MOUNTOLIVE

LAWRENCE DURRELL

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Mountolive

Traducción: Santiago Ferrari

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

Primera edición impresa: marzo de 1977

Primera edición en e-book: septiembre de 2021

© Lawrence Durrell, 1958

© de la presente edición: Edhasa, 2021

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4827-9

Producido en España

Disipado el sueño, si uno hubiera de recobrar el estado de ánimo propio del sentido común, el hecho sólo parecería tener mediana importancia: es la historia del hacer mal con la imaginación.Todo el mundo la conoce y ya a nadie ofende. Pero ¡ay! A veces uno lleva la cosa un poquito más lejos. ¿Cuál –nos atrevemos a preguntar–, cuál sería la realización de la idea si su mera forma abstracta nos ha exaltado así, nos ha conmovido tan hondamente? Entonces la siniestra ensoñación cobra vida y su existencia es un crimen.

D. A. F. DE SADE, Justine

Il faut que le roman raconte.

STENDHAL

XVI

El día de su muerte fue como otro día cualquiera de invierno en Karm Abu Girg; o distinto sólo en un detalle pequeño y desconcertante: que los criados refluyeron súbitamente para dejarlo solo en la casa.

Pasó toda la noche en un sueño tranquilo, entre los bosques lujuriosos de su fantasía, densos como una vegetación tropical; despertándose sólo de vez en cuando para encontrarse confortado con el blando aleteo de las grullas que volaban sobre su cabeza en la oscuridad. Era pleno invierno y había empezado la gran migración de aves. Los largos espacios vítreos del lago empezaban a llenarse con sus alados visitantes como una gran estación terminal. Durante toda la noche uno podía oír las bandadas que llegaban, el copioso frufrú de las alas de los ánades o el metálico griterío de los gansos, que volaban alto, como a ambos lodos de la luna invernal. Entre las espesuras de cañas y juncos, en lugares que las ocasionales escarchas pulían hasta darles un color negro o verde víbora, podía uno oír las risitas y cloqueos del pato real. La casona, con sus paredes mojadas de rocío, donde invernaban los escorpiones y las pulgas entre los polvorientos intersticios de los ladrillos de barro, le parecía muy vacía y desolada ahora que Leila se había ido. Marchaba desafiante por su interior, haciendo todo el ruido posible con los zapatos, gritando a los perros, haciendo restallar el látigo a través del patio. Las figuritas de juguete, con brazos de molinos de viento, que se alineaban en las paredes contra el ubicuo mal de ojo, trabajaban sin cesar, agitadas por los vientos de invierno. Sus pequeñitas hélices de celuloide giraban con un ruido afelpado, que tenía algo de consolador.

Con insistencia le había argüido Nessim para que acompañara a Leila y Justine, pero él se había negado, aunque sabía que sin su madre la soledad de la casa iba a ser difícil de soportar. Se había encerrado en las incubadoras, y a los golpes febriles y gritos de su hermano había opuesto un enconado silencio. No había manera de explicarle las cosas a Nessim. No quiso salir ni siquiera cuando Leila vino a suplicarle, temiendo que su resolución flaqueara.

Permaneció agachado allí en silencio, con la espalda contra la pared, el puño metido en la boca para sofocar los silenciosos sollozos... ¡Cuán grave culpa arrastraba por su desobediencia filial! Lo habían abandonado al fin. Oyó los caballos salir del patio.

Estaba solo.

Después, un mes entero de silencio antes de oír la voz de su hermano en el teléfono. Naruz había caminado todo el día por un bosque de la propiedad, atendiendo al trabajo de la tierra con una concentrada furia deliberada, galopando en su caballo a lo largo del río lento de la heredad, con su imagen volando a su lado, siempre con el gran látigo arrollado en el arzón de la montura. Se sentía desmedidamente envejecido..., y sin embargo, al mismo tiempo, tan nuevo para el mundo como un embrión colgado del cordón umbilical. La tierra, su tierra, ahora parda y grasosa como un viejo pellejo de vino bajo la lluvia, lo arrastraba de un lado a otro. La tierra era su única preocupación ahora: árboles heridos por la escarcha, arena envenenada por la sal del desierto, cuencas de agua repletas de peces y gansos; y silencio todo el día, excepto el suspirar y gemir de las norias con su eterno mensaje: «Alejandro tiene orejas de asno», arrastrado como polen por los vientos hasta los últimos rincones de la tierra, para fecundar nuevamente la historia con la infecciosa memoria del guerrerodios; o el ajetreo y los tirones del negro búfalo «aplastador de la frente», que se revolcaba en el cieno de los diques.Y después, ya de noche, las perturbadoras sílabas plurales de los patos, que se desplegaban en bandadas en la oscuridad, llamándose unos a otros, contentos o ansiosos: lenguaje cifrado de viajeros. Pantallas de niebla, nubes bajas a través de las cuales irrumpían los amaneceres y los ocasos, con esplendor inigualado, cada uno el fin de un mundo, una agonía en amatista y nácar.

Normalmente, ésta habría sido la temporada de caza que él tanto amaba, animada por las grandes hogueras de leños y las rondas de perros cazadores; tiempo de engrasar las botas con grasa de oso, preparar las escopetas de largos caños, distribuir los cartuchos, pintar los señuelos... Este año no tuvo ni siquiera ganas de participar en la gran cacería de patos que preparaba Nessim. Se sentía aislado, en un mundo diferente.Tenía la cara enconada y vengativa de un penitente al que se le niega la absolución.Ya no podía exorcizar su tristeza a solas, con perro y escopeta; sólo pensaba en Taor ahora, y en los sueños que compartía con ella: el fiero reconocimiento absorbente de su papel consagrado aquí, entre sus propias tierras, y en todo Egipto... Estos sueños confusos se entrelazaban, se superponían, se entrecruzaban... como otros tantos afluentes del gran río mismo. Hasta el amor de Leila los amenazaba ahora: era como una brillante hiedra parásita que estrangula el crecimiento de un árbol.

Pensó vagamente y sin desprecio en su hermano, que todavía estaba allá en la ciudad (no iba a irse sino más tarde), moviéndose entre gente tan insustancial como figuras de cera, la sociedad pintada de las mujeres de Alejandría. Si pensaba alguna vez en su amor a Clea, le parecía sólo una moneda brillante, olvidada en el bolsillo de un pordiosero... Así, galopando, a la carrera, en salvaje exultación a lo largo de los malecones y orillas verdes de musgo del estuario, con sus palmeras carcomidas agitadas por el viento, así vivía.

Una vez, la semana anterior, Alí informó de la presencia de hombres desconocidos en la tierra, pero no le concedió al asunto la menor importancia. Con frecuencia, un beduino extraviado cortaba camino a través de las plantaciones, o un extraño cruzaba la propiedad en dirección a la carretera, hacia la ciudad. Más se interesó Nessim cuando le habló por teléfono para decirle que visitaría Karm Abu Girg con Balthazar, quien deseaba investigar los rumores de que se había visto en el lago una nueva especie de pato. (Desde la azotea se podía abarcar todo el estuario con unos prismáticos potentes.)

Esto era justamente lo que hacía ahora, en ese momento. Árbol por árbol, cañaveral por cañaveral, volviendo ojos pacientes y curiosos sobre la tierra, con su antiguo catalejo.Yacía, ella, despoblada, silenciosa y enigmática, a la luz del amanecer. Se proponía pasar todo el día allí, entre las plantaciones, para evitar, si posible fuera, el ver a su hermano. Pero ahora la defección de los sirvientes lo desconcertaba.Y era realmente inexplicable. Habitualmente, al despertar, gritaba llamando con un rugido a Alí, quien le traía un gran recipiente de cobre, de largo cuello lleno de agua tibia, y lo regaba, mientras él, de pie en la bañera victoriana, jadeaba y silbaba. Pero, ¿ahora? El patio silencioso, y el cuarto en que dormía Alí, cerrado. La llave puesta en su lugar, sobre el clavo, fuera. Ni un alma.

Con rápidos pasos trepó a la terraza buscando el catalejo, y después subió la escalera de madera exterior hasta la azotea, y de pie entre las torrecillas de los palomares escrutó los campos Hosnani. Un largo examen paciente no le reveló nada de extraordinario. Gruñó y cerró el catalejo.Tendría que atenderse él solo, hoy. Bajó de su atalaya y, tomando el viejo zurrón de cuero, se dirigió a las cocinas, a llenarlo de comida. Allí encontró café tibio y algunas ollas puestas sobre el carbón, pero ni rastro de los cocineros. Refunfuñando, se sirvió una rebanada de pan, que mordisqueó mientras juntaba algunas cosas para almorzar. Después se le ocurrió una idea.

En el patio, su agudo silbido enojado normalmente habría traído a todos los perros de caza gruñendo y haciendo zalamerías en torno a sus botas, desde cualquier parte en que se hubieran refugiado por el frío; pero hoy el eco vacío de su silbido fue lo único que le devolvió el viento. ¿Tal vez Alí los habría sacado a pasear? No parecía probable.Volvió a silbar, más fuerte, y esperó, con lo pies firmemente separados, en sus gruesas botas, y los brazos en jarras. No hubo respuesta. Dio la vuelta a los establos, y encontró su caballo.Todo estaba perfectamente normal, allí.

Lo ensilló, lo enfrenó y lo ató al poste. Después subió a buscar su látigo. Cuando lo arrollaba, se le ocurrió otra idea.Volvió al cuarto de estar y tomó un revólver del escritorio, examinándolo para comprobar que estaba cargado. Se lo metió en el cinturón.

Después, salió, cabalgando suavemente y con circunspección, hacia el este, porque se proponía ante todo explorar el campo a la redonda antes de hundirse en las densas plantaciones verdes donde pensaba pasar el día. Era un día fresco, que se aclaraba rápidamente; la niebla de los pantanos tomaba una serie de formas y contornos vagos que no tardaban en disiparse. Caballo y jinete avanzaban con fácil destreza por los caminos familiares. Llegó al borde del desierto en media hora, no habiendo visto nada raro, aunque sus ojos de pobladas cejas miraban a su alrededor cuidadosamente. Sobre el terreno blando, los cascos del caballo hacían poco ruido. En la esquina este de la plantación se detuvo sus buenos diez minutos, examinando de nuevo el paisaje con el catalejo.Tampoco descubrió nada de importancia particular. No descuidó ninguno de los pequeños signos que podrían indicar una visita extraña: huellas en el desierto, pisadas en la ribera blanda, al lado del transbordador. El sol se levantaba lentamente, pero la tierra dormía envuelta en nieblas cada vez más tenues. En cierto lugar, desmontó a examinar las bombas, escuchando sus hoscos latidos con placer, engrasando aquí o allá una palanca. Después volvió a montar y dirigió el caballo hacia los grupos más densos de las plantaciones, con sus queridos olivos de Trípoli y sus acacias, sus cinturones de enebro, productores de humus, y los cuadros de maíz crepitante. Estaba todavía alerta, sin embargo, y cabalgaba frenando una y otra vez, para escuchar un minuto entero. Nada más que el gorjeo lejano de los pájaros, el roce de las alas de los flamencos en el agua del lago, las melodiosas bocinas de las cercetas o el esplendor (como de una tuba en plena pompa) de los gansos que tocaban su corneta.Todo familiar, todo conocido. Aún estaba desconcertado, pero no intranquilo.

Avanzó al fin hasta el gran árbol de nubk que se alzaba vigorosamente en su claro, con sus grandes ramas cargadas de trofeos, de donde goteaba la niebla condensada. Allí, hacía mucho tiempo, se había detenido en una ocasión y había orado con Mountolive, bajo las sagradas ramas, pesadas todavía con su curiosa fruta humana; por doquier florecían los exvotos de los fieles, en franjas de trapos de colores, calicó, cuentas. Estaban atadas a toda rama y tallo y hoja, de modo que parecía un gigantesco árbol de Navidad.Allí desmontó, para tomar algunos retoños, que envolvió y guardó cuidadosamente. Enseguida se irguió; había ruidos de movimiento en los verdes claros a su alrededor. Difíciles de identificar, de aislar: el roce de un cuerpo entre las hojas, o tal vez una albarda que se enredaba en una rama cuando caballo y jinete salían rápidamente de su emboscada...

Escuchó y no pudo contener una risita picante, como quien recuerda un chiste privado. Compadecía al que acudiese a molestarle en tal sitio; conocía de memoria los claros y las sendas. Allí estaba en su propio terreno; era el amo.

Corrió de vuelta al caballo, con su curioso paso de patizambo, pero sin hacer ruido. Montó y cabalgó despacio, saliendo de la sombra de las grandes ramas para poder manejar más libremente el látigo y cubrir las dos únicas entradas de la plantación. Sus adversarios, si los hubiera, habrían de venir por una de las dos sendas.Tenía la espalda contra el árbol y su gran seto de espinos. Emitió otra risita complacida, mientras se mantenía atento con la cabeza ladeada como un perro de caza; movió suave y voluptuosamente las colas del látigo a lo largo del suelo, trazando círculos, enrollándolas en la hierba como serpientes... Probablemente era una falsa alarma;

¿Alí, quizá, que venía a disculparse por su negligencia de esa mañana? En todo caso, la postura de alerta de su amo lo asustaría, porque había visto el látigo en acción antes... El ruido otra vez. Una rata de agua cayó haciendo plop, en el canal y se alejó nadando velozmente. Entre la espesura, a ambos lados del sendero, podía ver movimientos indistintos. Permaneció sentado en la silla, inmóvil como una estatua ecuestre, con la pistola empuñada levemente en la izquierda, el látigo ligeramente caído detrás de él, el brazo doblado en la posición del pescador a punto de hacer un largo lanzamiento. Así esperó, sonriendo. Su paciencia era inagotable.

* * *

El sonido de un lejano tiroteo sobre el lago siempre fue algo común en el lenguaje de sonidos del lago; era como la música de las gaviotas, que venían del mar, y los otros pájaros acuáticos que se aglomeraban en las lagunas, rodeadas de cañaverales. Cuando empezaban los grandes tiroteos, el estrépito de treinta escopetas en acción al mismo tiempo fluía incansablemente en el aire de Mareotis, como una cadencia. El hábito le enseñaba a uno gradualmente a diferenciar los diversos ruidos y reconocerlos: y Nessim también había pasado su infancia allí con una escopeta. Podía distinguir entre el profundo tang de la escopeta de una barca, apuntada a gansos que vuelan alto, y el biff chato de un arma de calibre doce.

Los dos hombres estaban de pie, al lado de sus caballos, en el transbordador, y cuando llegó el ruido como pequeños rizos de aire, cayendo sobre el tímpano con un tamborileo: gotas de lluvia que caen desde un remo, el goteo de un grifo mal cerrado, en un caserón, no habrían sido de menor volumen. Pero eran tiros sin duda alguna. Balthazar volvió la cabeza y miró sobre el lago.

–Esto suena a pistola –murmuró.

Nessim sonrió y meneó la cabeza.

–Un fusil de pequeño calibre, diría yo. ¿Será un cazador furtivo de nidos de patos?

No obstante, había más tiros de los que podían caber de una sola vez en la cámara de cualquiera de esas dos armas. Montaron, un poco intrigados al ver que les habían enviado caballos, pero que Alí había desaparecido. Los había dejado atados al poste, al lado del pasaje, encomendándoselos al encargado, y se había desvanecido en la niebla.

Cabalgaron vivamente a lo largo de la orilla, juntos. El sol estaba alto ahora, y toda la superficie del lago se alzaba hacia el cielo como el suelo de un teatro, derramándose hacia arriba con la niebla; aquí y allí, la realidad aparecía marchitada por los espejismos, paisaje colgados en el cielo cabeza abajo, o bien cuatro o cinco superpuestos, como en una fotografía de múltiple exposición. El primer indicio de que algo iba mal fue una figura vestida de ropas blancas que huía en la niebla: algo nunca visto en ese país pacífico. ¿Quién iba a huir de dos jinetes en el camino de Karm Abu Girg? ¿Un vagabundo? Se detuvieron, asombrados y pensativos.

–Creí oír tiros –explicó Nessim al fin, con pequeña voz forzada– en dirección a la casa.

Como si ambos se sintieran espoleados a la vez por la misma ansiedad, echaron a galopar los caballos, enfilando hacia la casa.

Un caballo, el caballo de Naruz, ahora sin jinete, estaba temblando fuera de los portones abiertos de la casa señorial. Un tiro le había atravesado los labios, y la sangrienta herida le daba una sonrisa fantasmagórica. Relinchó bajo, cuando ellos se acercaron. Antes de que tuvieran tiempo de desmontar, llegaron gritos desde el palmeral y una figura irrumpió por entre los árboles, haciéndoles señas.

Era Alí. Señaló hacia abajo, entre las plantaciones, y gritó el nombre de Naruz. El nombre, tan preñado de malos augurios para Nessim, llevaba un tono curiosamente fúnebre ya, aunque aún no estaba muerto.

–¡Junto al árbol sagrado! –exclamó Alí, y ambos hombres hundieron los talones en los flancos de los caballos y se lanzaron a toda velocidad por la plantación.

Estaba tendido en la hierba, debajo del nubk, con la cabeza y el cuello sostenidos por el árbol en un ángulo que le inclinaba la cara hacia delante como si estuviera examinando las heridas de pistola en su propio cuerpo. Solamente los ojos se le movían, pero sólo alcanzaban a la rodilla de los que acudían a salvarle; y el dolor les había quitado el normal azul de vincapervinca, poniéndolos del azul sordo de la plombagina. El látigo se le había arrollado en torno al cuerpo, de algún modo, probablemente cuando cayó de la silla. Balthazar desmontó y caminó lenta y cautelosamente hasta él, emitiendo el pequeño ruido de cloqueo que siempre hacía con la lengua; sonaba como condolencia, pero en realidad era un reproche que se hacía a su propia curiosidad, al entusiasmo con que una parte de su mente profesional respondía a la humana tragedia. Siempre le parecía no tener derecho a estar interesado: tsc, tsc. Nessim estaba muy pálido y muy tranquilo, pero no se acercó a la figura caída de su hermano. Sin embargo, tenía para él un magnetismo espantoso: era como si Balthazar estuviera colocando algún poderoso explosivo, que en cualquier momento pudiera estallar y matarlos a ambos. Sólo ayudaba a tener el caballo.

Naruz dijo en una vocecita impertinente, la voz de un chiquillo afiebrado que puede contar con su enfermedad para obtener indulgencia, algo inesperado:

–Quiero ver a Clea.

Las palabras salieron sin trabas de su lengua, como si hubiera estado ensayando la frase única en su mente durante siglos. Se lamió los labios y las repitió de nuevo, más lentamente. Parecía, desde donde miraba Balthazar, que una sonrisa se fijaba en los labios, pero reconoció que la contracción era una mueca de dolor. Buscó afanosamente el viejo par de tijeras quirúrgicas que había traído, y cortó rígidamente el traje de Naruz, de extremo a extremo. Nessim se acercó entonces, y juntos miraron el cuerpo velludo y fuerte donde los agujeros azules y sin sangre de la balas parecían los nudos de un roble. Pero eran muchos, muchísimos. Balthazar hizo su pequeño ademán característico de incertidumbre que parodiaba a un chino que se estrecha a sí mismo la mano.

Otras personas habían entrado ya en el claro. Pensar se hacía más fácil. Habían traído una enorme cortina púrpura con que llevarle de vuelta a la casa.

Y ahora, de un modo extraño, el lugar se llenó de sirvientes. Refluían como una marea. El aire se ennegrecía con su aflicción. Naruz rechinaba los dientes y gemía cuando lo levantaron hasta la gran cortina púrpura y lo llevaron de vuelta, como un ciervo herido, a través de las plantaciones. Una vez, cuando se acercaban a la casa, volvió a decir con la misma voz de niño:

–Ver a Clea.

Y luego cayó en un silencio febril, puntuado ocasionalmente por suspiros temblorosos.

Decían los sirvientes:

–¡Gracias a Dios que el médico está aquí! ¡Todo va a ir bien con él!

Balthazar sintió que los ojos de Nessim se volvían a él. Sacudió la cabeza gravemente y sin esperanza, y repitió el suave cloqueo. Era cuestión de horas, de minutos, de segundos.Así llegaron a la casa, como una grotesca procesión religiosa, llevando el cuerpo del hijo menor. Lloriqueando y sollozando débilmente, pero con esperanza y fe en su restablecimiento, las mujeres miraban a la cabeza que se sacudía y al cuerpo espatarrado en la cortina púrpura, que se hinchaba bajo el peso como una vela. Nessim daba instrucciones, emitiendo palabritas como

«despacio aquí» y «con cuidado en la esquina». Así, gradualmente, lo llevaron hasta el desnudo dormitorio de donde había salido esa mañana. Mientras tanto, Balthazar se ocupaba en abrir un paquete de medicamentos que se guardaban en un armario, contra los accidentes en el lago, y en buscar una aguja hipodérmica y un frasco de morfina. Pequeños roncos gemidos salían ahora de labios de Naruz.Tenía los ojos cerrados. No podía escuchar la sorda conversación que Nessim, en otro rincón de la casa, mantenía con Clea por teléfono.

–Pero se está muriendo, Clea.

Ella emitió un quejido inarticulado de protesta.

–¿Qué puedo hacer yo, Nessim? No es nada, para mí. Nunca lo fue, nunca lo será. ¡Oh, es tan repugnante! Por favor, no me hagas ir, Nessim.

–Claro que no. Sencillamente, pensé que, como se está muriendo...

–Pero si te parece que yo debía sentirme obligada...

–No me parece nada. No le queda mucho que vivir, Clea.

–Bueno, veo por tu voz que tengo que ir. ¡Oh, Nessim, qué repugnante es que la gente ame sin consentimiento! ¿Me enviarás el automóvil o telefoneo a Selim? Me tiembla el cuerpo.

–Muchas gracias, Clea –respondió Nessim brevemente y con la cabeza tristemente inclinada. Por alguna razón, la palabra «repugnante» le había herido.Volvió caminando lentamente al dormitorio, observando de paso que el patio estaba repleto de gente; no solamente los criados de la casa sino muchos visitantes curiosos. La desgracia atrae a las personas como una herida abierta a las moscas, pensó Nessim. Naruz estaba adormecido. Se sentaron un rato, hablando en cuchicheos.

–Entonces, ¿se muere, de veras? –preguntó tristemente Nessim–. ¿Y sin su madre? –Le parecía una carga de culpa adicional el que, por obra suya, Leila se hubiera visto obligada a irse–. Así, solo...

Balthazar hizo un gesto de impaciencia.

–Lo sorprendente es que aún esté vivo –contestó–. No hay absolutamente nada...

Lenta y gravemente, Balthazar sacudió la oscura e inteligente cabeza. Nessim se levantó y dijo:

–Entonces, les voy a comunicar que no hay esperanzas de restablecimientos.Todos querrán prepararse para su muerte.

–Haz lo que debas.

–Tengo que mandar a buscar a Tobías el sacerdote.Tendrá que darle los últimos sacramentos: la santa eucaristía. Los sirvientes sabrán de él la verdad.

–Obra como te parezca mejor –contestó secamente Balthazar, y la alta figura de su amigo se deslizó, bajando la escalera, al patio, para dar las instrucciones. Había que enviar un jinete al sacerdote con instrucciones para que consagrara los santos elementos en la iglesia y luego volviera a toda prisa a Karm Abu Girg a administrarle los últimos sacramentos. Cuando se supo esto, hubo un amplio suspiro de espantosa expectación en los rostros de los criados, alargados de miedo.

–¿Y el médico? –exclamaban en tono de angustia–. ¿Y el médico?

Balthazar sonrió sombríamente, sentado en la silla al lado del moribundo. Se repetía para sí, despacio, entre dientes: «¿Y el médico?». ¡Qué burla!

Puso la mano fría en la frente de Naruz por un momento, con un aire de certeza y resignación. Alta temperatura, una docena de orificios de bala... «¿Y el médico?»

Cavilando sobre la futilidad de los asuntos humanos y de los espantosos accidentes a que está expuesta la criatura menos desconfiada, más inocente, encendió un cigarrillo y salió a la terraza. Cien miradas ansiosas buscaban la suya, implorándole, por el poder de su magia, devolver el paciente a la salud. Frunció intensamente el ceño a unos y a otros. Si hubiera podido recurrir a la vieja magia anticuada de las fábulas egipcias, del Nuevo Testamento, con gusto le habría dicho a Naruz que se levantara, pero... «¿Y el médico?»

A pesar de las hemorragias internas, el redoble de tambor de la sangre en los oídos, de la fiebre y del dolor, el paciente sólo estaba descansando, en cierto sentido, ahorrando sus energías para la aparición de Clea. Se engañó por el pequeño susurro de voces y pasos en la escalera que anunciaron la aparición del sacerdote. Las pestañas le temblaron y luego se le cayeron de nuevo, exhausto al oír la voz recia del joven de nariz de ganso, cara grasienta y un aire de acabar de comer lechón. Se volvió a su propia atención remota, contento de que Tobías lo tratara como insensible, muerto quizá, con tal que pudiera ahorrar una parte del tiempo que le quedaba para morir a la espera de la rubia imagen, intratable y remota como siempre para su espíritu, pero una imagen que podría responder a todo este sufrimiento acumulado.Aun por piedad. Estaba hinchado de deseo, tendido como una mujer preñada. Cuando uno está enamorado sabe que el amor es un mendigo, un mendigo desvergonzado; y las respuestas de la mera piedad humana pueden consolarlo cuando el amor falta, con un falso disfraz de imaginada felicidad. Sin embargo, el día se arrastraba y ella no llegaba. La ansiedad de la casa se ahondaba junto con la de él y Balthazar, cuya intuición había adivinado justamente la causa de aquella paciencia. Se sintió tentado por la idea: «Yo podría imitar la voz de Clea... ¿se daría cuenta? Podría consolarle con unas cuantas palabras dichas en su voz». Era un ventrílocuo y mimo de primer orden. Pero a la primera voz, una segunda le replicó: «No, uno no debe entrometerse con un destino, por amargo que sea, introduciendo mentiras. Morirá como tenía que morir».Y la primera voz decía enconada: «Entonces, ¿por qué la morfina, por qué los consuelos de la religión y no el solaz de una deseada voz humana imitada, la imitada presión de una mano? Podrías hacerlo fácilmente». Pero meneó la cabeza contra sí mismo y exclamó: «No», con enconada obstinación, mientras oía la ingrata voz del sacerdote leyendo pasajes de la Escritura, en la terraza, mezclándose su voz con el murmullo y el ajetreo de seres humanos en el patio, abajo. ¿No era el Evangelio todo lo que podría haber sido la imitación de la voz de Clea? Besó lentamente y con pena la frente de su paciente, mientras reflexionaba.

Naruz empezó a sentir los tirones del mundo subterráneo, los cinco perros rabiosos de los sentidos tirando cada vez más fuerte de la cadena. Les oponía las fuerzas de su poderosa voluntad, tratando de ganar tiempo, esperando la única revelación humana que podía esperar: voz y perfume de una muchacha que había sido embalsamada por esos sentidos, puesta en la tumba como una preciosa imagen. Podía escuchar el tic tic de sus propios nervios, en espirales de dolor, las burbujas de oxígeno que se levantaban, cada vez más despacio, para estallar en su sangre. Sabía que se estaba quedando sin tiempo. El peso, lentamente acumulado, de una parálisis, se le instalaba ahora en la mente, el narcótico del dolor.

Nessim fue de nuevo al teléfono. Estaba pálido como la cera, con una mancha de rojo en cada mejilla, y hablaba con la dulce voz histérica de su madre.

Clea ya había salido para Karm Abu Girg, pero parecía que la rotura de un dique había barrido parte del camino. Selim dudaba de que pudiera llegar a pasar el río esa noche.

Empezó entonces una formidable lucha en el pecho de Naruz: lucha por mantener un equilibrio entre las fuerzas que batallaban dentro de él. Su musculatura se contraía en pesados haces, con el esfuerzo de la espera; se le hinchaban las venas, pulidas hasta el color de ébano por la tensión, controladas por su voluntad. Rechinaba violentamente los dientes, unos contra otros, como un jabalí salvaje a medida que se sentía morir.Y Balthazar estaba sentado como una efigie, una mano en la frente del moribundo y la otra sosteniendo firmemente los músculos tensos de su muñeca. Susurró en árabe:

–Descansa, querido, calma, mi amado.

La tristeza le daba completo dominio de sí mismo, completa calma.Tan amarga es la verdad, que su conocimiento proporciona un cierto deleite.

Y así siguió por un rato. Entonces, por fin, brotó del velludo pecho del moribundo una sola, formidable palabra, el nombre «Clea», pronunciado en la voz cavernosa de un león herido, una voz que combinaba la cólera y el reproche y una abrumadora tristeza en su súbito rugido.Tan desnuda la palabra, el nombre, tan simple como «Dios» o «Madre», y sin embargo sonaba como en los labios de algún conquistador agonizante, algún perdido rey, consciente del cuerpo y del aliento que se disolvía en él. El nombre de Clea resonó por toda la casa, empapado por el esplendor de la angustia, imponiendo silencio a los pequeños grupos de criados cuchicheantes y las visitas, echando atrás las orejas de los perros de caza, haciéndolos agacharse y zalamear, y retumbando en la mente de Nessim con una nueva y aterradora amargura, demasiado profunda para inspirar lágrimas.Y cuando este gran grito se desvaneció lentamente, la conciencia de su muerte cayó sobre ellos con un peso nuevo y abrumador: como la presión de una gran puerta sepulcral que se cierra sobre la esperanza.

Inmóvil, sin edad como el dolor mismo, permanecía sentada la vencida efigie del médico al lado de la cama del dolor. Pensaba interiormente, iluminado por la brillante luz de la inteligencia: «Una frase como “desde las fauces de la muerte” podría significar algo como ese grito de Naruz, su bravura. O “desde las fauces del infierno”.Tiene que significar el infierno de una mente particular. No, no podemos hacer nada».

El vozarrón se afinó, convirtiéndose en el sonido rasgado de un papel sobre un peine, un largo estertor que se fue desvaneciendo hasta ser el zumbido de una mosca en una lejana telaraña.

Y entonces Nessim profirió un sollozo, único y dulce, allí en la terraza, como el sonido de una ramita de bambú cuando se la arranca de su tronco.Y como los compases iniciales de una gran sinfonía, a este pequeño sollozo le hicieron eco abajo, en la oscuridad, pasando de labio en labio, de corazón en corazón, sollozos que se encendían unos a otros, como velas, realización orquestal del precioso tema del dolor, y un largo gemido salió del pozo vacío para subir hacia el cielo que se oscurecía, un largo suspiro siseante, mezclado con el siseo de la lluvia sobre el lago Mareotis. Se había empezado a llorar la muerte de Naruz. Balthazar, con la cabeza inclinada, recitaba para sí, por lo bajo, en griego, los versos que dicen.

Ahora la pena de conocer la separación

suena como el viento en el aparejo del

barco de la muerte del hombre, mascarón

del cuerpo blanco,

llenándose las velas del alma

con el Espectro del Aliento, repleto y eterno.

Fue la señal de una liberación; ahora había que representar las escenas, ineludiblemente terribles, en un velatorio copto, escenas cargadas de un antiguo terror y abandono.

La muerte había llevado a las mujeres a un reino que les es propio, dándoles libertad para entregar cada una su herencia de dolor. Se arrastraron adelante, en un solo cuerpo, ganando velocidad a medida que subían las escaleras, con el semblante arrobado y transfigurado, mientras emitían los primeros y terribles alaridos. Los dedos se les transformaban en ganchos, desgarrando la propia carne, los pechos, mejillas, con un gustoso abandono, mientras subían ágilmente los escalones. Emitían ese ulular curioso y estremecedor que se llama el zagreet, con la lengua vibrando contra el paladar como una mandolina. Un coro, que rompía los tímpanos, de trinos de lengua en diverso tono.

El viejo caserón respondía con sus ecos a los aullidos de estas modernas arpías, que tomaban posesión de él invadiendo la alcoba de la muerte para rodear el cadáver silencioso, repitiendo aún la señal de muerte, que coagula la sangre con un intolerable abandono animal. Empezaron las danzas de dolor ritual, mientras Nessim y Balthazar se sentaban callados en sus sillas, con la cabeza hundida en el pecho, las manos apretadas: viva imagen del fracaso humano. Dejaban que esos fieros alaridos trémulos les penetraran hasta lo más profundo del ser.Ahora sólo se permitía el sometimiento al ritual de esta antigua tristeza: y la tristeza se había convertido en orgiástico frenesí, lindante con la locura. Las mujeres bailaban mientras rodeaban el cuerpo, golpeándose los pechos y aullando, pero con las figuras, lentamente medidas, de una danza retomada de frisos olvidados hacía mucho tiempo en las tumbas del mundo antiguo. Se movían y balanceaban, temblando desde la garganta a los tobillos, y se retorcían y volvían, llamando al muerto:

–¡Levántate, desesperación mía! ¡Levántate, muerte mía! ¡Levántate, mi oro, mi muerto, mi camello, mi protector! ¡Oh cuerpo amado, lleno de semilla, levántate!

Y enseguida el horrible ulular arrancado de las gargantas, las amargas lágrimas brotaron de las almas desgarradas. Se movían dando vueltas y vueltas, hipnotizadas por sus propios lamentos, infectando toda la casa con su dolor, mientras, desde el oscuro patio, abajo, venía el zumbido más hondo, más oscuro de sus hombres, sollozando al tocarse las manos y consolarse repitiendo:

Ma-a-lesh! ¡Perdonado sea! ¡De nada vale nuestra pena!

Así, la aflicción se multiplicaba y proliferaba. De todas partes venían ahora mujeres.Algunas ya se habían puesto el vestido de duelo ritual: las ropas sucias, de algodón azul oscuro. Se habían embadurnado la cara con índigo y se habían frotado con ceniza las negras trenzas sueltas. Ahora respondían a los aullidos de sus hermanas, que venían de arriba, con los propios, desnudando los brillantes dientes; y subían la escalera, se derramaban en los cuartos superiores con la inescrupulosidad de un demonio. Cuarto por cuarto, con sistemático frenesí, atacaban la vieja mansión, deteniéndose sólo para proferir los mismos gritos aterradores mientras cumplían su obra.

Camas, armarios, sillones fueron empujados a la terraza y arrojados desde allí al patio. A cada caída estallaba una nueva fiebre de gritos –el largo zagreet en trinos– y se le respondía desde cada rincón de la casa.Ahora los espejos se rompían en mil pedazos, los cuadros se ponían al revés contra la pared, las alfombras se invertían en el suelo.Toda la porcelana y cristalería de la casa –excepto la de color negro, destinada al café ceremonial, que se reservaba para los funerales– se rompía ahora, se pisoteaba, se pulverizaba.Todo se barría, formando una montaña sobre la terraza. Cuanto pudiera sugerir el orden y continuidad de la vida terrena, doméstica, personal o social debía ser descartado y borrado por entero.

La destrucción sistemática de la memoria misma de la muerte, en platos, cuadros, ornamentos o vestidos... La casa estaba ya completamente arruinada y lo que restaba se cubrió con paños negros.

Entretanto, allá abajo, habían levantado una gran tienda de colores, una marquesina, donde se sentarían los visitantes que acudieran al duelo, pasando así toda la Noche de Soledad, bebiendo silenciosamente café de las negras tazas y escuchando el hondo gemido estremecedor ahogado de vez en cuando por un nuevo estallido de alaridos, o el ruido de una mujer que caía al suelo, desmayada o con un ataque de nervios. Nada había de perdonarse para que fuera un éxito el funeral de este gran hombre.

Otros afligidos iban apareciendo, tanto personales como profesionales, por decirlo así; los que tenían un interés personal en el funeral de un amigo venían a pasar la noche en la marquesina de colores, a la luz brillante. Pero había otros, los profesionales de las aldeas circundantes, para quienes la muerte era como un concurso público en la poesía del duelo: venían a pie, en carros, montados en camellos.Y cada uno, cuando entraba por el portón de la casa, lanzaba un largo grito estremecido, como un orgasmo, que devolvía la aflicción a los otros doloridos, de modo que respondían desde cada rincón de la casa: lentas notas sollozantes, que crecían gradualmente hasta convertirse en un largo y sostenido trémolo de lengua, que helaba la sangre y crispaba los nervios.

Los plañideros profesionales traían consigo toda la poesía salvaje de su casta, con recuerdos de muchos años de práctica de la muerte. Con frecuencia eran jóvenes y hermosos. Cantaban. Traían consigo los tambores y panderetas rituales, a cuyo son danzaban, y que utilizaban para puntualizar su propia aflicción y estimular la aflicción oscilante de los que ya habían actuado.

–¡Loado sea el habitante de la casa! –exclamaba orgullosamente, mientras iniciaban, con soberbia y calculada lentitud, su pausada danza en torno al cuerpo, volviéndose y retorciéndose en un éxtasis de piedad, recitando elogios, expresados en el más bello árabe poético, relativos a Naruz. Encomiaban su carácter, su rectitud, belleza, riquezas.Y estas estrofas, largas y perfectamente redondeadas, eran acompañadas por los sollozos y gemidos de los oyentes, tanto los de arriba como los de abajo; tan sensibles eran a la poesía, hasta los ancianos sentados en las sillas de rígido respaldo, en la tienda que estaba abajo, y que sentían que se les cerraba la garganta hasta estallar en el sollozo seco, mientras inclinaban la cabeza susurrando: «Ma-a-lesh».

Entre ellos, Mohamed Shebab, el viejo maestro de escuela y amigo de los Hosnani, tenía lugar especial.Vestía su mejor traje y aún llevaba un par de antiguas babuchas con perlas y un tarbush nuevo, escarlata. El recuerdo de noches lejanas que habían pasado en la terraza de la vieja morada, escuchando música con Nessim y Naruz, chismorreando con Leila, le hería ahora con un dolor no fingido.Y como la gente del delta suele aprovechar un velorio como excusa para desahogarse de penas particulares en el duelo comunal, él se encontró pensando también en su hermana muerta, y sollozando; y se volvió a la criada, le metió dinero en la mano y le dijo:

–Pídele a Alam, el cantor, que cante el recitado de la Imagen de las Mujeres de nuevo, por favor.

Y cuando comenzaba el gran poema, se reclinó en la silla, voluptuosamente, entregado a un dolor que iba a alcanzar su catarsis en la poesía. Otros pedían también que se cantaran sus lamentaciones favoritas ofreciendo a los cantores el pago debido. De esta forma, todo el dolor del campo se refundía una vez más en vida, depurado de amargura, reconquistado por los vivos a través de la imagen muerta de Naruz.

Hasta la mañana mantendrían este extraño coro de danzas, este tamborileo y estremecimiento de panderetas, los gritos en trinos y el lento ritmo de las endechas con su magnífico plumaje de metáforas e imágenes: poesía de la casa mortuoria. Algunos sucumbieron pronto al agotamiento, y varios sirvientes de la casa se habían desmayado de histeria, después de dos horas de canto; los profesionales, sin embargo, conocían sus fuerzas. Cuando los vencía el exceso de aflicción o un largo estallido de alaridos, se tendían en el suelo y descansaban un poco, a veces incluso fumando un cigarrillo. Después volvían a unirse al círculo de bailarines, ya descansados.

Pronto, sin embargo, cuando se hubo expresado la primera larga pasión de pena, Nessim mandó a buscar a los sacerdotes que añadirían la luz de altos cirios sin sangre y el son de los salmos al sonido del agua y la esponja, porque había que lavar el cuerpo. Llegaron por fin. Los lavadores del cuerpo eran los dos bedeles de la pequeña iglesia copta, rústicos ignorantes ambos.Allí se produjo un horrible altercado, porque los vestidos del muerto son el pago del que los lava, y los bedeles no encontraban nada en el raído guardarropa de Naruz que pareciera recompensa adecuada por su trabajo. Unas cuantas mantas viejas y botas, un camisón rojo y una gorrita bordada que databa de su circuncisión: era lo único que poseía Naruz.Y los bedeles no iban a aceptar dinero: habría traído mala suerte. Nessim empezaba a enojarse, pero ellos permanecieron allí, obstinados como mulas, negándose a lavar a Naruz sin el pago ritual. Finalmente, Nessim y Balthazar se vieron obligados a quitarse sus propios trajes para dárselos como pago. Se pusieron, con un estremecimiento, las desgarradas ropas viejas de Naruz, mantos que colgaban como batas de graduados universitarios sobre sus altas figuras. En cualquier caso, había que terminar la ceremonia, para que pudieran llevarlo a la iglesia al amanecer y enterrarlo, o de otro modo los plañideros profesionales eran capaces de mantener la función durante días y noches sin interrupción; en los tiempos antiguos, tales duelos duraban cuarenta días. Nessim ordenó también que se hiciera el ataúd y toda la noche el canto estuvo puntuado por los martillazos y ruido de sierras en el patio de la carpintería situada allí cerca. El propio Nessim estaba completamente agotado para entonces, y se adormeció en una silla, despertado de vez en cuando por un estallido de canto o por algún problema personal que quedaba sin solución y que los sirvientes de la casa sometían a su arbitraje.

Sonido de cánticos, rosados temblequeos de cirios, siseo de esponjas y rasguido de una navaja sobre carne muerta. La experiencia no causaba dolor ahora, sino un embotamiento extraterreno del ánimo. El sonido del agua goteante y de las esponjas aplastándose suavemente sobre el cuerpo de su hermano parecía parte de una fábrica enteramente nueva de pensamientos y emociones. Los gemidos de los lavadores, mientras le daban vuelta, el sordo golpe del cuerpo sobre la tabla, el blando golpe del cuerpo de una liebre muerta, sobre la mesa de la cocina... Se estremeció.

Por fin, Naruz, lavado y ungido y espolvoreado de romero y tomillo, descansó cómodamente en su tosco féretro, vestido con el sudario que, como todo copto, había reservado para esta ocasión; mortaja de lino blanco mojada en el Jordán. No tenía joyas ni ricos vestidos que llevarse al sepulcro, pero Balthazar arrolló el gran látigo manchado de sangre y se lo puso bajo la almohada. (A la mañana siguiente, los sirvientes traerían el cadáver de un miserable, cuya cara había sido aplastada por los golpes de esta arma singular: parece que había corrido, gritando, irreconocible, a través de la plantación hasta caerse en un dique y ahogarse.Tanto había trabajado el látigo, que no lo podían identificar.)

La primera parte del trabajo estaba concluida, y sólo faltaba esperar a que amaneciera. Una vez más, se admitió a los plañideros en la sala de la muerte donde yacía Naruz, y otra vez reanudaron su apasionado baile y tamborileo. Balthazar se despidió entonces, no habiendo otra cosa en que pudiera ayudar. Los dos hombres cruzaron el patio lentamente, del brazo, apoyándose el uno en el otro, como exhaustos.

–Si te encuentras con Clea en el transbordador, llévatela de vuelta –dijo Nessim.

–Naturalmente.

Se estrecharon despacio las manos y se abrazaron.

Después, Nessim se volvió, bostezando y estremeciéndose, a la casa. Se sentó adormecido en un sillón.

Pasarían tres días antes de que se pudiera purgar la casa de tristeza y «enviar fuera» el alma de Naruz, con las ceremonias sacerdotales. Primero vendría la larga y serpenteante procesión, con antorchas y estandartes, al amanecer, antes de que se levantara la niebla, llevando las mujeres las caras ennegrecidas como furias, arrancándose los cabellos. Los diáconos irían cantando. «Recuérdame, oh Señor, cuando hayas llegado a tu reino», en voz profunda y palpitante. Después, el piso frío de la iglesia, y la lluvia de tierra sobre la cara pálida de Naruz y las voces recitando «Del polvo al polvo», y el rodar de los períodos de Evangelio llevándolo con su canto al cielo. Chirridos de tornillos de bronce al poner la tapa. Todo esto vio, imaginó Nessim, mientras se adormecía en la silla de rígido respaldo, al lado del tosco ataúd. ¿En qué, pensaba, podría estar soñando ahora Naruz con el gran látigo arrollado bajo la almohada?

NOTA

Todos los personajes y situaciones descritos en este libro (hermano de Justine y de Balthazar, y tercer volumen de un cuarteto) son puramente imaginarios. He usado del derecho del novelista al tomarme unas cuantas libertades indispensables respecto de la historia contemporánea de Oriente Próximo y de la estructura del personal en el servicio diplomático británico.

A Claude

I

Como joven que prometía mucho más de lo común, lo habían enviado a Egipto por un año, a fin de mejorar su dominio del idioma árabe; y se encontró agregado a la Alta Comisión como una especie de escriba, esperando su primer puesto diplomático; y ya se comportaba como un joven secretario de legación, con plena conciencia de las responsabilidades del futuro cargo. Pero hoy le resultaba un poco más difícil que de costumbre mantenerse serio: tan emocionante se había hecho la jornada de pesca.

A decir verdad, tenía olvidados casi por entero sus pantalones de tenis, otrora tirantes de bien planchados, y su chaqueta de colegio; ni reparaba en que el agua del pantoque, subiendo por entre las tablas del piso, manchaba la punta de sus zapatillas blancas con un casquete negro. En Egipto uno se olvidaba continuamente de sí mismo. Bendijo la carta casual de presentación que le llevó a los campos de los Hosnani, a la amplia casona, construida sobre una red de lagos y taludes cerca de Alejandría. Sí.

La batea que lo conducía ahora, a lentos empujones por el agua turbia, se volvía lentamente hacia el este, para tomar posición en el gran semicírculo de botes que se cerraba gradualmente sobre una zona objetivo delimitada por las oscuras espinas de cañas de las cuencas donde se congregaban los peces.

Y mientras se acercaban, golpe por golpe, cayó la noche egipcia... súbita reducción de todos los objetos a bajorrelieves sobre un biombo de oro y violeta. La tierra se había puesto densa como un tapiz en el reflejo crepuscular, color lila, temblando aquí y allí, con espejismos de agua producidos por la humedad que subía, expandiendo y contrayendo horizontes, hasta que el mundo le parecía a uno reflejado en una trémula pompa de jabón, próxima a desaparecer.También las voces, del otro lado del agua, sonaban ora altas, ora tiernas y claras. Su propia tos volaba al otro lado del lago en súbitos aletazos. Oscurecía, pero hacía calor aún; la camisa se le pegaba a la espalda. Las lanzas de oscuridad que llegaban hasta ellos sólo diseñaban la forma de las islas bordeadas de cañaverales, que puntuaban el agua como grandes acericos, como zarpas, como cojines.

Lentamente, al ritmo de la plegaria o la meditación, el gran arco de botes se estaba formando y cerrando, pero como la tierra y el agua se licuaban en ese ritmo, se tenía una y otra vez la ilusión de que viajaban a través del cielo, más bien que de las aguas aluviales del Mareotis.Y más allá de la vista, podía oír el chapaleo de los gansos y, en un rincón, el agua y el cielo se separaban bruscamente al alzarse una bandada de ellos, arrastrando sus membranosos pies a través del estuario, como hidroaviones, chillando roncamente. Mountolive suspiró y miró, hacia abajo, el agua parda, con el mentón en las manos. No estaba acostumbrado a sentirse tan contento. La juventud es la edad de la desesperación.

Detrás de sí oía al hermano menor, Naruz, el de labio leporino, refunfuñando a cada empujón de la pértiga, cuando la sacudida de la barca repercutía en sus riñones. El lodo, espeso como jalea, goteaba cayendo de nuevo en el agua, con un lento «flob flob», y el palo lo succionaba con fruicción. Era muy hermoso, pero con un olor repugnante, aunque, para sorpresa suya, vio que casi le gustaban los olores a podrido del estuario. Rachas de viento, desde el lejano horizonte del mar, subían como marea en torno a ellos, de tiempo en tiempo, refrescando la mente.

Coros de mosquitos zumbaban como una lluvia de plata en el ojo del sol muriente. La telaraña de luz cambiante inflamó su espíritu.

–Naruz –dijo–, estoy tan contento... –