Combatir la pobreza

BIBLIOTECA CIENTÍFICA DEL CIUDADANO

Una serie de Grano de Sal dirigida por Omar López Cruz (Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica) y Lamán Carranza Ramírez (Unidad de Planeación y Prospectiva, Gobierno del Estado de Hidalgo)

Energía para futuros presidentes.
La ciencia detrás de lo que dicen las noticias

Richard A. Muller

Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planeta
Marcia Bjornerud

Predecir lo impredecible.
¿Puede la ciencia pronosticar los sismos?

Susan E. Hough

En pie. Las claves ocultas de la ingeniería
Roma Agrawal

Vaquita marina. Ciencia, política y crimen organizado en el golfo de California
Brooke Bessesen

El arte de la lógica (en un mundo ilógico)
Eugenia Cheng

La máquina genética. La carrera por descifrar los secretos del ribosoma
Venki Ramakrishnan

Travesía por los mares del cosmos. Nuestro hogar en el universo: Laniakea
Hélène Courtois

Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad
Francisco González Crussí

Cómo ganar el premio Nobel. Una guía para principiantes
Peter Doherty

Combatir la pobreza. Herramientas experimentales para enfrentarla
Esther Duflo

Combatir la pobreza

Herramientas experimentales
para enfrentarla

ESTHER DUFLO

Traducción de
Alejandra Ortiz Hernández

Primera edición, 2021

Expérience, science et lutte contre la pauvreté by Esther Duflo

© Collège de France/Fayard, 2009

Le Développement humain. Lutter contre la pauvreté (I)

La Politique de l’autonomie. Lutter contre la pauvreté (II)

d’Esther Duflo

© Éditions du Seuil et La République des Idées, 2010

Traducción de Alejandra Ortiz Hernández

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

Fotografía de solapa: © Bryce Vickmark

Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo

a la Publicación de la Embajada de Francia en México/IFAL

D. R. © 2021, Libros Grano de Sal, SA de CV

Av. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo,

11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México

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ISBN 978-607-99465-8-6

Índice

I.Experimentación, ciencia y combate a la pobreza

Lección inaugural

II.Combate a la pobreza: el desarrollo humano

1.Introducción

2.La educación: ¿inscribir o instruir?

3.La salud: comportamientos y sistemas

4.Conclusión

III.Combate a la pobreza: la política de la autonomía

5.Introducción

6.Las microfinanzas en cuestión

7.Gestión pública y corrupción

8.Conclusión

Notas

En enero y febrero de 2009, Esther Duflo dictó en el Collège de France la cátedra Savoirs contre pauvreté [Conocimiento contra la pobreza], un espacio académico patrocinado por la Agence Française de Développement. Este volumen reúne la lección inaugural y el curso propiamente dicho, que habían aparecido en francés por separado en tres breves tomos. Para esta edición se han actualizado las direcciones de algunos sitios electrónicos y ajustado levemente la redacción para precisar las referencias temporales.

I. Experimentación, ciencia
y combate a la pobreza

Lección inaugural

Apreciable administrador,
estimados colegas y amigos:

En 2005, 1400 millones de personas vivían con menos de un dólar al día.1 Cada año, al menos 27 millones de niños no reciben las vacunas esenciales,2 536 mil mujeres mueren al dar a luz y más de 6.5 millones de niños mueren antes de cumplir un año. Más de la mitad de los niños que van a la escuela en la India no son capaces de leer un texto de un párrafo.3

Ante la magnitud, la complejidad y los efectos que provocan tales situaciones, es tentador cruzarse de brazos, o bien proponer soluciones radicales y prometer el fin de la pobreza. Con mi participación en esta cátedra, titulada “Conocimiento contra la pobreza”, quisiera proponerles una tercera vía, ambiciosa pero consciente de sus límites. No tenemos la clave para poner fin a la pobreza, pero es posible combatir mejor los males que ésta provoca. El conocimiento se encuentra en este esfuerzo: debe ayudarnos a proponer soluciones y evaluar su pertinencia.

Me dedicaré a mostrar el posible papel de la economía en el combate a la pobreza, mientras presento el método experimental utilizado en la economía del desarrollo. Este enfoque privilegia la experimentación creativa: parte del principio de que es posible mejorar las políticas económicas y sociales si se intentan nuevos enfoques y se aprende de sus éxitos y sus fracasos. Las políticas de combate a la pobreza se evalúan con el rigor de los ensayos clínicos. Las ideas nuevas y las soluciones viejas se evalúan en campo, lo cual permite identificar las políticas eficaces y aquellas que no lo son. Al hacer esto, mejoramos nuestra comprensión de los procesos fundamentales que permiten la persistencia de la pobreza. De este modo, la ciencia y el combate a la pobreza se refuerzan mutuamente.

ERRADICAR LA POBREZA

El discurso sobre el desarrollo puede parecer caricaturesco. Para algunos, como Jeffrey Sachs, director de The Earth Institute [Instituto de la Tierra] en la Universidad de Columbia y consejero especial de las Naciones Unidas, autor de un libro titulado El fin de la pobreza,4 la pobreza podría eliminarse para 2030 si los países ricos se pusieran de acuerdo e invirtieran suficiente dinero para ayudar a los países pobres (en particular, si la ayuda externa pasara en volumen anual de 65 mil millones de dólares en 2002 a 195 mil millones en 2015). De hecho, según él, los países pobres están en una “trampa de la pobreza”, que se debe sobre todo al clima, a un impedimento geográfico y a las enfermedades. Ciertas acciones bien dirigidas —subsidios a los fertilizantes, microcréditos, mosquiteros, gratuidad escolar, etcétera— permitirían que los países salieran de dicha trampa.

Para otros, como William Easterly, quien se opone a Jeff Sachs desde el otro extremo de la Gran Manzana, en la Universidad de Nueva York, la ayuda económica no puede resolver el problema. Al contrario, los efectos nocivos de ésta —la corrupción, el desvío de las prioridades del Estado, etcétera— superan por mucho sus efectos positivos. En su libro La carga del hombre blanco,5 William Easterly denuncia la industria de la ayuda para el desarrollo, un gigantesco fracaso que sólo debe su supervivencia a los intereses de quienes cabildean por ella. Si bien Easterly es pesimista respecto de las capacidades de la ayuda, en el fondo es optimista. Él también piensa que la pobreza puede eliminarse, gracias a un crecimiento económico sostenido: China y la India han aportado mucho más a sus poblaciones gracias a varios años de crecimiento rápido que a la ayuda para el desarrollo. Easterly observa de manera atinada que es difícil descifrar el secreto del crecimiento económico. La India, ensalzada hoy en día, era un foco rojo en la década de 1980. Brasil tuvo un recorrido inverso. En general, las tasas de crecimiento varían de manera importante de un periodo a otro. Sin embargo, Easterly propone una solución al problema: la libertad, la democracia y el mercado. Con base en Hayek y Friedman, explica que el libre juego de las fuerzas del mercado y la competencia permite el surgimiento de las respuestas mejor adaptadas, con lo que se asegura la prosperidad de todos a largo plazo. Cualquier intento de forzar este proceso corre el riesgo de descarrilarlo.

Jeffrey Sachs y William Easterly no son los únicos que han descubierto el secreto para poner fin a la pobreza: el (autoproclamado) “consenso de Copenhague”, promovido por Bjørn Lomborg, se asignó a sí mismo la tarea de evaluar las soluciones a los problemas del mundo: la versión para el público en general del reporte se jacta de determinar “Cómo gastar 50 mil millones para un mundo mejor”.6 Paul Collier, economista de la Universidad de Oxford, propone en su libro El club de la miseria una serie de recomendaciones precisas, entre las que se incluyen el uso combinado de la fuerza y una ayuda humanitaria más o menos impuesta en los Estados fallidos.7

Estos expertos comparten el espacio público y con frecuencia se oponen entre sí de manera apasionada. No obstante, tienen mucho en común. Por una parte, se atribuyen a sí mismos una legitimidad científica. Por ello, para evaluar las diferentes maneras de gastar 50 mil millones de dólares, Bjørn Lomborg invitó a Copenhague a varios economistas, entre ellos cinco premios Nobel. Por otra parte, sus argumentos se apoyan en análisis estadísticos, que suelen basarse en comparaciones entre países. Por último, sus soluciones no admiten complejidades ni dudas.

Esta tendencia a la polarización del discurso de las ciencias humanas en atención al público en general no es algo de lo que debamos sorprendernos. El discurso político no admite matices. Para sobrevivir en el espacio público, un discurso sobre un problema que está cargado de emociones, como la pobreza, debe proponer un plan de acción y una línea clara. Pero, ya que se trata de un discurso sobre problemas con los cuales el público de los países ricos carece de experiencia directa, también debe tener la apariencia de un legítimo discurso de expertos. Por ello, se espera un discurso “científico” y “racional” pero unívoco (y de preferencia polémico).

Pero polarizar y simplificar el discurso científico resulta perjudicial. Ignorar la complejidad provoca un empobrecimiento del trabajo de investigación. Se podría responder que la comunidad científica cometería un error grave si no abordara de frente las grandes preguntas con el pretexto de que no se les puede dar una respuesta perfecta. También suele admitirse que, cuando un problema es considerable, las soluciones también deben serlo: “A grandes males, grandes remedios.” Y es más importante proponer grandes remedios viables que dedicarse a demostrar a detalle y de manera irrefutable la validez de un argumento.

Para identificar esos grandes remedios, todos los trabajos de dichos expertos usan la misma base de datos que reúne datos de un gran número de países sobre el PIB, la población, el nivel educativo y muchas otras variables, desde las instituciones hasta las guerras civiles, pasando por la latitud y la incidencia del paludismo. A partir de estos datos, tratan de estimar un modelo estadístico que permita explicar el nivel de riqueza o el crecimiento de un país. Con esto, William Easterly demuestra que los países que reciben más ayuda no crecen con mayor rapidez.8 Esto contradice un artículo previo de Craig Burnside y David Dollar, dos economistas del Banco Mundial, quienes demostraban, en cambio, que la ayuda estaba asociada a un crecimiento pronunciado en los países con instituciones sólidas.9 Jeffrey Sachs encuentra que los países en los que la incidencia de paludismo es fuerte crecen a un ritmo más lento.10 Daron Acemoglu y Simon Johnson objetan que los países que experimentaron el mayor crecimiento en la esperanza de vida debido a los avances científicos que tuvieron lugar después de la segunda Guerra Mundial no se volvieron más ricos como consecuencia de ello.11

¿De dónde vienen estas contradicciones? Del simple hecho de que no es posible aislar los mecanismos profundos del crecimiento económico con la sola guía de las experiencias de crecimiento de un centenar de países. Cualquier variable puede ser causa o efecto, o bien podría explicarse con una tercera variable correlacionada con las otras dos. Por ejemplo, los países que sufren de paludismo son en promedio más pobres, pero los gobiernos que no pueden controlar el paludismo quizá también son incapaces de ofrecer a sus ciudadanos otros servicios básicos: la correlación entre ambas cosas puede deberse a esas instituciones, no al paludismo en sí. Ahora bien, quizá las instituciones funcionen mal porque los países son pobres. De este modo, la pobreza sería responsable del carácter disfuncional de las instituciones, y no al contrario. Busquemos en la historia razones por las cuales ciertos países tienen mejores instituciones. Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson han mostrado que los países en los que los primeros colonos murieron en mayor número (como el Congo) se volvieron colonias extractivas que, hasta hoy, tienen instituciones deficientes y son más pobres.12 Pero el paludismo fue precisamente la causa de muerte de buena parte de esos primeros colonos. ¿Volvemos así al punto de partida?

Hay que remitirse a la evidencia. Ni siquiera con “dos millones de regresiones” (según el título de un artículo clásico de Xavier Sala-i-Martin)13 lograríamos descifrar el secreto del crecimiento a partir de una base de datos sobre la experiencia pasada de un centenar de países. Por ello, incluso si estuviéramos convencidos de que el crecimiento económico es la clave para erradicar la pobreza, buscar sus secretos en la experiencia pasada no sería un enfoque fructífero. Entonces, ¿debemos cruzarnos de brazos, confiar en la prescripción de William Easterly y dejar al mercado la tarea de movilizar a “7 mil millones de expertos” para encontrar la receta que les parezca apropiada?14

No. Pues al concentrarnos en el problema demasiado general de la erradicación de la pobreza, perdimos de vista la cuestión fundamental, aquella que no obstante motiva a todos esos investigadores: ¿cómo volver soportable la vida de los mil millones de personas que hoy en día viven con menos de un dólar al día? Si los investigadores renunciaran a la tentación de buscar la piedra filosofal y se concentraran en objetivos más modestos, ¿cómo podrían las ciencias humanas (y en particular, la economía) guiar la política económica de combate a la pobreza, entendida en el sentido amplio (según la definición de Amartya Sen: una privación de las capacidades elementales, de la libertad de desarrollar sus talentos, de la educación, de la salud)?15

En mis trabajos he propuesto la siguiente respuesta. Las ciencias sociales pueden acompañar a la política social en un proceso de experimentación creativa. Hemos visto que el combate a la pobreza en los países en desarrollo no está exento de la tentación de buscar el absoluto: los efectos sobre la opinión pública, las ambiciones desmesuradas y la imposibilidad de admitir fracasos frenan la innovación social. El presidente Roosevelt, quien combatió la crisis económica en 1932, expresó así la necesidad de salir de ese modelo: “El país necesita y, si no me equivoco respecto de su estado de ánimo, el país exige una experimentación audaz y persistente. El sentido común sugiere elegir un método y probarlo: si falla, hay que admitirlo con toda franqueza y probar otro. Pero, sobre todo, hay que probar algo.”16

El combate a la pobreza es una respuesta a una crisis permanente. Necesita experimentación, en las dos acepciones del término: es necesario probar con nuevos enfoques sin cesar, pero también hay que darse la oportunidad de reconocer los propios errores para aprender algo. Por ello, la experimentación debe ser rigurosa y científica.

Los economistas pueden hacer aportaciones a este proceso de experimentación creativa, en sus dos niveles. Sus conocimientos técnicos sobre ciertos temas pueden permitirles proponer o identificar soluciones nuevas a problemas concretos, con las cuales se puede experimentar. Como científicos, también son capaces de guiar el proceso de experimentación científica. A continuación, vamos a describir estos dos papeles con mayor detalle.

EL ECONOMISTA Y EL PLOMERO: POR UNA ECONOMÍA MODESTAMENTE NORMATIVA

Tengo la convicción profunda de que los economistas pueden contribuir a la innovación social.

Sin embargo, hay una tradición puramente positivista en economía, asociada a la escuela de Chicago. De acuerdo con esta tradición, el economista debe conformarse con observar el comportamiento de los actores y a partir de ello deducir las leyes de la economía. No debe adoptar una actitud normativa, es decir, sugerir a los actores cómo mejorar sus estrategias.

Al igual que un jugador de billar no necesita que un físico le diga qué debe hacer para meter la bola en la buchaca, el agente económico toma sus decisiones de manera óptima, pero sería incapaz de resolver el problema de optimización matemática que el economista escribe para analizarlas. Si un físico aconsejara a un jugador de billar (o peor aún, lo remplazara), el resultado podría ser desastroso. De igual manera, si un economista tratara de guiar a un agente para tomar una decisión económica, seguramente lo haría menos bien que el propio agente. El principio se expresa bien en la conocida frase: “No hay billetes de cien dólares tirados en las aceras.” Si el agente pudiera hacer las cosas mejor con un comportamiento diferente, ya habría cambiado. Según esta visión del mundo, todo marcha bien en el mejor de los mundos posibles, aun si resulta que el mejor de los mundos posibles en realidad no es tan formidable.

En economía del desarrollo, Theodore Schultz articuló esta visión en la década de 1960. Al retomar los trabajos empíricos del antropólogo Sol Tax con los campesinos de Guatemala, Schultz expone que esos campesinos son “pobres pero eficaces”.17 Dicho de otro modo, utilizan de la mejor manera posible los escasos recursos de los que disponen. No tenemos nada que enseñarles.

Abhijit Banerjee ha mostrado que este argumento en favor de una economía puramente positivista se basa en una imagen engañosa de la naturaleza de la decisión económica y de la posición del economista respecto de los agentes.18 El error, según él, es ver al economista como un científico y a la decisión de los agentes económicos como la de un jugador de billar. En realidad, las decisiones económicas que tomamos todos los días se acercan más al trabajo de un artesano que al de un artista. Pueden mejorarse con la experiencia y con buenos conocimientos técnicos. Del mismo modo que un artesano puede beneficiarse de los consejos de un especialista, el agente económico podría tener la necesidad eventual de recurrir a expertos.

De esta manera, elegir qué tipo de semilla o cuánto fertilizante usar según su costo, la incertidumbre climática y el acceso a semillas y a crédito exige juicio y experiencia. El ejemplo del uso de fertilizantes es interesante, porque corresponde a una línea de fractura en las políticas públicas. Subsidiar el uso de los fertilizantes es frecuente en muchos países en desarrollo; también es una de las piedras angulares de la estrategia de Jeffrey Sachs para erradicar la pobreza. Pero, para la escuela de Chicago, subsidiar los fertilizantes no tiene sentido: si los fertilizantes no son rentables teniendo en cuenta su costo de fabricación, promover su uso reduciendo su precio sólo puede fomentar el abuso, lo cual no es bueno para la economía ni para el ambiente. Hasta inicios del siglo XXI, las instituciones internacionales tendían más bien a seguir las prescripciones de la escuela de Chicago. Sin embargo, la experiencia positiva de Malaui, donde se reintrodujeron los subsidios a los fertilizantes luego de varios años de cosechas catastróficas, los reivindicó y hoy hay un acalorado debate.

El razonamiento de la escuela de Chicago, según el cual los campesinos utilizarían los fertilizantes si fueran rentables, supone, para ser exactos, que los campesinos conocen a la perfección los efectos de los fertilizantes. Pero en realidad carecen de tiempo y oportunidades para experimentar. Para un campesino, cada temporada es vital. Si tiene un ingreso mínimo más o menos asegurado con el uso de los métodos que conoce bien, no es fácil que esté dispuesto a intentar una nueva técnica, aunque sea potencialmente más productiva, si hay riesgo de que ésta no se adapte a su campo. Es cierto que siempre puede confiar en la experiencia de sus vecinos y hay numerosos trabajos que demuestran que eso efectivamente ocurre. Pero si todos esperan a que sus vecinos innoven para seguir su ejemplo, el riesgo de que nadie innove es significativo. En este sentido, Andrew Foster y Mark Rosenzweig han mostrado, en sus trabajos sobre la adopción de cultivos híbridos en la India, que, cuando cada uno de los agentes individuales se comporta de manera perfectamente racional, no hay suficiente innovación en la economía en su conjunto, pues todos cuentan con que su vecino correrá los riesgos iniciales.19 En unos trabajos en conjunto con Jonathan Robinson y Michael Kremer sobre la adopción de fertilizantes en Kenia, mostramos que la situación puede llegar a un punto en el que sea casi imposible aprender de los vecinos. Si nadie innova, cada campesino sabe que es inútil preguntarles a los vecinos qué están haciendo: no tienen nada nuevo que enseñarle. Además, las innovaciones corren el riesgo de extinguirse antes de propagarse si los primeros en adoptarlas las abandonan antes de tener la oportunidad de pasar la voz a otros.

Por ello, en un experimento de campo, trabajamos con una ONG para mostrarles a ciertos campesinos cómo probar los fertilizantes en una pequeña franja de su terreno de cultivo y luego comparar los resultados con una franja adyacente. Las franjas se eligen al azar, lo cual les permite a los campesinos ver los resultados con toda claridad. Tras repetir los experimentos varios años y en lugares diferentes, se demuestra que en promedio los fertilizantes son muy productivos si se utilizan bien. Los campesinos lo entendieron: quienes participaron en esos experimentos piloto tendían más a utilizar de nuevo los fertilizantes al año siguiente. Pero su experiencia no tuvo ningún efecto sobre sus vecinos y amigos: al contrario de lo que otros trabajos han demostrado en otras partes del mundo, parece que los campesinos de esa región no hablan mucho entre ellos.20

En este tipo de entorno, el progreso tecnológico puede ser de una extrema lentitud. Los agentes racionales distan de ser eficaces. Entonces hay lugar para la intervención de los expertos: ingenieros agrónomos capaces de explicarles a los campesinos cómo utilizar mejor cierto tipo de semillas o de fertilizantes en determinados ambientes, demostrar su uso en una granja experimental y guiar a los campesinos a lo largo de sus primeros experimentos. Si la situación llega a un punto en el que la difusión de boca en boca ya no cumple con su papel, entonces se justifican las intervenciones importantes (por ejemplo, la distribución sistemática de “kits iniciales” de fertilizantes —una pequeña cantidad de fertilizantes gratuitos—, como se hizo en Malaui) o la concentración de expertos en una región (como en los “pueblos del milenio” de Jeffrey Sachs), para poner a la comunidad en un rumbo diferente.

Del mismo modo, en ocasiones el economista puede hacer una aporte, gracias a su comprensión y a su experiencia en la toma de decisiones. Retomemos el ejemplo de los fertilizantes. La escuela de Chicago nos explica que si los fertilizantes fueran rentables, los campesinos ya los estarían utilizando. Pero nuestros trabajos en Kenia21 muestran que, de hecho, los fertilizantes sí son rentables y, sin embargo, se usan muy poco (entre 20% y 30% de los campesinos de la región estudiada los usan cada temporada). Incluso entre los agricultores que pudieron experimentar con ellos y que por lo tanto conocen su rentabilidad, el uso aumenta sólo de 10% a 15%. Los agricultores nos dicen que la razón por la que no utilizan fertilizantes es que les falta dinero cuando tienen que invertirlo en la tierra: ya se gastaron el dinero de la cosecha y están en “temporada de hambre” hasta la siguiente cosecha. No hay manera de comprar fertilizantes.

Este comportamiento no es muy diferente del de los estadounidenses que dejan para mañana la decisión de ahorrar para su retiro y terminan por no hacerlo nunca, o del de quienes siempre dejan para después la decisión de ya no fumar. Matthew Rabin y Ted O’Donoghue proponen un modelo para explicar este tipo de comportamientos de procrastinación.22 El yo de hoy es impaciente e impulsivo: quiere disfrutar la vida, aquí y ahora. Por el contrario, cuando prevemos el futuro, lo hacemos con nuestro cerebro racional. Entendemos bien que si fumamos hasta los 50 años, corremos el riesgo de morir de cáncer de pulmón a los 60. Por eso nos gustaría dejar de fumar… pero mañana: el yo de hoy quiere fumar sólo un último cigarrillo antes de entregarse a una vida virtuosa. Gracias a la imagenología, hay trabajos recientes que sugieren que incluso se activan zonas diferentes del cerebro cuando tomamos una decisión inmediata o cuando tomamos una decisión con respecto al futuro: el presente se guía por la parte emotiva del cerebro, mientras que el futuro, por la misma parte del cerebro que utilizamos para el cálculo.23

Este modelo de toma de decisiones puede explicar el comportamiento de los campesinos. Justo después de la cosecha, tienen dinero y a veces están dispuestos a gastarlo, pero no necesitarán fertilizante sino hasta dentro de varias semanas. Por lo tanto, es natural que dejen para después la decisión de compra. Pero antes de que llegue el momento de comprar fertilizantes, a menudo surge alguna necesidad urgente y el dinero apartado para ese fin se gasta en otra cosa.

Conscientes en parte de nuestra falta de consistencia, nos gustaría obligar a nuestro yo futuro a cambiar su comportamiento. El fumador que no puede dejarlo quisiera que los cigarros fueran ilegales a partir del año siguiente. Del mismo modo, los campesinos que ahorraron después de la cosecha podrían quererse forzar a usar ese dinero para comprar fertilizantes. Entonces, una manera de ayudarlos a cumplir ese objetivo podría ser darles una buena razón para comprar los fertilizantes justo después de la cosecha, para evitar que dejen la compra para más tarde —por ejemplo, si se les ofrece la entrega gratuita a los que decidan comprar fertilizantes en cuanto termine la cosecha.

Junto con Michael Kremer y Jon Robinson, convencimos a una ONG de poner en práctica este experimento. A cientos de campesinos elegidos al azar se les ofreció la entrega gratuita si compraban fertilizantes a la tarifa normal justo después de la cosecha. Después comparamos el uso de fertilizantes de esos campesinos con el de los demás. El resultado: entre los agricultores que recibieron esa oferta, el uso de fertilizantes pasó de 30% a 51%. Para fines comparativos, también se les ofreció a ciertos agricultores una ventaja mucho más significativa (una rebaja de 50% en el precio de los fertilizantes), pero más avanzada la temporada. Las dos ofertas tuvieron el mismo efecto en las tasas de uso del fertilizante, lo cual subraya la importancia del momento en el que se toma la decisión.24

Esta solución nos saca de la oposición entre estar en contra o a favor de los subsidios. Un subsidio muy pequeño no corre el riesgo de distorsionar las decisiones de quienes ya habían previsto usar los fertilizantes ni las de aquellos para quienes los fertilizantes no son rentables a precios de mercado: sólo influye en quienes quieren recurrir a los fertilizantes porque se les ayuda a tomar una decisión más temprana, antes de que ellos mismos se saboteen. Este ejemplo muestra que la experiencia de los economistas no siempre es inútil: el conocimiento y la comprensión de la procrastinación fue lo que nos permitió proponer un programa que, a un bajo costo, puede cambiar la vida cotidiana de campesinos pobres al mejorar de manera sistemática la productividad de sus campos.

Por lo tanto, resulta útil pensar en los economistas no como científicos puros sino como ingenieros o incluso plomeros calificados. En ciertos ámbitos, los economistas cuentan con experiencia y tienen modelos que pueden servir de guía para proponer respuestas a problemas específicos o para analizar y evaluar de manera teórica las soluciones que proponen los agentes de ese entorno.

El ejemplo del uso de fertilizantes también ilustra hasta qué punto es falso un segundo principio que a veces profesan los economistas puramente positivistas. El hecho de que una institución, una intervención o una manera de hacer las cosas todavía no exista no quiere decir que no sea buena o que sea imposible de realizar. Es sólo que aún nadie había pensado en ello o nadie había tenido el buen juicio de establecerlo, a pesar de que sería benéfico para todos.

La historia que narra Muhammad Yunus sobre los inicios del microcrédito en Bangladesh25 ilustra de manera perfecta la posibilidad de la innovación económica. El microcrédito llegó después de dos décadas de esfuerzos catastróficos en varios países por dar préstamos a los pobres y remplazar a los usureros de los pueblos. Los créditos subsidiados que se dirigían a los pobres nunca se pagaban y los ricos terminaban acaparándolos por completo. El intervencionismo había dado lugar al pesimismo: dar préstamos a los pobres no es posible; en realidad no tienen oportunidad de usar ese dinero, no tienen bienes que hipotecar, vigilar el uso de todos los pequeños préstamos es muy costoso, etcétera. Al rechazar este diagnóstico, Yunus desarrolló poco a poco un sistema que le permitió dar préstamos a los más pobres. El “modelo Grameen”, resultado de varios años de experimentación, implica varios factores: préstamos pequeños acompañados de la promesa de préstamos futuros; pagos semanales y públicos; grupos de préstamos solidarios; tasas de interés relativamente altas, pero mucho más bajas que las de los usureros. Este modelo resultó ser un éxito mundial, que se imita incluso en los países ricos y que mereció la distinción del premio Nobel. El debate sobre los beneficios reales del microcrédito para los clientes dista de estar zanjado. Con todo, la experiencia del microcrédito demuestra de manera evidente que es posible dar préstamos a los pobres: la innovación institucional es posible y puede tener consecuencias importantes.

La entrega gratuita de fertilizantes y el microcrédito tienen en común que se enfocan en problemas considerables empleando herramientas modestas. El subsidio a los fertilizantes no es proporcional a su costo. El microcrédito no reduce el costo del préstamo para los pobres mediante un subsidio a la tasa de interés, sino que usa incentivos dinámicos y capital social para asegurar los pagos. Descubrir este tipo de soluciones requiere ingenio y suerte. No hay razón para pensar que a todas les pasará lo mismo.

LA EVALUACIÓN DE IMPACTO

Desde luego, los economistas pueden equivocarse. Igual que los ingenieros, necesitan simplificar la realidad para comprenderla y analizarla. A menudo lo hacen en forma de modelos matemáticos que permiten seguir de manera lógica las consecuencias de una serie de hipótesis. La abstracción y la simplificación, indispensables para el análisis, pueden provocar que se ignoren aspectos esenciales de la realidad, lo cual tiene consecuencias desastrosas. Los medicamentos nuevos pueden tener efectos secundarios imprevistos. Del mismo modo, los programas económicos concebidos con las mejores intenciones del mundo pueden no tener ningún resultado o, peor aún, tener efectos perniciosos inesperados.

Ciertos errores cometidos por algunos economistas al tomar decisiones económicas han tenido consecuencias trágicas. Conscientes del hecho de que los aprendices de brujo podrían hacer más mal que bien, quienes reconocen que el mundo dista de ser perfecto tal como es podrían preferir quedarse al margen. Sin embargo, eso implica ignorar que los economistas no son los únicos que cometen errores y los repiten. El proceso de desarrollo de políticas económicas tiende a pasar de una moda a otra: después de las grandes presas vino el microcrédito; después del microcrédito, la descentralización; después de la descentralización, las grandes presas, que de vez en cuando vuelven a ponerse de moda.

William Easterly se entretiene (o se indigna) con los tecnócratas de la ayuda internacional que recomiendan estos programas sucesivos con el mismo entusiasmo.26 Pero no hay que ignorar que los gobiernos de los países en desarrollo en sí, que gastan mucho más en programas sociales que los organismos de ayuda internacional, se comportan del mismo modo y cometen la misma clase de errores. Cada gobierno nuevo presenta nuevos programas sin realizar ningún balance real de lo anterior. Los partidarios de los programas se regocijan con sus éxitos, los opositores denuncian su fracaso y así comienza un nuevo ciclo. Se olvida la segunda parte de la frase de Roosevelt: “El sentido común sugiere elegir un método y probarlo: si falla, hay que admitirlo con toda franqueza y probar otro.”

Este ambiente es terreno fértil para un pesimismo generalizado sobre la posibilidad de implementar programas de combate a la pobreza. Hay un solo paso entre la observación de que no puede demostrarse que un programa es eficaz y la conclusión de que es posible demostrar que no lo es. Ese paso es el que dio William Easterly en su crítica a la ayuda externa. Ese paso es injustificado, pero el pesimismo y el cinismo que resultan tienen consecuencias reales: con eso, los ciudadanos de los países ricos y los ricos de los países pobres tienen una justificación para oponerse a la redistribución de la riqueza. No hay nada más cómodo que decirse a uno mismo que los fondos destinados al combate a la pobreza se malgastan para concluir que es más razonable que uno debe quedarse con su dinero.

Por ello, la evaluación es indispensable. ¿Por qué los programas no se evalúan de manera rigurosa? Hay quienes dan una respuesta pesimista a esta pregunta: los programas sociales no se evalúan porque quienes los apoyan no tienen interés en hacerlo (el título de un artículo de Lant Pritchett sobre este tema es: “It Pays to Be Ignorant” [La ignorancia sí paga]).27 De la capacidad de convencer a otros de que el programa es un éxito dependen otros programas, una reelección, un ascenso. Aunque no se engañe a nadie, en un ambiente en el que todos exageran sus éxitos es difícil no hacer lo mismo. Esto produce una inflación general de las promesas y los logros mostrados.

Seguramente hay algo de cierto en esta descripción. Más de una vez me he enfrentado a esta inflación de las expectativas que los resultados reales no satisfacen: los actores políticos están tan acostumbrados a los anuncios de resultados extraordinarios que suelen decepcionarse con resultados excelentes, probados de modo riguroso, pero realistas.

Sin embargo, la razón principal de la falta de evaluación me parece un asunto más fundamental y, en cierto sentido, menos deprimente. La mayoría de los programas no se evalúan por la simple razón de que la evaluación de impacto es difícil. Al contrario de las decisiones de una empresa, las decisiones en términos de política social no enfrentan una sanción inmediata del público. La política social está hecha para intervenir ahí donde el mercado es insuficiente. Por ejemplo, si una sociedad considera que es importante que todos los niños vayan a la escuela, pero el costo de una escuela privada es demasiado alto para las familias pobres, el gobierno interviene para financiar la educación, al menos para los niños pobres. Puede hacerlo de diferentes maneras: con la construcción de escuelas públicas, con el pago a las escuelas privadas que reciban de manera gratuita a los niños pobres, con subvenciones a los ayuntamientos, etcétera. Cuando el Estado decide construir escuelas, también debe determinar la manera de seleccionar a los profesores y de pagarles, el número de alumnos por grupo, los programas que se implementarán, etcétera. Todas esas decisiones tienen efectos complejos en la calidad de la educación. Pero aunque las decisiones tomadas sean catastróficas y la calidad de la educación sea muy baja, los niños deben tomar lo que se les da. La situación escolar debe volverse un absoluto desastre para que los niños dejen de ir o las familias más pobres envíen a sus hijos a escuelas privadas. En este sentido, en una investigación realizada en el distrito de Jaipur, en Uttar Pradesh, el estado más poblado y uno de los más pobres de la India, pudimos observar que 37% de los niños asistían a una escuela privada y, entre los niños inscritos en la escuela pública, la tasa de ausentismo era de 38%.28

Cuando se llega a un punto en el que las familias ya no esperan nada de la escuela pública, se puede concluir que el dinero gastado no sirvió para nada. Pero, fuera de esas situaciones extremas, ¿cómo saber si una política aporta en verdad las mejorías esperadas? Al contrario de los consumidores que siempre pueden escoger otra marca, los pobres no pueden “votar con los pies” a menos que renuncien por completo al servicio. De manera opuesta a lo que ocurre con un auto o un champú, el mercado no aporta una prueba automática de las políticas sociales y no da ninguna garantía de que una nueva iniciativa será benéfica o no.

La evaluación de procesos es la primera etapa para saber si el programa o la nueva política se aplicaron del modo previsto. Tomemos el ejemplo de los efectos de una ley que prescribe la paridad entre hombres y mujeres o una mejor representación de las mujeres en la política. Hoy, más de cien países disponen de leyes de este tipo. Para lograrlo, la India modificó su Constitución en 1993, con el propósito de imponer una representación de mujeres en al menos un tercio de todos los consejos municipales en las regiones rurales. Para evaluar una ley como ésta, suele preguntarse si se respeta: se verifica sobre todo si el número exigido de mujeres sí fue electo, en qué tipo de distrito electoral y de qué ámbito social y político provienen. También se puede encuestar a los ciudadanos y alcaldes para obtener su opinión acerca de la reforma.

Todas estas preguntas son importantes, pero darles respuesta no permite saber si tener más mujeres electas modifica en realidad las decisiones que toman los consejos. Para lograrlo, es necesario determinar si las mujeres toman decisiones diferentes y si los ciudadanos que experimentaron tener a una mujer en el poder están más dispuestos a votar por otra mujer más adelante.

Al tratar de responder esa pregunta, se presenta la dificultad siguiente: los pueblos que eligen a una alcaldesa resultan ser, en general, muy diferentes de aquellos que se rehúsan a ello. Los pueblos que eligen a mujeres seguramente tienen menos prejuicios desfavorables con respecto a ellas. Quizá también sean más sensibles a ciertas cuestiones que las mujeres tradicionalmente encarnan (la familia o el bienestar de los niños). Estas diferencias que existían de antemano, y no el género del alcalde, pueden ser la razón de las diferencias entre las políticas que siguen las alcaldesas frente a las de los alcaldes.

Esta dificultad es frecuente en materia de evaluación: es complicado determinar con certeza el impacto ex post de un programa o una política. El modo de asignación de los programas sociales conduce a un sesgo de selección: los beneficiarios de un programa no suelen ser comparables con quienes no fueron beneficiarios.

Para resolver este problema de manera estadística, la econometría tradicional controla, de modo más o menos paramétrico y sofisticado, todas las variables que el económetra observa (el tamaño del pueblo, la proporción de hombres y mujeres, el nivel educativo, etcétera) y espera que estas variables absorban la heterogeneidad entre los beneficiarios y los demás. A veces eso basta, pero no siempre, y no es fácil demostrarlo.

Además, los métodos seleccionados pueden inducir respuestas por completo diferentes. Más allá de la incertidumbre sobre el efecto del programa, la evaluación corre el riesgo de sufrir lo que suele llamarse “sesgo de publicación”: los resultados negativos se quedan guardados en el cajón y no se publican. En el ambiente que describe Lant Pritchett, los resultados son tan importantes para obtener recursos financieros que hay una fuerte tentación de seleccionar el resultado “bueno” entre todos los que se obtuvieron: por ello, el sesgo de selección tiende a ser sistemáticamente positivo.

En tiempos más recientes, los económetras han desarrollado todo un arsenal de ingeniosos métodos para explotar lo mejor posible las situaciones en las que un programa se asigna de manera casi aleatoria. Por ejemplo, en un sistema electoral en el que logra ser alcalde quien recibe la mayoría de los votos, sería posible comparar los pueblos en los que una lista encabezada por una mujer ganó por un margen estrecho con aquellos en los que perdió por poco. Entonces se puede suponer que esos pueblos son comparables por completo.

Este enfoque (de “experimentos naturales”) permite evaluar el efecto de ciertos programas. Sigue utilizándose con mucho provecho, pero requiere mucha suerte. Suele recibir críticas que lo comparan con un borracho que en la noche busca sus llaves bajo un poste de luz porque ése es el único lugar en el que puede ver algo. El investigador se limita a evaluar lo que puede, que no forzosamente es lo que querría evaluar. Por ejemplo, en el caso de las victorias o derrotas por un margen estrecho, la evaluación mide el impacto de una mujer en el poder sólo en las ciudades en las que de por sí estaba en posición de ganar la elección.

Otra solución consiste en no esperar que las condiciones ideales de evaluación se presenten por casualidad, sino crearlas de manera deliberada. Se trata del método experimental.

El método experimental hace que quienes actúan en campo y los investigadores colaboren incluso antes del lanzamiento del programa. Consiste en elegir de manera aleatoria una muestra de participantes entre un grupo de beneficiarios potenciales. Suele ser posible hacer esto sin que represente dificultades éticas, políticas o prácticas, cuando los programas de todos modos tienen un presupuesto limitado, o cuando se trata de programas piloto que se pretende extender si son eficaces, o de programas que están en fase de expansión (el orden en el que se asignan a una región u otra puede darse al azar). Incluso, en ocasiones, la asignación aleatoria se percibe como la repartición más equitativa y se aplica aun sin la intención de evaluar.