A la madre Tierra.

Gracias por soportarnos.

PRIMERA PARTE

La pequeña criatura aparece al final de una tarde cualquiera en el viejo carrusel del pueblo de Siacaso.

Está mareada y húmeda, como recién nacida, recostada en la silla de montar sobre el lomo de un unicornio de madera.

Parpadea, luego parpadea varias veces más.

Hace un ruidito, entre chillido y gruñido.

El aire entra y sale de su cuerpo en jadeos y suspiros. Sus peludas patas se mueven cuando ella lo decide. Puede volver la cabeza a un lado y a otro.

Parece estar en perfectas condiciones.

Pero ¿dónde se encuentra? Y, más importante, ¿por qué está ahí?

Golpetea el cuello de su inerte montura. Tal vez tenga que esperar ahí. Sí. Eso es lo mejor que puede hacer, en las circunstancias en las que se encuentra. Todavía no se conoce bien. Pero parece ser del tipo paciente. Y la paciencia, sospecha, puede resultarle útil, e incluso servirle para salvar su vida.

La criatura tiene un creador, un niño de dedos hábiles y corazón sensible. Pasó horas entretejiendo tallos y cardos bajo la lechosa luz de la luna para darle vida.

También tiene una amiga, una niña de mirada aguda y alma perseverante. Y a pesar de su corta edad, la niña entiende cosas que los demás no logran comprender.

La criatura que está en la silla del unicornio de madera no sabe nada de eso, aún no.

Lo que sí sabe, de repente y con total certeza, es que está viva, definitivamente, y que está sola, definitivamente sola.

CAPÍTULO

Uno

Hace mucho tiempo, cuando las piedras no eran duras aún, sino blandas, y las estrellas no eran más que puñados de polvo, amé a un monstruo.

Parece que hubiera sido hace toda una eternidad, y tal vez así es, porque las cosas eran muy muy diferentes. Es cierto también que en esos tiempos la magia era benéfica y delicada, y estaba en todas partes. Pero sigue ahí siempre, si uno sabe dónde buscar. Al fin y al cabo, la luna sigue sonriendo de vez en cuando, y el mundo sigue girando como una bailarina en el firmamento.

De cualquier forma, no importa mucho cuándo y dónde sucedió todo.

La tierra es vieja y nosotros no, y eso no lo debemos olvidar.

CAPÍTULO

Dos

Supongo que siempre me han gustado los bichos raros. Incluso cuando era muy pequeñita, me atraían.

Entre más aterradores, apestosos o feos, mejor.

Pero claro que me agradaban todas las criaturas que hay sobre la faz de la Tierra… pájaros y murciélagos, sapos y gatos, los viscosos tanto como los escamosos, los nobles y también los humildes.

Pero me gustaban en especial los que nadie quería. Esos que el resto de la gente llamaba plagas, alimañas o incluso monstruos.

Mis preferidos eran conocidos como chilladores. Chillaban en las noches como gallos enloquecidos, por razones que nadie conseguía averiguar.

Eran malhumorados, como bebés cansados, y descuidados, como cerdos hambrientos.

Si uno molestaba a un chillador, azotaba su enorme cola y soltaba un hedor tan feroz como el de una letrina en el calor del mes de agosto.

Y los chilladores casi siempre estaban molestos.

Es lo que sucede cuando uno no hace sino recibir flechazos de las personas.

Los chilladores tenían dientes afilados como agujas, garras temibles, un par de ojos verdiamarillos, dos colmillos que se curvaban casi en espiral, y babeaban más que un perro a la hora de comer. No eran grandes Supongo que uno diría que eran del tamaño de un osezno. Su pelaje hirsuto era de color ciruela, y su cola parecía un montón de barras de avena quemadas y cubiertas de púas.

Yo era la primera en reconocer que los chilladores no eran precisamente bonitos, pero sentía cierta debilidad por ellos.

No sé por qué. A lo mejor yo sabía un par de cosas sobre lo que es formar parte del bando de los despreciados. Tal vez lo que pasaba es que el mundo entero iba en una dirección, y esa parte de mí que siempre llevaba la contraria empezaba a gritar: “Para el otro lado, Willodeen”.

Uno siempre debe estar del lado de los desvalidos, de los despreciados, ¿o no? Y a mí me parecía que los chilladores siempre habían sido los que llevaban la peor parte en los planes de la naturaleza.

Claro, ponerse del lado de cachorritos preciosos hubiera sido mucho más sencillo.

En fin, así estaban las cosas.

Se necesitaría alguien mucho más inteligente que yo para explicar por qué amamos las cosas que amamos.

CAPÍTULO

Tres

Vi mis primeros chilladores a los seis años. Estaba recogiendo zarzambuesas con mi pa. Y debía haber estado en la escuela, en realidad. Pero mi ma y mi pa se habían dado cuenta desde hacía mucho de que yo estaba más contenta por mi lado. Había tratado de asistir a las clases unas cuantas veces, pero siempre me sentía torpe e insegura entre los demás niños, y ellos parecían sentirse igual junto a mí.

No encontramos ni una sola fruta. No había llovido en mucho tiempo, y los arbustos se veían mustios y resecos. Estábamos a punto de darnos por vencidos cuando mi pa susurró:

—¡Willodeen!

Seguí su mirada. Y allí estaba ella, una chilladora echada junto a un árbol caído, con un amasijo de cinco bebés llorones que se retorcían a su lado.

En ese momento, nos vio. Azotó su cola contra el suelo, con toda la fuerza que tenía.

Yo ya sabía lo que venía después. Mi pa me había advertido.

Es difícil describir ese olor hediondo. Hay que imaginarse cien huevos podridos y luego agregar unas cucharadas de pescados muertos y una pizca de peste de zorrillo, y ya empieza uno a acercarse a lo que es en realidad.

—No es su culpa —dijo pa, tosiendo y resoplando—. Se sobresaltan con facilidad, los pobrecitos. Y la gente siempre los está molestando e incomodando.

—¿Por qué? —pregunté mientras me limpiaba las lágrimas que hacían que me ardieran los ojos.

—Insisten en que se comen el ganado. Que les matan las mascotas y acaban con las aves salvajes, pero no hay ni una palabra cierta en todo eso. Los he visto comer insectos y escarabajos. Se alimentan de caracoles irisados, larvas y gusanos —mi pa se frotó los ojos—. Claro que está el asunto de este olor apestoso. Hay quienes dicen que ahuyenta a los turistas —rio—, y tal vez eso sí sea cierto.

Nos alejamos lentamente del nido, sin hacer ruido, asfixiándonos con el olor apestoso. Mi pa sonrió en medio de todo eso.

—Esa chilladora está haciendo justo lo que se supone que debe hacer, mi niña —me dijo—. Está cuidando a los suyos lo mejor que puede. Como todos nosotros, mas y pas.

Y uno hubiera pensado que en ese momento nos iríamos, apestando y todo. Pero mi pa señaló una gran piedra cercana, y allí fuimos a sentarnos. Parecía que estábamos a suficiente distancia como para no incomodar a la mamá chilladora.

A mi pa le gustaban todas las criaturas, igual que a mí, y supongo que por eso teníamos tantas en los recovecos de nuestra casa y en el patio: cabras y liebres trepadoras, pollos y dibipatos, una pavarreal y una nutria de río ancianísima, tanto que ya no podía nadar. Nuestra eterna compañía de perros y gatos había aprendido desde hacía mucho que el resto de los residentes no eran sus presas.

—¿Ves con cuánta delicadeza los trata? —dijo mi pa, mirando a la chilladora acurrucarse con toda su camada.

—Los oigo a veces, de noche —comenté—. Me pregunto por qué hacen ese ruido, como aullidos chillones y estridentes.

—Nadie sabe la razón —contestó él—. A lo mejor son como los coyotes y los lobos… que simplemente deciden cantarle a las estrellas.

—Tal vez —sopesé la posibilidad—. Lástima que no puedan cantar más entonados.

Mi pa sonrió.

—La naturaleza es más sabia que nosotros, Willodeen, y probablemente nunca deje de ser así.

La mamá chilladora acarició a una de sus crías con el hocico.

—Quisiera que la gente no los odiara tanto —dije—. Ellos estaban aquí primero que nosotros, ¿cierto? No tiene ninguna lógica que los tratemos así.

Mi pa soltó un suspiro, cosa que casi nunca hacía, y me sorprendió.

—Si esperas que los humanos actúen de manera lógica, bien puede ser que valga la pena que te sientes, porque pasará mucho tiempo antes de que lo hagan —dijo.

CAPÍTULO

Cuatro

Tras lavar nuestra ropa con agua hirviendo y jabón de lejía, mi ma finalmente se dio por vencida y decidió quemarla.

—Malditos chilladores —murmuró durante el desayuno—. ¿Qué diablos les ven ustedes? No se pueden comer, porque saben tan mal como huelen. Son las criaturas más inútiles que he visto en mi vida.

Miré a mi pa por encima de la mesa y cruzamos una sonrisa.

—La naturaleza es sabia, y sabe más que nosotros, ma.

Mi pa guiñó un ojo y continuó:

—Y probablemente siempre será así.

Mi hermano Toby, de dos años y medio, escogió ese preciso momento para volcar su tazón de avena justo en su cabeza.

—Sombrero —anunció.

Mi ma miró al cielo y se quejó:

—Dame paciencia —lo decía a menudo. Y luego soltó la carcajada. Eso también lo hacía a menudo.

Tenía una risa genial, mi ma, alocada.

Nunca volví a salir a buscar zarzambuesas con mi pa.

Unas semanas después, él había muerto en el Gran Incendio de Septiembre, junto con mi ma y mi hermanito, al igual que muchos otros en el pueblo. La mayor parte de nuestros animales también murieron.

Yo sobreviví, a duras penas, y dos vecinas, Birdie y Mae, me acogieron en su casa.

Para cuando llegué a los diez años, ese incendio en particular ya había sido olvidado por mucha gente, desplazado en la memoria por otros desastres: derrumbes de tierra, fiebres, sequías, más incendios.

Casi parecía que la Tierra estuviera enojada con nosotros.

“La naturaleza es más sabia que nosotros”, solía decir mi pa. Pero a veces costaba creerlo.

CAPÍTULO

Cinco

Pasé mucho tiempo en cama después del incendio. Tenía quemaduras en las manos y en las plantas de los pies, pero el problema verdadero había sido el humo que se había metido a mis pulmones, cosa que me dificultaba respirar.

Mientras me restablecía, Mae y Birdie me enseñaron a leer y me dieron un libro sobre los dragones. Aprendí rápido, aunque mi recuperación iba despacio. (Había una escuela de una sola aula en el pueblo, que no era la gran cosa, y sólo unos cuantos niños asistían con regularidad. La mayoría trabajaban, si ya tenían la edad suficiente para hacerlo, o se mantenían al margen para no estorbar, si no alcanzaban la edad de trabajar).

Cuando mejoré, Mae y Birdie decidieron que ya estaba lista para salir y andar por el campo, y eso fue justamente lo que hice. Más que nada, quería estar a solas. Me sentía a salvo en las colinas. Yo era torpe y desmañada. Mis codos siempre se las arreglaban para chocar con las cosas más frágiles que pudiera haber en una habitación. Pero en el bosque, mi cuerpo se relajaba y me podía mover con facilidad, como un animal que formara parte de ese lugar.

Me gustaba estar sola. Desde que tengo memoria, la gente siempre me ha resultado difícil de entender.

Tras mucho pensarlo, había llegado a la conclusión de que la mayoría de las personas tenían una especie de reloj en la cabeza. Ese reloj les indicaba el momento adecuado para reírse de un chiste, o para acercarse a alguien y oír un secreto, o para comenzar una conversación, o para despedirse.

A mí me parecía que me faltaba ese reloj invisible, y siempre hacía todo con algo de retraso. O demasiado pronto, pero nunca justo en el momento adecuado. Yo era rara y recelosa. Así eran las cosas, al igual que mis ojos grises y mi pelo imposible, rojo y enmarañado como un rosal silvestre.

Pero yo no estaba completamente sola. Tenía a Duuzuu, mi mascota, un osibrí. Había sobrevivido al mismo incendio que yo, aunque sus alas habían quedado tan lastimadas por el fuego que nunca podría volver a volar bien.

Mae y Birdie lo habían encontrado entre los restos carbonizados de un sauce azul. Lo habían llevado a su casita para atenderlo y cuidarlo hasta que estuviera bien. Tal como habían hecho conmigo. Me imagino que creyeron que Duuzuu me daría algo de consuelo durante esos largos y duros días de convalecencia.

Si uno quisiera hacer un animal completamente opuesto a los chilladores, sería un osibrí. Los osibríes tienen todo lo que les falta a los chilladores.

Duuzuu era del tamaño perfecto para caber en un bolsillo de mi abrigo, y quedaba algo de espacio libre para una galletita (que obviamente se comería). Tenía las orejas redondas como monedas. Su pelaje parecía pelusilla de diente de león, y daban ganas de soplarle y pedir un deseo. Un par de alas brillantes brotaban de su lomo, y tenía grandes ojos siempre llenos de preguntas. Su negra cola sedosa se enrollaba sobre sí misma en espiral, como el retoño de un helecho. En el interior de su boca, que parecía tener siempre una sonrisilla, se ocultaba una lengua larga y pegajosa capaz de engullir insectos en un abrir y cerrar de ojos.

Duuzuu casi siempre estaba metido en mi bolsillo o posado en mi hombro. Podía volar un poco, pero lo más común era que anduviera tras de mí en una especie de carrera a grandes saltos. En la noche, sus ronquidos delicados me recordaban a un grillo bebé que estuviera aprendiendo a cantarle a la noche.

Él parecía satisfecho con su vida, aunque a mí me preocupaba que no tuviera contacto con otros de su especie. Una vez, en otoño, traté de acercarlo a otros osibríes. Lo dejé cerca de un sauce azul rebosante de nidos y me alejé, a pesar de lo que me costaba hacerlo.

Desafortunadamente, los osibríes que anidaban allí no quisieron tener nada qué ver con él. Ellos podían volar. Duuzuu era incapaz de mantenerse mucho rato en el aire. Y como los osibríes migran recorriendo grandes distancias cada año, Duuzuu no podría unirse a su bandada.

Así que era como yo. Diferente. Solitario. El fuego lo había dejado marcado para siempre.

De cualquier forma, parecía estar conforme con mi compañía. Yo esperaba que le bastara.

CAPÍTULO

Seis

La llegada anual de los osibríes era lo que le daba fama a nuestro pueblo. Venían migrando desde el norte en enormes bandadas que emborronaban el cielo y oscurecían las nubes, para acabar posándose en los sauces azules de nuestro valle. Y ahí permanecían hasta la primavera, cuando volaban de regreso a su otro hogar, una isla a cientos de kilómetros al norte.

Era impactante ver a esos animalitos aglutinados en los árboles, con sus alas relucientes vibrando. ¿Por qué habían escogido Siacaso? Nadie lo sabía bien. Parecía que era por algo relacionado con el suave clima del invierno y las arboledas de sauces azules, los únicos árboles en los cuales anidaban los osibríes.

Siacaso estaba situado en un valle rodeado por colina cubiertas de bosques, como un bebé en una verde cuna. El río Essex surcaba el valle, fluyendo perezosamente, como un torrente de miel. Nuestros sauces azules adoraban el río y se aferraban a las orillas con sus raíces, cual dedos nudosos. Y a los osibríes les encantaban los sauces.

Sus tiernas caritas y el arrullo encantador que emitían no eran las únicas razones que los hacían tan irresistibles. Eran también sus nidos, fabricados con refulgentes burbujas que absorbían la luz del sol y brillaban durante toda la noche, como si cientos de arcoíris en miniatura se hubieran reunido para una fiesta.

Nadie sabía bien cómo era que lograban la magia de construir sus nidos. Mascaban las hojas de los sauces, extrayendo la savia de alguna manera, para luego formar esas burbujas de paredes sólidas. Se adherían unas a otras y también a las ramas de los sauces, con asombrosa firmeza.

La mayoría de los años, en el pueblo se celebraba la Feria de Otoño para marcar la llegada de los osibríes, y acudían también visitantes de todas partes, de cerca y de lejos. Cuando tenía siete años, tuvimos que cancelar la feria debido a un derrumbe de tierra al norte del centro del pueblo. Y cuando tenía nueve, el humo de un incendio en una serranía cercana alejó a los visitantes.

Pero incluso sin esos inconvenientes, todos habíamos notado que cada vez menos osibríes venían al pueblo. Cada otoño, los sauces se veían de un azul plateado. El aire adquiría esa sensación fría y vivificante, como si mordieras una manzana crujiente. Y nosotros seguíamos preparándonos para las oleadas de visitantes. Pero algo había cambiado.

Era preocupante, por decir lo menos. Siacaso dependía del dinero que traían los turistas. Las posadas se abarrotaban de gente que compraba comida y chucherías. Un niño, llamado Connor Burke, fabricaba osibríes con corteza y ramas de sauce, y los vendía como recuerdos. Mae vendía sus gruesos chales tejidos. Nedwit Poole, el panadero, preparaba pastelillos en forma de osibrí, rellenos de mermelada.

El resto del año, hacíamos lo que podíamos para subsistir. Cuidábamos los huertos. Algunos trabajaban en el aserradero. Pescábamos en el río y cazábamos en el bosque. Un puñado de hombres tenían trabajo tendiendo las vías para el tren de vapor que rodeaba el pueblo.

Pero los osibríes y la Feria de Otoño eran lo que siempre nos mantenía a flote durante los meses de escasez.

Yo casi siempre evitaba la feria, con sus multitudes que me hacían sentir como si fuera a asfixiarme. ¡Tanto ruido! ¡Tanta alegría forzada!

A menudo veía niños allí, algunos que reconocía de mis poquísimas idas a la escuela. Andaban por ahí en manada, como perros salvajes. Luego de que pasaban a mi lado, podía oírlos aullando de risa.

A veces me preguntaba cómo sería tener un amigo o una amiga. Cómo sería estar tan a gusto conmigo misma que pudiera estar a gusto con alguien más.

Pero era lo suficientemente feliz. No necesitaba las complicaciones y la confusión que puede venir con la amistad.

Por lo general, podía resistir unos cuantos minutos en la feria antes de retirarme a algún lugar silencioso y seguro. Me encantaba mirar a los osibríes, claro. Pero eran los chilladores los que más me interesaban, y los que más me preocupaban.

Cada otoño veíamos menos y menos osibríes, cuando yo tenía casi once años, los chilladores habían desaparecido casi por completo.

Yo parecía ser una de las pocas personas que lo había notado.

Y estaba casi segura de ser la única a la que le importaba.