de escribir este prólogo, aparte de releer la novela, volví a revisar algunas de las viejas cartas que me envió Larry. Larry fue un escritor de cartas bastante prolífico y tres de quienes tuvimos el honor de pronunciar el panegírico en su funeral (Clyde Edgerton, escritor sureño, colega y amigo; Richard Howorth, amigo y propietario de la librería Square Books que fue alcalde de Oxford en algún momento, y yo), mencionamos las cartas de Larry en nuestras últimas palabras.

En cierta ocasión, Larry se instaló con mi esposa y conmigo en el sur de California durante la gira promocional de uno de sus libros. Llegó a escribirme una carta estando en mi casa.

«Querido Mark,

»Bueno, hermano, son como las 2:10, estás durmiendo en tu cama con Jennifer y sé que estarás teniendo felices sueños. Pero me consta que también podrías estar soñando con el mundo de Larry Brown, en el que nunca sabes lo que va a suceder […]»

Tanto los críticos como los lectores suelen mencionar la «brutalidad» de la obra de Larry, pero yo siempre he gozado con su alegría y su mortífero humor. Por ejemplo, el libro que ahora sujetas en tus manos contiene una pieza de lo más desternillante, la línea argumental del mono. Parte de la tensión de su obra es, ciertamente, que uno nunca sabe lo que va a suceder, algo que será brutal, gracioso y sincero al mismo tiempo.

Cuando me mudé a Oxford, Mississippi, como escritor visitante en la universidad, llevaba todas mis posesiones en una pequeña caravana de alquiler acoplada a mi viejo Cadillac dorado, sobre todo cajas de libros. Tal y como dicta la tradición sureña, la gente del pueblo vino a ayudarme a descargar, a presentarse, a llevarme comida, a invitarme a cenar y a echarme un vistazo. Como yo también procedo del sur, me tenía muy bien aprendido lo de dejar abierta la puerta de atrás para que pudiesen entrar los visitantes sin previo aviso. Echar el cerrojo habría sido una grosería.

La segunda noche de mi estancia en Oxford, después de todo un día desembalando bajo el calor de agosto, me estaba dando una ducha cuando olí humo de cigarrillos. Me envolví en una toalla y me dirigí a la cocina. Allí había un hombre sentado, fumando, y sobre la mesa una botella sin estrenar de bourbon Wild Turkey. El hombre dijo: «¿Qué hay? Soy Larry Brown». Fui a ponerme algo de ropa y esa noche nos bebimos toda la botella en la cocina y nos hicimos amigos para toda la vida.

Las cartas de Larry revelan el amor por su mujer, Mary Annie, sus hijos Billy Ray y Shane, su hija LeAnne, sus amigos, especialmente Jonny Miles y su esposa Cat. Larry amaba su vida. Podía pasarse días y noches de «low-riding», que no es otra cosa que conducir por el condado en su camioneta bebiendo cerveza y, quizá, algún que otro chupito de aguardiente. Era un hombre que se fijaba en las cosas. Amaba la vida campestre, una vida bien vivida, y escribía sobre todo eso. El propio Larry no dejaba de mostrarse asombrado ante lo clarividente que podía llegar a ser a veces, su escritura presagiaba grandes y pequeños sucesos de su vida:

«Hostia puta, tío. Esta tarde Billy Ray ha matado un coyote negro en sus pastos. Lo estuvimos observando un rato con los prismáticos antes de matarlo. Hizo un disparo cojonudo con mi 30.30, yo diría que desde unos sesenta y cinco metros, y le acertó justo entre los ojos, aunque supongo que tendría la cabeza un poco alzada o algo así porque la bala solo le raspó una muesca, pero lo hizo caer y luego lo abatió con el segundo tiro. La putada es que era mitad perro, justo como en el ensayo aquel que escribí sobre cabras para Men’s Journal. El muy desagradable hijo de puta tenía unos dientes sarnosos, aterradores y horribles. Hasta tenía una mancha blanca en el pecho y en la punta de la cola, pero aparte de eso, y del color negro, era un coyote. No me gusta saber que pueda haber algo así corriendo por los alrededores, la carne tierna de los terneros. Pero ese cabrón en particular no volverá a comer. Ningún cabritillo.»

Las cartas de Larry están llenas de incidentes como este, junto a las inquietudes de un hombre que intenta ganarse la vida escribiendo para mantener a su esposa, sus hijos y su extensa familia. Le preocupaba la lesión en la espalda de su hijo, el concurso de belleza de su hija, el coche de su esposa, mientras trataba de recabar pagos atrasados de revistas, intentaba resolver ofertas de Hollywood, mantenerse sobrio… Todo subrayado por un ojo siempre atento al mundo de Larry Brown:

«Las vacas están bien, el heno escasea, todo está seco. Hace mucho que no llueve y veo mi estanque más bajo que nunca, sin contar las veces que me ha dado por vaciarlo.»

Como todos los escritores, Larry tenía sus demonios, pero casi siempre mostraba una felicidad juvenil. Era feliz cuando montaba en su tractor, o cuando se ponía a cocinar su estofado de pollo anual en aquel antiguo caldero del Viejo Sur tan descomunal que Larry tenía que revolver el guiso con el remo de una barca. Me contó que uno de sus momentos más felices fue cuando estuvo con Mary Annie en el estanque de Tula tratando de impedir que una serpiente se subiera a su canoa. Amaba a su gente y a sus criaturas, y le encantaba cuidar de ellas. Cuando llegó a un acuerdo para adaptar al cine Amor malo y feroz, lo primero que hizo fue asegurarse de que toda la familia estuviese motorizada:

«Y llegó el viejo Hollywood. Oh sí. Shane Brown ahora conduce un Indigo Z71 nuevo con asientos de cuero. Cuatro puertas. Tracción a las cuatro ruedas. Es como un barco. El resto para fondos de inversión. Soy un creyente.

»A M.A. le compré un Blazer del 98, lo que quería, liquidé su coche y se lo dimos a Billy Ray, y también terminé de pagar el coche de LeAnne. Así que, gracias a Arliss Howard y a Debra Winger, ahora todos tienen medio de transporte.»

El día del funeral de Larry ocurrió algo extraño. Fue uno de esos días lluviosos de noviembre en Mississippi, todo embarrado, recuerdo haber mirado por la ventana empañada de la parte de atrás de nuestro coche y ver kilómetros de faros amarillos zigzagueando por el borde llano del Delta. Fue muy duro para la madre de Larry estar junto a su tumba, intentó alcanzar con los brazos el ataúd al tiempo que decía: «Mi niño, mi niño» y la gente la ayudaba a permanecer en pie. Había un toldo sobre el cementerio de la propiedad familiar donde Larry tenía su pequeña cabaña para escribir con vistas al querido estanque donde él, su familia y sus amigos, solían pescar. Llovía, había algunos paraguas, pero muchos permanecimos al descubierto, aturdidos. Recuerdo estar en una pequeña elevación del terreno apartada del barrizal, junto a Mary Annie, Jonny Miles (novelista pero, sobre todo, uno de los mejores amigos de Larry) y Ron Shapiro, artesano y dueño de un restaurante en Oxford, también amigo íntimo de Larry. La misa había concluido y la gente estaba volviendo a sus coches cuando algo nos hizo mirar hacia arriba: un halcón volaba en círculos, daba vueltas lentas y apacibles sobre nuestras cabezas.

De repente, las nubes se abrieron y un rayo de sol resplandeció sobre la tumba y sobre los que estábamos cerca. Ayer telefoneé a Jonny y a Ron para verificar que, en efecto, sucedió así, que no se trata de un recuerdo idealizado del funeral, y ambos me hicieron partícipe, emocionados, de sus recuerdos. Jonny dijo: «Fue como una de esas fotografías que salen en las cubiertas de las Biblias», y Ronzo: «Fue como si el cielo se abriera para recibir a Larry». Ninguno podemos recordar exactamente qué fue lo que dijo Mary Annie, pero sí recordamos que fue, como era de esperar viniendo de ella, algo sobrio y seco aunque emotivo, porque Mary Annie es esa clase de mujer. Creemos que dijo algo semejante a: «Bueno, supongo que lo ha logrado».

Citando a Larry: «Nunca sabes lo que puede suceder en el mundo de Larry Brown...».

Para acabar, lo que sigue lo he extraído de una de las cartas de Larry que más estimo. Termina diciendo:

«Por último, solo puedo darte las gracias por ser mi hermano. Tú estás al tanto de algunas de las cosas que he vivido. Dentro de unos años, cuando ambos hayamos muerto, saldrán a buscarte a la carretera y te instalarán como uno de los grandes maestros del relato. Puede que incluso mencionen a Larry Brown. Me gustaría vernos dentro de otros cincuenta años de escritura, ambos con cerca de noventa y tantos años en alguna conferencia literaria, los dos preocupados por una sola cosa: dónde poder ir a tomarnos un whisky antes de la cena. Y todos los jóvenes académicos diciendo: “Sí, señor Richard, sí, señor Brown”. Iremos con nuestros bastones, nada que ver con cómo estamos ahora. Luego firmaremos algunos libros y nos daremos palmaditas en el hombro por última vez. Hablaremos del tiempo que pasamos juntos y de cómo eran las cosas en 1996.

»¿A que todo eso les encantaría?

»Pero, con un poco de suerte, yo me largaré antes que tú.

»No querría estar en un mundo en el que no existiese Mark Richard.

»Vuelve a Mississippi cuando quieras. Tenemos un sitio especial en nuestros corazones para colegas como tú.

»Larry

»24/1/96

»Tu casa.»

Te queremos, Larry, y te echo terriblemente de menos.

M.R.

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Era sábado cuando llegaron al pueblo en el viejo coche en el que fue a buscarle, bordeando las casas grandes con sus mantos de césped oscuro bajo los robles centenarios. Mediodía. Un viento cálido entraba por las ventanillas del coche y agitaba los papeles que había en el salpicadero mientras ascendían por la ancha avenida sombreada en dirección a la plaza. Hacía más fresco aquí, en las colinas, que aquella misma mañana en el Delta, aunque tampoco mucho más.

–Hemos tenido sequía –dijo Puppy–. El pozo de papá le ha vuelto a dejar en la estacada. Me temo que se ha secado.

Glen se rascó una picadura de garrapata que tenía detrás de la oreja y cruzó las piernas en el asiento.

–¿Y qué hace para conseguir agua?

–Yo le llevé un poco. Puede que la bomba se haya vuelto a estropear, no sé. Supongo que lo verás cuando llegues. Porque vas a ir, ¿verdad?

–No sé si podré hoy –dijo Glen–. No ha venido nadie a recibirnos.

–¿Qué te esperabas? ¿Un desfile? ¿Por qué no te pasas a verle?

–Ya iré.

–Sabes que no se encuentra muy bien.

–Tampoco es que yo esté para tirar cohetes –dijo Glen.

Puppy redujo la marcha al llegar al cruce, avanzó hasta situarse casi debajo del semáforo y se detuvo.

–¿Tienes hambre?

–Sí. Vayamos al Winter’s a por una hamburguesa.

Puppy le miró de reojo sin dejar de estar pendiente del semáforo.

–Pensaba que no querrías ir allí de buenas a primeras. Es la hora del almuerzo. Estará todo el mundo.

Glen paseó la mirada por la plaza y por los edificios de ladrillo que la rodeaban. En el centro destacaba el viejo palacio de justicia encalado donde le habían condenado. Los coches polvorientos estaban aparcados en ángulo contra el elevado bordillo y la gente circulaba por las aceras.

–Ni siquiera he desayunado.

El semáforo se puso en verde y el viejo vehículo destartalado retomó la marcha.

–Deberías habérmelo dicho. Podríamos haber parado en cualquier sitio.

–Tenía prisa.

–¿Miedo a que cambiasen de parecer?

–No me habría extrañado.

Puppy sacudió la cabeza, giró el volante a la derecha y avanzó lentamente hasta dar con un espacio libre. Dirigió el coche hacia el hueco. El parachoques raspó el hormigón y apagó el motor. Salieron y Puppy hizo un alto en el parquímetro, metió una moneda de cinco centavos y lo golpeó con la mano hasta que la aguja subió. Acto seguido, saltó a la acera alzándose los pantalones holgados y remetiéndose los faldones sudados de la camisa.

–Bueno, joder, vamos allá –dijo abriéndole a Glen la puerta de la cafetería.

La puerta mosquitera se sacudió a sus espaldas. Suelo de tablones alisados por años de suelas de cuero. Unos ventiladores lentos suspendidos del techo de madera descascarillada revolvían el aire caliente.

–¿Quieres sentarte en la barra? –preguntó Puppy–. ¿O prefieres mesa?

–Me da igual.

Glen estaba inspeccionando el local para ver si había algún conocido.

–¿Qué hay, Puppy? –dijo un hombre desde el fondo. Llevaba un mono de trabajo y unas gafas con una lente negra. Asintió a Glen con gravedad y Glen le devolvió el saludo con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, pero no dijo nada.

–¿Qué hay, Woodrow? –dijo Puppy.

–¿Quién es ese desconocido que te has traído?

–Sabes de sobra quién es –le respondió Puppy–. Oye, Glen, vayamos a la barra.

Se acomodaron en un par de taburetes redondos y acolchados. El linóleo de la barra estaba tan gastado que no se distinguían los adornos. Podían ver las hamburguesas chisporroteando sobre la plancha detrás de la caja registradora. El local olía a humo, cebollas y grasa.

–¿Dónde anda Jewel? –preguntó Glen.

–Ni idea. –Puppy miró a su alrededor–. Me imagino que estará en la parte de atrás. –Le dio un codazo a Glen en las costillas al tiempo que miraba por encima de su hombro–. ¿Qué te parecería hincarle el diente a eso de ahí?

Glen se volvió y vio a una joven leyendo una revista y fumando un cigarrillo en una de las mesas. Llevaba un vestido blanco y pulseras de plástico de muchos colores en las muñecas. Le pareció extrañamente familiar, como una niña que hubiese conocido tiempo atrás o con la que hubiese hablado un día.

–Ajá –dijo él.

Ella se mecía ligeramente en su asiento al ritmo de la canción que sonaba en su cabeza y sus labios iban formando en silencio las palabras que iba leyendo.

–¿Quién es?

–Erline Price.

–Ni de coña. Anda ya. ¿En serio?

–Ha crecido un poco, ¿eh?

Ella debió escuchar o sentir que estaban hablando de ella. Alzó la mirada y entrecerró los ojos tras sus gafas. Se tocó la montura para ver mejor e hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

–Hola, Randolph. Hola, Glen. No sabía que habías vuelto a casa.

–Sí –dijo Glen, sonriendo–. Acabo de llegar.

Ella asintió, sonrió y retomó la lectura de su revista. En el momento en que ambos se dieron la vuelta, ella volvió a posar los ojos en Glen.

Jewel se detuvo a mitad de camino al cruzar las puertas de la cocina con un envase de hamburguesas en la mano. Las dejó sobre la barra, se apartó el pelo de los ojos y se acercó hasta situarse delante de Glen. Parecía a punto de echarse a llorar.

–No lo hagas –dijo él.

Ella extendió la mano y la posó en su brazo. Él no lo apartó, siguió mirándola a los ojos. Jewel escrutó a la gente que los estaba observando.

–Tengo que darle la vuelta a esas hamburguesas –dijo ella–. Ahora mismo vuelvo.

Se dirigió a la plancha y se puso a voltear la carne. De vez en cuando se giraba para mirarle y hacía como que se limpiaba con el bajo del delantal algo que se le había metido en el ojo.

–Delante de todo el puto pueblo –dijo Puppy en voz baja.

Glen se volvió y le clavó la mirada.

–¿Crees que me importa una mierda lo que piense esa gente?

Puppy apoyó los codos en la barra y entrelazó los dedos. Cambió de postura en el taburete y se quedó un rato mirando uno de los ventiladores del techo.

–Que yo sepa, siempre te la ha traído bastante floja lo que piensen los demás.

–¿Qué queréis comer, Glen? –preguntó Jewel.

–Tráenos un par de hamburguesas a cada uno. Y unas Coca-Colas. Para llevar.

Ella volvió a situarse frente a ellos.

–¿Por qué no coméis aquí? Quiero hablar contigo. Tengo un montón de cosas que contarte. –Se estaba forzando a sonreír y a parecer contenta. No parecía saber qué hacer con las manos.

–Tenemos que ir al cementerio –dijo Puppy–. Glen aún no ha ido.

–Oh –dijo ella, mirándole, echando un rápido vistazo hacia la plancha donde el humo se volvía más denso–. Bueno, entonces me daré prisa en prepararos esas hamburguesas. Algunas están ya casi.

Se dio la vuelta y comenzó a disponer sobre una mesa panecillos que fue sacando de un envoltorio de celofán.

–¿Y a tu padre? ¿Ya has ido a verle?

–Acabamos de llegar. Hace un momento.

–Parece mentira, tres años. Han pasado volando. De veras que lo sentí cuando me enteré de lo de tu madre.

Glen no respondió. Sacó un cigarrillo y lo encendió, se quitó una brizna de tabaco de la lengua.

–Voy a por vuestras Coca-Colas –dijo ella.

Abrió la cámara y alcanzó un par de botellas pequeñas, quitó las chapas y las puso sobre la barra. Un anciano trajeado se acercó a ellos y se apoyó en el mostrador.

–¿Y mi comida?

A ella se le tensó el rostro de golpe, sus ojos se volvieron duros y brillantes.

–Lo hago lo más rápido que puedo, señor. Tendrá que esperar su turno, como los demás.

El anciano parpadeó y retrocedió. Dedicó a Glen y a Puppy una mirada hostil y se sentó, se reclinó en su asiento y se puso a murmurar entre dientes.

Jewel comenzó a llenar una bolsa blanca con las hamburguesas envueltas en papel encerado. Glen se levantó para sacarse el dinero del bolsillo, pero ella le dijo:

–Deja, no te preocupes. Siento estar ahora tan ocupada. Hablaremos luego, ¿vale?

Se le quedó mirando fijamente en espera de una respuesta.

–¿Vale?

Ella comenzó a girarse, pero él extendió la mano y le tocó el brazo. Una nubecilla de humo se elevaba desde la plancha y se extendía por el techo mientras la carne chisporroteaba ruidosamente y la grasa ardía. Algunos se incorporaron un poco para ver mejor. Él agarró la bolsa por arriba y dobló el extremo, sin mirarla. Pero al final sus ojos se encontraron.

–Nos veremos –dijo él.

–Eso espero. Casi ni me escribiste.

–Tengo que ocuparme de algunas cosas. Lo sabes. He de ver a ciertas personas.

–Olvídalo. No te busques problemas. Yo ya no puedo más con eso.

–Bueno –dijo él.

Ella se inclinó hacia él y le susurró:

–Las cosas han cambiado, Glen. Tenemos que hablar.

–Vamos, Glen –dijo Puppy. Ya estaba con la mano en la puerta.

Glen sacudió la bolsa de las hamburguesas a modo de despedida. Salieron. Ella volvió a la plancha y comenzó a raspar la carne chamuscada y a arrojarla con saña en el cubo de la basura. Lloró un poco pero nadie se atrevió a abrir la boca. Se limitaron a mirarla como espectadores de una película.

 

La carretera de grava serpenteaba hacia una colina cubierta de hierba, resplandeciente y abrasadora bajo el sol de la tarde. Se detuvieron a la sombra de unos robles y comieron con las puertas del coche abiertas y la radio encendida.

–Supongo que volverás con ella.

Puppy no le estaba mirando. Tenía la vista fija en el parabrisas, sostenía la hamburguesa con ambas manos muy cerca de sus rodillas. Glen hizo una bola con el papel encerado y se dispuso a lanzarla por la puerta, pero se lo pensó mejor y la dejó caer al suelo del coche. Se giró levemente para observar a su hermano.

–¿Qué te imaginabas?

–No lo sé. Pensé que lo mismo querrías ir a casa y quedarte con papá. Que intentarías no meterte en líos.

–Y una mierda, Randolph. –Se fijó en la ligera brisa que agitaba las hojas mostrando su pálido envés. Un pájaro cantaba a lo lejos–. Ni de coña. Tengo mi propia casa. Pero aunque no tuviera dónde caerme muerto, jamás me quedaría con él.

–Podrías probar y ver cómo va la cosa.

–Ya sé cómo va la cosa. Pero, joder, si tanto deseas que alguien se quede con él, ¿por qué no vas y te quedas tú?

Puppy sacudió la cabeza.

–Soy tu hermano, solo es eso. Lo único que pretendo es protegerte.

–No, lo único que pretendes es meterte donde no te llaman.

Puppy calló. Su mentón, sin rasurar, se movía lentamente al masticar. En el exterior, más allá del capó polvoriento, las lápidas daban la impresión de alejarse hacia los árboles, hacia la sombra profunda y fresca del bosque colindante.

–¿Dónde está? –preguntó Glen.

–Por allí, a la derecha. Al lado de… bueno, no muy lejos de tía Eva.

Permanecieron sentados contemplando las tumbas hasta que Glen hizo un pequeño gesto con las manos.

–¿Theron también?

Puppy le escrutó.

–Sí, Theron también –dijo midiendo las palabras–. Estaba convencido de que nunca lo preguntarías.

Glen salió y ya de pie en la grava echó una última mirada al interior del coche sin soltar la manilla de la puerta.

–Bueno, voy a ir tirando. A ver si la encuentro.

–Puede que yo vaya en un rato.

Glen dejó que la puerta se cerrase sola y emprendió el camino que seguía por delante del coche. Avanzó unos cincuenta metros por la grava antes de franquear un cerco de alambre de púas. Hundió el alambre bajo sus nalgas con una mano y apartó con la otra los zarzales, pisándolos, para poder pasar las piernas por encima, primero una y luego la otra. Un lagarto se escabulló de una roca ardiente y la artemisa, alta y seca, canturreó al verse agitada por una leve ráfaga de viento. Se detuvo y se quedó mirando las lápidas. Había muchas. ¿Por dónde empezar? El lugar transmitía una paz inquebrantable. Caminó despacio, avanzando entre las tumbas y deteniéndose de vez en cuando para leer alguna inscripción. Buscaba tierra fresca. Aunque seguro que ya no estaría tan fresca. No después de un año. Probablemente ya habría crecido la hierba. Cada vez que reparaba en un montículo de tierra recién removida, se acercaba, pero nunca era la suya. Bajo el resplandor del sol había comenzado a sudar y se preguntó en qué estado se hallaría la casa después de tres años. Tendría que limpiarlo todo, reparar lo averiado, volver a contratar la electricidad. Ver cómo andaba su coche, intentar ponerlo en marcha y luego encontrar la manera de ganar algo de pasta. Ir a ver a Jewel.

Se detuvo en mitad del cementerio y miró a su alrededor. Puppy había dicho que al lado de tía Eva, pero ni siquiera estaba seguro de dónde estaba tía Eva, hacía mucho que había muerto. Había pasado tanto tiempo desde el funeral de Eva que apenas lo recordaba. Niños con corbatas y mujeres llorando. Barro en los zapatos. En aquel entonces, él no era más que un crío. Una Davis o una Clark, sin duda estaría cerca de ellos. Se puso a leer los nombres de las lápidas y avanzó hacia la derecha hasta que, de pronto, se vio en medio de todos ellos. Los habían ido enterrando juntos desde hacía más de cien años. Padres, madres e hijos, los abuelos y los muertos de tres guerras. Dio con la tumba, pero no pudo dar crédito a sus ojos. No había lápida. Lo único que marcaba el sepulcro de su madre era una pequeña placa de metal con una tarjetita blanca y el nombre impreso de la funeraria. Se agachó y examinó la tarjeta, la tinta de las palabras mecanografiadas se había medio borrado. Ninguna flor, ni de plástico ni de ningún tipo. Ni siquiera un triste tallo marchito. Solo un pedazo de terreno desigual lleno de arcilla azul y roja. Supo casi con total certeza que la habrían enterrado en el ataúd más barato que encontraron.

Se arrodilló junto a la pequeña placa de metal y trató de leer las diminutas palabras y las cifras de la inscripción. Se dio la vuelta un momento para ver qué hacía su hermano. Distinguió los pies de Puppy sobresaliendo por la ventanilla del coche. Una música tenue flotaba en el aire estival. Se sintió próximo a todos aquellos muertos con sus losas y el carácter irrevocable de la tierra que los mantenía unidos. Allí había una lápida que jamás había ido a visitar. Al final, giró la cabeza y leyó:

THERON DAVIS
SE FUE PERO NO LO OLVIDAMOS

Solo entonces se puso a llorar, se balanceó sobre sus talones y se quedó mirando las pequeñas abejas de rayas pardas que revoloteaban a su lado por encima de los tréboles desperdigados. Al cabo de un rato, dejó de llorar, se secó la humedad de la cara con los dedos y permaneció sentado, endureciendo el rostro, transformándolo para que su hermano no se diese cuenta de que se había roto. Salió por la puerta principal y regresó sobre la grava hasta el coche.

Puppy estaba tumbado en el asiento con los ojos cerrados y los dedos entrelazados apaciblemente sobre el pecho. Glen le quitó de un manotazo los pies de la puerta y cuando Puppy abrió los ojos y comenzó a levantarse le dijo:

–Tendría que patearte el culo. A ti y a papá.

–No has cambiado, joder, sigues igual.

–¿Qué hiciste con su dinero? ¿Te lo gastaste?

Puppy se apoyó con una mano en el respaldo del asiento, se agarró con la otra al volante y se incorporó con esfuerzo.

–Yo ni olí el puto dinero. Papá se ocupó de todo.

–¿Por qué no tiene lápida?

Puppy le fulminó con la mirada y salió del coche.

–¿Por qué no vas y se lo preguntas a él? Conmigo no tienes que cabrearte. Yo no tuve nada que ver en eso.

Puppy pasó por delante de él y se encendió un cigarrillo. Glen pateó el camino de grava y volvió a fijar la mirada en la hierba.

–¿Cuánto calculas que costará una?

Puppy dio una calada profunda y expulsó una bocanada de humo. Hizo un gesto de indefensión.

–Yo qué sé. Me imagino que se podrá conseguir una por doscientos o así, siempre que no sea demasiado historiada. Si quieres podemos ir un día a Tupelo y mirar.

Glen se apoyó en el coche y posó las manos sobre el capó.

–Hubiese preferido no dar con ella. Sus hermanos y los demás están ahí, y a ella casi ni se la ve. Sí, quiero que vayamos un día de estos, pronto, a ver precios. ¿Crees que nos lo financiarían?

–Supongo que sí. Financiaron el funeral. Seguimos pagándolo.

Puppy se volvió hacia el coche y descansó los brazos sobre el techo, fumándose su cigarrillo y tamborileando suavemente sobre la pintura desvaída con la yema de los dedos, a la espera de las siguientes preguntas con una ligera expresión de irritación en el rostro.

–¿Y cuánto costó?

–Creo que en total fueron unos mil doscientos. Hoy en día hay que soltar un pastón para que te entierren.

–¿Y? ¿Has pagado algo?

Puppy evitaba su mirada. Se le veía claramente incómodo, pero comenzó a asentir con la cabeza.

–Pues claro. Algún plazo. Siempre que puedo. De vez en cuando.

–¿Cuánto?

–Joder, Glen, tengo tres niños que alimentar y un montón de facturas pendientes, como todo el mundo. No ando sobrado de pasta, mierda.

–¿Cuánto?

–¿Exactamente?, no lo sé.

–¿Cuánto más o menos?

–Bueno, calculo que alrededor de unos treinta pavos.

–Mierda –dijo Glen. Dio la vuelta por delante del coche y entró por su lado–. Llévame a casa. Tengo mucho que hacer.

Puppy se subió al coche y cerró la puerta.

–Bueno, pero no te mosquees conmigo. Tengo un montón de cosas sobre los hombros. Para mí tampoco ha sido fácil.

Arrancó el coche y dio media vuelta bajo los árboles retrocediendo en la grava. El tubo de escape raspó el terraplén.

–Joder –dijo–. Este cacharro está para el desguace. Ojalá tuviera pasta para comprarme uno nuevo. A veces me paso por allí para poner el tuyo en marcha.

–¿Cuándo lo arrancaste por última vez?

Puppy se disponía a responder cuando un coche blanco salió de la carretera y les bloqueó el paso. Tenía una estrella dorada de seis puntas estampada en la puerta. Puppy pisó el freno y la rueda delantera derecha se aferró a la grava haciendo que la parte frontal del vehículo virase y pudiese frenar a tiempo derrapando en las piedras. El polvo les envolvió y entró por las ventanillas.

–¿Será hijo de puta? –dijo Glen disponiéndose a abrir la puerta, pero Puppy lo retuvo del brazo. Intentó zafarse y salir, pero Puppy lo agarró con más fuerza.

–Espera un momento –dijo Puppy.

–Un momento, mis cojones. Le voy a decir cuatro cosas a ese cabrón.

–Joder. No hagas que te vuelvan a encerrar el primer día. Sabes que no te va a dejar pasar ni una.

–¿Y yo sí tengo que comerme sus mierdas?

–Espera a saber qué quiere.

–Sé muy bien lo que quiere. Tocarme los cojones.

–Sea lo que sea, no bajes. Quédate en el coche. ¿Me oyes?

Glen soltó la manilla de la puerta y se liberó bruscamente del agarrón de Puppy. Volvió a acomodarse en su asiento.

–No le tengo ningún miedo. Ya he cumplido mi condena.

El sheriff salió del coche con las gafas de sol puestas y dejó la puerta abierta. Pudieron distinguir la escopeta en su soporte detrás y por encima del asiento delantero. Cuando Puppy cerró el contacto oyeron el motor al ralentí del coche patrulla, el traqueteo irregular de la transmisión. Bobby Blanchard llevaba unos vaqueros y una camisa de cuadros azules. No iba armado. Se detuvo a no más de un metro del coche y les saludó con la cabeza.

–¿Qué hay, Randolph? Hola, Glen.

Glen no respondió, se quedó mirando las gafas oscuras de Bobby. Llevaba los pantalones empapados por debajo de las rodillas.

–No he venido a fastidiarte, Glen. –Cruzó los brazos a la altura del pecho y se puso a examinar el suelo, escarbando en la grava con su bota campera–. Nada de lo que pueda decirte te hará sentir mejor.

–En eso tienes toda la puta razón –dijo Glen.

Bobby miró hacia un lado y luego hacia el cielo antes de volver a fijar la mirada en él.

–Me dirigía a casa a cambiarme de ropa y vi el coche. Siento de veras lo de tu madre.

–Está disgustado porque aún no le hemos puesto una lápida –dijo Puppy.

–Te parecerá raro viniendo de mí, pero lamento que todo haya tenido que suceder así –dijo Bobby–. Muchas veces desearía tener una bola de cristal. Podría impedir un montón de tragedias antes de que se produjesen.

Se metió las manos en los bolsillos y no pareció estar muy convencido de lo que estaba diciendo.

–Me aseguraré de que no se meta en líos –dijo Puppy.

–¿Por qué no cierras la puta boca, Puppy? –le dijo Glen, y señaló a Bobby–. Lo único que quiere ese es que le besen el culo.

–Solo quiere hablar contigo.

–Yo ya he cumplido mi condena, te lo he dicho antes. No tengo que hablar con nadie. Pero si tú quieres, puedes pasarte aquí todo el día lamiéndole el culo, yo no.

El hombre que lo encerró se quitó las gafas de sol. Se golpeteó el muslo con ellas. Esa mañana no se había afeitado y se frotó malhumorado la barba que le ensombrecía el mentón.

–Te diré lo que voy a hacer, Glen. Hoy y no más. Aprovechando que estamos Puppy, tú y yo aquí, solos. Puedes soltarme toda tu mierda, así dejaremos las cosas claras.

–Me imaginaba que acabarías saliéndome con esas.

–Trato de hacer mi trabajo. Si alguien me llama a las dos de la madrugada, me levanto y voy. Si es sábado por la noche y están echando los combates por la tele, me levanto y voy. Me he pasado toda la noche en Spring Hill dragando un estanque en busca de un niño que se ahogó ayer por la tarde. Lo encontramos hace apenas una hora. Once años. Vengo de contárselo a su madre.

–¿Y qué cojones tiene que ver eso conmigo?

–Bueno, pues te lo voy a decir. Me pagan por hacer lo que hay que hacer. Hago todo lo que puedo para mantener a los borrachos apartados de la carretera y a los alborotadores a raya. Dicho esto, yo soy el primero en admitir que no lo has tenido fácil. Pero eso no justifica lo que hiciste.

–Te dije que se me echó encima.

–Estabas borracho.

–He pasado tres años de mi vida en ese puto agujero de mierda en el que tú me metiste.

–Y hay un montón de gente que piensa que no ha sido, ni mucho menos, suficiente. A Ed y a Judy Hall les hubiese encantado que te pudrieses allí dentro. Y si hubieses matado a mi hijo te aseguro que yo sentiría lo mismo. Pero no soy juez. Solo soy el sheriff. Ahora estás fuera. Muy bien. Lo único que tienes que hacer es no meterte en líos. Ya sé que nunca vamos a ser amigos. Nunca te he caído bien.

Glen estaba temblando y no confiaba en la determinación de su voz.

–Cojonudo, pues me vas a dejar que te diga un par de cosas –dijo–. No quiero ser tu amigo. Y no necesito que me des sermones. ¿Qué me dices a eso?

Bobby asintió y volvió a ponerse las gafas.

–Más o menos lo que me esperaba. Pero tenía que intentarlo. Te quedan dos años de libertad vigilada, ¿miento?

–Dieciocho meses.

–¿Quién es tu agente de la condicional?

–Ni puta idea. Todavía no me he pasado por su oficina.

–Lo más probable es que sea Dan Armstrong. ¿Cuándo se supone que tienes que ir a verle?

Glen hizo esperar a Bobby antes de responderle.

–El lunes por la mañana.

Bobby volvió a asentir como si estuviera sopesando la información mientras miraba el suelo. Enseguida volvió a alzar la mirada.

–Muy bien. Él te pondrá al tanto, así que no hace falta que yo te diga nada. Si le dejas, puede que tu hermano te haga entrar en razón. Mientras estés tranquilito, no sabrás de mí. No quiero que pienses que voy a estar todo el rato haciéndote la vida imposible. Ahora, si quieres, nos damos la mano como adultos y dejamos todo atrás.

Se acercó y le tendió la mano, una mano grande y fuerte llena de pecas al extremo de un poderoso antebrazo cubierto de fino vello negro. Se la ofreció y aguardó en silencio bajo el calor sofocante. Glen escupió por la ventanilla.

–Te diré lo que voy a hacer –le dijo–. Como aquí solo estamos los tres, tú, yo y Puppy, se me ocurre que te quites la placa cinco minutos para que pueda patearte el culo y arrastrarte por el suelo. Y luego ya vemos si sigues con esa idea de ser coleguitas. Ya vemos entonces si te sigue apeteciendo darme la mano.

Bobby retiró la mano lentamente y dijo:

–No podrías conmigo.

Se dio media vuelta, regresó al coche patrulla, entró, cerró la puerta y se largó.

–Ya te vale, eso ha sido muy inteligente –dijo Puppy–. El tío intenta hacerte un favor y vas tú y… ya te vale. –Puso el motor en marcha–. A veces no hay quien te entienda.

–¿Por qué no te limitas a llevarme a un sitio donde pueda tomarme una puta cerveza y te callas? –dijo Glen.

–Tú empieza a darle por culo, que ya verás como no tardas en volver a la sombra.

–Ese no va a volver a enchironarme. Antes tendrá que matarme.

–Lo hará si vuelves a las andadas. Y, además, no creo que te dejen entrar en un bar con la condicional. Pensé que querías ir a tu casa.

–Ya no.

Tan pronto como Puppy retomó la carretera, Glen dijo:

–Joder, podrías ir a una tienda y pillarme unas cuantas cervezas, ¿o no?

–Supongo que sí. ¿Tienes pasta?

–Joder, sí, algo tengo. ¿Tú no llevas nada encima?

Puppy negó compungido con la cabeza.

–No mucho.

–¿No te pagaron ayer?

–Sí. Y lo perdí casi todo en una partida de cartas. Y esta mañana tuve que echar gasolina. Al menos podrías devolverme eso…

Glen ya estaba rebuscando en su cartera.

–¿Cuánto?

–Hmmm. Creo que fueron unos diez pavos. Diez o doce.

Glen le dio quince. Avanzaron dando tumbos por la vieja carretera accidentada bajo el sol de la tarde, dejando atrás tramos boscosos y terrenos con filas perfectamente alineadas de coches arruinados. Vio cosas que le resultaron familiares, un árbol solitario en mitad de un campo, los restos podridos de un carro de madera que se hundían en la tierra. Lo estuvo observando todo hasta que llegaron a un lugar cerca de Abbeville, una tienducha de pueblo con neones de marcas de cerveza en las ventanas. Puppy aparcó y salió.

–¿Cuál quieres y cuántas?

–Pilla una caja y asegúrate de que estén bien frías. Toma.

Glen le dio algo más de dinero y le vio subir los escalones. A través de las ventanas pudo ver cómo se dirigía a la nevera grande del fondo. Los coches y los camiones pasaban por la carretera a su lado. Al cabo de un rato, Puppy salió con la caja de cerveza bajo el brazo, apoyada en la cadera. Glen se echó hacia atrás para abrirle la puerta trasera. Puppy dejó caer la caja en el asiento, sacó un pack de seis y volvió a ponerse frente al volante.

Glen miró la cerveza. La palpó con la mano. Heladas en el aire caliente, las pequeñas latas brillantes ya habían empezado a transpirar. Desprendió una, la perforó con el abrelatas que había en el salpicadero, se la llevó a los labios y se la bebió de un trago. Bajó el brazo y eructó.

–Buenísima –dijo. Y cogió otra.

–Coño, Glen, está prohibido beber dentro del recinto. Ahí mismo lo pone.

–Me la suda. Ahora llévame al Barlow’s.

–Allí no se te ha perdido nada. Estará borracho, y a este ritmo tú también lo estarás en menos que canta un gallo.

–Hablas como una vieja, Puppy. Tengo un asunto pendiente con él.

Puppy giró el volante y se asomó a la ventanilla para ver si venía alguien.

–Si te quedase algo de sensatez en ese cerebro te olvidarías también de eso. No tienes ninguna necesidad de ir allí. Vamos a ver a papá.

–Iré a ver a papá cuando esté preparado y cuando me salga de los cojones. Si no quieres llevarme tú, ya encontraré a alguien que lo haga.

Puppy le observó durante unos segundos, se resignó.

–Vale, te llevo. De todas maneras vas a ir. Pero, joder, no la tomes conmigo luego si te mete otra paliza.

–No ha nacido aún el hijoputa que me meta una paliza y se vaya de rositas.

–Claro, pero si no le hubieras rajado tú antes te aseguro que no te habría dejado para el arrastre. Si a mí me viene alguien y me hace lo que tú le hiciste a él, te garantizo que también yo lo reviento. Por suerte no te disparó. Yo ni lo habría dudado.

Puppy se detuvo frente a la señal de stop, luego pisó el acelerador. Estuvieron un rato sin hablar. Las pocas casas que había junto a la carretera dieron paso enseguida a campos arados o cultivados, vacas moteadas de cuernos desmesurados y graneros con techos de chapa marrón y paredes grises en descomposición. Glen abrió el ventilador para que el aire caliente le inflase la camisa y le agitase el cabello. Desenvolvió un paquete de Camel y tiró el envoltorio por la ventanilla.

Puppy le lanzó una breve mirada y volvió a fijar la vista en la carretera.

–¿Cómo fue tu primer día allí dentro?

Glen no se volvió.

–Te llaman al césped. Lo que ellos llaman el césped. No hay ningún césped, solo es tierra. Te llaman para que pelees y si no peleas te derriban contra el suelo y te dan por culo.

–¿Tú peleaste?

–Puedes estar seguro, joder.

–¿Todos los días?

–Hasta que me dejaron en paz.

–¿Y cuánto tiempo tuvo que pasar para eso?

–Alrededor de una semana.

–¿No vas a ofrecerme una de esas cervezas?

Glen se inclinó, cogió una y se la dio. Puppy sostuvo el volante entre las rodillas, alcanzó el abridor e hizo dos agujeros en la lata. La espuma comenzó a chorrear y la sorbió. Condujo con una sola mano, la cerveza entre sus piernas, mirando de vez en cuando por la ventanilla.

–Puede que ni esté despierto –dijo–. A estas horas.

–¿Sigue teniendo el mono ese?

–La última vez que estuve, sí. Menudo hijo de puta está hecho. ¿Has visto alguna vez cómo se pone cuando se le acerca una tía con la regla?

–Se vuelve loco, ¿no? –dijo Glen.

–Joder. Peor que eso. Una noche, allí mismo, le saltó encima a una vieja, tenía la polla salida. Mordió a mogollón de peña.

Glen se acabó su cerveza y arrojó la lata por la ventanilla. Se agachó a por otra justo en el momento en que cruzaban la frontera del condado.

–Más le vale que no se le ocurra morderme.

Doscientos metros más adelante, Puppy dejó de pisarle y redujo la marcha. Miró por el retrovisor, bajó a segunda y se introdujo por un camino de tierra lleno de baches indicado por un cartel erosionado que colgaba de un poste con una flecha roja torcida que señalaba hacia: BARLOW’S, CERVEZA FRÍA, BILLARES Y SALA DE BAILE.

El sitio no era visible desde la carretera. Quedaba oculto por la espesura de un bosquecillo de pinos de incienso. Las agujas secas cubrían el tejado con un manto marrón. En el porche delantero había una máquina de Coca-Cola, varias sillas y dos sabuesos enormes con las costillas marcadas y la lengua colgante. Los perros se incorporaron con el pelo erizado y gruñeron un poco antes de abandonar el porche. No había vehículos en el patio. Puppy aparcó contra uno de los troncos pelados. Apagó el motor. Los sabuesos se fundieron en la maleza circundante y desaparecieron. Glen dejó su cerveza en el suelo y abrió la puerta.

–Cuidado con los perros –dijo Puppy.

–Los perros no me preocupan.

Salió, cerró la puerta y permaneció inmóvil un momento, luego atravesó el patio plagado de chapas de botellas y colillas pisoteadas y subió al porche. Probó suerte con la puerta. El pomo giró silenciosamente en su mano. Se volvió para mirar a Puppy, que se estaba llevando una cerveza a los labios, y entró.

El local estaba apenas iluminado por la luz del sol que entraba por las ventanas mugrientas. Todas las sillas estaban patas arriba sobre las mesas y habían fregado el suelo. Reinaba una sensación de amenaza, como si todas las botellas rotas sobre cabezas y todos los disparos incrustados en cuerpos humanos se hubiesen condensado en una presencia espesa y pesada de incomodidad y espera.

Se acercó sigilosamente a la barra y se detuvo a escuchar. Ningún ruido. Hasta los ventiladores del techo estaban inmóviles. Las botellas alineadas detrás de la barra desprendían un tenue destello, etiquetas familiares. Pensó en servirse una copa.

El mono brincó a la barra a unos tres metros de él y se sentó en silencio, mostrándole los dientes. Medía más de medio metro. Pelo oscuro y cola larga. Grandes colmillos amarillentos a causa del jugo del tabaco. Hizo una mueca y le bufó.

–Maldito hijo de perra –dijo Glen.

Se le echó encima de un salto y le mordió la mano. El miedo le agarrotó la garganta como el día que estuvo a punto de saltar del granero. El mono le arañaba, sus deditos negros y correosos se aferraban a su ropa con una fuerza horriblemente sorprendente. Consiguió agarrarlo del cuello con la otra mano y la bestia comenzó a emitir un sonido espantoso, un llanto parecido al de un niño. Le enroscó la cola en el brazo y se lo comprimió con fuerza. Logró liberar la mano de sus fauces y la sangre se le escurrió entre los dedos. El animal tenía los dientes empapados de sangre. Lo estrelló contra la madera oscura de la barra, el cuerpo peludo se meneaba y se retorcía al extremo de su brazo, mostrando los dientes en una sonrisa diabólica, sin dejar en ningún momento de chillar y de emitir aquel llanto aterrador. Volvió a estamparlo contra la barra y sintió que se le quebraban los huesos, que iba perdiendo fuelle. El mono sacudió la cabeza y se le cagó encima. Le entró una arcada, lo tiró al suelo y retrocedió tambaleándose y mirándose la mano. Laceraciones profundas, dedos desgarrados, venas y músculo. El mono quedó tumbado de lado en el suelo hasta que, en un ataque repentino de rabia, Glen le dio una violenta patada. El animal fue a aterrizar pesadamente contra la barra y volvió a caer al suelo. Se quedó ahí aturdido, parpadeante. Él lo observó. Tenía una pata doblada bajo el cuerpo. El mono se pasó un puño por la cara, rodó exhausto sobre su vientre, apoyó sus pequeños nudillos en los tablones del suelo y trató de alejarse de él a rastras.

–Muérdeme ahora, hijo de puta –jadeó Glen.

Volvió a propinarle una patada y esta vez el mono cayó de espaldas con la manos negras temblorosas. Glen lo miró a los ojos y lo que vio fue estupor y revelación.

Había una botella de cerveza vacía sobre la barra. Glen la cogió, se agachó sobre el mono y le reventó el cráneo. La criatura comenzó a sufrir convulsiones y a estremecerse igual que un pez aporreado. Al momento se relajó y se quedó congelado. Glen dejó caer la botella al suelo y se incorporó. La sangre que le goteaba del dedo medio se le había filtrado bajo la uña. El bar volvía a estar en calma. Las mismas sillas silenciosas. Vio que su reflejo atormentado le devolvía la mirada desde el espejo que había al otro lado de la barra, las botellas alineadas como viejos amigos. Pasó y se apoderó de una botella de whisky.

Se volvió, cruzó el local, abrió la puerta y miró a su hermano sentado frente al volante. Parpadeó al toparse con la luz del sol y su sangre goteó sobre el porche.

Bajó los escalones. Puppy se dispuso a salir del coche en cuanto vio la sangre, pero Glen le hizo un gesto para que se quedase dentro. Rodeó el capó y se subió por el otro lado.

–¿Qué cojones?

–Ese mono. Larguémonos de aquí. Rápido.

–¿Qué? ¿Te atacó?

–Sí. Vámonos.

Puppy puso el motor en marcha, aunque le costaba apartar los ojos de la mano mutilada. Estaba entretejida de rastros de sangre que ya había comenzado a secarse. Siguió mirándole la mano al dar marcha atrás. Frenó y giró en la grava.

–Joder, tío, vas a tener que ir al médico a que te vea eso. Vete a saber qué clase de porquería tendrá esa cosa en los dientes.

Glen recogió su cerveza del suelo y se puso a beber. Cuando llegaron a la carretera, Puppy paró y miró apresuradamente a ambos lados.

–¿Te ha visto alguien?

–No había nadie.

–¿Lo mataste?

–Joder que si lo maté.

Puppy salió a la carretera y cambió de marcha hasta alcanzar enseguida los cien kilómetros por hora.

–Bueno, al menos nadie te ha visto.

Avanzaron en silencio durante un rato. Cruzaron el dique y vieron a gente pescando en el río, más allá del puente, con sus barcas y sus cañas largas y relucientes.

–Si sabía que estaba a punto de salir, sabrá que he sido yo –dijo Glen–. ¿Se lo contaste a alguien?

–A unos cuantos. No sabía que fuese un secreto.

Glen alzó su cerveza y bebió. Puppy miró por el retrovisor.

–Entonces llévame a casa y ayúdame a arrancar el coche. No te pediré más.

–¿No vas a ir a ver a papá?

–Que le den por culo.

–Vamos, joder, Glen.

–Ya me has oído. Que le den por culo.

–Escucha, Glen. No está bien, tienes que ir a verle. Te ha echado de menos.

–Lo único que ese echa de menos es la botella de whisky cuando no tiene una en la mano.

Puppy dio con un cigarrillo en su bolsillo, lo encendió, abrió la otra cerveza que tenía en el asiento, le dio un buen trago y se secó la boca con el dorso de la mano sin dejar de mirar por el retrovisor.

–Coño, te ayudaré a arrancar el coche. Y te llevaré otra batería por si acaso. Seguro que arranca en cuanto metamos un poco de gasolina en el carburador. Pero primero vamos a ver a papá, aunque solo sea un momento.

–Ni siquiera le puso una lápida.

–Estuvo mirando algunas. Sé que estuvo mirando.

Un largo coche negro apareció frente a ellos. El conductor le pisaba a fondo camino del río. El sol se reflejó en el parachoques cromado y les sobrepasó a toda velocidad. El viejo vehículo de Puppy se vio sacudido por la ráfaga de viento que levantó al pasar y desapareció tras ellos en un abrir y cerrar de ojos.

–¿Era él? –preguntó Glen.

–Sí. Volviendo a casa.

–Vendrá a por mí. Lo sabes, ¿verdad?

–No, ¿qué voy a saber yo?

–Pues yo sí que lo sé.

Eso fue todo lo que dijo al respecto. Pararon en el pueblo para comprar alcohol y vendas. Glen se sentó en el coche con la puerta abierta y los pies en la calle, vertió el alcohol sobre las heridas y cerró los ojos a causa del escozor. Las empapó bien, se lo vendó todo con una gasa y mientras estaba ahí sentado dándole vueltas a lo sucedido decidió que, ya que se había puesto, lo mejor sería llegar hasta el final.

 

Virgil estaba sentado en el porche cuando llegaron. Tenía un cachorro de coonhound redbone de patas largas y grandes pezuñas tendido a sus pies. El sabueso alzó la cabeza soñolienta y se levantó mirando a su alrededor para ver quién llegaba. Meneó la cola apaciblemente al quitarse de en medio, con la cabeza vuelta para mirar de soslayo con aire de disculpa o por simple cautela. Desapareció por uno de los laterales de la casa.