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BONNIE JO CAMPBELL (1962) creció en una pequeña granja de Michigan con su madre y sus cuatro hermanos y puede que sea una de las únicas beneficiarias de una beca Guggenheim que sabe cómo se castra un cerdo. Cuando se marchó a Chicago a estudiar filosofía, su madre alquiló su habitación. Después se recorrió EE.UU. y Canadá haciendo autoestop. Un día vio en una farola de Phoenix un cartel del célebre circo Ringling Bros. and Barnum & Bailey y se unió a la caravana vendiendo granizados. Los demás vendedores eran tipos rudos, desdentados, tatuados y llenos de cicatrices. La gente prefería el puesto de Bonnie Jo porque parecía la vecina inocente de la puerta de al lado. Se sacó mucha pasta. Más tarde ascendió los Alpes en bicicleta y organizó viajes de aventura por Rusia, los países bálticos y Europa del Este. En 1992, tras obtener un máster en matemáticas, comenzó a escribir sobre la vida en las pequeñas localidades rurales de Michigan. Es autora de dos novelas y tres colecciones de relatos y ha sido nominada al National Book Award en dos ocasiones. Actualmente reside con su marido y otros animales en las afueras de Kalamazoo. Estudia Kobudō, «el camino antiguo del guerrero», el arte marcial ancestral de Okinawa, y le gusta pasar el rato con sus dos burros: Jack y Don Quijote. En su refugio subterráneo ideal para el fin del mundo habrá arroz, frijoles, frutos secos, hortalizas deshidratadas, agua, una buena reserva de guantes y calcetines (porque es de pies fríos), material para escribir y todo Dickens. Su bar favorito es el Tap Room, donde suele haber peleas. Le gusta estar donde está la vida. La gente de ese bar son los personajes que pueblan sus relatos, su tribu. Aunque conviene señalar que ya no bebe ni se pelea tanto como antes, porque necesita estar despejada por las mañanas para poder escribir.

DESGUACE AMERICANO

DESGUACE AMERICANO

Bonnie Jo Campbell

Traducción Tomás Cobos

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Título original:

American Salvage

W.W. Norton & Company, Inc., 2009

Primera edición: Mayo 2018

Segunda edición: Noviembre 2020

© Wayne State University Press, 2009

© 2018 de la traducción: Tomás González Cobos

© de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Tomás González Cobos (con la amable ayuda

de Ione Harris, Javier Lucini, Alaska GH y Tracy Rucinski)

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Marta Velasco Merino

ISBN: 978-84-19288-11-0

Producción del ePub: booqlab

 

 

A mi queridísimo Christopher

Índice

La intrusa

El guardés

Mundo de gas

El inventor, 1972

Las soluciones al problema de Brian

La quemadura

Reunión familiar

Vida invernal

Belle vuelve a casa

En caída

El Desguace Americano de King Cole

Aviso de tormenta

Carburante para el milenio

Olor a verraco

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La madre gira la llave en la vieja cerradura, empuja con el hombro la pesada puerta de roble y se queda paralizada en el umbral. El padre la rodea, entra en la cocina de la casa de campo familiar –cuyas paredes pintó de amarillo canario el verano pasado con su hija– y deja caer una de las dos bolsas de comida en el suelo de linóleo. En la boca de la hija de trece años reluce un aparato dental.

–Hostia –dice la niña, apretando la bolsa de gimnasia contra el pecho.

Los fuegos de la cocina están negros, requemados, los azulejos de encima están chamuscados y el lateral adyacente del frigorífico está tiznado. Hay sábanas colgadas en las ventanas, una de las cuales está rota y le han arrancado los cristales. En el ambiente perdura un olor a amoniaco y el cubo de basura está repleto de paquetes vacíos de pseudoefedrina, filtros de café y papel de aluminio arrugado.

Una rubia de pelo rizado se marcha, desapercibida, por la puerta trasera, desciende las escaleras y se dirige al río. Hace unos días fue uno de los cuatro intrusos que estuvieron cocinando metanfetamina en la casa, pero cuando el domingo pasado se largaron los tres hombres, con la idea de descansar en sus casas antes de volver al trabajo el lunes, la chica se quedó escondida en un armario empotrado de la habitación de la hija. Los tres hombres no se habían dado cuenta de que esa chica flaca de cara destrozada solo tenía dieciséis años, ni de que se había guardado suficiente meta durante la preparación para seguir metiéndose durante más de una semana.

La familia descubre que por toda la casa hay objetos que han cambiado de sitio. En la encimera de la cocina hay una instalación con frascos de condimentos –salsa de rábano picante en equilibrio sobre la mostaza, que se alza sobre la mahonesa, flanqueada a su vez por dos botes de kétchup– en el centro de un círculo de velitas de cumpleaños dispuestas en fila india. Los cajones están vacíos y su contenido desplegado en altares sobre mesas, cómodas y rincones. En el lavabo del baño hay medicamentos, cremas y botes de pastillas alineados simétricamente. Sobre una toalla de invitados verdiblanca que recubre la cisterna, hay tubitos de protector labial arremolinados en torno a un frasco viejo de Pepto-Bismol. En el centro de la cama de matrimonio hay un belén consistente en una pareja de figuritas de madera y un nido de ramitas que contiene unos huevos azul pálido de zorzal robín (recogidos y vaciados por una bisabuela). Hay doce pinzas de la ropa dispuestas en paralelo a los pies de la cama, como niños que se posicionan para una foto de grupo durante una fiesta.

Figurillas y retratos que hacía tiempo se habían vuelto invisibles para la familia –en sus viejas yuxtaposiciones de la estantería del pasillo– han reaparecido de golpe: las rocas pintadas con rasgos de trol se mezclan con miniaturas de cerdos, cabras y dinosaurios de bronce. Ahora estas criaturas contemplan una foto enmarcada de la hija con su trofeo de gimnasia. (La hija se cambió de gimnasia a natación hace un año, cuando pegó un estirón de diez centímetros, justo después de que le sacaran esta foto.)

La intrusa sacó brillo a todos los objetos y a las fotos enmarcadas con unos paños que depositó después en el cesto para la ropa sucia del pasillo. Encima del cesto hay una docena de preciosas cajitas de pañuelos grises, azules y amarillos, todas abiertas y con varios pañuelos extraídos.

La intrusa simuló que estaba de visita en la casa de campo de su propia familia, que los pómulos de las fotografías eran los pómulos que ella había heredado y que pertenecía a este lugar de manera tan natural como sus muebles y sus adornos. Aunque ha pasado la semana sola, la intrusa ha reconfigurado el salón, de manera que los sillones de cuero viejo y las butacas de mimbre están ahora enfrentadas, en una conversación circular, en lugar de mirar a la televisión. La intrusa pasó la aspiradora por el salón y después cambió la bolsa y la volvió a pasar, aspirando todas las telarañas e incluso la ceniza de la chimenea.

En un principio parece que faltan unos cuantos objetos de la habitación de la hija, pero al cabo de un rato la hija los encuentra, están en su armario empotrado, donde la intrusa durmió cinco noches en un nido acondicionado con todas las almohadas de la casa. Se acurrucó allí con dos ponis y un unicornio de peluche, un pijama rosa de franela con la inscripción «La Princesa de Papá» y el cuaderno secreto de color morado con espiral, idéntico al que la hija tiene en la ciudad. La intrusa leyó y releyó el cuaderno, en el que la hija ha descrito con detalle sus frustraciones, ya sea por una carrera de natación que le salió mal o por chicos; ha escrito también que se siente inmersa en un dolor que la abruma, un dolor que la conecta con chicas con las que nunca cruza una palabra, a las que solo conoce de vista, chicas duras de las que tiene miedo, con los ojos maquillados y esa forma de taladrarla con la mirada si las observa demasiado.

La hija ha vivido más de trece años sin tener que pasar ni una noche con la cómoda colocada contra la puerta de la habitación para impedir que entren los amigos de su madre. Nunca nadie le ha quemado la cara con un cigarrillo y ella nunca se ha quemado los brazos con cigarrillos para recordarse lo mucho que duele. La hija nadadora nunca ha intentado inyectarse con una aguja rota, nunca ha estado recluida en un reformatorio ni en el baño mugriento de un apartamento abandonado en un sótano, nunca ha pasado una noche entera temblando de manera incontrolable en el asiento trasero de un coche. La hija nunca ha roto una ventana para colarse en la casa de otra gente, nunca ha deseado algo hasta el punto de hacer cualquier cosa con tres hombres, desconocidos, para conseguirlo.

La intrusa ha recorrido la orilla a gachas y ahora llega a una barca que pertenece a un vecino. Desata la cuerda, se sube y aleja la barca de la orilla de un empujón antes de reparar en que no tiene remos. La corriente atrapa la barca y durante las próximas horas va flotando río abajo. A veces, el viento se apodera de la barca y la hace girar.

Es la hija adolescente, la nadadora, la estudiante de matrícula, quien descubre que su colchón desaparecido está en el porche que da al río y grita «¡Mami!», un término que no utiliza desde hace años. La intrusa había sacado el colchón al porche en cuanto se fueron los hombres. La hija observa la sábana, desgarrada, revuelta por un lado, la funda del colchón manchada de semen reseco, más semen del que su madre haya visto nunca. La madre agarra a la hija de la mano, intenta apartarla, pero la hija ve que la tela también está embadurnada de sangre seca y oscura.

–No mires –dice la madre, pero la hija sigue mirando.

La hija inhala ese olor a crimen, sabe que ya ha experimentado esa presencia espectral y ha sentido su escalofrío: en los pasillos de su colegio, en el supermercado, en las miradas de los hombres y las mujeres en la playa del lago Michigan, donde va a nadar con sus amigos.

Esa noche, después de que la barca de la intrusa encalle cerca de una tienda de vinos y licores en una ciudad desconocida, la hija se acuesta en la habitación pequeña que hay junto a la cocina, que el padre llama en broma «la habitación de la chacha». En la pesadilla que no cesa de despertarla, la chica entra en la habitación de una desconocida –su propia habitación, en realidad– y encuentra allí su propio cuerpo, expectante.

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Estaba de pie en el barro, apoyado en su pala de punta redondeada, cuando vio la enorme serpiente naranja enroscada sobre las rocas, junto al camino de entrada, tan gruesa como el brazo de su hijastro. Jerry salió a rastras de la zanja que lo cubría hasta la cintura –había estado cavando alrededor del pozo seco– y se desplazó junto al lateral de la casa, caminando hacia las rocas sobre las puntas y los talones de sus botas rebozadas de barro, con pasos sigilosos sobre la hierba descuidada. La serpiente era naranja con trazos rojos y dorados, pero de cerca su piel también emitía destellos verdes y azules –del azul de los ojos de su mujer, curiosamente– y los anillos resplandecientes de la serpiente le recordaron el pelo cobrizo de su mujer.

Jerry ya había visto por allí culebras rayadas, corredoras constrictor y ratoneras. Conservaba una decena de mudas de piel de serpiente, como papel fino, que había encontrado y clavado en la pared del cobertizo número cinco, al que hace poco le había salido una gotera, por lo que tendrían que vaciarlo y quemarlo. Sin embargo, esta serpiente no se parecía a ningún animal que hubiera visto antes. Brillaba tanto como las asclepias naranjas que se habían erguido como llamas en la linde de la finca varias semanas antes. Tenía una cabeza lisa del tamaño de una patata ovalada de la variedad Yukon Gold, y por la forma de la cara se diría que estaba sonriendo a la luz del sol. Cuando Jerry se acercó lo suficiente, estiró lentamente la mano hacia el anillo exterior, para tocarla.

Al oír el chillido, la serpiente se desenroscó y se alejó sobre las rocas, mientras Jerry, al incorporarse, chocaba con la pala, que golpeó la pared de la casa, dejando un tablón mellado. Su mujer, Natalie, se había quedado inmóvil a escasa distancia, en el escalón de cemento, boquiabierta, con los ojos ligeramente salidos de las órbitas. Las llaves que llevaba en la mano tintinearon al caer al suelo.

La serpiente avanzó por la hierba crecida hacia el jardín de flores que había plantado la mujer del viejo Holroyd. Fue Holroyd quien le dijo a Jerry que, seguramente, el pozo seco no era más que un contenedor oxidado con rocas. Estaba enterrado en el exterior de la cocina improvisada de la vieja caseta donde vivía Jerry, que antiguamente alojaba las oficinas de una empresa constructora. Como siempre, Holroyd tenía razón. Quizá era el mismo Holroyd quien lo había enterrado allí veinte años antes.

–¡Jerry! –gritó su mujer–. ¡Haz algo!

Jerry vio cómo desaparecía la parte central de la serpiente, primero bajo las flores de flox, después entre las malvarrosas. Era al menos tan larga como Jerry de alto.

–¡Mátala! –gritó su mujer–. ¡Por favor, Jerry!

Entonces se asomaron a la ventana su hijastro y su hijastra, con cara de asustados, aunque seguramente se debía más a los gritos de su madre que a una serpiente que ni habían visto. Jerry agarró su pala. En vista de que la mujer con la que se había casado hacía un año y medio daba crecientes muestras de descontento con él, Jerry trataba de hacer todo lo que le pidiera. Si le hubiera pedido que lavara los platos en ese mismo instante, se habría limpiado las manos en los pantalones y habría entrado a calentar agua con jabón, pozo seco o no. Persiguió a la serpiente hasta las malvarrosas y, una vez allí, levantó la pala lo suficiente para rebanarle el cuerpo de un tajo. No sabía a ciencia cierta cómo era el interior del cuerpo de una serpiente, pero podía imaginarse a un hombre o un niño cortados por la mitad, con los órganos y los intestinos desparramados. Jerry dudó, perdió de vista a la serpiente en algún escondrijo del terreno, y entonces vio cómo destacaban el naranja y el dorado entre los arbustos floridos. Levantó de nuevo la pala. Podía notar, a su espalda, la mirada atenta de su hijastro de ocho años.

–¡Por amor de Dios, Jerry! –gritó su mujer, como si por todo el terreno a su alrededor se retorcieran decenas de serpientes.

No podía reprochárselo; lo que su mujer sentía era tan natural como el gozo de la serpiente al tomar el sol en las rocas, tan natural como que la serpiente se largara pitando ante el estruendo de los gritos. Jerry levantó la pala y clavó el filo en el suelo, a medio metro de la serpiente, que seguía alejándose, sin intuir siquiera que había estado a punto de morir. Jerry contempló el haz multicolor de la serpiente al pasar sobre una traviesa ferroviaria en el extremo del jardín, en dirección a la hierba alta y frondosa.

–¿La has atrapado? –gritó su mujer, con un puño en alto.

–Natalie, mi amor, escucha…

–Jerry, por favor, por lo menos la podías haber aplastado con la bota.

Dejó la pala de pie y, al regresar junto a ella con las manos vacías, observó que los ojos de su mujer pasaban primero del terror a la desesperación y después a la decepción.

–Mi amor –dijo él–. Era demasiado grande para aplastarla.

–¿Por qué no puedes hacer nada por mí?

–A lo mejor es porque tiene algo especial, cariño. Nunca he visto una serpiente igual.

Quería explicar más, pero, en vista del pavor que sentía su mujer, no le pareció lo más acertado hablar sobre la belleza de la serpiente.

–Oh, Jerry –dijo su mujer, dándole la espalda y hablando hacia el campo de heno–. Lo siento por no poder amar todas las cosas igual que tú. Nunca voy a amar a una serpiente. Ni a un murciélago –dijo con una risita–. Si te digo la verdad, ni siquiera aguanto al viejo Holroyd, que te cae tan bien.

Llevaba el elástico del sujetador muy ceñido contra la carne bajo una camiseta fina y ajustada, tanto que Jerry se preguntó si no le dolería, aunque le gustaba ver los músculos de su mujer flexionados y luego relajados. Le gustaba la forma en que se rizaban en su coleta las serpientes de su pelo, separándose como si trataran de liberarse. En otra ocasión habría salido en defensa de Holroyd.

–Quizá nos haga falta irnos de vacaciones, tú y yo –dijo Jerry al hombro de su mujer. Con el pelo recogido, el cuello de Natalie parecía muy largo, precioso.

–No nos sobra el dinero para vacaciones.

–Tampoco nos sobraba en primavera y llevamos a los niños a Cedar Point.

Aun así, Jerry sabía que Natalie tenía razón. Este año la escuela, donde Jerry se encargaba de tareas de mantenimiento, le había reducido la jornada a tiempo parcial; el recorte en el salario había sido brutal, pero llevaba trabajando diez años en el colegio, desde que acabó allí mismo sus estudios, y todavía no se había decidido a buscar otro trabajo.

–¿Las serpientes viven en esos cobertizos? –preguntó Natalie, mientras se alejaba más de él y señalaba la primera fila de viejas construcciones de madera a noventa metros en dirección norte–. ¿Quizá entre esos montones de chatarra?

–No creo –dijo Jerry–. Creo que las serpientes viven en la tierra.

–Nunca he vivido en un sitio con serpientes, Jerry –dijo ella–. La idea de que se meta una serpiente en la casa me pone de los nervios. Igual que el murciélago que se metió en nuestra habitación.

–Lo sé, lo siento. Voy a tapar los agujeros entre los tablones. Le pregunté a la vieja si pagaría un nuevo revestimiento de vinilo y todavía no ha dicho que no.

Su mujer entró y dejó que la puerta mosquitera se cerrara sola. Aquel sonido metálico le recordó a Jerry que tenía que atornillar mejor el marco de la puerta. Lo había instalado el año anterior, pero aún no se había puesto manos a la obra para acabar el trabajo. La anciana propietaria del lugar a menudo estaba dispuesta a pagar mejoras en la casa, siempre que Jerry se encargara de ejecutarlas. Parecía que la vieja tenía más fe en sus capacidades que él mismo. En la época en que Jerry vivió solo allí, no había sentido ninguna necesidad de preocuparse por esas mejoras. Ahora estaba descubriendo que cada proyecto le llevaba más tiempo del previsto y siempre deseaba haber empezado antes. Volvió a cavar en la zanja.

Cuatro días después, mientras la mujer de Jerry estaba en el lago Campbell con los niños, Holroyd le hizo una visita. Como siempre, llevó su vehículo hasta la parte alta de la finca, más allá de los pinos blancos, en busca del rastro de ciervos –a medida que se acercaba la temporada de caza lo hacía con más frecuencia–, y después regresó, aparcó, bajó la compuerta trasera de su camioneta Ford y se sentó en ella. Jerry había cortado el agua en el baño de arriba y durante dos horas se había quedado mirando las tuberías y los sanitarios sin saber cómo proceder. Nunca había hecho arreglos serios de fontanería y le daba reparo hacer un agujero en la pared. Cuando vio a Holroyd, se rindió y bajó para sentarse al otro lado de la neverita que Holroyd había puesto en el borde de la compuerta. Holroyd le pasó una cerveza; el brazo estirado del hombre temblaba como si tuviera espasmos.

–¿Qué tal vas con las tarjetas de crédito?

–Procuro no pagar nada más con ellas –dijo Jerry.

–Buen chico. Ahora trata de devolver lo que has pagado con ellas. Te llevan a la ruina, las malditas tarjetas.

Jerry no quería ponerse a pensar ahora en tarjetas de crédito, justo cuando estaba planeando un fin de semana de vacaciones con su mujer. De modo que optó por echar la mirada a lo lejos, más allá del terreno cubierto de maleza, langostas y arces, salpicado por cobertizos, moles oxidadas de grúas en desuso, montones de vigas de acero deterioradas y bloques de hormigón. Más allá de los pinos canadienses, donde no alcanzaba la vista, estaba el campo abierto de las colinas repletas de musgo, aves terrestres, ciervos e, incluso, pavos salvajes. Jerry no sacaba el tema de la caza cuando hablaba con el sobrino de la dueña de la finca. Sabía que si la vieja le dejaba la casa gratis era por el seguro; Holroyd le había explicado que si no había nadie para vigilar el lugar, no le hacían un seguro.

–El otro día vi una serpiente de casi dos metros –dijo Jerry–, por lo menos. Roja, naranja y dorada. Nunca he visto nada igual.

Holroyd asintió y respiró con dificultad antes de dar otra calada. Jerry había dejado de fumar antes de casarse, aunque había tenido una breve recaída un mes antes de la boda por la muerte de su viejo perro Blue.

–Quizá era la mascota de alguien, que se ha escapado –dijo Jerry.

–Pensaba que ya no había más –dijo Holroyd mientras exhalaba.

–¿A qué te refieres?

–Ya conoces a Red Hammermill. Bueno, pues cuando él se largó y entré yo, me habló de un tipo de serpientes, me las dibujó y me dijo que tuviera cuidado con ellas. Aunque claro, no te puedes creer ni la mitad de lo que cuenta Red.

–Estaba enroscada en esas rocas –dijo Jerry–. Le dio un susto de muerte a mi pobre mujer.

Holroyd resopló. Jerry sabía que su mujer no era muy del agrado de Holroyd. Bueno, ninguna mujer era de su agrado, la suya incluida. Con todo, Holroyd había sido novio de la madre de Jerry una temporada y había tratado a Jerry mejor que ninguno de los otros hombres que habían salido con su madre.

Holroyd había sido guardés de la finca durante dieciocho años, hasta que se casó con su segunda esposa. Su nueva mujer duró unos seis meses en el sitio antes de largarse. Holroyd aún no tenía claro por qué accedió a irse con ella. Fue hace cinco años. Ahora, cuando Jerry preguntaba: «¿Qué tal el parque de caravanas?», Holroyd respondía: «Pues perros ladrando, mucho niño y comida asquerosa» o algo parecido. Otras veces se quejaba de que «por todos lados te rodea la basura de los demás y te enteras de todas sus mierdas».

Jerry no se atrevía a decirlo, pero Holroyd ya no parecía capaz de hacer el trabajo de guardés, que consistía en algo más que cortar la hierba, podar arbustos y fumigar la hiedra venenosa; a veces Jerry tenía que llenar remolques con piezas de metal para venderlas como chatarra o con hormigón roto para reciclar. El mes pasado Jerry había entregado montones de material de aislamiento a los de residuos peligrosos, y también estaba la tarea de vaciar y quemar los viejos cobertizos cuando ya no eran seguros. Ya no quedaba ni la mitad de las casetas y había unos veinte bloques del hormigón de los cimientos a los que la tierra estaba engullendo. Se suponía que Jerry tenía que segar todo y limpiar alrededor de los cobertizos, pero cada vez le resultaba más difícil por el avance de las plantas y los bichos.

–Red dijo que había al menos una docena de serpientes. Tampoco le hagas mucho caso. Yo nunca vi ninguna, pero tampoco las busqué. Los hombres que trabajaban aquí a veces se encontraban serpientes enroscadas en el motor de la grúa o la topadora por las mañanas.

–¿En el motor? –preguntó Jerry.

–Por el calor.

Al día siguiente, cuando Jerry volvió de trabajar en el colegio, vio que Holroyd había dejado en el zaguán una copia de la guía de campo Michigan sobre reptiles y anfibios con algunas esquinas dobladas. En la primera página se leía con letra abigarrada «R. Hammermill». También junto a la puerta, había un sobre que contenía un cheque con la referencia «Junio – Guardés» por sus diez horas de trabajo el mes pasado. Jerry lamentaba no haber visto a Holroyd, pero no al sobrino de la propietaria. El sobrino solía ponerse traje cuando llevaba el cheque a Jerry e inspeccionaba con aires de inversor las doce hectáreas del terreno que se extendía detrás de la caseta de oficinas de la constructora Mid-American. Jerry imaginaba que, cuando la anciana muriera, el sobrino le vendería el sitio a una inmobiliaria por un dineral y lo limpiarían de edificios y maquinaria en unos meses para construir una urbanización. Jerry dudaba que sobreviviera ninguna serpiente grande.

En lugar de ponerse a arreglar el baño o tapar los agujeros de los tablones en el exterior del dormitorio, se sentó en la compuerta de su camioneta a disfrutar de la tarde brumosa, contemplar los cobertizos –todos pintados de rojo metálico, aunque en algunos la pintura empezaba a desconcharse– y hojear las páginas con ilustraciones a color de serpientes. En la página de las culebras ratoneras había anotaciones semiborradas y alguien había subrayado las palabras «grandes variaciones de colores». Jerry no estaba seguro de la cabeza; aquella patata ovalada sonriente le había parecido distinta, aunque no tan distinta. La longitud máxima de las ratoneras era de dos metros. Jerry pasó las páginas en busca del dibujo que Hammermill le había dado a Holroyd, pero no estaba. Era consciente de que tenía que ponerse a trabajar en el baño, o a podar, pero se dedicó a curiosear por la finca. Caminó alrededor de los cobertizos en busca de serpientes y encontró un par de nidos en una zona cubierta de hierba que no había cortado desde hacía demasiado tiempo. En un nido había tres huevos moteados.

Una semana después, Jerry y su esposa se dirigieron al norte, pese a que no les sobraba el dinero para vacaciones; vieron pinos enormes con forma de palmeras y aves acuáticas en la orilla del estanque desde la ventana del hotel. Jerry podía pasarse todo el rato observando a las aves tomar tierra con las patas colgando por delante. Jerry y su mujer bajaron por el tobogán acuático, y él estrechó sus brazos y piernas contra el cuerpo de ella mientras se deslizaban hacia el agua. Jerry echó de menos a los niños, sobre todo a su hijastro, a quien le habría encantado el tobogán, y le gustó cuando su mujer dijo que tenían que haberlos traído. Las dos noches tomaron más bebidas dulces de la cuenta, se emborracharon demasiado como para hacer el amor y, el domingo por la mañana, cuando a su mujer le dolía la cabeza, Jerry se alegró por tener una excusa para volver pronto a casa.

De camino, a su mujer se le ocurrió que podían esperar hasta por la noche para recoger a los niños de casa de los abuelos maternos. Jerry se acordó de que cuando empezaron a salir juntos, cuando se acababa de sacar el carné, había paseado con ella en su vieja camioneta con la parte trasera descubierta y asiento corrido. Se había sentido muy a gusto acercándola a su cuerpo, pasándole el brazo alrededor de su pelo largo, cuya sensación fresca contra su piel le resultaba agradable en las noches calurosas.

Pararon en una tienda turística antes de volver a la autopista para el último tramo. Él compró tasajo de venado y ella compró lo que después resultó ser un regalo para él, una tableta de chocolate, por lo que lamentó no haber comprado nada especial para ella. Le ofreció la bolsa de plástico con el tasajo, olvidándose de que ella no tocaba el venado, y ella negó con la cabeza, aunque le dedicó una sonrisa.

–Está bien salir de vacaciones –dijo ella–. Aquí el aire parece más fresco.

–¿Qué tal el dolor de cabeza? –preguntó él.

Estaba muy guapa con aquel fondo de montañas boscosas y dos camiones enormes con el motor encendido –por suerte el viento se estaba llevando sus gases en la otra dirección–. Contempló el cabello cobrizo de su mujer y pensó en preguntarle si había algo concreto que recordara de la serpiente, si había pensado en su enorme longitud o en el brillo de sus colores, pero la serpiente era algo de lo que su mujer y él seguramente nunca hablarían.

–El Tylenol ayuda –dijo ella mientras volvía a sonreír, como si por fin estuviera entrando en calor tras un largo periodo de frío.

–Está bien salir de vacaciones y está bien quedarse en casa –dijo Jerry.

Estaba contento por regresar a la casa del solar, a la cama imperial del dormitorio que habían reformado antes de casarse. Su mujer había pintado el suelo alrededor de lo que quedaba de moqueta y había elegido todos los colores y las telas, mientras que él se había encargado de reparar las paredes y cambiar los paneles del techo.

–Perdona que sea tan impaciente contigo, Jerry. Es que vivir en un solar no era mi sueño. Es una ventaja no tener que pagar alquiler, lo sé, pero quizá tengamos que pensar en el futuro.

–Lo sé.

–Si al menos hubiera una valla para no tener que ver esos cobertizos ni los montones de chatarra.

–Puedo pedirle a la vieja que nos ponga una valla.

La noche anterior en el hotel, Jerry había tenido un sueño que no podía contarle, una pesadilla en la que cortaba en dos una serpiente enorme. Había clavado la pala en la tierra y la serpiente se había movido, había introducido su cuerpo ondulado bajo el filo de la pala. Jerry había visto cómo se desparramaban sus órganos, había visto el resplandor de sus entrañas, como yemas de huevo y segmentos de mandarina en un mejunje de sangre oscura. Había partido la serpiente en dos, de manera que la parte trasera era una cola seccionada, muerta, de la que chorreaban tripas, y la parte de la cabeza se retorcía de agonía, con los ojos dorados enloquecidos de dolor. En su sueño, el cuerpo de la serpiente era al principio tan grueso como el tronco de su hijo y después como la cintura de su mujer. Se había despertado envuelto en sudor pese al aire acondicionado del hotel. No había querido molestar a su mujer, de modo que había salido a pasear al aparcamiento, donde oyó el vuelo y el canto de los chotacabras. Como Holroyd le había hablado de estos pájaros, sabía que volaban del crepúsculo al alba sobre la casa y los terrenos del solar a la caza de insectos, con un chillido agudo, aunque no tan alto para oírlo si tenías la tele encendida.

Al entrar por el camino hacia la casa, buscó con la mirada la serpiente naranja. Su mujer estaba tarareando despreocupada –le gustaba oírla tararear, pasando de una canción a otra– y recordó la cercanía de su cuerpo mientras bajaban por el tobogán acuático. Solo llevaron la nevera y el bolso de su mujer hasta la puerta, dejando todo lo demás en el monovolumen. Ella apoyó la cadera contra el marco de la puerta y le dedicó una mirada lánguida mientras introducía la llave en la cerradura. Antes de salir de casa su mujer había insistido en que hicieran la cama, así que, en unos minutos, cuando subieran al dormitorio, sería como estar en la habitación de un motel. Y su mujer se tumbaría en la cama con su pelo cobrizo, fresco, sus muslos suaves y sus brazos tersos, y no habría niños de por medio. Se deslizaría encima y dentro de ella, y la luz del sol se colaría entre las cortinas para jugar con sus cuerpos, dibujando vetas en la piel de Natalie. Aquella calurosa tarde las ardillas rojas dormirían y no se rascarían en el interior de las paredes mientras el pelo de su mujer se enroscaba sobre la almohada. Que las serpientes tomaran el sol sobre las rocas, que las arañas chuparan el jugo de los cuerpos de las moscas capturadas durante la noche y dejaran caer al suelo los cadáveres arrugados como cáscaras de pistachos diminutos. Que los desvencijados cobertizos de madera criaran raíces de malas hierbas entre las grietas de los cimientos. Que toda la naturaleza continuara su desfile mientras él hacía el amor con su mujer, el gran amor de su vida, a quien había perdido en el instituto y reencontrado milagrosamente años después.

La casa olía a salado, o a dulce, cuando entraron. Distinta, en cualquier caso. Jerry se preguntó si se había dejado comida fuera. También Natalie arrugó la nariz. Decidió que el olor era salado y dulce al mismo tiempo.

Cuando su mujer entró en el baño, Jerry abrió la puerta de la cocina y el olor se intensificó. Miró en el fregadero de diseño con el acabado en esmalte que habían pagado sus suegros –la dueña de la casa solo les ofreció el fregadero más barato– y vio que había una capa de siete centímetros de abejas muertas, miles de abejas muertas. ¿Qué habría pasado?

Jerry sabía que su mujer no debía ver las abejas. No lo iba a entender… Aunque tampoco es que él lo entendiera. Comenzó a trasladar los cuerpos amarillos y negros a una bolsa de papel con una taza.

–¿Pero qué estás haciendo? –preguntó ella desde la puerta de la cocina, con voz alarmada.

Tenía razón al echarle la culpa, pensó Jerry. De algún modo, eran sus abejas, aquellos cuerpecitos exánimes eran suyos. Seguramente había sido él quien había matado a las abejas, sin darse cuenta, al igual que podría haber matado sin querer a la serpiente naranja en el jardín de no haber calculado bien las idas y venidas de su cuerpo. Agarró una abeja muerta y la examinó en la palma de la mano, sus franjas amarillas y negras, su cuerpo ligeramente peludo.

–Hay que llamar a un exterminador –dijo ella.

–Es domingo. Y Natalie, cariño, ya están muertas.

Los dos miraron hacia arriba y vieron abejas vivas que zumbaban alrededor del plafón, donde había una grieta en el techo.

–Parecen avispas –dijo ella.

–Estoy seguro de que son abejas –dijo él–. Tampoco creo que haga falta matarlas.

–No voy a vivir con abejas dentro de mi casa.

Natalie tenía cara de desesperación y él comenzó a darse cuenta de que esta vez tenía que ceder. No había matado a la serpiente para ella, así que tenía que ofrecer algún sacrificio. Con el fin de salvar su matrimonio, tendría que envenenar a las abejas vivas.

–A lo mejor han hecho miel en alguna parte de la casa –dijo Jerry–. Sería la bomba.

Le dieron ganas de meter los dedos en el fregadero y sacar un puñado de abejas muertas para enseñárselas a su mujer, pero se conformó con sostener aquella única abeja en la palma de la mano y caminar hacia ella. Quería compartir aquella misteriosa tragedia con Natalie, pero ella se apartó.

–Con todos esos cobertizos abandonados, ¿por qué tienen que venir justo aquí las abejas? Voy a llamar a un exterminador.

–No, cariño. Dame solo un día.

Su mujer fue con los niños a casa de sus padres. A fin de cuentas era verano y nadie tenía que levantarse temprano por las mañanas salvo Jerry, pues tenía que preparar el campo de fútbol para los entrenamientos de agosto. Su mujer solo trabajaba unas cuantas horas a la semana este verano, colaborando con el colegio en las excursiones al parque de los viernes por la tarde –durante el año académico trabajaba media jornada de ayudante de administración en el colegio–.

Jerry se bebió cuatro cervezas aquella noche, pero aguantó sin fumar, aunque le dieron muchas ganas. La mañana siguiente, fue a casa del profesor de biología del instituto, que confirmó que eran abejas productoras de miel, y llamaron a un apicultor. A partir de entonces, todo cobró sentido. Jerry llamaba a su mujer una vez al día y, tras tres días, casi la convenció de que viniera a conocer al apicultor que iba a llevarse las abejas.

–Cariño, son unas abejas muy especiales –le dijo por teléfono el cuarto día–. El apicultor las quiere.

No mencionó que tendría que pagar cincuenta dólares al apicultor para que se las llevase.

–No voy a vivir en una casa con abejas –repitió ella, aunque sonaba más alegre y se quejó de lo pesada que era su madre con la comida de los niños. Antes de colgar, dijo–: Te quiero, Jerry, pero algún día quiero vivir en una casa bonita, que sea fácil de limpiar, con un jardín bonito.

–Voy a seguir arreglando el baño –respondió Jerry.