SEXUS
HENRY MILLER
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Título original: Sexus
Diseño de la cubierta: Edhasa basado en un diseño de Pepe Far
Primera edición impresa: abril de 2012
Primera edición en e-book: noviembre de 2021
© 1962 by Henry Miller © Estate of Henry Miller. All rights reserved.
Published by arrangement with Agence Hoffman, Paris.
© de la traducción revisada: Carlos Manzano, 2004
© de la presente edición: Edhasa, 2021
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ISBN: 978-84-350-4816-3
Producido en España
Notas
1 Barrio germano-americano de Brooklyn.
2 Repartidores enviados de su oficina a otra para ayudar, cuando había bajas.
3 Personajes de Knut Hamsun.
4 De Arthur Machen.
CAPÍTULO 23
Lo increíble de semejantes alucinaciones es que su substancia corresponde a la realidad. Cuando Osmanli cayó boca abajo sobre la acera, simplemente estaba representando una escena de mi vida por adelantado. Saltemos unos años... hasta el caldero del horror.
Los condenados siempre tienen una mesa en que sentarse, en la que apoyan los codos para sostener la plúmbea carga de sus sesos. Los condenados están siempre ciegos y miran el mundo con ojos en blanco. Los condenados están siempre petrificados y en el centro de su petrificación hay un vacío inconmensurable. Los condenados siempre tienen la misma excusa: la pérdida de la amada.
Es de noche y estoy sentado en un sótano. Es nuestro hogar. La espero, noche tras noche, como un preso encadenado al suelo de su celda. Hay una mujer con ella a la que llama su amiga. Han conspirado para traicionarme y derrotarme. Me dejan sin comida, sin calor, sin luz. Me dicen que me divierta hasta que regresen.
Al cabo de meses de vergüenza y humillación, he llegado a amar mi soledad. Ya no busco ayuda del mundo exterior. Ya no respondo, cuando llaman al timbre. Vivo solo, en el tumulto de mis propios temores. Cogido en la trampa de mis propios fantasmas, espero a que suba la marea y me ahogue.
Cuando vuelven a torturarme, me comporto como el animal en que me he convertido. Me abalanzo sobre la comida con hambre canina. Como con los dedos y, mientras devoro la comida, les hago una mueca despiadada, como si fuera un zar loco y celoso. Finjo estar enojado: les lanzo insultos soeces, las amenazo con los puños; gruño y escupo de rabia.
Lo hago noche tras noche, para estimular mis emociones casi extintas. He perdido la capacidad de sentir. Para ocultar ese defecto, simulo todas las pasiones. Hay noches en que las divierto extraordinariamente rugiendo como un león herido. A veces las derribo con garra de terciopelo. Hasta les he meado encima, cuando rodaban por el suelo histéricas y desternillándose de risa.
Dicen que tengo auténtico talento de payaso. Dicen que una noche traerán a algunos amigos y me harán actuar para ellos. Rechino los dientes y muevo el cuero cabelludo hacia adelante y hacia atrás para dar a entender aprobación. Estoy aprendiendo todos los trucos del zoo.
Mi número más sensacional es el de fingir celos: celos por cosas pequeñas, en particular. Nunca preguntar si se acostó con éste o con aquél, sino sólo saber si él le besó la mano. Puedo ponerme furioso por un gesto insignificante como ése. Soy capaz de coger el cuchillo y amenazarla con cortarle el cuello. A veces llego hasta el extremo de dar un tierno pinchazo en el trasero a su inseparable amiga. Traigo yodo y esparadrapo y beso el culo a su inseparable amiga.
Supongamos que llegan a casa una noche y encuentran el fuego apagado. Supongamos que esa noche estoy de excelente humor, por haber vencido las punzadas del hambre con voluntad férrea, por haber resistido a solas la embestida de la demencia en la obscuridad, por haberme convencido casi de que sólo el egotismo puede producir dolor y miseria. Supongamos, además, que, al entrar en la celda de la cárcel, parezcan indiferentes a la victoria que he obtenido. Sólo sienten el peligroso frío de la habitación. No preguntan si tengo frío; se limitan a decir: aquí hace frío.
¿Frío, mis reinas? Entonces habrá que encender un fuego colosal. Cojo la silla y la hago añicos contra la pared de piedra. Salto sobre ella y la rompo en pedazos pequeños. Enciendo una llamita en el hogar con papeles y astillas. Tuesto la silla trozo a trozo.
Un gesto encantador, piensan ellas. Por ahora todo va bien. Ahora un poco de comida, una botella de cerveza fría. ¿Conque lo habéis pasado bien esta noche? Hacía frío fuera, ¿verdad? ¿Habéis juntado algo de dinero? Excelente, ¡depositadlo mañana en la Caja de Ahorros! Tú, Hegoroboru, ¡corre a comprar una botella de ron! Me marcho mañana... salgo de viaje.
El fuego pierde fuerza. Cojo la silla libre y le rompo la crisma contra la pared. Se elevan las llamas. Hegoroboru vuelve sonriente y ofrece la botella. En cuestión de un minuto se descorcha, se bebe un buen trago. Me brotan llamas en las entrañas. ¡Ponte de pie!, grito. ¡Dame esa otra silla! Protestas, lamentos, gritos. Eso es pasarse de la raya. Pero, ¿no decís que hace frío fuera? Entonces necesitamos más calor. ¡Fuera! Tiro los platos al suelo de un manotazo y agarro la mesa. Intentan apartarme. Salgo a buscar el hacha afuera, donde está la basura. Me pongo a dar hachazos sin parar, dejo la mesa hecha astillas, luego la cómoda y tiro todo al suelo. Les advierto que voy a hacer añicos todo, hasta la loza. Vamos a calentarnos como no nos hemos calentado nunca.
Una noche en el suelo, los tres dando vueltas como leños ardiendo. Burlas y sarcasmos van y vienen.
«No se va a ir nunca... está fingiendo.»
Una voz que me susurra al oído: «¿De verdad te vas a ir?».
«Sí, te lo prometo.»
«Pero no quiero que te vayas.»
«Ya no me importa lo que quieras o dejes de querer.»
«Pero te amo.»
«No lo creo.»
«Pero debes creerme.»
«No creo nada ni a nadie.»
«Estás enfermo. No sabes lo que haces. No dejaré que te vayas.»
«¿Cómo vas a impedírmelo?»
«Por favor, por favor, Val, no hables así... me tienes preocupada.»
Silencio.
Un tímido susurro: «¿Cómo vas a vivir sin mí?».
«No sé, no me importa.»
«Pero me necesitas a mí. No sabes cuidarte.»
«No necesito a nadie.»
«Tengo miedo, Val. Temo que te ocurra algo.»
Por la mañana, me marcho furtivamente, mientras ellas duermen como unas benditas. Tras robarle unos centavos a un vendedor de periódicos ciego, llego hasta la orilla de Jersey y me dirijo a la carretera. Me siento fantásticamente ligero y libre. En Filadelfia me paseo como si fuera un turista. Me entra hambre. Pido diez centavos a un tran-seúnte y me los da. Pruebo con otro y con otro... sólo por divertirme. Entro en un bar, me tomo una señora comida con una jarra de cerveza, y me pongo en camino hacia la carretera otra vez.
Alguien me coge en dirección a Pittsburg. El conductor es poco comunicativo, yo también. Es como si tuviera chófer particular. Al cabo de un rato me pregunto adónde voy. ¿Quiero trabajo? No. ¿Quiero empezar una nueva vida? No. ¿Quiero unas vacaciones? No. No quiero nada.
Entonces, ¿qué quieres?, me digo. La respuesta es siempre la misma: nada.
El duólogo se extingue poco a poco. Centro la atención en el encendedor eléctrico que va enchufado en el tablero de instrumentos. Me viene a la cabeza la palabra «cuña». Me entretengo con ella un buen rato, después la desecho terminantemente, como a un niño que quisiera jugar todo el día a la pelota.
Carreteras y arterias que se ramifican en todas las direcciones. ¿Qué sería la tierra sin carreteras? Un océano sin huellas. Una jungla. El primer camino a través de la selva debió de parecer una gran realización. Dirección, orientación, comunicación. Después dos, tres caminos... Después millones de caminos. Una tela de araña y en el centro de ella el hombre, el creador, atrapado como una mosca.
Marchamos a cien por hora o quizá me lo imagino. No cambiamos ni una palabra. Debe de tener miedo de oírme decir que tengo hambre o que no tengo dónde dormir. Debe de estar pensando dónde deshacerse de mí, si empiezo a comportarme de forma sospechosa. De vez en cuando enciende un cigarrillo en el encendedor eléctrico. Ese artilugio me fascina. Es como una silla eléctrica en pequeño.
«Yo giro aquí», dice el conductor de repente. «¿Dónde va usted?»
«Puede dejarme aquí... gracias.»
Bajo y está lloviznando. Obscurece. Carreteras que conducen a todas partes. Debo decidir adónde quiero ir. Debo tener un objetivo.
Me sumo en un trance tan profundo, que dejo pasar cien coches sin levantar la vista. Descubro que ni siquiera tengo pañuelo de sobra. Iba a limpiarme las gafas, pero, en realidad, ¿para qué? No tengo que ver demasiado bien ni sentir demasiado bien ni pensar demasiado bien. No voy a ninguna parte. Cuando me canse, puedo dejarme caer y quedarme dormido. Los animales duermen bajo la lluvia, ¿por qué no el hombre? Si pudiera convertirme en un animal, llegaría a alguna parte.
Un camión se detiene a mi lado; el conductor necesita una cerilla.
«¿Quiere subir?», me pregunta.
Monto sin preguntar adónde va. La lluvia arrecia, de repente ha caído una obscuridad de boca de lobo. No tengo ni idea de adónde nos dirigimos ni quiero tenerla. Me siento satisfecho con estar protegido de la lluvia y sentado al calor de un cuerpo.
Este tipo es más sociable. Habla mucho de cerillas, de lo importantes que son cuando las necesitas, de lo fácil que es perderlas y demás. Encuentra pretexto en cualquier cosa para entablar conversación. Parece extraño hablar tan en serio sobre cualquier cosa, cuando en realidad están sin resolver los problemas más tremendos. Exceptuado el detalle de que estamos hablando de naderías materiales, ésta es la clase de charla que se podría sostener en un salón francés. Las carreteras han conectado todo tan maravillosamente, que hasta la futilidad puede transportarse fácilmente.
Al llegar a las afueras de una gran ciudad, le pregunto dónde estamos.
«En Filadelfia», dice. «¿Dónde va a ser?»
«No sé», dije. «No tenía ni idea... Supongo que irá usted a Nueva York.»
Gruñó. Después añadió: «No parece importarle mucho una cosa o la otra. Parece como si estuviera usted dando vueltas en la obscuridad».
«Usted lo ha dicho. Eso es exactamente lo que estoy haciendo... dando vueltas en la obscuridad.»
Me arrellané y lo escuché hablar de tipos que daban vueltas en la obscuridad buscando un lugar donde echarse a dormir. Hablaba de ellos de modo muy parecido a como un horticultor hablaría de ciertas especies de arbustos. Era «enlace espacial», como dice Korzybski, un tipo que recorría las carreteras generales y secundarias sin otra compañía que su soledad. Lo que quedaba a ambos lados de las vías de tránsito era la estepa y los seres que habitaban ese vacío eran vagabundos hambrientos que suplicaban por montar.
Cuanto más hablaba él, con mayor añoranza pensaba yo en el significado del refugio. Al fin y al cabo, el sótano no había estado tan mal. Por ahí, en el mundo, la gente era igual de pobre. La única diferencia entre ellos y yo era que ellos salían y obtenían lo que necesitaban; sudaban para conseguirlo, se engañaban unos a otros, luchaban a brazo partido unos con otros. Yo no tenía ninguno de esos problemas. Mi único problema era el de cómo vivir conmigo mismo día tras día.
Pensaba en lo ridículo y patético que sería colarme de rondón en el sótano y buscarme un rinconcito para mí solito, donde pudiera acurrucarme y calarme el techo hasta las orejas. Podría entrar a gatas como un perro con la cola entre las piernas. No las volvería a molestar con escenas de celos. Les agradecería cualquier migaja que me ofrecieran. Si ella quisiese traerse a sus amantes a casa y hacer el amor con ellos delante de mí, tampoco me opondría. No hay que morder la mano que te da de comer. Ahora que había visto el mundo, no iba a volver a quejarme nunca. Cualquier cosa era mejor que quedarte parado bajo la lluvia y no saber adónde quieres ir. Al fin y al cabo, todavía tenía inteligencia. Podía tumbarme a obscuras y pensar, pensar todo lo mucho, o lo poco, que desease. Fuera la gente iría corriendo de un lado para otro, trasladando cosas, comprando, vendiendo, ingresando dinero en el banco y sacándolo otra vez. Eso era horrible. No me gustaría hacerlo nunca. Preferiría con mucho fingir ser un animal, un perro, pongamos por caso, y que me arrojasen un hueso de vez en cuando. Si me portaba bien, me mimarían y acariciarían. Podría encontrar un amo bueno que me pusiera una correa y me dejase hacer pipí por todas partes. Podría conocer a otro perro, uno del sexo opuesto, y echar un polvete rápido de vez en cuando. Oh, ahora sabía estar tranquilo y obedecer. Había aprendido mi leccioncita. Me acurrucaría en un rincón cerca del hogar, tan tranquilo y dócil como desearan. Tendrían que ser terriblemente miserables para echarme a patadas. Además, si demostraba que no necesitaba nada, que no quería favor alguno, si las dejaba seguir su vida como si estuvieran solas, ¿qué molestia podía representar hacerme un sitio en el rincón?
Lo importante era colarse a hurtadillas, mientras estuviesen fuera, para que no pudiesen cerrarme la puerta en las narices.
En aquel punto de mi cavilación, se apoderó de mí la idea más inquietante. ¿Y si hubieran huido? ¿Y si la casa estuviese abandonada?
Cerca de Elizabeth nos detuvimos. Algo fallaba en el motor. Me pareció más sensato bajar y parar otro coche que esperar toda la noche. Caminé hasta la estación de servicio más cercana y anduve rondando por allí en busca de un coche que me llevara a Nueva York. Esperé más de una hora y entonces me entró impaciencia y me puse en camino a patita por la sombría carretera. La lluvia había disminuido; era una fina llovizna. De vez en cuando, al pensar en lo delicioso que sería arrastrarme hasta la perrera, echaba a correr al trote. Elizabeth quedaba a unos veinte kilómetros.
En cierto momento me entró tal alegría, que me puse a cantar. Cada vez más alto cantaba, como para hacerles saber que llegaba. Desde luego, no iba a entrar en la casa cantando: eso les daría un susto de muerte.
Cantando me entró hambre. Compré una tableta de chocolate en un puesto junto a la carretera. Era deliciosa. ¿Ves? No te va tan mal, me dije. Todavía no estás comiendo huesos ni desperdicios. Puede que consigas algunos platos buenos antes de que te mueras. ¿En qué estás pensando? ¿En estofado de cordero? No tienes que pensar en cosas apetitosas... piensa sólo en huesos y desperdicios. A partir de ahora es una vida de perro.
Estaba sentado en una gran roca antes de llegar a Elizabeth, cuando vi que se acercaba un gran camión. Era el tipo que había dejado atrás. Monté. Se puso a hablar de motores, de lo que los avería, de lo que los hace funcionar y cosas así. «Ya falta poco», dijo de repente, sin que viniera a cuento.
«¿Para dónde?», pregunté.
«Pues para Nueva York... ¿para dónde va a ser?»
«Ah, Nueva York, sí. Lo había olvidado.»
«Oiga, ¿qué demonios va usted a hacer en Nueva York, si no es mucho preguntar?»
«Voy a reunirme con mi familia.»
«¿Ha estado usted fuera mucho tiempo?»
«Unos diez años», dije, arrastrando las palabras caviloso.
«¡Diez años! Eso es la tira de tiempo. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Simplemente vagabundeando por ahí?»
«Sí, simplemente eso.»
«Supongo que se alegrará de verlo... su familia.»
«Supongo que sí.»
«No parece usted estar tan seguro de ello», dijo y me lanzó una mirada inquisitiva.
«Es verdad. En fin, ya sabe cómo son las cosas.»
«Creo que sí», respondió. «Me encuentro con muchos tipos como usted. Siempre vuelven al nido tarde o temprano.»
Él dijo nido, yo dije perrera... para mis adentros, naturalmente. Prefería perrera. Nido era para gallos, palomas, aves con plumas que ponen huevos. ¡Y una leche iba yo a poner huevos! Huesos y desperdicios, huesos y desperdicios, huesos y desperdicios. Lo repetí una y mil veces, a fin de darme valor para volver arrastrándome como un perro apaleado.
Le pedí prestados unos centavos al marcharme y me metí en el metro. Me sentía cansado, hambriento, deshecho de estar a la intemperie. Los pasajeros me parecían enfermos. Como si alguien acabara de soltarlos de la cárcel o del hospicio. Yo había andado, por el mundo, lejos, muy lejos. Había pasado diez años vagando y ahora volvía a casa. ¡Bienvenido a casa, hijo pródigo! ¡Bienvenido a casa! ¡Dios mío, qué historias había oído, qué ciudades había visto! ¡Qué maravillosas aventuras! Diez años de vida, desde la mañana hasta la medianoche. ¿Estaría la familia aún en casa?
Entré de puntillas en el patio y miré a ver si veía luz. No había señal de vida. La verdad es que nunca volvían a casa demasiado temprano. Subiría al piso de arriba por el porche. Quizás estuviesen en la parte trasera de la casa. A veces se sentaban en el cuartito de Hegoroboru al fondo del pasillo, donde la cisterna del retrete goteaba día y noche.
Abrí la puerta despacito, fui hasta el comienzo de la escalera interior y despacio, muy despacito, bajé escalón a escalón. Había una puerta al final de la escalera. Me encontraba completamente a obscuras.
Cerca del final de la escalera oí voces apagadas. ¡Estaban en casa! Me sentí profundamente feliz, jubiloso. Quería entrar corriendo, meneando la colita y arrojarme a sus pies, pero no era ése el programa que había proyectado seguir.
Después de haber pegado el oído al entrepaño varios minutos, puse la mano en el pomo de la puerta y lo giré muy despacio y en silencio. Tras abrir la puerta unos centímetros, las voces me llegaron mucho más claras. Estaba hablando la mayor, Hegoroboru. El tono de su voz era sensiblero, histérico, como si hubiese bebido. La otra voz era baja, más suave y acariciadora que nunca. Parecía suplicar a la mayor. También había pausas extrañas, como si estuvieran abrazándose. De vez en cuando podía jurar que la mayor lanzaba un gruñido, como si estuviese restregando la piel a la otra. Después soltó de repente un gemido de placer, pero vengativo. De pronto gritó:
«Entonces, ¿todavía lo amas? ¡Estabas mintiéndome!»
«¡No, no! Te juro que no. Debes creerme, por favor. Nunca lo he amado.»
«¡Eso es mentira!»
«Te lo juro... te juro que nunca lo he amado. Era simplemente un niño para mí.»
A eso siguió una explosión de risa chillona. Luego una ligera agitación, como si estuvieran forcejeando. Después un silencio de muerte, como si se hubiesen pegado los labios. Luego pareció que se estaban desnudando la una a la otra, lamiéndose por todo el cuerpo como terneras en un prado. La cama chirrió. Profanar el nido, eso era lo que estaban haciendo. Se habían librado de mí, como si fuese un leproso, y ahora estaban intentando hacer de marido y mujer. Era una suerte no haber estado echado en el rincón observando aquello con la cabeza entre las patas. Habría ladrado furioso, tal vez las habría mordido y entonces me habrían pateado como a un chucho asqueroso.
No quise oír más. Cerré la puerta con suavidad y me senté en los escalones en completa obscuridad. La fatiga y el hambre habían pasado. Estaba extraordinariamente despierto. Podría haber caminado hasta San Francisco en tres horas.
¡Ahora debo ir a alguna parte! Debo decidirme claramente... o me volveré loco. Sé que no soy un simple niño. No sé si soy un hombre –me siento demasiado magullado y apaleado–, pero, desde luego, ¡no soy un niño!
Entonces se produjo una curiosa comedia fisiológica. Empecé a menstruar. Menstruaba por todos los agujeros de mi cuerpo.
Cuando un hombre menstrúa, acaba en unos minutos y no deja rastro.
Subí la escalera a cuatro patas y abandoné la casa tan silenciosamente como había entrado. Había dejado de llover, se veían las estrellas en todo su esplendor. Soplaba una brisa ligera. La iglesia luterana de la acera de enfrente, que de día era de color caca de nene de pañales, había adquirido ahora un tono ocre suave que armonizaba serenamente con el negro del asfalto. Todavía no estaba del todo decidido sobre el futuro. En la esquina me quedé parado unos minutos mirando de un extremo a otro de la calle, como si la observara por primera vez.
Cuando has sufrido mucho en determinado lugar, tienes la impresión de que el recuerdo está grabado en la calle, pero no sé si habéis notado que, curiosamente, a las calles no parecen afectarles los sufrimientos de los individuos particulares. Si sales de una casa por la noche, después de perder a un amigo querido, la verdad es que la calle parece muy discreta. Si el exterior llegara a estar como el interior, sería irresistible. Las calles son lugares para respirar mejor...
Echo a andar, intentando decidirme sin desarrollar una idea fija. Paso por delante de cubos de basura abarrotados de huesos y desperdicios. Algunas personas han dejado zapatos viejos, zapatillas rotas, sombreros, tirantes y otros artículos gastados delante de sus casas. No hay duda de que, si me dedicara a rondar de noche, podría vivir espléndidamente con las migajas tiradas.
La vida en la perrera queda descartada, eso es seguro. En cualquier caso, ya no me siento como un perro... me siento más como un gato. El gato es independiente, anarquista, libre. El gato es el que domina en el nido por la noche.
Me está entrando hambre de nuevo. Voy bajando hacia las luces brillantes de Borough Hall, donde resplandecen los restaurantes de autoservicio. Miro por los ventanales para ver si puedo descubrir alguna cara cordial. Voy pasando, de escaparate en escaparate, observando zapatos, artículos de mercería, tabacos de pipa, etcétera. Después me quedo parado un rato en la entrada del metro, esperando, desesperanzado, que alguien deje caer una moneda sin darse cuenta. Recorro con la mirada los puestos de periódicos para ver si hay algún ciego al que robar unos centavos.
Al cabo de un rato voy caminando por el acantilado de Columbia. Paso por delante de una tranquila casa de piedra en la que recuerdo haber entrado hace muchos años para entregar un traje a uno de los clientes de mi padre. Recuerdo haber esperado en el gran salón del fondo con miradores que daban al río. Era un día en que brillaba el sol, al final de la tarde, y la habitación era como un Vermeer. Tuve que ayudar al viejo a vestirse. Estaba herniado. Parado en el centro del cuarto con su ropa interior de algodón, tenía un aspecto absolutamente obsceno.
Bajo el acantilado, había una calle llena de almacenes. Las terrazas de las casas ricas eran como jardines colgantes, que acababan abruptamente unos cinco o diez metros por encima de aquella calle deprimente, con sus ventanas muertas y sus tétricos pasajes que desembocan en los muelles. Al final de la calle me detuve ante una pared para cambiar el agua al canario. Llega un borracho y se para a mi lado. Se mea encima y después se dobla de repente y empieza a vomitar. Al marcharme, lo oigo caer sobre sus rodillas.
Bajo corriendo una larga escalera que conduce a los muelles y me encuentro de frente con un hombre de uniforme que blande una gran porra. Me pregunta qué busco, pero, antes de que pueda contestar, se pone a empujarme y a agitar la porra.
Vuelvo a subir la larga escalera y me siento en un banco. Frente a mí se encuentra un hotel anticuado en el que vive una maestra que era muy buena conmigo. La última vez que la vi la había llevado a cenar a un restaurante y, cuando me estaba despidiendo, tuve que pedirle cinco centavos. Me los dio –sólo cinco centavos– con una mirada que nunca olvidaré. Había puesto grandes esperanzas en mí, cuando era estudiante, pero aquella mirada me decía, con la mayor claridad, que había cambiado definitivamente de opinión con respecto a mí. Igual podría haber dicho: «¡Nunca vas a ser capaz de afrontar el mundo!».
Las estrellas brillaban intensamente. Me eché en el banco y las miré fijamente. Todos mis fracasos estaban unidos ahora dentro de mí formando un nudo, un auténtico embrión de frustración. Ahora todo lo que me había ocurrido me parecía extraordinariamente remoto. No tenía otra cosa que hacer que recrearme en mi indiferencia. Me puse a viajar de estrella a estrella...
Una hora después más o menos, helado hasta los huesos, me puse en pie y empecé a caminar enérgicamente. Se apoderó de mí un deseo demencial de volver a pasar por la casa de la que me habían expulsado. Me moría por saber si todavía estaban levantadas.
Las persianas no estaban bajadas del todo y la luz de una vela junto a la cama daba a la habitación del fren- te un resplandor tranquilo. Me acerqué furtivamente a la ventana y pegué el oído. Estaban cantando una canción rusa que a la mayor le gustaba mucho. Al parecer, todo era dicha allí.
Salí de puntillas del patio y giré por Love Lane, en la primera esquina. Lo más probable era que le hubiesen puesto ese nombre durante la Revolución; ahora era simplemente un callejón salpicado de garajes y talleres de coches. Cubos de basura volcados por todos lados como fichas de ajedrez comidas.
Volví sobre mis pasos hacia el río, hacia aquella calle sombría y deprimente que corría como una uretra arrugada bajo las terrazas colgantes de los ricos. Nadie caminaba nunca por aquella calle a las tantas de la noche: era demasiado peligroso.
No se veía ni un alma. Los pasadizos entre los almacenes ofrecían vislumbres fascinantes de la vida del río: barcazas que yacían sin vida, remolcadores que se deslizaban como fantasmas humeantes, los rascacielos cuyo perfil destacaba sobre la orilla de Nueva York, enormes postes de hierro con estachas enrolladas en torno a ellos, pilas de ladrillos y tablones, sacos de café. El espectáculo más conmovedor era el del propio cielo. Limpio de nubes y tachonado de racimos de estrellas, brillaba como la túnica de los sumos sacerdotes de la antigüedad.
Por fin me decidí a meterme por un pasaje. A medio camino aproximadamente, sentí que una rata enorme me corría por entre los pies. Me detuve estremecido y otra se me deslizó sobre un pie. Entonces fui presa del pánico y volví corriendo a la calle. Al otro lado de ésta, pegado a la pared, había un hombre parado. Me quedé inmóvil, sin saber qué camino seguir, esperando que aquella figura silenciosa diera el primer paso, pero permaneció inmóvil, mirándome como un halcón. Volví a sentir pánico, pero esta vez me armé de valor para alejarme andando, por miedo a que, si corría, corriera él también. Caminé lo más silenciosamente posible, aguzando el oído para captar el sonido de sus pasos. No me atrevía a volver la cabeza. Caminé despacio, decidido, casi sin apoyar los ta-lones.
Sólo había recorrido unos metros, cuando tuve la sensación cierta de que me estaba siguiendo no al otro lado de la calle, sino directamente detrás de mí, quizás a sólo unos metros de distancia. Apreté el paso, pero aún sin hacer ruido. Me parecía que avanzaba más rápido que yo, que me estaba alcanzando. Casi podía sentir su aliento en mi nuca. De repente eché una rápida mirada hacia atrás. Allí estaba, casi a mi lado. Sabía que ahora no podía eludirlo. Tuve la sensación de que iba armado y de que usaría el arma, cuchillo o pistola, en cuanto intentara arrojarme a por ella.
Instintivamente me volví como un rayo y me lancé a por sus piernas. Me cayó sobre la espalda y se golpeó la cabeza contra el pavimento. Yo sabía que no tenía fuerza para luchar con él. De nuevo hube de actuar con rapidez. Estaba dándose la vuelta, ligeramente aturdido, al parecer, cuando me puse en pie de un salto. Buscaba algo con la mano en el bolsillo. Di una patada y le acerté de lleno en el estómago.
Gimió y rodó sobre sí mismo. Salí como una flecha. Corrí con todas mis fuerzas, pero la calle era empinada y, mucho antes de que hubiese llegado al extremo, tuve que ponerme a caminar. Me volví otra vez y escuché. Estaba demasiado obscuro para saber si se había levantado o seguía tendido ahí, en la acera. No oía otra cosa que los desenfrenados latidos de mi corazón, el martilleo de mis sienes. Me recosté en la pared para tomar aliento. Me sentía tremendamente débil, a punto de desmayarme. Me preguntaba si tendría fuerza para llegar hasta el final de la cuesta.
Justo cuando estaba felicitándome de haber escapado por un pelo, vi una sombra que avanzaba cautelosamente junto a la pared allí abajo, donde lo había dejado. Esa vez el miedo me volvió las piernas de plomo. Estaba absolutamente paralizado. Incapaz de mover un músculo, lo vi acercarse y acercarse con cautela. Él parecía adivinar lo que había ocurrido; no apretó el paso en ningún momento.
Cuando llegó a unos metros de mí, blandió una pistola. Al verla, alcé las manos instintivamente. Se me acercó y me registró. Después volvió a meterse la pistola en el bolsillo de atrás. No pronunciaba palabra. Me miró los bolsillos, no encontró nada, me dio un bofetón con el revés de la mano y después se retiró hasta el bordillo.
«Baja las manos», dijo, en voz baja y tensa.
Las dejé caer como dos mayales. Estaba petrificado de terror.
Volvió a sacar la pistola, la alzó y dijo, con la misma voz baja y tensa: «¡Te voy a volar las entrañas, perro asqueroso!». Al oír aquello, me desplomé. Al caer, oí rebotar la bala contra la pared. Era el fin. Esperaba una descarga. Recuerdo que intenté encogerme como un feto, torciendo el codo sobre los ojos para protegerlos. Entonces se produjo la descarga y después lo oí correr.
Sabía que debía de estar agonizando, pero no sentía dolor.
De repente me di cuenta de que no tenía ni un rasguño. Me incorporé y vi a un hombre con una pistola en la mano corriendo tras el asaltante que huía. Disparó varios tiros, mientras corría, pero debió de fallar.
Me puse en pie titubeando, me palpé todo el cuerpo de nuevo para asegurarme de que no estaba herido y esperé a que volviera el guardia.
«¿Podría ayudarme?», le rogué. «Estoy bastante maltrecho.»
Me miró con desconfianza, todavía con la pistola en la mano.
«¿Qué demonios anda usted haciendo por aquí a estas horas de la noche?»
«Estoy que no me tengo de debilidad», mascullé. «Se lo diré después. Ayúdeme a llegar a casa, ¿quiere?»
Le dije dónde vivía, que era escritor, que había salido a respirar un poco de aire fresco. «Me ha limpiado todo lo que llevaba», añadí. «Qué suerte que haya aparecido usted...»
Con un poco más de cháchara de ésa, se ablandó lo bastante para decir: «Tenga, tome esto y coja un taxi. Supongo que no está usted herido». Me puso bruscamente un billete de dólar en la mano.
Encontré un taxi delante de un hotel y ordené al conductor que me llevara a Love Lane. Por el camino me detuve a comprar una cajetilla de tabaco.
Esa vez las luces estaban apagadas. Subí por el porche y me deslicé a paso ligero por el pasillo. No se oía nada. Apliqué el oído a la puerta de la habitación delantera y escuché atentamente. Después volví a hurtadillas hasta el cuartito del extremo del pasillo donde solía dormir la mayor. Tenía la sensación de que la habitación estaba vacía. Giré despacio el pomo de la puerta. Cuando hube abierto la puerta lo suficiente, me puse a gatas y entré sobre las manos y las rodillas y avancé a tientas y con cautela hasta la cama. Al llegar a ella, alcé la mano y palpé la cama. Estaba vacía. Me desvestí deprisa y me acosté. Al pie de la cama había algunas colillas: parecían escarabajos muertos.
Al cabo de un momento estaba profundamente dormido. Soñé que estaba tumbado en el rincón junto a la chimenea, con una capa de piel, patas peludas y largas orejas. Entre las patas tenía un hueso reluciente de tanto lamerlo. Estaba guardándolo celosamente, aun en sueños. Entró un hombre y me dio una patada en las costillas. Fingí no sentirla. Volvió a patearme, como para hacerme gruñir... o quizá fuera para hacerme soltar el hueso.
«¡Levántate!», dijo y esgrimió un látigo que llevaba escondido detrás de la espalda.
Yo estaba demasiado débil para moverme. Lo miré con ojos nublados y lastimosos, implorándole en silencio que me dejara en paz.
«¡Vamos, fuera de aquí!», murmuró, mientras alzaba el mango del látigo, como para descargármelo encima.
Me incorporé a cuatro patas tambaleándome e intenté largarme renqueando. Mi espinazo parecía roto. Cedí y me derrumbé como un costal agujereado.
El hombre, fríamente, volvió a alzar el látigo y con el mango me golpeó en la cabeza. Lancé un aullido de dolor. Irritado, empuñó el látigo por el mango y se puso a flagelarme sin piedad. Intenté alzarme, pero fue inútil: tenía roto el espinazo. Me retorcía por el suelo como un pulpo, recibiendo un latigazo tras otro. La furia de los azotes me había cortado la respiración. Hasta que no se hubo ido, creyendo que me había dejado en el sitio, no me puse a dar rienda suelta a mi agonía. Al principio, empecé a gimotear; después, al recuperar las fuerzas, me puse a berrear y a aullar. La sangre rezumaba de mí como de una esponja. Manaba en todas direcciones, formando una gran mancha obscura, como en los dibujos animados. La voz se me volvía cada vez más débil. De vez en cuando lanzaba un aullido.
Cuando abrí los ojos, las dos mujeres estaban inclinadas sobre mí, sacudiéndome.
«¡Basta! ¡Por amor de Dios, basta!», decía la mayor.
La otra decía: «Dios mío, Val. ¿Qué ha ocurrido? ¡Despierta, despierta!».
Me senté y las miré con expresión aturdida. Estaba desnudo y tenía el cuerpo cubierto de sangre y magulladuras.
«¿Dónde has estado? ¿Qué ha ocurrido?» Ahora sus voces sonaban al mismo tiempo.
«Supongo que estaba soñando.» Intenté sonreír, pero la sonrisa se desvaneció en una mueca torcida. «Miradme la espalda», rogué. «Siento como si la tuviera rota.»
Me volvieron a tumbar y me dieron la vuelta, como si llevase la marca de «frágil».
«Estás lleno de magulladuras. Deben de haberte dado una paliza.»
Cerré los ojos e intenté recordar lo que había ocurrido. De lo único que me acordaba era del sueño, de aquel bruto inclinado sobre mí con un látigo y azotándome. Me había dado patadas en las costillas, como si fuera un chucho sarnoso. («¡Te voy a volar las entrañas, perro asqueroso!») Tenía la espalda rota, recordé con claridad. Me había desplomado y había quedado tendido en el suelo como un pulpo y en posición indefensa me había azotado sin parar con furia inhumana.
«Déjalo dormir», oí decir a la mayor.
«Voy a llamar a una ambulancia», dijo la otra.
Se pusieron a discutir.
«Marchaos, dejadme tranquilo», murmuré.
Volvió a hacerse el silencio. Me quedé dormido. Soñé que estaba en una exposición de perros; yo era un pequinés y llevaba una cinta azul en torno al cuello. En la casilla contigua había otro pequinés; llevaba una cinta rosa en torno al cuello. No se sabía cuál de nosotros dos ganaría el premio.
Dos mujeres a las que me parecía reconocer estaban discutiendo sobre nuestros respectivos méritos y deméritos. Al final, se acercó el juez y me acarició la nuca. La mujer mayor se alejó irritada y escupió de asco, pero la mujer a la que pertenecía yo se inclinó y, tras cogerme de las orejas, me alzó la cabeza y me besó en el hocico. «Sabía que ganarías el premio para mí», susurró. «Eres un sol, un tesoro», y se puso a acariciarme el pelo. «Espera un momento, querido, que voy a traerte una cosita. Un momentito...»
Cuando regresó, traía un paquetito en la mano; estaba envuelto en papel de seda y atado con una cinta preciosa. La sostuvo delante de mí y yo me alcé sobre las patas traseras y ladré. «¡Guau, guau!, ¡Guau, guau!»
«Calma, querido», dijo, mientras abría el paquete despacio. «Mamá te ha traído un regalito precioso.»
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau!»
«¡Huy, qué tesoro!... eso es... calma ahora... calma.»
Yo estaba furiosamente impaciente por recibir mi regalo. No podía entender por qué tardaba tanto. Debía de ser algo extraordinariamente precioso, pensaba para mis adentros.
Ahora el paquete estaba ya casi abierto. Ella estaba sosteniendo el regalito tras la espalda.
«¡Arriba, arriba! Eso es... ¡arriba!»
Me alcé sobre las patas traseras y me puse a hacer cabriolas y piruetas.
«Ahora, ¡pídelo! ¡Pídelo!»
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau!» No cabía en mí de gozo.
De repente lo suspendió ante mis ojos. Era un magnífico hueso de nudillo, lleno de tuétano y rodeado por un anillo de oro, de matrimonio. Yo estaba furiosamente ansioso por atraparlo, pero ella lo sostenía por encima de su cabeza, con lo que me sometía, despiadada, al suplicio de Tántalo. Por fin y para asombro mío, sacó la lengua y se puso a chupar el tuétano. Le dio la vuelta y lo chupó por el otro extremo. Cuando hubo abierto un agujero de una punta a la otra, me cogió y se puso a acariciarme. Lo hizo con tal destreza, que al cabo de unos segundos la tenía tiesa como un nabo. Entonces cogió el hueso (rodeado todavía por el anillo de matrimonio) y lo colocó sobre el nabo. «Ahora, amorcito, te voy a llevar a casa y a acostarte.» Y, acto seguido, me levantó y salió, mientras todo el mundo reía y aplaudía. Cuando llegamos a la puerta, el hueso resbaló y cayó al suelo. Intenté salir de sus brazos, pero me apretó más fuerte contra su pecho. Me puse a gimotear.
«¡Chsss, chsss!», dijo y, tras sacar la lengua, me lamió la cara. «¡Mi sol, mi querido tesoro!»
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau!», ladré. «¡Guau! ¡Guau, guau!»
SEXUS
CAPÍTULO PRIMERO
Debió de ser un martes por la noche cuando la conocí: en el baile. Tras haber dormido una o dos horas, fui a trabajar por la mañana como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después de cenar me quedé dormido en el sofá sin haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea: conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg, Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Tenía por delante toda una nueva vida, si me armaba de valor para arriesgarlo todo. En realidad, nada había que arriesgar: estaba en el último peldaño de la escala, era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Conque, era sábado por la mañana y para mí el sábado ha sido siempre el mejor día de la semana. Vuelvo a sentirme vivo, cuando otros están muriéndose de cansancio; para mí la semana comienza con el día de descanso de los judíos. Desde luego, no tenía la menor idea de que aquélla iba a ser la gran semana de mi vida y sus efectos iban a durar siete años. Sólo sabía que el día era propicio y memorable. Dar el paso fatal, arrojar todo a los perros, es en sí una emancipación: en ningún momento se me ocurrió pensar en las consecuencias. Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas.
Pasé la mañana pidiendo prestado a diestro y siniestro, envié el libro y las flores y después me senté a escribir una larga carta que entregaría un repartidor especial. Le decía que le telefonearía luego, por la tarde. Al mediodía salí de la oficina y me fui a casa. Me sentía muy inquieto, casi febril de impaciencia. Esperar hasta las cinco era una tortura. Volví al parque, sin pensar en nada, mientras caminaba a ciegas por los prados y hasta el lago, donde los niños hacían navegar sus barcos. A lo lejos se oía una orquesta; me traía recuerdos de mi infancia, de sueños apagados, añoranzas y penas. Una rebelión abrasadora y apasionada me henchía las venas. Pensé en grandes figuras del pasado, en todo lo que habían realizado a mi edad. Las ambiciones que hubiese podido tener habían desaparecido; lo único que quería hacer era ponerme enteramente en manos de ella. Por encima de todo quería oír su voz, saber que seguía viva, que todavía no me había olvidado. Poder meter una moneda en la ranura todos los días de mi vida a partir de entonces, poder oírla decir: «Hola», era lo máximo a que me atrevía a esperar. Si me prometía eso y cumplía su promesa, no importaría lo que ocurriera.
A las cinco en punto, me apresuré a telefonear. Una voz con acento extranjero y extraordinariamente triste me informó de que no estaba en casa. Intenté averiguar cuándo estaría, pero colgaron. La idea de que estaba fuera de mi alcance me volvía loco. Telefoneé a mi mujer para decirle que no iría a cenar. Recibió la noticia con su desagrado habitual, como si no esperara de mí otra cosa que decepciones y aplazamientos. «¡Ojalá se te atragante, so puta!», pensé para mis adentros, al colgar. «Por lo menos sé que no te deseo a ti, ni nada de ti, muerta o viva.» Se acercaba un tranvía descubierto; sin pensar hacia dónde iba, monté y me dirigí al último asiento. Seguí montado dos horas y sumido en un profundo trance; cuando volví en mí, reconocí una heladería árabe cercana al puerto, me apeé, caminé hasta el muelle y me senté en un larguero a mirar la gran greca del puente de Brooklyn. Todavía quedaban varias horas por matar antes de atreverme a ir al baile. Mientras contemplaba con la mirada perdida la orilla opuesta, mis pensamientos derivaban sin cesar, como un barco sin timón.
Cuando por fin me recobré y me alejé tambaleándome, era como un hombre bajo los efectos de un anestésico que hubiera conseguido escapar del quirófano. Todo parecía familiar y, sin embargo, carecía de sentido; tardé una eternidad en coordinar unas pocas impresiones simples que por cálculo reflejo ordinario significarían mesa, silla, edificio, persona. Los edificios sin sus autómatas son aún más sombríos que las tumbas; cuando se dejan las máquinas inactivas, crean un vacío más profundo que la propia muerte. Yo era un fantasma que se movía en un vacío. Sentarse, pararse a encender un cigarrillo, no sentarse, no fumar, pensar o no pensar, respirar o dejar de respirar, eran una y la misma cosa. Cáete muerto y el hombre que va detrás de ti pasa por encima de tu cadáver; dispara un revólver y otro hombre te dispara a ti; grita y despiertas a los muertos, que, cosa curiosa, también tienen pulmones potentes. Ahora el tráfico va de Este a Oeste; dentro de un minuto irá de Norte a Sur. Todo sigue su curso ciegamente, de acuerdo con las normas, y nadie llega a ningún sitio. Entra y sal, sube y baja tambaleándote y bamboleándote; unos salen como moscas, otros entran como enjambres de mosquitos. Come de pie, con ranuras, palancas, monedas grasientas, celofán grasiento, apetito grasiento. Límpiate la boca, eructa, límpiate los dientes con un palillo, ladéate el sombrero, anda vacilante, resbala, tambaléate, silba, levántate la tapa de los sesos. En la próxima vida seré un buitre que se alimente de carroña suculenta: me posaré en lo alto de los edificios elevados y me lanzaré en picado y como una exhalación en cuanto olfatee la muerte. Ahora estoy silbando una tonada alegre: las regiones epigástricas están en paz. Hola, Mara, ¿cómo estás? Y ella me dedicará la sonrisa enigmática y me estrechará en un abrazo cariñoso. Eso ocurrirá en un vacío bajo reflectores potentes con tres centímetros de intimidad que dibujen un círculo místico a nuestro alrededor.
Subo la escalera y entro en el ruedo, el gran salón de baile de los adeptos al sexo ambiguo, ahora inundado por un cálido brillo de tocador. Los fantasmas están valsando en una dulce bruma de chicle, con las rodillas ligeramente dobladas, las caderas tiesas y los tobillos nadando en zafiro en polvo. Entre los toques del tambor oigo el estrépito de la ambulancia ahí abajo, después los coches de bomberos, luego las sirenas de la policía. El vals está perforado de angustia y se van abriendo agujeritos de bala sobre los dientes de la pianola, que suena ahogada porque está a varias manzanas de distancia en un edificio en llamas y sin escaleras de emergencia. Ella no está en la pista. Puede estar acostada leyendo un libro, puede estar haciendo el amor con un boxeador o puede estar corriendo como una loca por un campo de rastrojos, con un solo zapato, perseguida ferozmente por un hombre llamado Mazorca de Maíz. Esté donde esté ella, yo estoy envuelto en una completa obscuridad; su ausencia me aniquila.
Pregunto a una de las chicas si sabe cuándo llegará Mara. ¿Mara? No la conoce. Nunca ha oído hablar de ella. ¿Cómo va a saber nada de nadie, si sólo hace una hora más o menos que ha cogido el empleo y está sudando como una yegua envuelta en seis camisetas de lana? ¿Por qué no la saco a bailar?... Ya preguntará a una de las otras chicas por Mara. Damos unas vueltas empapados en sudor y agua de rosas, mientras hablamos de callos y juanetes y varices varicosas, y los músicos atisban a través de la bruma de tocador con ojos gelatinosos y la cara estirada por una sonrisa gélida. Esa chica de ahí, Florrie, podría decirme algo sobre mi amiga. Florrie tiene una boca ancha y ojos de lapislázuli; está fresca como un geranio, pues acaba de llegar de una sesión de tracatrá que ha durado toda la tarde. ¿Sabe Florrie si llegará pronto Mara? No lo cree... no cree que venga esta noche.¿Por qué? Cree que tiene una cita con alguien. Será mejor que preguntes al griego: él lo sabe todo.
El griego dice que sí, que la señorita Mara vendrá... sí, espera un poco. Espero y espero. Las chicas exhalan vapor, como caballos sudorosos parados en un campo nevado. Medianoche. Ni rastro de Mara. Me dirijo despacio, de mala gana, hacia la puerta. Un chaval portorriqueño está abrochándose la bragueta en el último peldaño.
En el metro pongo a prueba la vista leyendo los anuncios del otro extremo del vagón. Me examino el cuerpo para cerciorarme de que estoy exento de cualquiera de las enfermedades que son patrimonio del hombre civilizado. ¿Tengo mal aliento? ¿Se me para el corazón? ¿Tengo pies planos? ¿Tengo las articulaciones hinchadas por el reumatismo? ¿Sinusitis? ¿Piorrea? ¿Y estreñimiento? ¿O esa sensación de cansancio después de comer? ¿Jaqueca, acidosis, catarro intestinal, lumbago, vesícula flotante, callos o juanetes, venas varicosas? Que yo sepa, estoy sano como un capullo y sin embargo... Bueno, la verdad es que me falta algo, algo vital...
Estoy enfermo de amor. Mortalmente enfermo. Un ligero ataque de caspa y sucumbiría como una rata envenenada.
El cuerpo me pesa como el plomo, cuando me echo en la cama. Me sumerjo inmediatamente en el sueño más profundo. Este cuerpo, que se ha convertido en un sarcófago con asas de piedra, yace totalmente inmóvil; el durmiente se alza de él, como un vapor, para circunnavegar el mundo. El durmiente intenta en vano encontrar una forma y figura que se ajuste a su esencia etérea. Como un sastre celestial, se prueba un cuerpo tras otro, pero ninguno encaja. Por último, se ve obligado a regresar a su propio cuerpo, a adoptar de nuevo el molde de plomo, a volverse un prisionero de la carne, a continuar presa de la apatía, del dolor y del hastío.