Naiara Philpotts & Nathalia Tórtora
Dirección editorial: Natalia Hatt
Corrección: Naiara Philpotts y Nathalia Tórtora
Diseño de cubierta e interior: H. Kramer
Ilustraciones: Sofía Oseguera
Philpotts, Naiara
La torre oculta en el tiempo / Naiara Philpotts ; Nathalia Tórtora. - 1a ed. - Paraná : Vanadis, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-48330-2-0
1. Narrativa Argentina. 2. Ciencia Ficción. I. Tórtora, Nathalia. II. Título.
CDD A863
© 2021 Naiara Philpotts y Nathalia Tórtora
© 2021 Editorial Vanadis
www.editorialvanadis.com
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ISBN: 978-987-48330-2-0
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.
25 de Mayo 838 1D. Paraná, Entre Ríos. Diciembre de 2021.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Epílogo
Agradecimientos
Sobre las autoras
La escalera de los comienzos
He roto las tres reglas bajo las que me criaron:
No bajes las escaleras.
No busques el exterior.
No hagas preguntas a las que no obtendrás respuestas.
Dudo que Ástrid me castigue, sospecho que ni se va a enterar. Después de todo, ella ya no viene a mi cuarto como solía hacerlo. Tal vez se olvidó de mí. ¿Supondrá que tengo hambre?
Si supiera que decidí bajar las escaleras, me daría un sermón. O un castigo, quizá. Siempre fue muy estricta conmigo.
Desobedecer sus órdenes me asusta, pero mi estómago no deja de rugir, por eso no me queda más opción que intentar hallar alimentos por mi cuenta.
«Es su culpa que yo esté rompiendo las reglas», me repito para convencerme de que lo que estoy haciendo es lo correcto. «Ella se retrasó mucho con la comida».
No entiendo qué pudo sucederle, Ástrid siempre cumplió con los períodos que se muestran en la pantalla de Mark, mi lector de ciclos, un aparato pequeño que se puede colocar sobre una superficie plana o alrededor de la muñeca. En su pantalla hay información útil, una calculadora y varias otras cosas. Lo más importante es que avisa cuando los ciclos cambian, y eso marca cuándo llega la comida, el momento de los estudios, de dormir y... de todo lo que debe hacerse.
Así como yo tengo un Mark, Ástrid también posee el suyo propio —aunque ella no le puso nombre—. Tal vez se le rompió. Si ese es el caso, debe sentirse perdida; yo no sé qué haría sin mi fiel compañero.
—«Ella jamás estaría tan perdida como tú lo estás ahora» —responde una de las voces alojadas en mis pensamientos—. «Eres demasiado imbécil».
Suspiro ante el comentario y niego con un movimiento de la cabeza, pero no contesto. Sé que lo mejor es ignorar sus palabras, eso es lo que me ha enseñado Ástrid. Las voces que suenan dentro de mí no son reales y, por ello, tengo que fingir que no las oigo hasta que se callan y desaparecen. La píldora azul ayuda, pero solo debe utilizarse cuando el ruido que hacen me causa jaqueca. Además, no tengo ninguna conmigo, aunque quisiera.
Como si no hubiese escuchado nada, me muerdo el labio ante el insulto. Hay un solo camino para seguir: las escaleras. Incluso yo puedo hacerlo bien y sin perderme.
Desciendo los siguientes escalones con lentitud.
A medida que bajo, una corriente helada me recorre. El frío me envuelve y eriza los vellos de mi nuca, incluso la piel de mis brazos se contrae por el cambio de temperatura. Me pregunto de dónde proviene la brisa. No soy capaz de ver lo que hay a mi alrededor.
¡Ay! Me arrepiento de no haber tomado el único abrigo que hay en mi habitación. Nunca lo uso porque me queda enorme. Ástrid lo dejó en mi cuarto una vez y yo me lo apropié, está escondido bajo la cama. No fue un robo porque se lo voy a devolver algún día, si ella lo necesita, claro. Debí pensar en colocármelo antes de partir, no creí que la temperatura cambiaría tanto justo después de cruzar el umbral. Mi habitación es cálida en comparación con este lugar.
Dirijo el haz de luz de Mark hacia abajo. No veo nada, salvo por un par de escalones más. Me encuentro en casi total penumbra.
Decido voltear por un instante, con curiosidad. Desde aquí tampoco logro divisar mi cuarto. Ya no.
¿Debería continuar? ¿O sería mejor regresar?
Los rugidos de mi estómago piden que no me rinda, y son ellos quienes deciden. A pesar del miedo, continúo con el descenso.
Avanzo despacio porque temo tropezar. Busco a tientas la pared. Allí, encuentro algo metálico que sobresale. Me aferro a eso. Creo notar que marca el camino hacia abajo, así que me sostengo con una mano y doy el siguiente paso.
Un escalón. Dos escalones.
Estornudo.
El sorpresivo eco del ruido me obliga a detenerme otra vez. Un nudo se forma entre mi garganta y mi pecho. Me parece que es inseguridad, no obstante, no soy capaz de precisarlo. Las emociones que siento son nuevas. Solo sé un poco sobre ellas gracias a lo que se relata en El niño que jamás despertó, el único libro que tengo que no es para estudiar.
«Solo somos Ástrid y yo, no hay nada más; los otros ruidos son imaginarios», me repito cada vez que algo suena en la lejanía.
—No hay nada ni nadie —susurro.
Mi voz sale ronca, pastosa; es extraña a mis oídos. No puedo recordar cuándo fue la última vez que hablé en voz alta. Ástrid a veces se asomaba a mi cuarto apenas por un instante para marcharse luego con el mismo silencio con el que llegaba. Solo conversábamos durante mis lecciones.
¡Wow! Había olvidado el sonido de mis propias palabras.
Pasar tiempo a solas es normal para mí. Sin embargo, esto se siente diferente: profundo y doloroso. No encuentro los términos ideales para explicarme.
Tragar saliva es difícil. Quema.
Intento volver a hablar, pero algo duro como una bola se instala en mi garganta. No sé bien qué es, solo puedo afirmar que no me comí un huevo entero ni nada por el estilo. ¿Será que sufro de esa cosa llamada «angustia» que Dirú explica en el capítulo en el que falla una misión y se pierde en una pesadilla? ¿O será esa cosa llamada «soledad» que le pasa a Irriesta cuando la dejan olvidada en el sueño de Tamir? Algo de eso debe ser... solo espero que se me pase pronto, no me agrada.
Siete escalones. Ocho. Y nue...
—Mark.
El lector me avisa que en estos momentos Ástrid debería entregarme mi charola con alimentos.
«Quizá la encuentre pronto. Todo volverá a la normalidad cuando ella suba hacia mi cuarto. Aunque seguro se enfadará al verme aquí», pienso.
Aguardo, expectante, por una silueta que en el fondo sé que no se dibujará en mi campo de visión. Sonrío por un efímero instante. ¡Qué idiota soy!
Mark parpadea con intermitencia sobre mi brazo y me regresa a la realidad. Acerco la muñeca izquierda a mis ojos e inspecciono el aparato. Creo que pronto se apagará, lleva más tiempo que el usual fuera de su base. El haz de luz que emite es tan tenue que, incluso si lo apunto hacia el suelo, ya no logro ver mis pies.
Trato de concentrarme en las opciones que poseo, pero es difícil hacer las cosas cuando no tienes energía, cuando llevas casi una decena de ciclos sin comer ni dormir.
Al final, sacudo la cabeza con resignación. Haré mi mayor esfuerzo para continuar. Me digo que en algún momento hallaré algo, no sé qué será. Podría encontrar a Ástrid, o un poco de comida.
«Pero ¿cuánto bajé ya?». No me percaté de seguir contando y este sitio se siente eterno.
Por un instante, el temor a que la escalera no se acabe jamás se instala en lo más hondo de mis pensamientos y escarba como una uña afilada, me presiona para que desista.
—«No llegarás a ningún lado» —asegura otra de las voces.
—Ya cállate —pido en un susurro. Sé que no debo escuchar lo que me dicen, mucho menos contestar, pero pareciera que han despertado y que no piensan dejarme en paz.
Cierro los ojos y me obligo a recordar lo que Ástrid me explicó en nuestras lecciones: todas las cosas tienen un inicio y un final, aunque no pueda precisar su extensión. Lo infinito no existe, o eso me pareció entender en uno de los libros que estudiamos. Creo. No presté demasiada atención ese ciclo porque tenía sueño y esos temas me aburren.
Niego con desesperación y sacudo los pensamientos oscuros. Alejo también a la voz. Temo que oír a Mark acrecentará mis debilidades y, sobre todo, mi hambre.
«La escalera tiene que llevar a algún lugar», reitero. «Además, Ástrid llega por este camino con comida. De algún lado viene: del sitio en el que consigue los alimentos, obvio». Esa noción me reconforta un poco y aliviana hasta el temor a un castigo.
Intento imaginar lo que me encontraré abajo, pero no puedo. No conozco sitios más allá de mi cuarto, recorrer las escaleras estuvo siempre prohibido y solo un par de veces pude verlas a lo lejos desde el umbral.
Bajo otro escalón. Me siento débil, es como si fuera a dormirme de pie.
«¡Este no es lugar para una siesta!», me digo.
Debo afirmarme a la barra metálica que me acompaña en el descenso y llegar al final de las escaleras, pero...
Mis piernas fallan.
Pierdo el equilibrio, y caigo.
Los escalones golpean contra mi espalda y mis brazos. Contra mis piernas y mi rostro. Van demasiado rápido y no puedo contarlos. ¿Llegaré, por fin, a donde se encuentra Ástrid? Espero que sí.
Estoy llorando, las lágrimas ruedan hasta mi boca mientras desciendo con prisa. Son saladas.
Todo el cuerpo me duele un montón.
Hasta que no me duele nada.
#ProyectoTorre
En poco tiempo podré volver a salir de mi cuarto, los preparativos están casi completos. Coloqué lo indispensable dentro de la funda de una almohada: mi ejemplar de El niño que jamás despertó, el último cambio de ropa limpia que me queda, mi cepillo de dientes y el cubo de colores con el que paso mi tiempo de ocio.
Apenas logré arrastrarme de regreso a la habitación luego de la caída. Tardé casi ocho ciclos en atravesar el umbral y arrojarme sobre la cama para tomar una siesta. Al levantarme, me di un baño para intentar alejar el dolor. Encontré manchas de sangre en mi ropa; no supe sin sentir miedo o intriga. Luego, volví a dormir con la esperanza de que Ástrid estuviera de regreso al despertar —cosa que no sucedió—.
Ahora, me preparo para volver a descender por las peligrosas escaleras. Acabo de terminar de revisar hasta el último recoveco de los muebles en busca de restos de comida que sabía que no hallaría.
Me tomo un momento más para descansar sobre el colchón, todavía me duele mucho el cuerpo. En el espejo del baño pude ver que tengo varias marcas que oscilan entre los azules y los morados, sobre todo, en mis brazos y en piernas. Seguro tengo otras en mi espalda; aunque no las vea, las siento.
Lo que más me incomoda es que no puedo abrir el ojo derecho. Le puse una bandita para que quede cerradito en su sitio hasta que deje de doler. Espero que sea pronto.
De todos modos, sé que pudo haber sido peor.
«Siempre puede ser peor»: escuché decir esa expresión a Ástrid un par de veces.
Como volví a subir sin mayores inconvenientes, creo que no me he roto ningún hueso. En mis estudios de Anatomía decía que esas cosas tardan meses en arreglarse. ¡Me parece increíble que estemos compuestos por ellos, somos como una especie de rompecabezas!
Ladeo la cabeza y observo a mi alrededor. Tengo miedo de olvidar cosas importantes, pero sé que no será así. No hay más que llevar, salvo que desee empujar mi cama por las escaleras, claro.
—Mark.
Me giro en dirección opuesta y noto que la pantalla de mi lector se ha encendido. Eso significa que ya ha recuperado sus energías y que está listo para acompañarme en el descenso. Espero que haya otros puertos de carga detrás de la puerta que vi al final de las escaleras cuando desperté, después de la caída.
Los nervios me incomodan. Me intriga saber qué habrá allí. ¿Estará Ástrid? ¿Será esa su habitación? ¿Qué haré si ahí me espera el «exterior»? Se supone que no debo buscarlo, aunque no sé con exactitud cómo es o por qué es malo.
—Debo dejar de lamentarme. Tengo que encontrar comida —murmuro con enfado—. Esa es la prioridad.
—«No vale la pena» —responde una de las voces.
—«Eres demasiado inútil para lograrlo» —añade otra.
—«Te arrepentirás» —insiste la tercera.
No entiendo por qué quieren que me rinda.
Ignoro sus palabras, como Ástrid me ha recomendado en reiteradas ocasiones. Debatir con las voces no me llevará a ninguna parte.
Con fastidio, tomo a Mark de su puerto y me lo coloco alrededor de la muñeca izquierda. Prometo no abusar de su energía esta vez.
Decido beber un último trago de agua del grifo antes de marcharme. Lo hago para engañar a mi estómago, que no deja de gritar.
Luego, respiro hondo y me coloco el abrigo de Ástrid que casi llega a mis tobillos, pero es mejor que nada. También ato los bordes de la funda de la almohada para no perder mis posesiones y la sostengo con fuerza con mi mano derecha.
Es momento de partir.
Tengo miedo.
Pero tengo más hambre que miedo.
Voy hasta el umbral con lentitud, mi vista se pierde en la oscuridad que aguarda más allá del cuarto. Tomo una bocanada de aire, la suelto despacio para juntar valor. Me repito las palabras de Dirú, el héroe de El niño que jamás despertó: «El único camino a seguir es el que está delante de nuestras narices».
Si deseo comer, tengo que llegar hasta el lugar desde el que Ástrid trae mi comida.
«Me iré».
Con un paso largo y tembloroso, cruzo el umbral que separa la claridad de mi cuarto y la oscuridad de las escaleras.
No comprendo qué ha ocurrido con la iluminación. Cuando Ástrid viene por mí, un haz de luz se cuela por debajo de la puerta. Se queda allí un tiempo y se vuelve más tenue después de que se marcha, hasta que desaparece por completo. Pero conmigo ni siquiera se enciende, ¿será una función del lector de ella? Es posible.
Sin más, giro para decirle adiós a la habitación. Al hacerlo, la bolsita que llevo conmigo choca con la puerta y la entorna un poco.
«¿Qué es eso?», creo notar algo al otro lado.
Me pongo en puntitas de pie y recorro la placa metálica que está adherida a la superficie con la yema de mis dedos. Recuerdo, de repente, que la noté al regresar de la caída, pero el cansancio y el dolor me llevaron a ignorarla.
Con ayuda de Mark, intento descifrar las palabras que están allí grabadas. Creo que dice «#ProyectoTorre».
—¿Qué es proyectotorre? ¿Mi cuarto tiene un nombre? —Hago una pausa y pienso—. ¿Proyectoto-rre? ¿Proyec-toto-rre? ¿Pro-yec-to-to-rre?
Repito las sílabas de una en una hasta que las palabras cobran sentido en mi mente.
Proyecto. Torre.
¡Proyecto Torre!
¿Acaso estoy en una torre? ¡No es posible! ¡Sería absurdo! ¡Me habría dado cuenta! ¡Y Ástrid me lo hubiera dicho!
¿No?
¿No?
Supongo que tendré que releer las aventuras de Dirú para confirmarlo, sé que allí hay una escena en la que aparecen varias torres bien descritas.
Lo revisaré antes de bajar por la escalera, solo por si acaso.
Retrocedo algunos pasos para ver mejor y me siento en el suelo. Allí, tomo el libro que está dentro de la funda de la almohada y busco el capítulo indicado.
El niño que jamás despertó
#Fragmento
El portal del sueño se abrió en el aire y Dirú debió activar su poder de vuelo de inmediato para no caerse. Confundido, observó a su alrededor en busca del soñador o de la soñadora que requería de sus servicios y halló, flotando en la distancia, a una niña pequeña en medio de varias torres enormes. Era un punto de colores entre el gris de las construcciones.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Dirú cuando logró acercarse lo suficiente.
—¡Se ha caído! ¡Se ha caído! —gritó ella en medio del llanto—. Mi torre favorita se ha caído al agua y no quiere regresar. ¡Se niega a hacerme caso! ¡Llevo tanto tiempo llamándola que me voy a quedar sin voz!
—Cuéntame más —respondió Dirú, listo para entrar en su papel de viajante de sueños. Tenía trabajo por realizar. Si alguien necesitaba ayuda, él debía brindarla.
—Tengo ocho torres de distintos tamaños. Una de cristal, una de piedra, una de madera, una de caramelo y... pues varias otras. Y la de piedra no sé cómo se cayó al agua. Allí. —Señaló hacia abajo—. Está en el mar y no vuelve. Y la necesito. ¡El océano se la puede tragar!
El viajante pronto pareció comprenderlo todo. Estaba ante un caso curioso. Las torres de Skyjasasa eran muy particulares porque vivían en la nubes de humo rosado. Dentro de ellas, la pequeña soñadora escondía sus tesoros, los objetos mágicos que obtenía de sus aventuras y sus propios miedos. Los habitantes de ese sueño también se alojaban en los pisos más altos de algunas de las torres, que estaban ocultos entre montículos de algodón de azúcar.
—Yo te ayudaré —prometió Dirú y, sin más, se dejó caer al agua.
Segundos después, se sintió mojado. Muy mojado. Y, por unos instantes, no supo bien qué hacer. El océano era como una bañera gigante, mucho más profunda de lo que él esperaba. Y, cuando el agua amenazó con entrarle por la nariz, se le ocurrió algo. Abrió uno de sus bolsillos y comenzó a buscar los polvos nadadores que había obtenido en otra de sus misiones.
Se los puso en la lengua, apurado, y pronto empezó a disfrutar de la sensación que el lugar le generaba. Le gustó tanto que puso su cabeza debajo de la superficie sin pensarlo. ¡Y se dio cuenta de que podía respirar también ahí! Se sintió como uno de los grandes dioses: poderoso. Con torpeza, y sin dejar de sonreír, se sumergió por completo. Su cuerpo iba cada vez más hacia abajo.
—Torre, torre, ¿dónde te has escondido? —llamó. Su voz se convertía en burbujitas silenciosas—. Torre, torre, ¡no te veo!
Estaba oscuro allí abajo. No había nada ni nadie, salvo por algunos puntitos de luz en la lejanía. Dirú fue hacia ahí con curiosidad. Pronto descubrió que eran, en efecto, los múltiples ojos de la torre que buscaba.
—¡Te encontré! —Sonrió mientras intentaba llamar su atención.
—¿Qué deseas? —La voz de la torre era grave y pesada. Sonaba como las piedras de su construcción.
—A ti. Debes volver al aire.
—No quiero.
—¿Por qué?
—Allí hace mucho calor —explicó la torre, y desvió la mirada—. El agua está fresca y moja mis gastados ladrillos, hace que duelan menos. Estoy vieja y quiero relajarme.
—¡Pero los que viven dentro de ti deben estar mojados! —exclamó Dirú, sorprendido de que alguien entendiera sus burbujitas.
—Solo se mojan cuando abro la boca, como ahora. Además, las escaleras estaban sucias, un poco de agua seguro les vendrá bien.
—No seas así, torre. Tu soñadora está preocupada y te necesita. Sal del agua y vuelve a las nubes de humo. ¿Cómo puedo convencerte? Vamos, mírame con todos tus ojos y respóndeme.
—Los míos se llaman ventanas, no ojos —corrigió ella, pensativa, mientras buscaba una buena contestación a la interrogante.
¿Qué querría a cambio de regresar? Deseaba tener camas más cómodas y escaleras siempre limpias. Le gustaría comer un pastel enorme y que le permitieran ir a nadar de vez en cuando. Unos masajes tampoco le vendrían mal porque se sentía constantemente contracturada.
—Solo dime qué pides a cambio y veré lo que puedo hacer —insistió él.
—Mmm… me gusta vivir en este lugar. Se llama Océano Gagogú y es muy amable conmigo. Mi soñadora puede venir a visitarme cuando ella quiera.
Dirú suspiró, frustrado por la terquedad de la torre. Tenía que pensar en algo, necesitaba convencerla de regresar al aire. Cerró los ojos y se concentró mucho, hasta que llegó la idea que buscaba para hacerla subir.