Créditos
Edición en formato digital: agosto de 2012
© Alejandro Jodorowsky, 2006
© Ediciones Siruela, S. A., 2006, 2012
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Siruela
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ISBN: 978-84-9841-972-6
Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.
www.siruela.com
Cabaret místico
Índice
Prólogo, Alejandro Jodorowsky
Cabaret místico
1. Quien siembra proyecciones cosecha enfermedades
2. El cuerpo, el alma y el espíritu
3. Los dientes del perro
4. ¡Ternera otra vez!
5. Un modelo que no se debe imitar
6. La clase de conducir
7. Ciclos repetitivos
8. El precio justo
9. Obligar a recibir
10. No hay méritos
11. Desviaciones de la personalidad
12. Si te golpean una mejilla...
13. Anatomía de la pareja
14. Tomar el barco
15. Una buena noticia
16. Niveles de Consciencia
17. El milagro
18. Bolas chinas, esferas de ch'i
19. La tradición
20. El baile de los mentirosos
21. Saber escuchar
22. Chistes para niños
23. Chistes para adultos
24. Ser lo que se es
25. Aproximaciones
26. Magia en el pensamiento
27. La doma del elefante
28. Niveles de vida
29. La felicidad de envejecer
Créditos
29. La felicidad de envejecer
El inconsciente colectivo, atravesando el miedo a las decadencias física y espiritual, ha creado chistes en los que, de forma sutil, se exalta a los viejos. He aquí seis de ellos, además de un cuento hindú y una historia sufí, en los que el personaje de edad muestra una sabiduría y una delicadeza ejemplares.
1. El hombre más viejo del mundo recibe la visita de un joven periodista, activo e impetuoso.
–Señor, usted que ha logrado vivir tan enorme cantidad de años, ¿tiene un método?
–Sí. Tengo un método.
–¿Y cuál es?
–Algo muy simple: nunca contradigo a nadie.
–¿Sólo eso? ¡No es posible!
–Sí, sí, no es posible.
2. El hombre más viejo del mundo siempre ha tenido éxito en todo lo que ha emprendido. Un joven periodista le pregunta:
–¿Cuál es su secreto?
–El secreto de mis éxitos es la paciencia con que hago lo que debo hacer.
–¿En verdad es eso? ¡No me dirá usted que puede, por ejemplo, transportar agua en un colador!
–Sí puedo, a condición de esperar pacientemente que el agua se hiele.
3. El hombre más viejo del mundo ha amasado una enorme fortuna. Un joven periodista le pregunta:
–¿Cómo la ha logrado?
–Me enriquecí vendiendo palomas mensajeras.
–¿Cuántas vendió?
–Una sola, que siempre regresó.
4. Un viudo está en su hogar con toda su familia, hijos, nueras, nietos. El jefe de su hijo viene a tomar café. Le han preparado un gran pastel. Todos están muy nerviosos, sólo el viejo conserva la calma... Con gran ceremonia, las mujeres traen el pastel. Lo cortan, pero olvidan dar un trozo al viejo. Mientras los otros comen, el anciano de pronto alza su plato y dice humildemente:
–Perdonad, ¿necesita alguien un plato limpio?
5. Un viejo está invitado a cenar en casa de una dama muy avara. Ella le sirve una taza de té y una tostada cubierta con una fina capa de miel. Viendo esto, el anciano le dice:
–¡Oh, señora, es usted muy generosa! ¡Tiene una sola abeja y me ha dado toda su miel!
6. Un viejo acude a buscar a su nieto al colegio. Una madre sale del lugar diciendo a su hijo:
–¡Niño descuidado, ve a lavarte las manos! ¡Es horrible tenerlas sucias!
El abuelo dice a su nieto:
–Muchachito, ve a lavarte las manos: es muy bello tener las manos limpias.
Cuento hindú. La tradición de ese reino exige que los familiares lleven a los ancianos a una alta montaña, donde mueren de frío. El consejero del rey, llegado ese cruel momento, ama tanto a su padre que lo oculta en el sótano de la casa. Viene a visitarlo el monarca y el consejero le ofrece una suntuosa cena. De pronto aparece un demonio que dice al rey:
–Si no me contestas tres preguntas te llevaré conmigo a los infiernos. Ésta es la primera: ¿Cómo harías para pesar un elefante?
El rey no sabe qué responder porque no existe una balanza tan grande como para pesar a un paquidermo. El consejero baja al sótano y pide a su padre que le dé la respuesta. Regresa y dice al rey al oído:
–Pesar a un elefante, majestad, es muy simple. Colocad al animal en una barca. Debido a su peso, el navío se hundirá un tanto en el agua. Marque con un trazo, en el casco de la barca, el nivel del agua. Desembarque en seguida al elefante y reemplácelo por piedras hasta que el trazo se sitúe en ese mismo nivel del agua que se había dibujado. Pese en seguida las piedras.
El rey queda encantado con la respuesta y se la repite al demonio. Éste le plantea la segunda pregunta:
–Si tienes dos víboras, ¿cómo puedes saber cuál es macho y cuál es hembra?
El viejo también proporciona la respuesta:
–Las lanzo a un mullido tapiz. La que se mueve mucho es macho, la que se queda quieta es hembra.
Y la tercera pregunta fue:
–Tienes dos yeguas. Una es la madre y la otra, la hija. ¿Cómo saber cuál es la madre y cuál es la hija, si son idénticas?
El viejo aconsejó:
–Hay que ponerlas frente a un pequeño montón de paja. La madre es la que cede la paja a la otra.
El demonio se esfuma. El rey, encantado, agradece a su consejero las buenas respuestas que le ha dado. Éste le confiesa:
–No fui yo, sino mi anciano padre. Lo tengo escondido en el sótano.
El rey le contesta:
–Desde ahora queda abolida la ley que ordena matar a los ancianos, porque tienen la sabiduría.
Historia sufí. Un obrero pierde su trabajo, cae en la miseria y junto con él toda su familia. Un día, en la calle, se encuentra con un viejo. Éste le dice:
–Soy un santo. Si me albergas en tu casa, ni a ti ni a los tuyos os faltará nunca de comer.
El obrero le cree y se lo lleva a su hogar. El viejo, con la desaprobación de la mujer y los hijos, se pone a devorar las provisiones de la familia.
Una mañana muy temprano, la esposa dice a su marido:
–Un nuevo día comienza y ya no tenemos nada que comer. Expulsa a ese viejo parásito.
El obrero despierta al anciano y le dice:
–Santo mentiroso: el gallo canta, un nuevo día comienza, tú estás aquí pero no tenemos nada que comer...
Responde, sonriente, el viejo:
–Te equivocas: aún queda un gallo.
En el chiste 1, el viejo nos enseña a ir a lo esencial sin malgastar nuestras energías en luchas y discusiones inútiles. Se dice la verdad a quien sabe escucharla. El silencio es la mejor respuesta para los oídos sordos. El gran maestro de la ceremonia del té Sen no Rikyu, al que ya citamos antes, dice en uno de sus poemas:
Es necio quien juzga sin estudiar.
Al hombre que lo desea verdaderamente,
con una profunda simpatía le enseño,
sin ocultar, los secretos del té.
En el chiste 2, el viejo insinúa al joven que los principales ingredientes de toda realización son la paciencia y la perseverancia. Sin embargo, calla un valor que no ve en quien lo interroga: para insistir y perseverar hay que desarrollar una sólida confianza en uno mismo y en el valor de lo que se emprende. El amor a la obra sustituye el amor a los premios.
En el chiste 3, podemos interpretar «una enorme fortuna» como «un alto nivel de consciencia». El viejo nos enseña a lograr esto concentrando la atención, las fuerzas y la fe en una única finalidad. En lugar de cavar un centenar de pozos poco profundos, es mejor cavar uno solo hasta llegar al agua escondida.
En el chiste 4, el viejo nos enseña a pedir ofreciendo. La mejor manera de aprender algo es comenzar a enseñar. Si queremos curarnos, comencemos a sanar a los otros. Si queremos tener, comencemos por dar.
En el chiste 5, el viejo nos enseña a no criticar despreciando al otro, pues de ese modo sólo consiguiríamos aumentarle las defensas. Es mejor revelarle su egoísmo interpretándolo como generosidad. No sintiéndose atacado, pero sí querido, el otro abrirá su corazón, conociendo el goce de dar...
En el chiste 6, el viejo nos enseña a progresar mirando hacia lo positivo que nos ofrece el futuro, en lugar de recular hacia la meta desprendiéndonos de lo negativo del pasado. La primera actitud, luminosa, nos causa placer; la segunda, sombría, nos angustia.
En el cuento hindú, el viejo nos enseña a transmitir a las nuevas generaciones los conocimientos adquiridos. Sin egoísmo, aceptando el rechazo prejuicioso de la sociedad, discretamente el padre ayuda al hijo. El hijo ayuda al padre manteniéndolo, con la transmisión de sus enseñanzas, activo en el mundo. Esto quiere decir que el anciano ha sido un padre comprensivo, presente; ha sabido no decepcionar el amor de su hijo, se ha hecho merecedor de su confianza. En lugar de conflicto, hay don y absorción de los valores familiares.
En la historia sufí, el viejo nos enseña que si hay una posibilidad de triunfo, por mínima que sea, no podemos decir que la batalla esté perdida. Debemos seguir luchando hasta el final. Posiblemente el obrero encuentre en el vientre del gallo un gran diamante. Suceden cosas inesperadas, tanto positivas como negativas. En Texas, por ejemplo, un buen hombre salió a la calle y lo mató una vaca congelada que cayó desde un avión de carga. La realidad no obedece a esquemas petrificados, en cualquier momento podríamos encontrar un diamante en el vientre de un gallo o podría caernos una vaca congelada sobre la cabeza.
Cuando hemos alcanzado un alto nivel de consciencia, con la edad y la renuncia a la seducción, desanudamos las amarras que nos ligan al cuerpo, y sin negarlo, sabiendo que es el templo donde hemos habitado, respetuosos dejamos de considerarlo nuestra identidad. A pesar de habernos programado para vivir una larga vida, sabemos que estamos ya mucho más cerca del fin que en años precedentes. Somos capaces de captar la hermosura del tiempo que pasa. Cada segundo de vida nos parece un regalo sublime.
Como los que sufren una enfermedad terminal, conscientes de que disponemos de un tiempo limitado, cesamos de atenernos a planes importantes: nos contentamos con lo que somos, no con lo que seremos; con lo que tenemos, no con lo que tendremos. Dejamos de apegarnos a lo superfluo, permitimos que se esfumen las esperanzas, y al cesar las esperanzas cesa el miedo. Todo es un obsequio: las pequeñas satisfacciones, los sutiles mensajes de los sentidos, el cariño que nos baña como un bálsamo el corazón, los encuentros amables con otros seres humanos, la capacidad de servir de ayuda a los demás. Cada día es un buen día.
Envejecer no es ni decaer mentalmente ni convertirse en una ruina. Si nos hemos preocupado de mantener la salud de nuestro cuerpo evitando drogas y alimentos nocivos o tomados en exceso; si nos hemos preocupado de hacer cada día un poco de ejercicio, de meditar o contemplar, de seguir aprendiendo cosas nuevas, de desarrollar frente a la impermanencia una plácida humildad conservaremos hasta el último momento la lucidez juvenil; gracias al estado angélico que nos produce la disminución del deseo sexual, la vejez es una maravillosa etapa de nuestra vida. Quizá la mejor... Libres de angustias, de ambiciones, de posesiones inútiles, de ilusiones irrealizables, del deseo de ser reconocidos; capaces de amar incluso a quienes nos detestan, de aceptar los ataques y las críticas con simpatía, de silenciar el intelecto, de abrirnos en todas direcciones, de ayudar a los otros a liberarse del sufrimiento, aunque más presentes que nunca sabemos vivir como si ya hubiéramos desaparecido, gozar del supremo placer de crear artísticamente por amor a la obra y no por amor al aplauso, de colaborar en la mutación de la sociedad, de trabajar por un mundo mejor y, sobre todo, de encauzar a los jóvenes hacia el despertar de la Consciencia.
Un discípulo suplica a su viejo Maestro:
–¡Por favor, ayúdeme a vencer los límites de mi Yo personal!
–¿Quieres que en verdad te ayude? ¡Entonces vete de aquí! ¡Fuera!
–¡Pero lo necesito, Maestro! ¿Por qué me grita con tanta crueldad?
–Observa con atención...
Un pájaro entra en el cuarto por un pequeño agujero que hay en un cristal roto. Enloquecido, vuela chocando contra las paredes, tratando de salir. El anciano espera a que el avecilla, extenuada, se pose cerca del pequeño agujero. De pronto lanza un fuerte grito y el pájaro se escapa por ahí.
–Este animal va a pensar siempre que el grito que le di era agresivo, malvado, feo, cruel. Sin embargo es ese grito el que le ha dado la libertad... Tú me pides que te libere cuando yo sé que eres tú mismo y sólo tú quien puede liberarse. Te irás, es posible que me detestes toda tu vida. Sin embargo te he enseñado que el primer acto para llegar a ti mismo es dejar de ser dependiente... Para que lo comprendas mejor te voy a contar una historia: «Un joven como tú decide burlarse del oráculo de Delfos. Atrapa un pajarito y lo oculta bajo su toga. Se acerca al oráculo y dice: "El pájaro que llevo oculto ¿está muerto o vivo?", con la intención de matar al ave si el oráculo le dice "Está vivo", para demostrarle que se equivoca. El oráculo le responde: "¡Basta! ¡De ti depende que el pájaro esté muerto o vivo!"».
El Yo personal –que desea unir sus cuatro egos para, dejándose guiar por el Yo superior, avanzar hacia su realización– debe enfrentarse a cuatro ideales, cada uno correspondiente a un diferente centro... Antes que nada, en su juventud, cuando su energía física está en el nivel máximo, tiene la tentación de ser un campeón. ¡El mejor de todos! ¡Competir, ganar, sobrepasar límites materiales, batir récords, triunfar! Aunque lo consiga, con el paso del tiempo perderá fuerzas, y si se aferra por narcisismo a su gloria, hará de su cuerpo una angustiante prisión. No faltará un joven que le arrebate el cetro... Si no llega a ser campeón e insiste en llamarse «un frustrado», perderá la facultad de amarse y, por eso mismo, de amar a los otros y al mundo. Será un sembrador de amargura... La solución es pasar al nivel siguiente: convertirse en héroe. ¡Entregar la vida a una causa, a un ideal no sólo personal sino también colectivo; sacrificarse por el bien común; imponer, aun a riesgo de ser asesinado, ideas que parecen justas; sentir el miedo natural que todo ser viviente siente ante el peligro, pero nunca ceder a la cobardía! El héroe, por orgullo personal, arriesga convertirse en un guerrero sanguinario o bien transformarse en mártir de una causa fanática. Si lo vence el temor, vivirá avergonzado, despreciándose a sí mismo, insatisfecho con todo, negativo hasta la autodestrucción... No le quedará otra vía que desarrollar la mente, convertirse en genio. ¡Sobrepasar los prejuicios sociales, vivir adelantado a su tiempo, innovar en arte, ciencia, economía, política; inventar nuevas técnicas, descubrir otras formas de pensar! Si lo logra y es aceptado por la sociedad puede, por vanidad, quedar prisionero de su autovaloración, aceptando con indulgencia ciega el menor de sus propios caprichos, permitiéndose, en algunas ocasiones, la crueldad y hasta el crimen. Si la sociedad no lo acepta, quizá pierda la razón, se amargue, se envicie, se suicide. Si no es capaz de desarrollar su talento, puede pasarse la vida simulando ser un genio, como un travestido imita ser una mujer; o por envidia, sumido en una dolorosa mediocridad, transformar el asco hacia sí mismo en celos por cualquiera que se destaque, tratándolo de loco, degenerado, pernicioso, diabólico. Si por falta de carácter acepta ser un mediocre, se convertirá en un coleccionista infantil, sintiéndose creativo sólo porque admira con fanatismo. Si logra no caer en estas trampas, sobrepasando las tentaciones de poder, las decepciones, los obstáculos, puede con paciencia y perseverancia llegar al más alto nivel espiritual, convirtiéndose en santo. Esta cualidad es otorgada por el tiempo a quienes, gracias a una vida honesta y sana, la merecen. Todo anciano realizado es un santo.
Si para el hombre este camino es largo y difícil, para la mujer –en nuestra sociedad masculina– la tarea se hace inmensa. Si las cuatro cimas de la realización viril son el campeón (centro material), el héroe (centro libidinal), el genio (centro intelectual) y el santo (centro emocional), a las mujeres –con el beneplácito de las religiones– se las reduce a cuatro limitados roles: virgen (centro material), puta (centro libidinal), tonta (centro intelectual) y madre (centro emocional); es decir, señorita frustrada, pecadora despreciable, belleza hueca y esclava doméstica. Se cuenta que el primer Buda dijo a una monja «Espero que después de morir renazcas en un hombre, para que te puedas iluminar», y San Pablo escribió «Porque el varón... es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón» (1 Corintios 11, 7). En los cuentos iniciáticos –producidos casi siempre por grupos religiosos masculinos– los maestros son viejos, pero no viejas. A la mujer de edad, nuestra sociedad no le concede la posibilidad de la sabiduría y la muestra siempre como si fuese fea, bruja, madre sacrificada o adefesio lujurioso, en fin, como un monstruo. La mujer puede y debe –aceptando la vejez como un don sagrado– recorrer el camino que lleva a la hermosa santidad.
Al hablar de santidad civil (no religiosa), estamos estableciendo una diferencia esencial, pues los santos religiosos pertenecen siempre a una comunidad específica: los seguidores del Nuevo Testamento son santos cristianos; los del Corán, santos islámicos; los de la Torá, justos, o sea santos hebreos; y los sutras y escritos semejantes producen santos budistas. Estos libros establecen preceptos que deben ser respetados. Los católicos deben cumplir 10 mandamientos. Los judíos, 613 mitzvot que indican lo que hay hacer y lo que no a lo largo del día. Nunca veremos a la Iglesia católica declarando «santo» a alguien que diga «El Cristo no es Dios, sino su profeta». Sin embargo esto no es así en el islam, donde un santo puede y debe declarar que el Cristo es sólo un profeta, de ninguna manera un dios. Así como los católicos no aceptarían un santo musulmán, los musulmanes tampoco un santo católico. Sería considerado un «infiel».
Nos han acostumbrado a que llamemos «santo» sólo a quien viva en el seno de una religión. Pero existen enormes diferencias dependiendo de que los santos sean católicos, sufíes, judíos, budistas o taoístas. Cada vez que se habla de «santidad», ésta se ve ligada a una institución o a una tradición que impone una moral determinada. Los mahometanos y los mormones se pueden casar con varias mujeres a la vez, cosa que un santo cristiano o judío no puede aceptar. Nadie se escandaliza por que un rabino se case y tenga hijos, sin embargo un monje católico ha de ser obligatoriamente casto. En resumen, la santidad es diferente según la tradición que la inspire. Si favorecemos una en desmedro de las otras, podríamos considerarnos intolerantes, racistas. El santo que permanece obtusamente encerrado en una religión, considerando «hereje» a quien profesa otra creencia, solamente es un «fanático».
¿Existe una santidad civil, libre, fuera de templos, libros sagrados, mandamientos caprichosos, prejuicios morales, prohibiciones y obligaciones doctrinarias? Para responder, antes tenemos que preguntarnos si producir milagros es una característica de la santidad. Según las leyendas, el Demonio es un maestro en el arte de romper las leyes universales y, tanto como Dios, puede seducirnos haciendo milagros. Un individuo diabólico es capaz de hipnotizarnos, embrujarnos, provocar catástrofes en nuestras vidas... ¡La característica esencial del santo no es hacer milagros!
¿Tiene que ver la santidad con las prohibiciones sexuales? ¿El hecho de que una mujer envejezca con su himen intacto o de que un hombre prefiera la abstinencia al coito, es prueba de virtud? ¿Es santidad convertirse en mártir, entregarse a la autoflagelación, vivir como un masoquista? ¿Es santidad hacer el bien por miedo al infierno o para intentar obtener un premio en el cielo? ¡Nada de eso!
El santo civil, contrariamente a lo que se nos ha inculcado al respecto, no espera con impaciencia su muerte. No aspira a un más allá, sino a un más acá. Para él, Dios no está en el presente sino que es el presente mismo. Cada segundo es sagrado. Al despertarse, siente como un regalo maravilloso estar aún en el mundo. Acepta con inmenso placer su existencia y la de los otros. Evita las destrucciones inútiles y dedica sus esfuerzos a construir jardines, sean éstos materiales o espirituales. No teme entregarse a esta locura divina que es la alegría de vivir. La sabiduría que le ha dado su longevidad, la comunica generosamente. No cree que guardar conocimientos secretos sea una forma de tener poder. El pan compartido es el mejor.
El santo civil, sabiéndose conectado a la fuente sagrada, respeta las ideas positivas que recibe y las transmite naturalmente, sin hacer esfuerzos por convencer. Las siembra, sin despreciar a nadie, esperando que fructifiquen. Si no es así, no se lamenta porque sabe que no es único, que algún otro santo civil vendrá un día a hacer el bien donde él no ha podido hacerlo. Acepta sus sentimientos sublimes porque ha dejado de temer la locura. Aunque se burlen de él, o le tachen de absurdo, no se prohíbe amar a todos los seres que vivieron en el pasado. No los ve como ejércitos de pasivos difuntos, sino como energías vivas que nos aportan su esperanza –tal como el viento hincha las velas de un navío– y nos empujan hacia el futuro, ese en que nos convertimos en la Consciencia del universo. Tampoco se impide amar a los que vendrán. Haciéndose ancestro de millares y millares de vidas, sabe que el mal que se haga se mantendrá durante cinco o más generaciones y que los actos positivos repercutirán en miles de años. El viejo santo ama a los otros porque los ve como de su familia –incluidos animales, vegetales, minerales–. Bendice cada ser o cosa que entra en su campo de percepción, no porque crea que otorga milagrosamente la salud sino porque desea con todo su ser dársela a todos: en su interior, ha dejado de ser una fortaleza defensiva para convertirse en un templo abierto. Respeta cada palabra, cada sentimiento, cada deseo, cada necesidad. Aunque los vea desviados, al mismo tiempo conoce su esencia sagrada. Sabe que siempre la raíz del odio es el amor. Establece muy claramente la diferencia entre la crueldad del mundo aparente –aquel que la historia cree real– y el mundo tal como es en su esencial potencialidad. A través de la agresión, de la injusticia, de la necedad bélica, busca y encuentra la belleza divina, así como se puede encontrar una perla dentro de una ostra. Nunca se deja absorber por los acontecimientos negativos, a pesar de padecerlos. No es un iluso, se da cuenta más que nadie de la codicia general, de la insania, de la decadencia, pero no las convierte en definición de la realidad. El recipiente de oro que contiene basuras no es basura.
El santo civil ve todo el tiempo a los otros como sus Maestros. Cada ser le aporta una lección, pues con sus cualidades le muestra lo que se debe hacer y con sus defectos le enseña lo que no se debe hacer. Cuando se encuentra frente a un prisionero del Yo personal, vampiro de energía obsesionado en someter a su capricho a los demás, lo considera un tirano útil porque le da la oportunidad de luchar contra sus reacciones de antipatía y vencerlas. Aprender a amar a los enemigos, aunque éstos nunca le correspondan, es el mejor ejercicio para su corazón.
El santo civil no vive en un tiempo que los no-mutantes llaman «normal». Aceptando que pronto se sumergirá en el vacío, lo ve en función de la eternidad. Comparados con la unidad infinita, los problemas personales dejan de amargarlo. Son sólo obstáculos momentáneos, dificultades soportables, no forman parte de su ser esencial. Si tiene deudas, injustas o merecidas, las paga como puede, sin perder la calma. Sabe que todo sucede en una escala más vasta que la que percibe el Yo personal.
El santo civil, aceptando que su organismo pertenece al reino animal y consciente de que ha nacido con sexo, afirma que el deseo sano es sagrado. Admite –sin por ello perder su pureza– el placer, y si está inscrito en su destino, fundará una familia. Sabe que la castidad y la virginidad perpetuas son neurosis egoístas, producidas por una educación religiosa equivocada que tiene como raíz el incesto.
El santo civil, puesto que su Yo personal –cristalizado en un Yo superior, unido a un Yo esencial, al servicio del Dios interior– no se interpone entre ese inmenso amor que lo habita y el mundo, comprende y perdona. Es consciente de que vive en una sociedad implacable donde pululan ladrones, criminales, estafadores, locos, prostitutos capaces de traicionar por dinero sus convicciones, padres ausentes, madres invasoras, hermanos celosos, familias crueles. Sin embargo perdona, porque reconoce que se trata de una desgracia colectiva. No hay culpa individual. Con su mirada enraizada en la eternidad, el santo civil ve cuanto ocurre como el gran desarrollo histórico de una especie que asciende –con crisis, errores o peligros de extinción– del nivel animal al angélico. En esencia, sufrimientos útiles, semejantes a los del gusano que se retuerce en su capullo para surgir metamorfoseado en mariposa... El santo civil sabe que el ser humano no es, sino que está siendo. Sus descendientes, algunos siglos después, con agradecimiento y cariño, lo verán como él ve hoy a los antropoides. ¿Cómo entonces no va a perdonar, a través de sus propias heridas, el mal que le hicieron? Perdonar es comprender las causas del daño.
El santo civil, sin descuidar su propia vida, hace lo posible por ser útil a los demás, sin nunca juzgarlos. En vez de luchar contra el rencor y la locura, hace lo necesario para ponerlos al servicio de la creatividad... Sin embargo, sabiendo que una cosa es dar y otra obligar a recibir, ayuda hasta donde puede, y si el otro se encierra en su búnker, no insiste. Sólo trata de acompañarlo sin intervenir. Jehová dice: «Si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma» (Ezequiel 3, 19).
El santo civil toma como un deber expresar lo que piensa. Si se le escucha, se siente bien. Si no se le escucha, no se perturba. Aunque no pueda cambiar al otro y aunque arriesgara su vida, le revela qué remedio es el que le convendría. Y le indica lo que él hizo consigo mismo: comenzó a analizar su desequilibro, separó sus cuatro egos, los liberó de sus escorias, los llevó a su más noble expresión y les dio una unidad. Supo domar a su Yo personal, enseñándole a inclinarse humildemente ante la Esencia y a tratar a los otros con bondad y delicadeza. «Para poderte amar, debo aceptar que bajo esa capa de imperfecciones eres perfecto. Si siento que a tu Esencia debo quitarle o agregarle algo, es que no la estoy viendo como una obra divina. Pero hay una frontera interna donde las críticas se esfuman. Es una felicidad que seas tú mismo, sin que yo ni nadie te adultere.» Un santo civil no intenta cambiar a los otros, porque para él los otros son sagrados. En un jardín, se limitará a aspirar el perfume de las flores, sin quitarles ni añadirles pétalos. Regará la tierra donde crecen, y si ve abrirse un capullo, lo celebrará tanto como si en el cielo naciera una nueva estrella.
El santo civil sabe que todo rechazo, todo dolor, si hemos desarrollado nuestra consciencia, se transforma en oportunidad.
Una monja japonesa, entrada ya la noche, pide albergue en una aldea. Le cierran las puertas, expulsándola sin piedad. Se tiene que refugiar junto a unos árboles, temblando de frío. Al llevarse el viento las nubes, dejando lucir una luna llena, la monja ve que los árboles son cerezos. Al darles la luz, comienzan a florecer. La religiosa agradece el rechazo que le ha permitido asistir a la maravillosa eclosión de esas flores.
Prólogo
Cuando me sentí cansado de parir obras que eran sólo espejo de mis egos, abandoné durante dos años el arte. Al olvidarme de mí mismo, me cayó encima el dolor del mundo. Envueltos en su laborioso acontecer, no siendo sino pareciendo, los ciudadanos, como yo, habían perdido la alegría de vivir. Amortiguados por drogas, café, tabaco, alcohol, azúcar, exceso de carne, desengañados de la política, la religión, la ciencia, la economía, las guerras «patrióticas», la cultura, la familia, tristes animales sin finalidad con máscaras de satisfechos, nos paseábamos por las calles de un planeta al que sabíamos que poco a poco íbamos envenenando. La enfermedad de nuestra sociedad era profunda. Un antiguo cuento chino me sacó del abismo:
Una gran montaña cubre con su sombra una pequeña aldea. Por falta de rayos solares los niños crecen raquíticos. Un buen día los aldeanos ven al más anciano de ellos dirigirse hacia los límites del pueblo, llevando una cuchara de loza en las manos.
–¿A dónde vas? –le preguntan. Responde:
–Voy a la montaña.
–¿Para qué?
–Para desplazarla.
–¿Con qué?
–Con esta cuchara.
–¡Estás loco! ¡Nunca podrás!
–No estoy loco: sé que nunca podré, pero alguien tiene que comenzar.
El mensaje de este cuento me impulsó a la acción. Me dije: «No puedo cambiar el mundo pero sí puedo empezar a cambiarlo». Y sin tardar conseguí que un amigo mío, campeón de karate, me prestara su dojo [recinto sagrado para el entrenamiento] una vez por semana. Comencé a dar conferencias gratuitas los miércoles. Por sentido del humor, las definí como un servicio individual de salud pública. Me propuse realizar durante hora y media una terapia colectiva, aplicando el resultado de mis búsquedas teatrales. El actor (en este caso yo) no debía ser un hombre que tratara de interpretar un personaje, sino una persona (convertida en personaje por su familia, su sociedad y su cultura) tratando de encontrarse a sí misma... Eliminé los decorados, el texto aprendido de memoria, los cambios de luces, los disfraces, los acompañamientos musicales, e incluso limité el escenario. Nunca me otorgué un suelo de más de dos metros de ancho por uno de largo. Poco a poco se fue creando un público que, heroicamente, se quitaba los zapatos y se sentaba en el suelo durante hora y media. Antes de comenzar a hablar les pedía que se tomaran del dedo meñique formando una cadena, luego que suspiraran cuatro veces sintiendo que se liberaban de las tensiones de su cuerpo, de la urgencia de sus deseos, de las oleadas de sus emociones y del incesante coro de sus pensamientos. Finalmente les pedía que estiraran los brazos con las palmas dirigidas hacia mí para que me bendijeran y diesen el poder de comunicarles algo útil y sanador... Fiel a mi decisión, sin abandonar nunca, he dado estas charlas, con la sala del dojo llena, durante más de veinte años.
Cada conferencia era el resumen de aquello que había aprendido en mis lecturas de la semana más la interpretación de los símbolos de una carta del Tarot, más (siguiendo el lema «Lo que das, te lo das; y lo que no das, te lo quitas») la descripción de mis íntimos trabajos para llegar a mí mismo y, por último, como fin de fiesta, la explicación de un texto sagrado y su aplicación de manera útil a la vida cotidiana. Guiado por los tres principales consejos de la BhagavadGita («Piensa en la obra y no en el fruto», «Identifícate con el Yo esencial, tu Dios interior» y «Realiza siempre lo que debe ser hecho como un sacrificio sagrado, liberándote de cualquier atadura»), analicé hexagramas del I Ching, poemas del Tao te king, algunos Upanishad, el Génesis y los Evangelios, textos sufíes, budistas, alquímicos, koans, haikus, fábulas, cuentos de hadas, semánticas no-aristotélicas, teorías psicoanalíticas, etc. Cierta vez, desentrañando pensamientos del filósofo Ludwig Wittgenstein, encontré uno que me pareció de suma importancia: «El saber y la risa se confunden». Decidí entonces incluir chistes en mis conferencias, a las que denominé «Cabaret místico», junto a la interpretación de textos sagrados e historias iniciáticas.
Un símbolo no concede un mensaje preciso, actúa como un espejo que refleja el nivel de Consciencia del buscador. En el cristianismo no hay una sola cruz, sino infinitas: para unos es un objeto de tortura, para otros el cruce del espacio y el tiempo, el árbol de la vida, el signo más, etc. Los textos sagrados pueden originar múltiples comentarios; esto lo saben muy bien los cabalistas, que extraen de la Biblia caprichosas revelaciones. Varias generaciones de psicoanalistas han encontrado enseñanzas en los sueños y en los cuentos de hadas. Entonces, me dije que no hay, en sí, textos sagrados; lo sagrado lo otorga el lector. La verdad no está en un libro sino en el espíritu de quien, usando como apoyo el símbolo, descubre en las profundidades de su ser ese misterio esencial que es su genuino Maestro. Si es así, ¿por qué no ir a buscar la sabiduría en el arte literario más humilde de todos?: el chiste. ¿Por qué no tratar estos cuentecillos como si fueran textos iniciáticos? Son anónimos, tienen por finalidad provocar la risa sanadora, hunden sus raíces en el inconsciente, transportan un sentido crítico y una filosofía natural... Comencé por éste:
La inquilina de un gran inmueble va a la clínica a visitar a la conserje del edificio, que acaba de parir.
–Si me lo permite –dice asombrada la inquilina–, le voy a hacer una pregunta indiscreta: es usted soltera, ¿verdad?
–En efecto –responde la conserje.
–¿Y quién es el feliz papá de este nene?
–Sobre eso –contesta la conserje– no sé nada en absoluto. ¡Usted sabe perfectamente que, cuando limpio las escaleras, estoy demasiado ocupada como para darme la vuelta en cada ocasión!
Comparé este chiste con una historia del sabio idiota Mulá Nasrudín, considerada por ciertos maestros sufíes como iniciática:
Mulá Nasrudín, sentado a la sombra, mira el camino en tanto que su mujer, sentada a su lado pero vuelta de espaldas, mira hacia el otro lado. De pronto, ella comenta a su marido:
–¡Cuánta belleza! Hay muchos pájaros y las nubes son maravillosas. ¡Es un paisaje espléndido!
–Te equivocas, como de costumbre. ¡Es un paisaje triste: por mi lado no hay nubes ni pájaros! –gruñe Nasrudín.
El hombre no hace el menor esfuerzo por mirar hacia el lado de su mujer, se limita a ver su mundo. Del mismo modo, la conserje no presta ninguna atención a lo que ocurre a sus espaldas. Ambos se ocupan exclusivamente de su limitado punto de vista, y lo que sucede a su alrededor no les concierne. Sin embargo, sufren las consecuencias de ello.
¿Cuál es la dimensión del mundo de una conserje que limpia las escaleras y se encuentra encinta porque no se da la vuelta? ¿Cuál es la dimensión de nuestro mundo? ¿Somos capaces de ver «la realidad» desde diferentes puntos de vista o nos enfrascamos en uno solo creyendo que los otros no existen? En esta sociedad donde hemos perdido el significado profundo de la tradición religiosa y donde Dios representa un complemento infantil que se nos inculca en nuestros primeros años de vida, ¿podemos describir a esa divinidad de la cual solemos hablar? ¿Cómo la vemos? ¿Qué representa para nosotros? Al describir a Dios no hago otra cosa que describir mi realidad. Si Dios existe en alguna parte, está aquí. Si el infierno existe, también está aquí. Todo lo que no está aquí no está en ninguna parte. Todo lo que es, sólo existe en este instante. Entonces, ¡si en este instante todo está presente, debo sentir lo que es el instante para mí, con su tiempo, su espacio y su posible creador! Si Dios no existe, debo inventarlo. Y si soy incapaz de ello, ¿en qué principio se basa mi realidad? ¿Cuál es la energía que la rige y qué consecuencias extraigo de ello?
Nos dan ganas de preguntar a la conserje del chiste: «¿Quién es el bebé que llevas en el vientre? De una u otra manera te vas a encontrar con que estás encinta de un producto del que no percibes toda la realidad, con que no te das la vuelta, con que no concibes lo que el otro piensa. Tú no imaginas casi nada, ni los millones de millones de años del pasado ni los millones de millones de años del futuro, ni la extensión infinita de la materia ni la Conciencia sin límites que ésta encierra. ¿Dónde te sitúas? ¿Cuál es tu verdadera realidad? ¿Y si llamaras a tu bebé Dios interior?».
El primer paso que debemos dar para ampliar nuestra mirada hasta más allá de todos los horizontes, es inventar al Dios interior; un Dios que es diferente de aquel otro, ubicado en los cielos, impensable, inalcanzable, descrito por Michel Onfray en su Tratado de ateología:
Mortales, limitados, padeciendo sus obligaciones, los humanos, obsesionados por la completez, inventan una potencia dotada exactamente de sus cualidades opuestas: con sus defectos volteados como los dedos de un guante, fabrican cualidades ante las cuales se arrodillan y luego se prosternan. ¿Soy mortal? Dios es inmortal. ¿Soy finito? Dios es infinito. ¿Soy limitado? Dios es ilimitado. ¿No lo sé todo? Dios es omnisciente. ¿No lo puedo todo? Dios es omnipotente. ¿No estoy dotado del don de la ubicuidad? Dios es omnipresente. ¿He sido creado? Dios es increado. ¿Soy débil? Dios es todopoderoso. ¿Estoy en la tierra? Dios está en el cielo. ¿Soy imperfecto? Dios es perfecto. ¿No soy nada? Dios es todo. Etcétera.
Imaginemos ahora que no en un paraíso infantil sino en el centro (o en el fondo) de nuestro inconsciente se encuentra Dios. ¿De qué manera? Como creador y destructor de cada una de nuestras células. Transformador de nuestras experiencias internas en consciencia sublime. Poseedor de la llave de cada una de nuestras ignorancias, aquello que se nos presenta como secreto salvador. Bálsamo seguro para nuestro corazón adolorido. Remedio supremo para cada enfermedad. Aquel que nos enseña a amar a todos los seres, sin distinción...
Este íntimo ser debe servirnos de modelo. Dado que día tras día inventamos nuestra realidad, así también podemos inventar nuestra divinidad:
Yo soy inmortal, sencillamente porque la muerte es sólo un concepto. Nada desaparece, todo cambia. Si acepto mis incesantes transformaciones, entro en la eternidad. Yo soy infinito porque mi cuerpo, mascarón de proa del universo, no termina en mi piel: se extiende sin límites. Yo lo sé todo porque no sólo soy mi intelecto sino también mi inconsciente, formado por la energía oscura que sostiene a los mundos, no soy sólo las diez células cerebrales que empleo cotidianamente, sino también los millones de neuronas que forman mi cerebro. Soy omnipotente cuando ceso de encerrarme como individuo y me identifico con la humanidad entera. Soy omnipresente porque, junto con todos los otros seres, formo parte de la unidad: lo que sucede, aunque sea en el lugar más lejano, me sucede. Soy increado porque antes de ser un organismo fui materia ígnea, antimateria, energía, vacuidad. Mi carne está formada por residuos de estrellas que tienen millones de años. Estoy en el cielo porque mi tierra es un navío que recorre un universo que a su vez recorre incontables otras dimensiones. Soy perfecto porque he domado mis egos haciendo que se unan a la perfección del cosmos. Yo soy todo porque soy al mismo tiempo yo y los otros.
Este primer intento de buscar la sabiduría de los chistes tuvo una buena acogida, lo que me dio ánimos para continuar. Me dediqué a explorar en los libros de humor que encontraba en los aeropuertos, en revistas infantiles, en las apariciones de humoristas en televisión, en cualquier reunión con amigos o de negocios. Me bastaba preguntar a mi interlocutor «¿Sabes algún chiste?» para verlo, entre risas, contar humildes y geniales cuentecillos en los que, más de una vez, asomaba el brillante astro de lo sagrado.
A un buscador de la verdad le cuentan que existen flores que brillan tanto como el sol. Comienza infructuosamente a buscarlas. Se le convierten en una obsesión. Durante años recorre el planeta rastreando esas luminosas flores sin encontrar ninguna. Decepcionado, convencido de que no existen, se sienta al borde de un camino con la decisión de ayunar hasta morir de hambre. Al cabo de unos días ve pasar a un viejo campesino llevando en sus brazos un enorme ramo de flores que brillan tanto como el sol. Asombrado, le pregunta:
–Dígame, buen hombre, ¿cómo puede usted encontrar tantas de estas flores cuando yo, a pesar de haber recorrido el mundo entero, nunca las vi?
–Muy fácil –responde el viejo–: por la mañana, apenas me despierto, miro fijamente el sol. Luego, veo estas flores por todas partes.
Si concebimos al Dios interior, todo lo que cae en nuestras manos, todo lo que escuchamos, vemos, experimentamos, puede convertirse en símbolo y objeto de sabiduría. Lo despreciado no tiene por qué ser obligatoriamente despreciable.
En un monasterio, un anciano prior, verdadero santo, no logra ocultar su tristeza.
–¿Por qué está tan triste, padre? –le pregunta un joven monje.
–Porque comienzo a dudar de la inteligencia de mis hermanos respecto a las grandes realidades de Dios. Ya es la tercera vez que les he mostrado un trozo de lino sobre el que he dibujado un pequeño punto rojo, pidiéndoles que me digan lo que ven. Me han respondido todos «un pequeño punto rojo», pero nunca «un trozo de lino».
Alejandro Jodorowsky
1. Quien siembra proyecciones
cosecha enfermedades
El día en que Jesucristo cumple treinta años, los apóstoles, queriendo agasajarlo, le dicen:
–Maestro, tú, como nosotros, tienes un cuerpo dotado con un sexo. Sin embargo nunca has hecho el amor. ¿No te parece fundamental intentar esa experiencia?
–Por supuesto, amados discípulos. Pero ¿con quién?
–Muy fácil, Maestro. Daremos dinero a Magdalena y ella te iniciará.
Así lo hacen. Magdalena, sonriente, deja entrar a Jesús en su humilde cabaña. Cuando se cierra la puerta, los apóstoles se sientan frente a ella disponiéndose a esperar por lo menos dos horas la salida satisfecha del Maestro. Pero no ha pasado un minuto cuando la puerta se abre violentamente. Ven salir a Magdalena con los cabellos erizados, que huye hacia el desierto dando gritos. Jesús aparece desconcertado.
–¿Qué ocurrió, Maestro?
–No sé... No entiendo su extraña reacción.
–Cuéntanos, por favor...
–Bien... Entré... Ella me sonrió y yo le sonreí... Ella me abrazó y yo la abracé... Ella me besó y yo la besé... Ella me acarició y yo la acaricié... Ella me desvistió y yo la desvestí. ¡Entonces vi que entre las piernas tenía una herida y la curé!
Este chiste está basado en esa concepción enferma que la sociedad masculina tiene de la mujer, viéndola como un hombre castrado. En México, entre otros nombres, a la vulva se la llama «el hachazo» y en Chile «la raja». En este cuentecillo Jesús se comporta como un ignorante bienintencionado. Por desgracia muchos terapeutas, médicos, curanderos y tarólogos hacen igual... Creen que el mundo es como piensan que es, sin darse cuenta de que esa «realidad» es como si fuese un símbolo: es decir, cada cual se forma de ella una imagen que corresponde a su herencia genética, familiar, social y cultural. En un mar de proyecciones e introyecciones el individuo padece, al mismo tiempo que todos los demás, un destino general deformado por la estructura de su personalidad; y decir «personalidad» es decir «trastorno».