Página de créditos

La invitación



V.1: Febrero, 2022

Título original: The Invitation


© Vi Keeland, 2021

© de la traducción, Yuliss M. Priego y Tamara Arteaga, 2022

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2022

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Modelo de cubierta: Nick Bateman

Fotógrafo: Tamer Yilmaz

Corrección: Carmen Romero


Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-70-7

THEMA: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La invitación

Vi Keeland

Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego

5

Sobre la autora

2


Vi Keeland es autora best seller del New York Times, el Wall Street Journal, el Washington Post y el USA Today. Sus títulos se han traducido a más de veinte idiomas. Vi reside en Nueva York con su marido y sus tres hijos, donde vive su propio felices para siempre con el chico al que conoció cuando solo tenía seis años.

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

La invitación

«Solo tememos aquello que más nos importa.»


La primera vez que vi a Hudson Rothschild fue en una boda… en la que me colé. Era el hombre más atractivo que había visto nunca, y, cuando me pidió que bailara con él, supe que nuestra química era de otro mundo, pero también que era una muy mala idea: si descubría que era una impostora, nuestro mágico momento acabaría. Y eso fue lo que pasó. Huí de Hudson lo más rápido que pude, o eso creía. Adivinad quién se olvidó el móvil en la boda y quién lo encontró…



Una novela sexy y dulce best seller del New York Times y el USA Today


«Vi Keeland siempre escribe novelas románticas entretenidas y sensuales, pero La invitación está a otro nivel.»

Harlequin Junkie

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Agradecimientos


A vosotros, los lectores. Gracias por el apoyo y vuestra emoción. La vida nos ha puesto a todos unas cuantas trabas últimamente, así que doy gracias por que me hayáis permitido daros una vía de escape, aunque sea durante un ratito. Espero que hayáis disfrutado de la historia de amor de Hudson y Stella y que volváis la próxima vez para conocer a nuevos personajes. A Penelope. Los últimos años han sido una auténtica montaña rusa, pero no hay otra persona con quien hubiera preferido vivirlos.

A Cheri. Gracias por tu amistad y por tu apoyo. ¡Las amigas lectoras son las mejores!

A Julie. Gracias por tu amistad y por tu sabiduría.

A Luna. La vida es como un libro: nunca es demasiado tarde para escribir una historia nueva y he disfrutado viendo cómo se desarrollaban cada uno de tus emocionantes capítulos. Gracias por tu amistad.

A mi increíble grupo de lectores en Facebook, Vi’s Violets. Veinte mil mujeres inteligentes hablando de los libros que adoráis en un único lugar. ¡Soy muy afortunada! Todas y cada una de vosotras sois un regalo. Gracias por formar parte de esta locura de viaje.

A Sommer. Gracias por crear la imagen de la historia de Hudson y Stella con tu precioso diseño.

A mi agente y amiga, Kimberly Brower. Gracias por estar siempre ahí. Todos los años me brindas una oportunidad única. Me muero de ganas por descubrir qué más vas a conseguir. A Jessica, Elaine y Julia. Gracias por pulir las durezas y hacerme brillar de verdad.

A todos los blogueros. Gracias por inspirar a otros a que me den una oportunidad. Sin vosotros, no habría lectores.


Con mucho amor,

Vi

Capítulo 1

Stella


—No puedo hacerlo… —Me detuve en mitad de las escaleras de mármol. 

Fisher se paró unos cuantos pasos por delante y bajó los escalones para regresar junto a mí.

—Claro que sí. ¿Te acuerdas de cuando tuviste que hacer una presentación sobre tu presidente favorito en sexto? Estabas hecha un flan. Creías que te quedarías en blanco ahí mismo mientras todos te miraban. 

—Sí, ¿y qué?

—Bueno, pues esto es lo mismo. Al final lo hiciste, ¿verdad?

Fisher había perdido la cabeza.

—Aquel día todos mis miedos se hicieron realidad. Salí a la pizarra y empecé a sudar. No recordaba absolutamente nada de lo que había escrito. Todos se quedaron mirándome y encima tú me acosaste con preguntas.

Fisher asintió.

—Exacto. Tu mayor miedo se hizo realizad y, aun así, seguiste adelante. De hecho, ese día terminó siendo el mejor de tu vida. 

Negué con la cabeza, perpleja.

—¿Y eso por qué?

—Esa fue la primera vez que coincidimos en la misma clase. Creía que eras otra niñita pesada como las demás. Pero después de clase, me increpaste por burlarme de ti mientras intentabas exponer. Eso me hizo ver que eras diferente. Y ese mismo día decidí que nos convertiríamos en mejores amigos.

Sacudí la cabeza.

—No volví a dirigirte la palabra durante ese año.

Fisher se encogió de hombros.

—Sí, pero te convencí al año siguiente, ¿no? Y ahora mismo estás un poquito más tranquila que hace dos minutos, ¿verdad?

Suspiré.

—Supongo.

Me ofreció un brazo.

—¿Entramos?

Tragué saliva. A pesar de lo aterrorizada que me sentía por lo que estaba a punto de hacer, me moría de ganas por ver cómo habían decorado la biblioteca para la boda. Me había pasado incontables horas sentada en esos escalones, preguntándome cómo sería la vida de los viandantes.

Fisher, vestido de esmoquin, esperó paciente con el codo flexionado mientras me debatía unos instantes más. Por fin, con otro suspiro profundo, acepté su brazo.

—Si terminamos en la cárcel, vas a tener que conseguir tú el dinero de la fianza para ambos. Yo estoy más que tiesa. 

Me dedicó esa sonrisa suya de estrella de cine.

—Hecho.

Conforme subíamos los escalones restantes hasta las puertas de la Biblioteca Pública de Nueva York, repasé todos los detalles que habíamos preparado en el Uber de camino. Nuestros nombres para la velada serían Evelyn Whitley y Maximilian Reynard. Max era agente inmobiliario (su familia era dueña de Reynard Properties) y yo había estudiado el Máster en Administración de Empresas en Wharton y había vuelto hacía poco a la ciudad. Ambos vivíamos en el Upper East Side; al menos eso sí era cierto. 

Había dos camareros vestidos de uniforme y con guantes blancos apostados junto a las altísimas puertas de la entrada. Uno sostenía una bandeja llena de copas de champán y el otro, un portapapeles. Aunque mis piernas siguieron moviéndose, el corazón parecía intentar escaparse del pecho para huir en dirección contraria.

—Buenas tardes. —El camarero con el portapapeles inclinó la cabeza—. ¿Me dicen sus nombres, por favor?

Fisher ni siquiera se inmutó cuando soltó la primera de las muchas mentiras que diríamos esa noche.

El hombre, que tenía un pendiente en la oreja, comprobó la lista y asintió. Extendió un brazo para invitarnos a entrar y su compañero nos ofreció una copa de champán a cada uno.

—Bienvenidos. La ceremonia tendrá lugar en la rotonda. Los asientos para la novia están a su izquierda.

—Gracias —respondió Fisher. En cuanto estuvimos algo lejos de ellos, se acercó a mí—. ¿Ves? Estaba chupado. —Dio un sorbo a su copa—. Mmm, está buenísimo. 

No sabía cómo podía estar tan tranquilo. Pero bueno, tampoco me entraba en la cabeza cómo había conseguido convencerme para esta locura. Hace dos meses, cuando volví a casa de trabajar, me encontré a Fisher, que también era mi vecino, saqueando las sobras que tenía en la nevera: algo habitual. Mientras se zampaba un plato de pollo a la milanesa de hacía dos días, me senté a la mesa de la cocina y revisé el correo electrónico y tomé una copa de vino. Charlando, abrí un sobre enorme sin leer siquiera la dirección que aparecía en el destinatario. Dentro había una invitación de boda preciosísima: blanca y negra, con relieve y laminada en oro. Era una obra de arte. Y la boda se celebraba ni más ni menos que en la Biblioteca Pública de Nueva York, justo al lado de mi antigua oficina y en cuyas icónicas escaleras a menudo me sentaba a almorzar. Llevaba sin pasarme al menos un año, así que me apetecía muchísimo asistir a una boda allí.

Aunque, para ser sincera, no tenía ni idea de quiénes eran los novios (¿un familiar lejano, tal vez?); los nombres no me sonaban lo más mínimo. Cuando le di la vuelta al sobre, entendí por qué. Había abierto la correspondencia de mi antigua compañera de piso. Uf. Vaya por Dios. No era a mí a quien habían invitado a aquella boda de ensueño en uno de mis lugares favoritos del mundo.

Pero, tras un par de copas de vino, Fisher me convenció de que quien debería ir era yo, no Evelyn. Me dijo que era lo mínimo que la muy ladrona de mi compañera podía hacer por mí. Al fin y al cabo, se había marchado a hurtadillas en mitad de la noche con mis zapatos favoritos y el banco me había devuelto el cheque que me había dado para pagar los dos meses de alquiler que me debía. Merecía mucho más que ella asistir a una boda elegante donde cada plato bien podría costar mil dólares. Sabía Dios que ninguno de mis amigos se iba a casar nunca en un lugar como ese. Para cuando nos fundimos la segunda botella de merlot, Fisher ya había decidido que suplantaríamos a Evelyn y pasaríamos una noche divertida y estupenda por cortesía de la impresentable de mi antigua compañera. Fisher hasta rellenó la tarjeta de respuesta con los dos nombres de las personas que asistirían antes de guardársela en el bolsillo trasero del pantalón para enviarla al día siguiente.

Yo, en realidad, me había olvidado de los planes que habíamos hecho en plena borrachera hasta hace dos semanas, cuando Fisher vino a casa con un esmoquin que le había pedido prestado a un amigo para asistir a la ceremonia. Yo me opuse y le dije que no iba a colarme en ninguna boda cara de gente a la que ni siquiera conocía y él hizo lo de siempre: me convenció de que la mala idea realmente no lo era tanto.

Hasta ahora. Me encontraba en mitad del inmenso recibidor de una boda que probablemente costara doscientos mil dólares con la sensación de que me iba a hacer pis encima.

—Bébete el champán —me ordenó Fisher—. Te ayudará a relajarte un poquito y te dará mejor color a la cara. Estás igual que en la presentación sobre por qué te gusta tanto John Quincy Adams.

Entrecerré los ojos, aunque él esbozó una sonrisa, decidido. Estaba segura de que nada de lo que hiciera serviría para tranquilizarme. Pero, aun así, apuré el contenido de mi copa.

Como si nada, Fisher enterró una mano en el bolsillo del pantalón y paseó la mirada con la cabeza bien alta, como si no temiera nada en el mundo.

—Llevo mucho tiempo sin ver a mi vieja amiga, la Stella fiestera —dijo—. ¿Sería posible que apareciera esta noche?

Le tendí la copa de champán vacía.

—Cállate y tráeme otra copa antes de que salga por patas. 

Se rio entre dientes.

—Como desees, Evelyn. Tú siéntate e intenta no jodernos la tapadera antes de que podamos ver siquiera a la preciosa novia.

—¿Preciosa? Ni siquiera sé qué aspecto tiene.

—Todas las novias son preciosas. Por eso llevan velo: para que no se pueda ver la fealdad y todo sea mágico en su día especial.

—Qué romántico.

Fisher guiñó el ojo.

—No todos pueden ser tan guapos como yo.

Tres copas de champán me ayudaron a calmarme lo suficiente como para aguantar sentada toda la ceremonia. Y a la novia claramente no le hacía falta velo. Olivia Rothschild (o Olivia Royce, como se llamaría a partir de ahora) era guapísima. Se me saltaron las lágrimas cuando vi al novio pronunciar sus votos. Era una pena que la feliz pareja no fuesen amigos míos de verdad, porque uno de los padrinos era increíblemente atractivo. Puede que hubiese fantaseado con que Livi (así la llamaba en mi cabeza) me juntara con el colega de su nuevo marido pero, por desgracia, lo de esta noche era una farsa, no un cuento protagonizado por Cenicienta. 

Sirvieron los cócteles en una sala preciosa en la que nunca había estado. Examiné la obra de arte del techo mientras aguardaba en la barra a que me trajeran la copa. Fisher me había dicho que necesitaba ir al baño, pero tenía la sensación de que se había escaqueado para hablar con el guapísimo camarero que no le había quitado el ojo de encima desde que habíamos entrado.

—Aquí tiene, señorita. —El barman me tendió una bebida. 

—Gracias. —Miré rauda a mi alrededor para ver si alguien me estaba prestando atención antes de hundir la nariz en la copa para oler el líquido. «Desde luego, no es lo que he pedido».

—Esto… Disculpe. ¿Es posible que me haya servido ginebra Beefeater y no Hendricks?

El barman frunció el ceño.

—Diría que no.

Olisqueé el líquido por segunda vez, ahora segura de que se había equivocado. 

La voz de un hombre a mi izquierda me pilló desprevenida.

—¿Ni lo ha probado siquiera y dice que le ha echado otra marca de ginebra?

Sonreí con educación.

—La ginebra de la marca Beefeater se hace con enebro, piel de naranja, almendra amarga y mezcla de tés, que es lo que le da el sabor a licor. La de Hendricks se hace con enebro, rosa y pepino. Cada uno desprende un olor diferente.

—¿Lo bebe solo o con hielo?

—Ni lo uno ni lo otro. Es un gin martini, así que lleva vermut. 

—¿Pero se cree capaz de oler que le ha servido la ginebra equivocada sin probarla siquiera? —La voz del tipo dejaba claro que no creía que pudiera.

—Tengo muy buen sentido del olfato.

El hombre miró por encima de mi hombro.

—Eh, Hudson, te apuesto cien pavos a que no es capaz de diferenciar las dos ginebras ni aunque estén la una al lado de la otra. 

La voz del segundo hombre provino de la derecha, prácticamente a mi espalda. Era grave y, aun así, aterciopelada y suave, como la ginebra que el barman tendría que haber usado para servirme la copa.

—Que sean doscientos.

Cuando me giré para mirar al hombre dispuesto a apostar a favor de mis habilidades, sentí que se me abrían mucho los ojos. 

«Vaya…». El padrino atractivo. Me lo había quedado mirando durante la mayor parte de la ceremonia. Ya era guapo desde lejos, pero de cerca era tan impresionante que hasta sentí mariposas en el estómago. Tenía el cabello oscuro, la piel bronceada, un mentón perfecto y unos labios gruesos y exquisitos. Su peinado (engominado y con la raya a un lado) me recordó a las estrellas de cine clásico. En lo que no había podido reparar en la ceremonia desde la última fila era en la intensidad de sus ojos, azules como el océano, que ahora mismo me estudiaban como si fuese un libro. 

Carraspeé.

—¿Va a apostar doscientos dólares a que puedo distinguir las ginebras?

El guaperas dio un paso hacia adelante y mi sentido del olfato se despertó. «Él sí que huele mejor que cualquier ginebra». No sabía con certeza si era su colonia o algún gel de baño, pero fuera lo que fuese, tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no inclinarme hacia él y esnifarlo. Su olor era tan sensual como su aspecto. Aquel dúo era mi kriptonita. 

—¿Me está diciendo que he apostado mal? —Había un matiz de humor en su voz.

Negué con la cabeza y me giré para hablar con su amigo.

—Voy a seguirle el juego con su pequeña apuesta; yo también apuesto doscientos.

Cuando mis ojos regresaron al hombre atractivo a mi derecha, lo vi arquear muy ligeramente la comisura de la boca. 

—Muy bien. —Elevó el mentón en dirección a su amigo—. Dile al barman que sirva un chupito de Beefeater y otro de Hendricks. Que los coloque delante de ella sin decirnos cuál es cada uno. 

Un minuto después, levanté el primer chupito y lo olí. Sinceramente, ni siquiera necesitaba oler el otro, pero lo hice de todas formas, solo por si las moscas. «Joder…». Tendría que haber apostado más. Era demasiado fácil, como quitarle caramelos a un bebé. Deslicé hacia adelante uno de los chupitos por la barra y hablé con el barman expectante.

—Este es el de Hendricks.

El barman parecía impresionado.

—Es correcto.

—Mierda. —El tipo que había empezado la apuesta resopló. Hundió la mano en el bolsillo delantero del pantalón, sacó una billetera impresionante y extrajo de ella cuatro billetes de cien dólares. Sacudió la cabeza a la vez que los arrojaba hacia nosotros en la barra—. Para el lunes ya lo habré recuperado.

El hombre atractivo me sonrió y recogió su dinero. En cuanto hice lo mismo, agachó la cabeza para susurrarme al oído:

—Buen trabajo.

«Ay, Dios». Su aliento cálido envió un escalofrío a través de mi cuerpo. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había tocado a un hombre. Por desgracia, sentía las rodillas un poco como de gelatina, pero me obligué a hacer caso omiso de ellas.

—Gracias.

Rodeándome, alargó el brazo hacia la barra y levantó uno de los chupitos. Se lo llevó a la nariz y lo olió antes de dejarlo en su sitio y pasar al otro.

—Yo no huelo nada diferente. 

—Eso es porque su olfato es normal. 

—Anda. Y el suyo es… ¿extraordinario?

Sonreí.

—Pues sí, así es. 

Parecía divertido cuando me pasó uno de los chupitos y lo sostuvo en el aire para hacer un brindis.

—Por ser extraordinarios —dijo.

Normalmente no me iban los chupitos, pero ¿qué demonios? Choqué mi vasito con el suyo antes de beberlo. Tal vez el alcohol me ayudara a asentar los nervios que este hombre parecía haber despertado de golpe. 

Dejé el vasito vacío sobre la barra, junto al suyo.

—Supongo que esto es algo que suelen hacer a menudo, ¿no? Como su amigo ha dicho que lo recuperaría el lunes…

—Nuestras familias son amigas desde que éramos unos críos. Pero las apuestas empezaron cuando fuimos a la misma universidad. Yo soy fan de los Notre Dame, y Jack de los USC. Por aquel entonces estábamos pelados, así que solíamos apostar una pistola eléctrica en los partidos.

—¿Una pistola eléctrica?

—Su padre era policía. Le dio la pistola para que la guardara bajo su asiento en el coche en caso de que la necesitara, pero dudo que se imaginara a su hijo recibiendo descargas de cincuenta mil voltios cada vez que una intercepción hacía perder a su equipo en el último segundo. 

Negué con la cabeza.

—Menuda locura.

—No fue de nuestras decisiones más lúcidas, no. Pero al menos yo gané más veces que él. Una lesión cerebral ayudaría a explicar algunas de las decisiones que este tomó en la universidad.

Me reí. 

—¿Entonces lo de hoy solo ha sido otra «intercepción» más?

—Básicamente. —Sonrió y extendió la mano—. Me llamo Hudson, por cierto. Puedes tutearme.

—Encantada. Yo soy St… —Justo cuando iba a meter la pata de lleno, me contuve—. Yo soy Evelyn. Y lo mismo digo. 

—Entonces, ¿eres aficionada a la ginebra, Evelyn? ¿Es por eso que yo no huelo ninguna diferencia entre las dos?

Sonreí.

—Lo cierto es que no me considero una aficionada a la ginebra, no. De hecho, suelo beber vino. Pero ¿he mencionado en qué trabajo? Soy química de fragancias; vaya, una perfumista. 

—¿Haces perfumes?

Asentí.

—Entre otras cosas. Desarrollé aromas para una empresa de cosméticos y fragancias durante seis años. A veces era un perfume nuevo, otras un aroma para toallitas desmaquillantes, o incluso algún cosmético que necesitara un olor más placentero.

—Nunca en mi vida había conocido a una perfumista.

Esbocé una sonrisa.

—¿Es tan emocionante como esperabas?

Se rio entre dientes.

—¿Qué hay que hacer para trabajar de eso?

—Bueno, me gradué en Química. Pero, aunque consigas todos los títulos que quieras, si no sufres de hiperosmia, no podrás llevar a cabo el trabajo. 

—Y eso es…

—Un trastorno que aumenta de forma exagerada la sensibilidad hacia los olores; vaya, tener el olfato hiperdesarrollado. 

—Entonces, ¿se te da bien oler cosas?

Me reí.

—Exacto.

Mucha gente creía poseer buen sentido del olfato, pero en realidad no entendían lo superdesarrollado que lo tenía alguien con hiperosmia. Demostrarlo siempre era el mejor método. Además, tenía muchas ganas de saber qué colonia usaba. Así que me incliné y olí a Hudson. 

—Gel de Dove —dije, soltando el aire. 

No parecía del todo convencido.

—Sí, pero lo usa mucha gente.

Sonreí.

—No me has dejado acabar. Dove Cool Moisture. Lleva pepino y té verde, ingredientes que suelen llevar también las ginebras, por cierto. Y usas champú L’Oreal Elvive, como yo. Huelo el extracto de flor de Tiaré, de rosa canina y el ligero aroma a aceite de coco. Ah, y usas desodorante Irish Spring. De hecho, creo que no llevas colonia. 

Hudson arqueó las cejas.

—Vaya, impresionante. Anoche nos tuvimos que quedar en un hotel y se me olvidó meter la colonia en la maleta.

—¿Cuál sueles usar? 

—No te lo puedo decir. ¿Qué diversión tendríamos en la segunda cita si no hacemos la prueba del olor?

—¿En la segunda cita? No sabía que estuviéramos en la primera.

Hudson sonrió y me tendió una mano.

—La noche es joven, Evelyn. ¿Bailas?

El nudo en la boca del estómago me advirtió que era mala idea. Se suponía que Fisher y yo íbamos a permanecer juntos y limitar el contacto con otras personas para minimizar la probabilidad de que nos descubrieran. Miré en derredor, pero no vi a mi amigo por ninguna parte. Además, este hombre era de lo más atrayente. Sin saber muy bien cómo, antes de que mi cerebro terminara de debatir todos los pros y los contras, coloqué una mano sobre la suya. Me condujo hacia la pista de baile, me rodeó la cintura con un brazo y empezó a guiarme con el otro. No era sorprendente que supiera bailar. 

—Bueno, Evelyn del olfato extraordinario, no te había visto nunca antes. ¿Eres invitada o la acompañante de alguien? —Miró alrededor de la estancia—. ¿Algún tío me está mirando mal ahora mismo por bailar contigo? ¿Voy a tener que ir a por la pistola eléctrica de Jack para protegerme de un novio celoso?

Me reí.

—He venido con alguien, pero solo es un amigo. 

—Pobre hombre…

Sonreí. El flirteo de Hudson era excesivo, pero aun así lo recibí de buena gana. 

—A Fisher le interesa más el camarero que repartía las copas de champán que yo. 

Hudson me acercó un poco más a él.

—Tu acompañante ya me cae mucho mejor que hace treinta segundos. 

Se me erizó el vello de los brazos cuando bajó la cabeza y me rozó el cuello brevemente con la nariz.

—Hueles de maravilla. ¿Llevas uno de los perfumes que has elaborado tú?

—Sí. Pero no se puede comprar. Me gusta la idea de tener un perfume propio por el que la gente me recuerde. Mi esencia. 

—No creo que te haga falta ningún perfume para que te recuerden. 

Me guiaba por la pista de baile con tanta elegancia que me preguntaba si no habría tomado clases de baile profesional. La mayoría de los hombres de su edad pensaban que los bailes lentos solo eran balancearse hacia adelante y hacia atrás mientras te restregaban el paquete. 

—Bailas muy bien —admití.

Hudson respondió haciéndonos girar:

—Mi madre era bailarina profesional de bailes de salón. Si quería comer, aprender no era una opción, sino una obligación. 

Me reí.

—Qué guay. ¿Alguna vez has pensado en seguir sus pasos?

—Para nada. Crecí viéndola sufrir de bursitis en la cadera, tener fracturas por estrés, desgarros de ligamentos… No es una profesión tan glamurosa como hacen ver en los concursos de la tele. Tiene que ser tu pasión si quieres trabajar de ello. 

—Creo que eso pasa en cualquier trabajo. 

—Muy cierto.

La canción tocó a su fin y el maestro de ceremonias ordenó a todo el mundo que tomara asiento.

—¿Dónde estás sentada? —preguntó Hudson.

Señalé el lateral del salón, donde nos habían sentado a Fisher y a mí.

—Por allí. En la mesa dieciséis. 

Asintió.

—Te acompaño.

Llegamos a la mesa al mismo tiempo que Fisher, que venía de otra dirección. Nos miró a Hudson y a mí y divisé en su rostro la pregunta que no pronunció en voz alta. 

—Esto… este es mi amigo, Fisher. Fisher, él es Hudson.

Hudson extendió la mano.

—Encantado.

Tras estrecharle la mano a un callado Fisher, que parecía haber olvidado cómo hablar, se giró hacia mí y volvió a tomarme de la mano.

—Debería regresar a mi mesa con los demás. 

—Vale.

—¿Me reservas un baile para luego?

Sonreí.

—Me encantaría.

Hudson hizo el amago de marcharse, pero algo lo detuvo. 

—Por si acaso decides desaparecer como Cenicienta, ¿cuál es tu nombre completo, Evelyn? —dijo conforme retrocedía. 

Por suerte, que usara mi nombre falso me recordó que no debía darle el verdadero como casi había hecho la primera vez. 

—Whitley.

—¿Whitley?

«Ay, Dios». ¿Conocía a Evelyn?

Me observó fijamente. 

—Qué bonito. Te veo luego.

—Eh… Sí, claro. 

Cuando Hudson ya no podía oírnos, Fisher se inclinó hacia mí.

—Se supone que mi nombre es Maximilian, cariño. 

—Ay, madre, Fisher. Tenemos que irnos.

—Qué va. —Se encogió de hombros—. No pasa nada. A fin de cuentas, nos inventamos ese nombre. Yo soy tu acompañante. Nadie conoce el nombre de la persona que ha traído Evelyn. Aunque sigo queriendo hacer de magnate inmobiliario. 

—No, no es por eso.

—¿Entonces?

—Tenemos que irnos porque lo sabe…

Capítulo 2

Stella


Fisher dio un trago a la cerveza.

—Estás paranoica. Ese tío no tiene ni idea. Le he visto la cara cuando has pronunciado el apellido de Evelyn y lo único en lo que se ha fijado es en lo guapa que eres.

Negué con la cabeza.

—No, ha puesto cara rara. Lo he visto. 

—¿Cuánto rato has estado hablando con él?

—No sé. Puede que unos quince minutos. Lo he conocido en la barra y luego me ha sacado a bailar.

—¿Te parece el típico tío al que le daría vergüenza preguntarte algo si eso le preocupara?

Lo pensé. En realidad, no. Hudson tenía pinta de ser más atrevido que tímido.

—No, pero…

Fisher me agarró de los hombros.

—Respira hondo.

—Fisher, deberíamos irnos. 

El maestro de ceremonias habló otra vez para rogarnos que tomáramos asiento, ya que estaban a punto de servir la cena. 

Fisher deslizó mi silla hacia atrás. 

—Comamos algo al menos. Si cuando acabemos todavía sigues queriendo marcharte, podemos hacerlo. Pero creo que solo estás siendo paranoica. Ese tío no tiene ni idea. 

Mi instinto me decía que nos fuéramos ahora mismo, pero cuando inspeccioné la estancia, me di cuenta de que éramos de los pocos rezagados que quedábamos en pie y la gente nos estaba mirando. 

Suspiré.

—Vale. Cenamos y luego nos vamos.

Fisher sonrió.

Hablé en voz baja, consciente de los otros invitados sentados a nuestra mesa y a los que habíamos estado ignorando con tan mala educación:

—A todo esto, ¿dónde estabas?

—Hablando con Noah.

—¿Quién es Noah?

—Un camarero guapo. Va a ser actor. 

Puse los ojos en blanco.

—Claro. Se suponía que debíamos permanecer juntos, ¿sabes?

—No parecía que estuvieras muy sola. ¿Quién era el Adonis, por cierto? Sabes que no me gusta que haya hombres más atractivos que yo en tu vida. 

Suspiré.

—Estaba buenísimo, ¿verdad?

Fisher se bebió la cerveza.

—Yo me lo follaba. 

Ambos nos reímos.

—¿De verdad crees que no se ha dado cuenta de nada? No lo dices por que quieras quedarte, ¿verdad?

—No. Estamos totalmente a salvo.

Sin saber cómo, me relajé un poco durante la cena. Aunque creo que se debió más al camarero (que no dejaba de rellenarme la bebida sin que se lo pidiera) que porque pensara que Fisher tenía razón. No es que ya no creyera que Hudson supiese que éramos unos impostores, sino más bien que el atolondramiento provocado por la ginebra había conseguido que me diera igual si ese era el caso. 

Cuando nos retiraron los platos, Fisher me pidió bailar y yo pensé ¿por qué no? No todos los días lograba una bailar con dos hombres guapísimos. Así que fuimos a la pista de baile y nos movimos a ritmo de una canción de pop pegadiza. Luego, cuando la música se ralentizó, Fisher me envolvió entre sus brazos.

A mitad de la canción, nos estábamos riendo en nuestra pequeña burbuja cuando un hombre llamó la atención de mi acompañante con unos golpecitos en el hombro.

—¿Te importa si te la robo?

«Hudson».

Mi corazón empezó a latir desbocado. No supe si fue por la perspectiva de estar de nuevo entre los brazos de aquel hombre atractivo o por miedo a que nos descubriera.

Fisher sonrió y dio un paso hacia atrás.

—Cuida bien de mi chica.

—Eso pretendo. 

Lo dijo de una manera que me hizo sentir incómoda. No obstante, Hudson me abrazó y empezó a movernos al compás de la música, tal y como había hecho antes.

—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó.

—Mmm… Sí. Este lugar es ideal para una boda. Nunca había estado aquí.

—¿De quién has dicho que eras invitada? ¿De la novia o del novio?

«No lo he dicho».

—De la novia.

—¿Y de qué la conoces?

«Mierda». Levanté la mirada y la boca de Hudson se curvó hasta esbozar lo que parecía una sonrisa, pero no era de las que decían «ja, ja, qué divertido». Era más cínica que jovial. 

—Eh… Bueno… Trabajábamos juntas. 

—Anda, ¿fue en Inversiones Rothschild?

Quería salir por patas. Quizá Hudson percibiera que iba a hacer justo eso, porque, a menos que fueran imaginaciones mías, sentí que me agarraba con más ahínco. Tragué saliva.

—Sí. Trabajé en Inversiones Rothschild.

Lo único que sabía del efímero trabajo de Evelyn era que había sido recepcionista y que no aguantaba a su jefe. Solía referirse a él como Capullo Integral. 

—¿De qué?

La conversación empezaba a parecerse más bien a un interrogatorio.

—De recepcionista.

—¿Recepcionista? Pero creía que eras perfumista.

«Mierda. Cierto». Se me había olvidado la identidad que había asumido cuando había sido sincera sobre mi profesión.

—Esto… Eh… Estoy empezando mi propio negocio y las cosas se retrasaron un poco, así que necesitaba trabajar de algo.

—¿Y qué clase de negocio estás empezando?

Al menos esa parte no era mentira.

—Se llama Mi Esencia. Es una línea de perfumes personalizados que se envían por correo.

—¿Cómo funciona?

—Enviamos veinte muestras de olores para que la persona los califique del uno al diez además de un cuestionario detallado. Según los tipos de olores que prefieran y sus respuestas a la encuesta, creamos un olor exclusivo para ellos. He creado un algoritmo que obtiene la fórmula dependiendo de los datos que recibamos. 

Hudson me observó con atención. Era como si tratara de resolver un rompecabezas. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más suave. 

—Pues no es mala idea en absoluto. 

Tal vez fuera el alcohol, que me había desinhibido, pero la sorpresa con la que habló me ofendió muchísimo.

—¿Creías que porque soy rubia no se me iba a ocurrir nada interesante o qué?

Hudson me lanzó lo que sospechaba que podría ser una sonrisa sincera, pero enseguida se esfumó y su expresión volvió a tornarse estoica. Me miró fijamente durante un buen rato y yo contuve la respiración a la espera de que me acusara de ser una impostora.

—¿Puedes venir conmigo un momento? —dijo, por fin. 

—¿A dónde?

—Tengo que dar un discurso y esperaba poder tenerte cerca. Tu belleza me dará los ánimos que necesito. 

—Ah… claro.

Hudson sonrió, pero de nuevo sentí que pasaba algo raro. Sin embargo, lo que me había pedido no parecía tener gato encerrado, así que cuando me tomó de la mano y me condujo hasta la parte delantera del salón, traté de convencerme a mí misma de que esa sensación rara no era más que paranoia, proveniente de mi mala conciencia. 

Habló con el maestro de ceremonias y luego nos encaminamos al lateral de la pista de baile a esperar. Nos hallábamos el uno al lado del otro cuando la canción terminó y el maestro de ceremonias pidió a los invitados que volvieran a tomar asiento.

—Señoras y señores, me gustaría presentarles a una persona muy importante para los recién casados. Es el hermano de nuestra preciosa novia y muy buen amigo de nuestro galante novio. ¡Denle un muy fuerte aplauso al padrino, Hudson!

«Joder. Joder. ¡Es el hermano de la novia!».

«¡Capullo Integral!».

Hudson se inclinó hacia mí.

—Quédate aquí donde pueda verte, preciosa Evelyn. 

Asentí y sonreí, aunque realmente tenía ganas de vomitar.

Durante los siguientes diez minutos, Hudson dio un discurso elocuente. Habló de lo aburrida que había sido su hermana de pequeña y lo orgulloso que estaba de la mujer en la que se había convertido. Cuando contó que tanto su padre como su madre habían fallecido, se me cerró la garganta. La admiración por su hermana era evidente y el discurso tuvo partes serias pero también divertidas. Mientras hablaba, suspiré aliviada de que no tuviese nada raro preparado bajo la manga. Era una pena que lo hubiese conocido en estas circunstancias y que me hubiera presentado con un nombre falso, porque Hudson tenía pinta de ser muy buen partido.

Al final del discurso, levantó su copa.

—Por Mason y Olivia. Os deseo amor, salud y riqueza, pero sobre todo que disfrutéis de una larga vida juntos. 

Un coro de «salud» resonó por la estancia antes de que todos dieran un sorbo a sus copas y creí que aquel sería el final del discurso. Pero no. En vez de devolverle el micrófono al maestro de ceremonias, Hudson se giró y me miró directamente. La sonrisa malvada que se extendió por su rostro me puso los pelos de punta y no en el buen sentido.

—Ahora —prosiguió—, tengo una sorpresa especial para todos. A la gran amiga de mi hermana, Evelyn, le gustaría decir unas palabras.

Abrí los ojos como platos.

Él continuó.

—La historia de cómo se conocieron no tiene desperdicio. Y se muere por compartirla con todos vosotros esta noche. 

Hudson se acercó a mí, micrófono en mano. Le brillaban los ojos de diversión, pero mi preocupación ahora se limitaba a no vomitarle encima. 

Le hice un gesto con la mano para que se alejara mientras negaba con la cabeza, pero eso solo propició que caminara más rápido. 

Habló al micrófono a la vez que me agarraba de la mano.

—Evelyn parece muy nerviosa. Es un poco tímida. —Tiró de mí y yo no tuve más remedio que dar dos pasos reticentes hacia el centro del salón antes de hincar los talones y negarme a avanzar más. 

Hudson se rio y levantó el micrófono una vez más.

—Parece que necesita que la animen. ¿Qué me dicen, señoras y señores? ¿Le damos un aplauso a Evelyn que la ayude a subir y a decir unas palabras?

La multitud empezó a aplaudir. Quería que me tragase la tierra ahora mismo. Pero cada vez veía más claro que el único modo de salir de esa era lanzarme de cabeza al desastre. Todos me miraban. No había forma de escapar indemne. Ponderé la opción de salir huyendo, pero decidí que era mejor que me persiguieran unas pocas personas que no la sala entera. 

Así que respiré hondo, me acerqué a la mesa de invitados más cercana y le pregunté a un hombre mayor si su bebida contenía alcohol. Cuando me respondió que era vodka con hielo, me la llevé a la boca y la apuré entera. Luego me alisé el vestido, cuadré los hombros, levanté el mentón y me encaminé hacia Hudson antes de arrebatarle el micrófono con una mano temblorosa.

Él sonrió con suficiencia y se inclinó para susurrarme al oído:

—Buena suerte, Evelyn. 

La estancia se quedó en silencio y sentí que el sudor me perlaba la frente y el labio superior. Se me formó un nudo del tamaño de una pelota de golf en la garganta y me empezaron a hormiguear los dedos de las manos y de los pies. Todos me miraban, así que supliqué a mi cerebro que se inventara una historia. Cualquier cosa. Al final se me ocurrió una, aunque tuve que improvisar un poquito. No desentonaba mucho con lo que había tenido que hacer durante toda la velada, así que…

Carraspeé. 

—Hola…

Había estado sujetando el micrófono con la mano derecha. Al fijarme en que me temblaba, levanté también la izquierda y la coloqué sobre la otra para evitar el tembleque. Luego respiré hondo. 

—Hola. Soy Evelyn. Olivia y yo nos conocimos en preescolar.

Cometí el error de mirar hacia la mesa de los recién casados. La cara de la novia denotaba absoluta confusión, y me observaba mientras le susurraba algo a su marido. 

«Será mejor que me dé prisa…».

—Como ya ha dicho Hudson, quería compartir cómo nos conocimos Livi y yo. Acababa de mudarme a la ciudad en pleno año escolar y no tenía muchos amigos. Por aquel entonces era muy tímida. Me ponía roja como un tomate cada vez que era el centro de atención, así que evitaba hablar en clase siempre que podía. Un día, me bebí una botella de agua entera durante el recreo. Tenía muchísimas ganas de ir al baño cuando volvimos al aula, pero el señor Neu, nuestro profesor, ya había empezado la clase y no quería interrumpirlo. Medía como dos metros y daba muchísimo miedo; la mera idea de levantar la mano y que todos los niños se giraran para mirarme cuando pronunciara mi nombre me asustaba un montón, así que me aguanté durante toda la explicación. Pero, madre mía, el hombre no dejaba de hablar.

Miré de nuevo a la novia.

—¿Te acuerdas de que el señor Neu cotorreaba sin parar y nos contaba todos esos chistes malos? ¿Y que solo yo me reía con ellos?

La novia me miraba como si estuviese completamente loca. Razón no le faltaba, estaba claro. 

Durante los siguientes cinco minutos, no dejé de parlotear delante de un salón lleno de gente. Les conté cómo salí corriendo al baño cuando el profesor por fin se calló, pero que todos los retretes estaban ocupados y que no logré aguantarme más. Les detallé cómo regresé a clase con los pantalones mojados y que intenté ocultarlo, pero que un niño me vio y gritó: «¡Mirad! ¡La nueva se ha hecho pipí encima!». Me había querido morir en aquel momento, incluso se me habían saltado las lágrimas, hasta que mi amiga vino al rescate. En un acto de coraje que forjaría un vínculo irrompible entre nosotras, Olivia también se meó encima, se puso en pie y les dijo a todos que el césped estaba mojado durante el recreo y que nos habíamos sentado juntas. 

Terminé la historia diciendo frente a una sala llena de rostros sonrientes que mi mayor deseo para la feliz pareja era que compartieran el mismo amor y las mismas risas que yo había compartido con la novia durante tantísimos años. Levanté una mano y sostuve una copa imaginaria.

—Un brindis por los novios. 

La gente empezó a aplaudir y supe que ese era el momento de salir pitando de allí. Hudson seguía en el lateral y, si no me equivocaba, tal vez estuviera un poquitín orgulloso de mí por no haberme venido abajo. Le brillaban los ojos. Me observó fijamente mientras caminaba hacia él y cuando estampé el micrófono contra su pecho.

Cubrió el micro y sonrió.

—Qué entretenido.

Le mostré mi dentadura perfecta en una sonrisa exageradamente amplia y le indiqué con el dedo que se inclinara hacia adelante.

En cuanto lo hizo, le susurré al oído:

—Eres un cabrón.

Hudson soltó una carcajada mientras yo me alejaba de allí. Ni siquiera eché la vista atrás para ver si me estaba siguiendo. Por suerte, Fisher ya venía hacia mí, así que no tuve que buscarlo antes de salir pitando. 

Tenía los ojos abiertos como platos. 

—¿Estás borracha? ¿Qué narices ha pasado ahí?

Aferré su brazo y seguí caminando.

—Tenemos que salir de aquí ya. ¿Tienes mi bolso?

—No.

«Mierda». Me planteé dejarlo allí, pero dentro tenía la tarjeta de crédito y mi carné de conducir. Así que giré a la izquierda y fui derecha hacia nuestra mesa. De reojo, vi a Hudson y al novio hablar con el jefe de sala y señalar en nuestra dirección.

—¡Mierda! Hay que darse prisa. —Prácticamente corrí el resto del camino hasta nuestra mesa, cogí el bolso y me giré. Tras dar dos pasos, di media vuelta. 

—¿Qué haces? —preguntó Fisher. 

Agarré una botella cerrada de Dom Pérignon de nuestra mesa.

—Me la llevo.

Fisher negó con la cabeza y se rio a la vez que nos dirigíamos hacia la puerta. De camino a la entrada, birlábamos botellas de champán de cada mesa junto a la que pasábamos. Muchos invitados no tenían ni idea de qué pasaba, pero nos movíamos tan rápido que ni siquiera tuvieron tiempo de comentar nada. Para cuando alcanzamos la salida, teníamos los brazos llenos de botellas de champán con valor de al menos mil dólares.

Tuvimos suerte de que hubiese varios taxis amarillos parados fuera, esperando a que el semáforo se pusiera en verde. Subimos al primero libre que vimos, Fisher cerró de un portazo y ambos miramos, de rodillas, por la ventanilla de atrás. El jefe de sala y los dos guardias de seguridad que habían estado examinando los carnés de identidad ya habían recorrido la mitad de los escalones de mármol. Hudson se encontraba en la cima, apoyado como si nada contra una de las columnas de mármol y bebiéndose una copa de champán mientras contemplaba nuestra loca huida. La sangre palpitaba con fuerza en mis oídos a medida que alternaba la vista entre el semáforo y los hombres que nos pisaban los talones. Justo cuando alcanzaron el bordillo y bajaron a la calzada, el semáforo cambió a verde.

—¡Acelere! ¡Acelere! —le grité al taxista.

El hombre pisó el acelerador y Fisher y yo permanecimos de rodillas observando por la ventanilla de atrás cómo los hombres se volvían cada vez más pequeños. En cuanto giramos a la derecha en la esquina, me di la vuelta y me derrumbé en el asiento. No terminaba de recuperar el aliento.

—¿Qué narices ha pasado, Stella? Primero te veo bailar con un tío guapísimo que parecía totalmente loco por ti y, de repente, estás contando no sé qué historia frente a un salón lleno de gente. ¿Vas pedo?

—Aunque lo hubiese estado antes, se me habría pasado de golpe.

—¿Qué te ha pasado?

—La cuestión no es qué, sino quién.

—No lo pillo.

—¿Recuerdas el tío bueno con el que estaba hablando?

—Sí.

—Bueno, resulta que sabía que todo… —Un miedo atroz me embargó cuando caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba mi teléfono. En medio de un ataque de nervios, abrí el bolso y empecé a sacar cosas. Evidentemente, no estaba dentro, pero tenía que estar allí. Me negaba a aceptar lo que había hecho. Le di la vuelta al bolso y vacié el contenido en mi regazo.

«El móvil».

«¡Joder, no está!».

—¿Qué buscas? —pregunta Fisher.

—Por favor, dime que tienes mi móvil. 

Niega con la cabeza.

—¿Por qué debería tenerlo?

—Porque, si no, significa que me lo he dejado en la boda, encima de la mesa…

Capítulo 3

Hudson


—Señor Rothschild, tiene una llamada.

Resoplé y pulsé el interfono.

—¿Quién es?

—Evelyn Whitley.

Dejé el bolígrafo en el escritorio, me recliné en la silla y contesté al teléfono.

—Hola, Evelyn, gracias por llamar.

—No pasa nada. ¿Cómo estás?

«Lo bastante frustrado como para llamar a la insufrible amiga de mi hermana pequeña, a la que no quise dar trabajo, aunque no me quedó otra, y la cual dejó de venir a trabajar hace dos meses tras dimitir sin previo aviso».

—Yo bien, ¿y tú?

—Bastante bien, aunque comparado con Nueva York, en Luisiana hay mucha humedad. 

¿Entonces allí era adonde se había ido? Lo cierto era que me daba igual. Además, mantener una conversación banal con Evelyn no formaba parte de mi apretada agenda.

—Le he pedido a mi secretaria que te localice porque quería hablar contigo. Una mujer vino a la boda de Olivia fingiendo ser tú.

—¿En serio? ¿Quién haría algo así?

—Esperaba que me lo dijeras tú.

—Pues no tengo ni idea. Ni siquiera sabía que Liv me había invitado a la boda. No recibí la invitación.

—Mi hermana me comentó que te la mandó más o menos cuando te mudaste. La envió a tu antigua dirección. ¿Te recogía alguien el correo o te lo remitían?

—Recibo casi todo por correo electrónico: la factura del móvil, las de las tarjetas de crédito y esas cosas, así que no pedí que me remitiesen nada. Mi antigua compañera de piso sigue viviendo allí, así que puede que la recibiera ella.

—¿Compartías piso con alguien?

—Sí, con Stella.

—¿Crees que pudo ser Stella?

Evelyn soltó una carcajada.

—Lo dudo. No es de las que se cuelan en las bodas.

—Supongamos que sí. Descríbeme a tu compañera.

—Pelo rubio; medirá metro sesenta y cinco, más o menos; es pálida, con curvas y lleva gafas. Calza un treinta y siete.

El color de pelo, lo de las curvas y la piel encajaban y supuse que podría haberse puesto lentillas. Pero ¿quién narices daba el número de pie en una descripción?

—Por casualidad tu compañera no tendrá la manía de oler cosas, ¿verdad?

—¡Sí! Stella es diseñadora de perfumes para Estée Lauder. O al menos lo era antes de dimitir. Solo fuimos compañeras durante un año, pero se pasaba todo el tiempo oliendo cosas, lo cual me resulta rarísimo. También solía contarme su vida cuando le preguntaba algo y le daba barritas de chocolate a la gente. ¿Cómo has sabido que ol…? ¡Ay, Dios! ¡No me digas que Stella se hizo pasar por mí en la boda!

—Eso parece, sí.

Evelyn rompió a reír.

—No la creía capaz de algo así.

Durante el poco tiempo que había pasado con ella me di cuenta de que, al parecer, la mujer sorprendía a mucha gente. Muchos habrían salido pitando si les hubiera pedido que cogieran el micrófono, pero Stella no. Aunque estuviera hecha un manojo de nervios, se recompuso y se armó de valor. No sabría decir qué me ponía más, si su aspecto, el hecho de que no se amilanara ante aquel reto, o su forma de llamarme cabrón antes de irse.

Habían pasado ocho días desde la boda de mi hermana y seguía sin poder sacarme a esa maldita mujer de la cabeza.

—¿Cómo se apellida Stella? —pregunté.

—Bardot, como la actriz de cine clásico.

—¿No tendrás por casualidad su número de casa?

—Sí, lo tengo en el móvil. Te lo puedo mandar cuando colguemos, si quieres.

—Me vendría bien, sí.

—Vale.

—Gracias por la información, Evelyn.

—¿Quieres que la llame y le diga que tiene que pagar el cubierto o algo?

—No hace falta. De hecho, preferiría que no mencionases esta conversación si hablas con ella.

—Vale, de acuerdo. Como quieras.

—Adiós, Evelyn.

Tras colgar, me froté la barbilla mientras miraba por la ventana.

«Stella Bardot… ¿Qué hago…? ¿Qué hago contigo?».

Abrí el cajón del escritorio y saqué el iPhone que la empresa de catering me había enviado. Dijeron que lo habían encontrado en la mesa dieciséis. Ordené a mi secretaria que llamara a todos los que estuvieron sentados a esa mesa, excepto a la mujer misteriosa. Nadie había perdido su móvil, así que estaba bastante seguro de a quién pertenecía. La pregunta era: ¿qué iba a hacer con él?


* * *


Helena, mi secretaria, asomó la cabeza en la sala de juntas.