ESPARTA

 

 

 

PHILIP MATYSZAK

 

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Título original: Sparta. Fall of a Warrior Nation

Diseño de la cubierta: Edhasa, basado en un diseño de Jordi Sàbat

Ilustración de cubierta: Detalle del monumento de Leónidas en las Termópilas, Grecia. Shutterstock

Primera edición impresa: febrero de 2022

Primera edición en e-book: febrero de 2022

© Philip Matyszak, 2018

© de la traducción: Julieta Lionetti, 2022

© de la presente edición: Edhasa, 2022

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ISBN: 978-84-350-4848-4

Producido en España

Notas

1 Esparciatas eran todos los varones mayores de treinta años que disfrutaban de todos los derechos y formaban parte del cuerpo cívico de la ciudad. (N. de la T.)

2 Clase social compuesta por los habitantes de Lacedemonia sin ciudadanía plena. Controlaban el comercio y los negocios, las artesanías y las manufacturas, que incluían la fabricación de armas y armaduras para el ejército espartano. En Esparta, las actividades comerciales y lucrativas se consideraban indignas. (N. de la T.)

3 Grupo de pobladores de Tesalia en estado de sometimiento, comparable al de los ilotas con respecto de Esparta. (N. de la T.)

4 Gran Reta se llamaba a la constitución de Esparta, atribuida al legislador Licurgo. (N. de la T.)

5 Kleros, en griego clásico, era el lote de tierra del que un ciudadano de pleno derecho tenía el usufructo de por vida. (N. de la T.)

6 De móthakes, palabra dórica que significa «hermanastro». Se usaba en Esparta para designar a una clase social compuesta por hijos naturales de esparciatas, espartanos nacidos fuera de la polis y descendientes empobrecidos de esparciatas que habían perdido el derecho a la ciudadanía plena.

Bibliografía

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ESPARTA

Introducción

Este libro cuenta la historia de la caída de Esparta. En los próximos capítulos, seguiremos el descenso de Esparta a lo largo de tres siglos, desde una inicial posición de poder, siendo Esparta una nación admirada, respetada y temida, hasta la de un estado insignificante en el Peloponeso, vulnerable ante sus depredadores vecinos y casi universalmente ridiculizado y malquisto. En griego, la palabra «historia» significa «indagación», y dicha indagación es el corazón de esta obra. ¿Qué le pasó a Esparta? ¿Cómo cayó tan bajo? ¿Se habría podido evitar? ¿Y qué lecciones podemos aprender de su caída?

Nuestra historia comienza en el período que sigue al desastre de la batalla de Platea, en el 479 a. C. En ese momento, Esparta era indiscutiblemente el estado más poderoso de Grecia. Cómo se perdió dicho liderazgo y con ello la autoridad moral es uno de los temas que abordaremos. A su vez, estudiaremos de qué manera el pensamiento de los lideres espartanos acerca de la concentración de poderes y de lo que era bueno para Esparta, y sólo para Esparta, fue a la vez una idea corta de miras y, a largo plazo, muy perjudicial.

La guerra del Peloponeso habría debido garantizar a Esparta el dominio de Grecia, de la misma forma que las guerras Pírricas determinaron el dominio de Roma sobre la península itálica. Pero mientras Roma continuó y fundó un imperio, Esparta avanzó hacia un colapso caótico. La mayor parte del contenido de este libro se dedica a la guerra del Peloponeso y sus consecuencias, precisamente por la importancia que tiene mostrar por qué, aunque en apariencia Esparta salió triunfante del conflicto, la victoria fue muy diferente de la que se había conseguido contra los persas en el siglo anterior. De aquélla, Esparta salió convertida en una sociedad segura de sí misma y como un modelo para los griegos de su tiempo. Sin embargo, tras la guerra del Peloponeso, la autoridad moral de Esparta estaba hecha jirones; su sociedad, fracturada, y su capital político, derrochado. Esparta ganó la guerra, pero al mismo tiempo perdió Grecia.

Conforme seguimos los intentos de Esparta por mantener la hegemonía en Grecia después de la guerra del Peloponeso, se nos revela como nunca antes su esterilidad intelectual. Atenas estaba lejos de ser admirable en muchos sentidos, pero nadie le negaba que tenía mucho que ofrecer. Los atenienses estaban impulsando el avance del género humano con las artes, la ciencia y la filosofía, con una libertad intelectual y una ambición ilimitadas (y a menudo perturbadoras). En un primer momento, Esparta también parecía simbolizar algo: la nobleza del sacrificio, el poder de la disciplina y el uso de estos atributos para luchar por la libertad de la diminuta Grecia contra un imperio formidable y expansionista. Sin embargo, a cambio del dominio de Grecia, los espartanos obviaron todas esas cualidades por las cuales era admirada y cedieron ante los persas a cambio de respaldo político y un montón de dinero. A partir de ahí, Esparta vivió con un conservadurismo huero combinado con un militarismo amoral que no tenía más propósito que mantenerse en el poder.

Como era de esperar, el resto de Grecia rechazó este comportamiento con vehemencia. Así, por ejemplo, cuando Tebas comenzó a ganar predominancia, lo que representaba era «no ser Esparta». Para entonces, Esparta producía tanta antipatía que gran parte de Grecia se alineó con Tebas. Por ejemplo, en «el siglo III, se decía de los tebanos, de forma completamente peyorativa, que «actuaban como espartanos». Esto mismo, dos siglos antes habría sido un gran elogio.

Mientras los romanos ampliaban su cuerpo cívico (a veces mediante la incorporación a gran escala de comunidades enteras, aunque no quisieran), los espartanos se negaban en redondo a compartir la ciudadanía o el poder, tanto con sus aliados como con otros pueblos de Lacedemonia, e incluso ni siquiera con aquellos de sus propios habitantes considerados «inferiores». Para un esparciata,1 había muchas maneras de perder su rango, pero sólo podía obtenerlo por linaje. Como veremos, esto significó que, a lo largo de los siglos, los privilegios que conllevaba el rango de los esparciatas estuvieran contenidos a un círculo cada vez más restringido, si bien este elitismo fuera en contra del bienestar del Estado que ellos mismos decían personificar.

En resumen, este libro es el estudio de una espiral social descendente y una lección práctica sobre los peligros del egocentrismo corto de miras en las relaciones entre estados. La caída de Esparta no fue inevitable, y las enseñanzas de cómo se habría podido evitar esa caída no son sólo aplicables a Esparta. Para sus admiradores (y hay muchos) la tragedia de esta historia no es que Esparta sucumbiera; la tragedia reside en aquello en lo que Esparta se convirtió antes de caer.

Capítulo 1

El estado de la nación.

Esparta en el 478 a. C.

Si bien las batallas de Platea y Mícala en el año 479 a. C. no habían significado el fin de las guerras médicas, al menos las habían llevado a punto muerto. Con el cese de las hostilidades, Esparta se encontró en una encrucijada. Cuando Persia amenazó a la península, todos los griegos habían recurrido a Esparta en busca de liderazgo, y Esparta había cumplido. Y en verdad se convirtió en líder de todos ellos, pues, pese a que los comandantes espartanos se desempeñaron mal en dirección militar y habilidades tácticas, la capacidad de lucha de los hoplitas espartanos salvó la reputación de la ciudad en cada ocasión. En consecuencia, Esparta salió de las guerras médicas admirada y respetada por el resto de Grecia.

El asunto era ¿qué pensaba hacer Esparta a partir de ese momento? Si los espartanos lo deseaban, la hegemonía permanente en la Liga Helénica estaba a su disposición. A su vez, esto habría significado extender los horizontes espartanos más allá del Peloponeso, hasta la costa de Anatolia, e incrementar su poder de la Liga del Peloponeso a las ciudades-estado del mar Egeo. Era un papel complejo y exigente, pero, sin duda, muchos espartanos hubiesen estado encantados de asumirlo.

Desde luego, entre ellos estaba Pausanias, el general que había comandado –con cierto grado de incompetencia– en la batalla de Platea y que ahora disfrutaba de su papel de representante de los intereses de Esparta en el exterior. Sin embargo, como muchos otros espartanos que se aventuraron fuera de los límites de su sociedad, Pausanias se demostró incapaz. Las ciudades griegas con las que tenía tratos lo juzgaban arrogante y arbitrario, y un creciente flujo de quejas sobre su conducta comenzó a llegar a los éforos de Esparta.

Tal vez haya sido esta «ingratitud» de los estados griegos liberados lo que provocó que los espartanos se retiraran activamente de la Liga Helénica. Otros historiadores, y también algunos de los contemporáneos griegos, lo vieron como un ejemplo del conservadurismo espartano, de la incapacidad y falta de audacia para consolidar la posición de la ciudad como el principal estado de Grecia. Con los espartanos aparentemente desinteresados, el control de la Liga cayó en manos de los emprendedores, ambiciosos y amorales atenienses, un pueblo cuyo apetito por los retos nunca ha sido puesto en duda.

Sí es cierto que Esparta siempre fue insular y provinciana. La ubicación de la ciudad en el sur del Peloponeso presuponía que no podía ser de otra manera. Agradable como era su situación en las orillas del río Eurotas, Esparta nunca iba a convertirse en una metrópolis internacional, porque tampoco era la más accesible de las ciudades. La aproximación por el mar era peligrosa, incluso en los meses en que la temporada era buena para la navegación. La única ruta posible era por el sur, donde los cabos gemelos de Malea y Ténaro tenían una reputación temible por los naufragios habidos allí. Estos dos promontorios cerraban virtualmente cualquier acercamiento a Lacedemonia desde el este y el oeste. A cada lado del valle del Eurotas, había cordilleras con pasos que iban de abruptos a totalmente inaccesibles. Debido a las dificultades geográficas para el acceso a la ciudad, durante gran parte del año la única vía de aproximación era por el norte, a través de una serie de pasos de montaña retorcidos. En consecuencia, Esparta era una ciudad diseñada por naturaleza para ser un remanso, apartada de la agitada lucha política griega. Mientras el mundo entero podía enviar, y por tanto enviaba, visitantes y mercancías a través de los puertos de Atenas y Corinto, raro resultaba ver extranjeros en Esparta (y no especialmente bienvenidos), y los bienes comerciales, escasos.

Aun así, y a pesar de las desventajas naturales de la ubicación de la ciudad, durante los siglos previos Esparta se había convertido en la nación más destacada de Grecia. Este ascenso, y casi todo el resto de los rasgos significativos de la vida espartana, tenían una causa fundamental: Mesenia. Es difícil sobrestimar el efecto de Mesenia sobre Esparta (y viceversa). A lo largo de la historia de la Grecia clásica, los dos estados compartieron una relación nefasta y disfuncional que, para los espartanos, era tanto una suerte como una maldición, y, para los mesenios, una maldición inexcusable.

Fue la conquista de Mesenia, en el siglo VIII a. C., la que propulsó a Esparta a ser uno de los estados principales de Grecia. La riqueza agrícola de Mesenia se convirtió en la principal economía de Esparta; dado que la población sometida de Mesenia trabajaba esas tierras para los espartanos, éstos pudieron mantener lo que en la época fue la única casta de guerreros profesionales de la península. Así, los que eran considerados ciudadanos plenos (los esparciatas) no hacían otra cosa que entrenarse para la guerra, para lo que estaban especialmente dotados. Durante la mayor parte del siglo que precedió a las guerras médicas, cualquier estado que se enfrentara a los espartanos en batalla perdería, y esta percepción era la base de buena parte del respeto que les tenían.

De todos modos, hubo un lado oscuro en la conquista de Mesenia. Si con ello Esparta se convirtió en el estado hegemónico de Grecia, mantener el territorio supuso para Esparta un reto complicado. El control de Mesenia no era barato ni fácil; en parte, porque los mesenios y los espartanos se parecían mucho: orgullosos, implacables y obstinados. Ciertamente, éste es el motivo por el cual la conquista original de Mesenia llevó tanto tiempo y conllevó que Esparta se empleara tanto en el empleo de trucos sucios y la diplomacia desleal como en el esfuerzo militar.

Sin embargo, la mayor dificultad para Esparta residía en la gran diferencia entre los espartanos y los mesenios: éstos eran mucho más numerosos, y la tierra que ocupaban, más extensa y próspera. A veces, cae en el olvido que la poderosa Esparta era, en realidad, una confederación de cuatro aldeas. En una estimación aproximada, el «área metropolitana» de Esparta se reducía a unos 130 kilómetros cuadrados, con unos treinta mil ciudadanos. En pleno rendimiento, la Esparta del siglo V podía poner cinco mil hoplitas en el campo de batalla, aunque esta cantidad se veía incrementada considerablemente por las contribuciones de otros pueblos de Lacedemonia habitados por los perioikoi2 y miembros de la Liga del Peloponeso.

Mesenia, en cambio, con unos 28 000 kilómetros cuadrados de extensión, era unas doscientas veces más grande que Esparta, aunque la cifra se exagera por la inclusión de vastas áreas de cordillera y desierto. Aun así, incluso si asumimos que sólo el veinte por ciento de Mesenia estuviera ocupada por hombres, era unas diez veces más grande. Este hecho se refleja en las cifras de población. A pesar de la inexistencia de nada que se parezca a unas estadísticas espartanas, se pueden hacer algunas estimaciones a partir de las investigaciones arqueológicas y del número de ilotas que los espartanos llevaron a la batalla de Platea (35 000, según Heródoto).

Estos datos, en combinación con un estudio sobre la población de Mesenia en el siglo XIX (momento en que el desarrollo agrícola era parecido), han llevado a los historiadores a extrapolar una población de unos 130 000 o 175 000 mil mesenios. Cuántos de ellos habrían formado parte de un ejército de liberación es imposible de discernir, más teniendo en cuenta los deliberados y despiadados esfuerzos de los espartanos para evitar que formaran un ejército semejante.

De todas maneras, es revelador que los espartanos operasen con la regla de que cada esparciata tenía que ser el equivalente militar de siete o diez mesenios. Esto no da como resultado un ejército potencial de 50 000 mesenios, porque los espartanos eran lo bastante realistas como para reconocer que, si debían acometer una guerra sin cuartel contra los mesenios, también tendrían que vérselas con otros enemigos oportunistas. Sin embargo, podemos suponer que Mesenia era capaz de juntar a 25 000 mil guerreros, mal armados, pero muy entusiastas, y con muy poca antelación. En otras palabras, aunque no tuviera que enfrentarse a ningún otro enemigo y sin otros compromisos en el exterior, el ejército espartano arrancaba con una desventaja numérica de cinco a uno.

En resumen, al ocupar Mesenia, los espartanos tenían a un tigre agarrado por la cola, y eran muy conscientes de esta realidad. Como Aristóteles señaló acerca de los ilotas y otras poblaciones sometidas similares en Tesalia:

Porque los penestas3 de Tesalia realizan frecuentes ataques contra los tesalios, tal y como lo hacían los ilotas contra los lacedemonios; de hecho, se los puede describir como perpetuamente al acecho para sacar ventaja de las desgracias de sus amos.

(Aristóteles, Política, 2.9)

Una vez conquistada Mesenia, los espartanos no tenían más alternativa que seguir ocupándola. Durante generaciones, los mesenios habían sentido animadversión contra Esparta, y, si por alguna razón los espartanos abandonaban sus tierras y dejaban a los mesenios a su propia merced, pocos dudaban de cuál sería la primera acción de una Mesenia libre: asegurarse de que Esparta nunca pudiera volver a por ellos y que, preferentemente, se convirtiera en una estragada pila de escombros humeantes. En otras palabras, la ocupación de Mesenia era condición indispensable para la continuidad de la existencia de Esparta.

La técnica espartana para el control de Mesenia fue básicamente un reinado de terror. Cualquier mesenio que mostrara señales de oposición o iniciativa, sin importar cuán inofensiva fuera la dirección que tomaba, era asesinado sin demora por la krypteia, una organización de jóvenes espartanos dedicada a este fin. Para legitimar estos asesinatos, las autoridades espartanas declaraban de forma habitual hostilidades contra los ilotas al comienzo de cada año, de manera que pasaban por actos de guerra. A pesar de esto, había épocas en las que se consideraba necesario tomar medidas más radicales, y, como se verá, los espartanos tampoco se acobardaban ante ellas.

En definitiva, la ocupación espartana de Mesenia había supuesto unos siglos de opresión intransigente, y los espartanos eran odiados en todas partes, pues dejaban víctimas por doquier, de modo que podemos atribuir a esto su falta de interés en expandirse o aventurarse a otros territorios, más que al conservadurismo o el retraimiento innato a Esparta. La razón por la que todo varón espartano era un guerrero, por la que la nación estaba implacablemente optimizada para la guerra, es que Esparta debía tensar sus nervios para mantener Mesenia bajo control.

Esparta tenía sólo cinco mil guerreros. La historia ha demostrado que esta cantidad era suficiente para oprimir a Mesenia, pero no dejaba demasiadas reservas para ninguna otra cosa. La idea de que el ejército espartano pudiera marcharse durante meses a una campaña por Anatolia era una fantasía. Estados como Atenas sí eran capaces de enviar a casi todos los varones en buena condición física a una aventura en el exterior, confiados en que contaban con el sólido apoyo de los que se quedaban en casa. El ejército espartano no conocía esos lujos. En el momento en que los ilotes se dieran cuenta de que sus opresores podían no volver, no sólo se sacudirían las cadenas, sino que también descenderían sobre Esparta con la intención de aniquilar a base de sangre tres siglos de rencores.

Ésta era la realidad de la política exterior de los espartanos, y una realidad que se esforzaban mucho por ocultar a sus vecinos. Y sobre ello basaban todas sus acciones los espartanos: «¿Cómo afectará esto a nuestro control de Mesenia?»; si la respuesta resultaba ser evitar conflictos en el exterior y mantener el ejército espartano lo más cerca posible de casa, era del todo previsible. Es decir, si Esparta era conservadora, se debía a que los espartanos tenían mucho que perder de cualquier cambio del statu quo; si a veces los espartanos parecían retraídos, se debía a que tenían mucho que temer.

En un libro complementario a éste (Philip Matyszak, Sparta. Rise of a Warrior Nation, 2017) se ha de mostrado que, conforme Esparta expandía su poder hacia el norte del Peloponeso, quedó en evidencia que un sometimiento similar al que habían aplicado con los mesenios no era posible con los vecinos más septentrionales. En pocas palabras, todo lo que Esparta podía hacer era retener a la población sometida que ya poseía, sin aumentarla. Sin embargo, aun así, lugares como Tegea y Arcadia tenían que ser incluidos en la hegemonía espartana por simple autoconservación. Tiempo atrás, ambas habían tenido un malsano interés en arrastrar a Mesenia a sus propias luchas políticas. Si esas luchas eran contra Esparta, sembrar cizaña era una perturbación garantizada y, en otras situaciones, no cabía duda de que cualquier estado que sacara a Mesenia de las garras de Esparta tendría un aliado poderoso y profundamente agradecido por siempre.

Y, en verdad, éste era el propósito principal de la Liga del Peloponeso, que constituía menos un instrumento con la intención de usarse contra enemigos lejanos que un medio con el cual prevenir que otros enemigos se unieran contra Esparta. Después de todo, la mejor manera de evitar alianzas contra Esparta era tener a los pueblos comprometidos en una alianza con Esparta…, y, bajo juramento, ayudar a Esparta contra cualquiera que se demostrara proclive a ir enfrentarse a ella. La intención quedó clara desde un principio. Los estados miembros no tenían ninguna obligación ni ningún tratado con nadie más; sus alianzas eran sólo con Esparta.

Efectivamente, la Liga del Peloponeso se había formado para proteger a Esparta de aquellos estados que componían su membresía, y Esparta no tenía ningún interés en ampliarla. No había ninguna razón para incluir, por ejemplo, a las ciudades del litoral de Anatolia. En las mentes espartanas se concebía que el peligro para la ciudad era directamente proporcional a la cercanía de los estados con respecto de Mesenia. Las ciudades al otro lado del Egeo estaban demasiado lejos para ser una amenaza y, por tanto, no tenía ningún sentido adherirlas a la Liga. Si, tal y como se supone a veces, la Liga del Peloponeso hubiese sido, de hecho, un instrumento del imperialismo espartano, agregar ciudades-estado lejanas habría incrementado el alcance y el poder de la Liga. Pero éste no era el objetivo de la Liga. No se trataba de expandir las posesiones de Esparta, sino de ayudar a Esparta a conservar lo que ya tenía.

Por supuesto, había un estado del Peloponeso que no era miembro de la Liga: Argos. Se podría pensar que esta ciudad antigua y poderosa podía suponer una amenaza significativa para Esparta, sin embargo, la generación anterior a las guerras médicas desaprovechó la oportunidad de destruir Argos por completo. ¿Por qué?

Pensándolo bien, se puede argumentar que la existencia de Argos era lo bastante beneficiosa como para que Esparta tuviera interés en que siguiera siendo poderosa…, hasta cierto punto. Para empezar, en Argos, como en cualquier otra ciudad griega de la época, la guerra era casi un pasatiempo de temporada para los hoplitas. Históricamente, los argivos tenían la costumbre de pelear contra sus vecinos más pequeños y débiles. Por tanto, así los espartanos podían de mostrar a otros miembros de la Liga que únicamente su alianza con Esparta era la que hacía que Argos los dejara en paz. La defección de la Liga podía o no podía significar una guerra con Esparta, pero más temprano que tarde, ciertamente, significaría guerra con Argos.

Este argumento funcionó tanto con miembros menores de la Liga como con el más grande e incómodo de los aliados de Esparta: Corinto. En cierta medida, la política peloponense consistía en una recelosa interacción entre tres poderosas ciudades-estado: Esparta, Argos y Corinto. Rica, sofisticada, cosmopolita y ligeramente decadente, Corinto no tenía absolutamente nada en común con Esparta, salvo la única cosa que les hacía mantener una alianza: el deseo de tener a Argos bajo firme control. Por lo tanto, Esparta y Corinto combinaban fuerzas para controlar a la tercera, Argos. Si se eliminaba a Argos de la ecuación, la desventaja era real, ya que también se eliminaba lo único que mantenía a Esparta y Corinto como aliados. Sin Argos, en lugar de dos ciudades poderosas intimidando a una tercera, Esparta y Corinto, casi iguales en poder, habrían quedado enfrentadas irremisiblemente, lo que podía suponer un grave deterioro de las ventajas anteriormente expuestas.

En otras palabras, Esparta necesitaba la Liga del Peloponeso y, para mantener dentro de la Liga a los miembros, importantes y pequeños, necesitaba también a Argos. Y Argos debía ser hostil pero relativamente impotente. Tal vez no sea una coincidencia que esta condición describa en líneas generales a Argos, tanto en la época previa a las guerras médicas como de allí en adelante.

Por consiguiente, si observamos la posición de Esparta inmediatamente después de las guerras médicas, podemos ver que los líderes tenían buenas razones para sentirse satisfechos. Es decir, si tenemos en cuenta que el objetivo primordial de los espartanos en política exterior era asegurarse de que nada amenazaba su dominio de Mesenia, entonces todo estaba correcto. Los pueblos cercanos a Esparta eran aliados o súbditos, y los más lejanos la miraban ya fuera con respeto cauteloso ya con admiración absoluta.

La hegemonía espartana había sido esencial para unificar a los griegos contra el invasor persa, en parte debido a la alta consideración en la que entonces se tenía a Esparta. Sin embargo, esta unidad griega también se dio, en parte, porque los espartanos dejaron claro que, si la invasión persa era rechazada con éxito, tendrían un ajuste de cuentas con cualquiera que abandonara las filas. Y, de todos los estados griegos, Esparta era el mejor equipado para cumplir con esa amenaza.

Ahora que Grecia estaba a salvo, tras haber rechazado la invasión persa, cabe poca duda de que tanto Esparta como Persia habrían negociado sin ningún problema la paz de haber alguna manera de hacerlo y salvar las apariencias. Desde el punto de vista persa, una derrota de la magnitud que acababan de sufrir tenía repercusiones en todo su imperio. La multitud de pueblos que conformaban los dominios de Persia tenían poco en común entre sí salvo el máximo respeto a su ejército. Cuando la noticia de la derrota se propagara a lo largo y ancho del imperio, sería inevitable que las naciones propensas a la independencia se decantaran por rebelarse. Esto era especialmente peligroso con respecto de los egipcios, conscientes de sus miles de años de historia como estado independiente y acerbamente resentidos con el control persa. Es muy probable que, en este contexto de disturbios internos, el rey de reyes persa Jerjes ejecutara al gobernador Bactra, de ideas independientes, más que como lo describe Heródoto (Libro IX, pp. 110 y sigs.), en una escabrosa historia de enemistades dentro del harén.

En vista de las circunstancias, cabe suponer que los persas habrían preferido fingir que la aventura griega nunca había ocurrido y se habrían inclinado por desentenderse de los recalcitrantes y enojosamente bien armados pueblos del oeste. Entonces podrían ponerse manos a la obra para calmar a las agitadas naciones que querían escapar de su control, y luego volver a centrarse en expanderse hacia territorios más provechosos. El problema de Persia era la percepción pública, ya que sellar la paz en ese momento sería visto como una clara admisión de la derrota, y los persas todavía no estaban preparados para eso. Por razones propagandísticas, debían fingir que, aunque sus planes habían sufrido un revés, la conquista de Grecia aún era una empresa en ciernes y que su invencible máquina guerrera sólo estaba maniobrando para encontrar un nuevo camino por donde rodear los obstáculos actuales. Así que Persia continuó la guerra con los griegos, aunque se cuidaba de entrar en la menor cantidad de hostilidades reales posibles.

Para Esparta, las guerras médicas habían sido una lucha para mantener a los persas alejados de Grecia y, una vez conseguido el objetivo, tenían pocos motivos para seguir luchando. Esparta había mostrado poco apego o interés por las ciudades de Jonia, a las que consideraba como una distracción para que los atenienses no se entrometieran, pero ahora que Esparta había obtenido la supremacía de la Liga Helénica, esas ciudades confiaban en que los espartanos mostraran su liderazgo, pero los desconcertados espartanos no sabían cómo hacerlo.

Una paz con Persia que dejara a las ciudades jónicas a su suerte habría sido ideal. En cualquier caso, los jónicos vieron una oportunidad de dañar al coloso persa mientras estaba herido. Querían continuar la guerra, con o sin Esparta. Y tampoco los espartanos estaban unidos en este asunto: algunos dieron la bienvenida a la oportunidad de consolidar la hegemonía de la ciudad sobre todos los pueblos griegos; otros, mirando nerviosamente por encima del hombro a las montañas mesenias, discreparon sobre el asunto con pasión. Por tanto, es un error suponer que internamente Esparta viviera en paz.

Por cierto, el sistema de la Gran Reta4 había demostrado su valía. Los trescientos de las Termópilas habían muerto sin quejas, incluso con orgullo, y, aunque el generalato los había dejado expuestos ante un enemigo que los superaba cinco veces en número, los hoplitas se habían mantenido firmes y decididos y finalmente habían triunfado en Platea. Por lo tanto, ¿en verdad lo único que debía hacer Esparta para continuar su éxito futuro era mantener el sistema y conseguir guerreros como aquéllos? En Grecia se conocía el carácter espartano: lacónico pero calculador, honorable hasta el extremo, indiferente tanto al dolor como al lujo y siempre disciplinado e impávido. Sin duda, los espartanos eran tan insulares que muy pocos griegos los habían tratado cara a cara en un entorno social. Por ello, del liderazgo de Esparta de la Liga Helénica surgió un problema inesperado: puso a otros griegos en contacto estrecho con los espartanos que estaban al mando. Demasiado a menudo, la realidad trajo consigo la decepción. La mística espartana se demostró penosamente vulnerable a los muy humanos puntos débiles de los espartanos de carne y hueso.

De esta manera, no puede sorprender que, lejos de estar serenamente satisfechos, el liderazgo espartano se desgarrara en un debate virulento sobre cómo aprovechar mejor su éxito. Una de las mayores ventajas de la constitución espartana era que el poder estaba dividido entre los aristócratas, los reyes y los éforos. En el plano social, los ciudadanos también eran animados a creerse homoi, iguales. Por el contrario, la desventaja era que, en un momento que requería una autoridad y una dirección claras, las diferentes facciones de la clase dominante tenían ideas muy claras pero incompatibles. La paz, la satisfacción serena y la armonía interna, dividió a Esparta hasta el punto de que fue incapaz de formular cualquier política exterior coherente.

En consecuencia, sus aliados contemplaron el frustrante espectáculo de cómo Esparta perseguía varios objetivos, antagónicos entre sí, y sin dedicarse a ninguno con determinación. Para una mirada ajena, esto resultaba un titubeo vacilante y era lo más lejano a la imagen que Esparta quería o necesitaba dar. En el mismísimo momento de mayor triunfo, las primeras grietas del sistema se estaban haciendo evidentes de manera alarmante.

Capítulo 2

Las primeras grietas

No sorprende que uno de los más entusiastas partidarios de que Esparta se mantuviera a la cabeza de la Liga Helénica y de que el poder espartano debía proyectarse al exterior fuera quien, en aquel momento, ostentaba el mayor cargo. Se trata de Pausanias, comandante espartano de la Liga Helénica. A menudo se sugiere que la principal razón por la que Pausanias tenía el deseo de que Esparta –y en consecuencia, él mismo– encabezara los asuntos griegos era que él no era el cabecilla de la ciudad-estado y que, por eso, abandonar la posición hegemónica en la Liga Helénica implicaría un descenso de categoría.

Pausanias no sólo no era el líder de Esparta, tampoco era el rey. Apenas era un regente que cubría el cargo hasta que Plistarco, el verdadero rey, alcanzara la madurez. Cuando el ahora venerado rey Leónidas cayó en la batalla de las Termópilas, en el 480, su hijo había heredado el trono, pero era demasiado joven para ejercer sus funciones. En origen, la regencia había recaído en un hermano de Leónidas, pero Pausanias, como miembro de la dinastía de los agíadas, consiguió la regencia tras la muerte del hermano del rey, y ahora desempeñaba funciones reales en nombre de su sobrino. Sin embargo, una vez que Plistarco alcanzara la mayoría de edad, Pausanias tendría cierta influencia, pero poco poder.

Hay que reconocer que la realeza espartana hacía largo tiempo que había dejado de ser una autocracia dentro de Esparta, ya que había sido desjarretada por la institución de los éforos (jueces) desde al menos el siglo VIII a. C. («Porque el poder de los éforos es excesivo y dictatorial, hasta los reyes espartanos tienen que postrarse ante ellos», señala Aristóteles jovialmente [Política, 2.9], y agrega que, como no siempre eran ricos, los éforos tenían una debilidad por los sobornos muy poco espartana). Aun así, la dignidad real era un lugar desde el que un hombre ambicioso podía obtener una posición de poder.

El rey Leotíquidas y «el dominio del norte»

Por supuesto, además de un regente y de un muchacho joven, Esparta también tenía un rey en edad de reinar. Su constitución era adversa a la autocracia, de manera que garantizaba que la más alta función, la dignidad real, no sólo estuviera sujeta a la supervisión de los éforos, sino que, además, fuera compartida por dos familias reales, lo que se conoce como «diarquía». Pausanias, a través de Plistarco, reinaba por la dinastía agíada. Su homólogo en la familia real de los europóntidas era Leotíquidas, diarca que había gozado de éxito durante las guerras médicas, pues había sido el comandante de las fuerzas que habían destruido a la flota persa en Mícala en el 479 (una proeza lograda el mismo día que Pausanias derrotó al ejército en Platea, en la Grecia continental).

A pesar de esta historia compartida de victorias sobre los persas, parece que ambos líderes tenían visiones diametralmente contrarias sobre el papel de Esparta en el futuro. Mientras Pausanias miraba hacia el este para interactuar con Persia y las ciudades griegas de Anatolia, Leotíquidas estaba resuelto a asegurar el liderazgo de Esparta en la Grecia continental y a reducir al resto de los griegos a la categoría de súbditos aliados, tal y como ya lo eran las naciones del Peloponeso.

Estos dos proyectos –el de Pausanias, que proyectaba el poder griego en el exterior, y el de Leotíquidas, que, en simultáneo, buscaba el control de los griegos– eran excepcionalmente difíciles de combinar en una política coherente, pero no imposibles. De hecho, los atenienses iban a tener una buena oportunidad de lograr esta misma hazaña un decenio más tarde. No obstante, los atenienses contaron con la ayuda de las magistrales habilidades políticas de Temístocles, y después de Pericles, mientras que la política exterior de Esparta estaba articulada por los éforos.

Así como los reyes espartanos (y sus regentes) ejercían su máximo poder cuando operaban fuera de Lacedemonia, los éforos tomaban las decisiones en su interior. Siempre conscientes de su papel de mantener a raya a los reyes de Esparta, no es de extrañar que los éforos desearan que los soberanos dejaran las aventuras en el exterior y volvieran a la polis, donde quedaban bajo el firme control de los jueces. Por consiguiente, mientras los diarcas agíadas y euripóntidas perseguían cada uno por su lado una política exterior diferenciada, alegres e indiferentes a lo que hacía el otro, los éforos trabajaban en su propio terreno, a menudo socavando los esfuerzos de ambos.

Debido a la natural tendencia humana de mezclar el bien general con el rédito personal, es probable que, por lo menos al principio, todos ellos creyeran genuinamente que estaban trabajando en el mejor interés de Esparta a la vez que en el suyo propio. Ninguna de las tres partes parece haber sido consciente del efecto desmoralizador que sus políticas inconexas causaban sobre los partidarios de Esparta. Y, si tenían algún discernimiento del daño que causaban a la imagen de la ciudad, esto les servía de incentivo para asegurarse de que su visión particular triunfara tan pronto como fuera posible.

La primera en sufrir un revés fue la idea de Leotíquidas de sojuzgar a Grecia. Hemos explicado ya que las dos ciudades del Peloponeso, Argos y Corinto, habían sido anuladas en gran parte gracias a la estrategia de Esparta de enfrentar a una contra la otra. En cuanto al resto de Grecia, las mayores fuerzas se situaban en Beocia, dominada por Tebas, el Ática, que era fundamentalmente Atenas, y Tesalia. Pero, por el momento, Tebas quedaba fuera del juego. La ciudad, insensatamente, se había puesto del lado de los persas. Así, durante la batalla de Platea, la falange tebana había sido mutilada, aunque no masacrada, por los atenienses. Después de eso, Tebas tuvo que enfrentarse a la enemistad unánime de toda Grecia, dirigida por espartanos implacables que asediaron la ciudad durante veinte días. Tebas fue obligada a entregar sus líderes filopersas a Pausanias, y los que no huyeron a tiempo fueron trasladados a Corinto. Allí, Pausanias los hizo ejecutar.

Por cierto, estas ejecuciones les permitieron ganar tiempo. Cualquier tribunal habría declarado a estos hombres culpables de traición a la causa griega. Sin embargo, la ejecución de los traidores sin siquiera una vista causó cierto malestar. En Esparta, la inquietud se volcó directamente sobre la conducta autocrática de Pausanias, pero el resto de Grecia supuso que la disposición arbitraria de las ejecuciones era debida a los espartanos en general, y entonces comenzaron a recelar sobre cómo pretendían proceder.

Como resultado de esta sospecha, cuando Esparta argumentó que cualquiera de las ciudades que habían peleado previamente del lado de los persas debía quedar excluida de la Liga Helénica, la propuesta se encontró con una fuerte oposición. A la cabeza de esta oposición estaba el ateniense Temístocles, que correctamente señaló que Tebas y Argos eran las únicas ciudades filopersas significativas. Si se apartaba a Tebas, la influencia de los mayores poderes restantes en Grecia –especialmente Esparta y Atenas– se vería aumentada proporcionalmente. Por supuesto, ésta era la intención de los espartanos. Leotíquidas ya tenía planes para controlar Atenas, y Argos ya estaba bajo el poder de Corinto. Por lo tanto, si Tebas quedaba fuera de la ecuación, sólo restaba Tesalia.

Pero la moción espartana fue derrotada, y Tebas, enojosamente, continuó como un principal poder político. La derrota de su moción a manos de los atenienses hizo que Leotíquidas acelerara los planes para interferir en los asuntos de Atenas. Se sospecha también que la ejecución de Pausanias de los líderes tebanos forzó el distanciamiento con el resto de ciudades y que esta situación llevó a que Leotíquidas creyera que, al igual que los atenienses, también debía doblegar a Pausanias.

En Corinto, Pausanias había consagrado a los dioses el botín de guerra arrancado a los persas en la batalla de Platea, con la siguiente dedicatoria:

El general helénico Pausanias, que derrotó a los persas, ha consagrado este regalo a Febo [Apolo] como constancia de sus hazañas.

(Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso)

Pero los éforos y Leotíquidas no iban a tolerarlo, y se marcaron un punto –en cierto modo insignificante– al borrar el nombre de Pausanias de la inscripción y reemplazarlo por una lista de los estados griegos confederados que habían luchado en la batalla.

Además de esta pequeña victoria, Leotíquidas necesitaba un éxito político de fuste. De momento, no podía impedir que Tebas y Argos se convirtieran en miembros de pleno derecho de Liga, pero faltaba Tesalia. Como Tebas y Atenas, Esparta debía mantener a raya a Tesalia si quería controlar Grecia en las mismas condiciones que todo el Peloponeso. Le ayudaba en gran medida que un ataque sobre Tesalia fuera una de esas zonas en las que los intereses particulares de Leotíquidas y sus ambiciones para Esparta coincidían con el interés general de los griegos. Al igual que Tebas, Tesalia había tomado partido por los persas durante la invasión de Jerjes. Esto no se debió a que la dinastía reinante, los aleuadas, fuese especialmente filopersa, sino a que mientras que el resto de Grecia ya contemplaba una retirada al Peloponeso, Tesalia había quedado sola y expuesta al ejército persa. Los aleuadas habían tomado la única decisión sensata: rendirse antes de la llegada de un ejército de al menos cien mil guerreros bien armados.