BALTHAZAR

 

 

 

LAWRENCE DURRELL

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original:  Balthazar

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

Primera edición impresa: marzo de 1977

Primera edición en e-book: septiembre de 2021

© Lawrence Durrell, 1958

© de la traducción:Aurora Bernárdez

© de la presente edición: Edhasa, 2021

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4826-2

Producido en España

El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre horrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las impresiones.

D. A. F. DE SADE,  Justine

Sí, insistimos en esos detalles, mientras usted los cubre con un velo de pudor que borra todo su borde de horror; sólo queda aquello que es útil para quien quiera familiarizarse con el hombre; no se imagina usted hasta qué punto esos cuadros pueden servir al desarrollo del espíritu humano; quizá nuestro respeto ciego por esa rama del saber deriva de la estúpida reserva de quienes pretenden entender de esas cuestiones. Dominados por terrores absurdos, enarbolan puerilidades familiares a todos los imbéciles y no se atreven a asir con audacia el corazón humano y revelarnos sus gigantescas particularidades.

D. A. F. DE SADE,  Justine

NOTAS

1 Personajes de una farsa de Morton, que comparten una habitación en la cual nunca se encuentran, pues uno de ellos, que es sereno nocturno, entra cuando el otro sale. (N. de la T.)

2 Falso, espurio. (N. de la T.)

3 De Eugène Marais, El alma de la hormiga blanca.

4 Juego de palabras: suck-eggs(chupasangre, tonto) succés(éxito). (N. de la T.)

A mi madre,

estas memorias de una ciudad nunca olvidada.

NOTA

Los personajes y situaciones de esta novela, la segunda de un grupo –hermana, no sucesora de  Justine–, son imaginarios, como también lo es el narrador. La ciudad misma no podría ser menos irreal.

Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de relatividad.

Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema.

Sin embargo, las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial. El tiempo está en suspenso. Sólo la última parte representará el tiempo y será una verdadera sucesora.

La relación sujeto-objeto es tan importante para la relatividad que he debido emplear los dos tonos: el subjetivo y el objetivo. La tercera parte,  Mountolive,  es una novela estrictamente naturalista en la cual el narrador de  Justine Balthazar  se convierte en objeto, es decir, en personaje.

Este método no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus métodos ilustran la noción de «duración» de Bergson, no la relación «espacio-tiempo».

El tema central del libro es una investigación del amor moderno.

Estas consideraciones pueden parecer un poco presuntuosas e incluso grandilocuentes. Pero vale la pena tratar de descubrir una forma, adecuada a nuestro tiempo, que merezca el epíteto de «clásica».Aunque el resultado sea «ciencia ficción» en la verdadera acepción del término.

L. D.

Ascona, 1957

BALTHAZAR

EL CUARTETO DE ALEJANDRÍA II

V

Esto es lo que he podido reconstruir a partir del laberinto de notas que me ha dejado Balthazar. «Imaginar no es necesariamente inventar –dicen en alguna parte–, y por el hecho de interpretar los actos de los demás no nos proclamamos omniscientes. Suponemos que se han desarrollado a partir de sus sentimientos, como las hojas brotan de la rama. Pero ¿se puede operar hacia atrás, deduciendo una cosa de otra? Quizás un escritor podría hacerlo si tuviera el coraje de llenar con sus propias interpretaciones esas brechas aparentes que separan nuestros actos para unirlos. ¿Qué ocurría en el alma de Nessim? Éste es un problema que usted debería planearme.

»¿Y en el alma de Justine? Realmente, no se sabe; todo lo que puedo decir es que la estima crecía en razón inversa de la consideración que sentían uno por otro, pues, de común acuerdo, nunca hubo amor entre ambos, como se lo he mostrado. Pero en todas las largas discusiones que tuve con ellos por separado, no pude descubrir la clave de un vínculo que era un fracaso viviente (se podía ver cómo iba hundiéndose día a día, de la misma manera que se hunde la tierra, el nivel de un lago, sin saber por qué). El colorido de la superficie estaba tan bien ejecutado y era tan perfecto que engañaba a la mayoría de los observadores, como usted, por ejemplo.Y yo no comparto la opinión de Leila, que nunca quiso a Justine. Estuve sentado al lado de ella cuando Naruz la presentó en el gran mulid de Abu Girg, que cae todos los años cerca de Pascua. Por entonces, Justine había renunciado al judaísmo para hacerse copta, obedeciendo al deseo de Nessim, y como la boda debía celebrarse en la intimidad, pues ella había estado casada ya, Naruz tuvo que contentarse con organizar una reunión en la gran casa para presentarla a todos aquellos que él había tratado siempre de unir e integrar en el mundo de la familia.

»Durante cuatro días un inmenso campamento de tiendas y toldos se levantó alrededor de la casa (tapices, candelabros, suntuosas decoraciones). Alejandría quedó totalmente despojada de sus flores de invernáculo, así como de las grandes figuras de su sociedad que, un poco por broma, hicieron el viaje a Abu Girg (nada excita tanto la alegría burlona de la ciudad como una boda elegante) para presentar sus respetos a Leila y felicitarla. Mudirs y sheiks de los alrededores, multitud de campesinos, dignatarios de todas partes se habían reunido para divertirse, mientras los beduinos, cuyas tierra lindaban con la propiedad, ofrecían magníficas exhibiciones de equitación, galopando alrededor de la casa y lanzando salvas, exactamente como si Justine fuera una novia joven, una virgen. ¡Imagínese las sonrisas de Athena Trasha, de los Cervoni! Y el viejo Abu Kar en persona, que subió las escaleras de la casa montado en su caballo blanco y entró en los salones de recepción con un florero en la mano...

»En cuanto a Leila, no despegó un solo momento de Justine sus ojos inteligentes. La seguía atentamente como quien estudia un personaje histórico.

“¿Verdad que es preciosa?”, pregunté siguiendo sus ojos, y volvió hacia mí una rápida mirada de pájaro antes de volver al objeto de su estudio absorbente.

“Somos viejos amigos, Balthazar, y puedo hablar con usted. Me estaba diciendo que se parece un poco a lo que yo he sido, y que es una aventurera, una pequeña serpiente negra enroscada en el centro de la vida de Nessim”. Protesté por pura fórmula, pero ella clavó sus ojos en los míos largo rato y luego lanzó una risita lenta. Lo que me dijo después me sorprendió:

“Sí, es como yo, implacable en la búsqueda del placer y sin embargo árida.Toda su leche se ha trocado en ansia de poder.Y también se me parece en su manera de ser tierna y buena, una mujer de verdad para un hombre. La odio porque es como yo, ¿comprende?

Y la temo porque puede leer en mí”, se echó a reír.

“Querida”, dijo llamando a Justine,“ven y siéntate a mi lado”.Y le ofreció los dulces que más detestaba (violetas acarameladas) que Justine aceptó con reserva porque también las detestaba.Y allí estaban sentadas las dos, una esfinge velada y otra sin velo, comiendo violetas acarameladas que ninguna de las dos podía tragar. Me encantaba contemplar a las mujeres en su estado más primitivo. Pero no podría decirle gran cosa acerca de la validez de esos juicios.Todos los emitimos sobre los demás.

»Lo curioso es que a pesar de esa antipatía entre las dos mujeres (la antipatía de las afinidades, diría usted) se abría paso una extraña simpatía, un sentimiento de identificación mutua. Por ejemplo, cuando por fin Leila se atrevió a encontrarse con Mountolive, la cosa se hizo en secreto y por intermedio de Justine. Justine fue quien arregló el encuentro, los dos enmascarados, durante el baile de Carnaval. Por lo menos es lo que me han contado.

»En cuanto a Nessim, yo diría, a riesgo de simplificar demasiado, algo como esto: ¡En su inocencia no comprendió que no se puede vivir con una mujer sin enamorarse en alguna medida de ella, que de la posesión a los celos no hay más que un paso! Estaba consternado y aterrado de la intensidad de sus celos por Justine, y trataba sinceramente de poner en práctica una actitud nueva para él: la indiferencia. ¿Verdadera o falsa? No lo sé.

»Y considerando la otra cara de la moneda, yo diría que lo que irritaba a Justine de una manera inesperada era descubrir que el contrato de esposa firmado con tanta lucidez, como una transacción comercial, era en cierto modo más coactivo que un anillo de bodas. Una mujer no piensa dos veces antes de engañar a su marido (si la pasión sanciona su acto); pero ser infiel a Nessim era como robarle dinero de su gaveta. ¿Qué le parece esto?»

Por mi parte pienso (pace Balthazar) que Justine se fue dando cuenta lentamente de que había algo oculto en el carácter de ese hombre solitario, afectuoso, doliente: celos tanto más terribles y realmente peligrosos cuanto que no se manifestaban jamás.A veces... pero aquí corro el riesgo de revelar las confidencias que me hizo Justine durante nuestra supuesta relación amorosa por la cual sufrí tanto y en la que, como acabo de descubrir, ella me utilizaba para disimular otras actividades.Ya he hablado del desarrollo de toda esa historia, pero si quisiera revelar ahora todo lo que me dijo sobre Nessim, y con sus propios términos, correría ante todo el peligro de exhibir un material quizá desagradable para el lector y de ser desleal con el propio Nessim.Y en segundo lugar, no estoy seguro de su verdad relativa, pues podría formar parte del gran plan de impostura. Incluso esos sentimientos («importantes lecciones aprendidas», etcétera) están teñidos por la duda central que el Comentario ha hecho nacer en mi espíritu. «La verdad: no hay nada que, con el tiempo, se contradiga más...» ¡Qué farsa todo eso!

Sin embargo, lo que dice de los celos de Nessim es cierto, pues he vivido durante un tiempo a su sombra, y sus efectos sobre Justine no dejan lugar a dudas.

Casi desde el principio ella descubrió que la seguían, que la vigilaban, y como es lógico eso le produjo un sentimiento de incertidumbre: incertidumbre tanto más terrible cuanto que Nessim nunca hablaba abiertamente de la cuestión. Era como el peso de una invisible sospecha suspendido sobre ella, insinuándose y decolorando sus observaciones más triviales, sus más inocentes paseos nocturnos. Él le sonreía afectuosamente, sentado entre dos altas velas, mientras una silenciosa inquisición desarrollaba sus fantasmagorías en su espíritu.

Los hechos más comunes y sinceros –una visita a una biblioteca pública, una lista de compras, una tarjeta de un banquete– se convertían en una farsa para esos celos nacidos de una impotencia emocional. Nessim se sentía desgarrado por las exigencias de Justine; Justine se sentía desgarrada por las dudas que veía reflejadas en los ojos de Nessim, por la ternura con que le echaba un chal sobre los hombros. Era como si le pusiera un nudo corredizo al cuello. De una manera extraña, esta relación recordaba los vínculos psicoanalíticos descritos en Moeurs por su primer marido, en que Justine era considerada más como un Caso que como una persona y en que las agotadoras inquisiciones de quienes nunca reconocen el momento en que es preciso dejar a la enferma sola estuvieron a punto de hacerle perder la razón. Sí, había caído en una trampa, no cabe duda. La idea reverberaba en su espíritu como una carcajada enloquecida.Todavía oigo sus ecos.

Así iban, uno junto al otro, como corredores perfectamente acordados, ofreciendo a Alejandría la imagen perfecta de una relación que todos envidiaban y nadie podía imitar. Nessim, el indulgente, el marido condescendiente; Justine, la esposa encantadora y satisfecha. Formaban una pareja extraordinaria.

«A su manera –señala Balthazar–, supongo que buscaban la verdad. ¿Esta observación no empieza a resultar un poco ridícula? ¡Podríamos dejarla de lado, de común acuerdo! Después de todo es una historia tan extraña. Pero ¿quiere que le dé otro ejemplo completamente distinto? Su relato de la muerte de Capodistria en el lago es la versión que todos nosotros aceptamos en el momento como la más verosímil, la que ofrecía más credibilidad; en nuestra opinión, naturalmente.

»Pero en las declaraciones a la policía todos los testigos mencionaron un hecho particular: al sacar el cadáver del lago donde flotaba, junto al parche negro, la dentadura postiza cayó dentro del bote con un chasquido que impresionó a todo el mundo. Pero fíjese en esto: tres meses más tarde cené con Pierre Balbz, que era su dentista. Balbz me aseguró que Da Capo tenía dientes casi perfectos y que por lo tanto no podía haber caído ninguna dentadura postiza. Entonces, ¿quién era? No sé.Y Da Capo tenía muchas razones para desaparecer y hacerse sustituir por algún comparsa. Dejaba tras de sí dos millones de deudas. ¿Comprende lo que quiero decir?

»Los hechos son inestables por naturaleza. Naruz me dijo un día que amaba el desierto porque allí “el viento borra las pisadas de nuestros pasos como quien apaga una vela”. Lo mismo, creo, hace la realidad.

¿Cómo podemos entonces perseguir la verdad?»

* * *

Pombal dudaba entre el tacto de un diplomático y la baja astucia de un fiscal de provincia; sentado en su sillón de gotoso, las manos juntas, mostraba en su cara gorda emociones contradictorias.Tenía el aire de un hombre en perfecto acuerdo consigo mismo, de un hombre equilibrado, satisfecho.

–Dicen –anunció mirándome con ojos penetrantes– que ahora estás en el Deuxième Bureau británico. ¿Eh? No contestes nada, sé que no puedes hablar.

Yo tampoco podría si me hicieras una pregunta parecida.Tú crees que pertenezco al Deuxième Bureau francés, pero yo lo niego rotundamente. Lo que me pregunto es si debo dejarte vivir en el apartamento. Parece un poco... ¿cómo decís los ingleses?... Box y Cox.1

¿No? Quiero decir, ¿por qué no habríamos de vendernos las ideas uno al otro, eh? Ya sé que no lo harías.Yo tampoco. Nuestro sentido del humor... Es decir, si estamos en el... ¡ejem! Pero por supuesto, tú lo niegas y yo lo niego.Así que no estamos.Tu orgullo no te impedirá compartir mis mujeres, ¿eh? Autre chose. Un trago, ¿eh? La botella de gin está por ahí. La escondo por Hamid. Claro, sé que algo pasa. No desespero de descubrirlo. Algo... Me gustaría saber...

Mountolive, ¿eh?

–¿Qué has hecho con tu cara? –dije para cambiar de tema. Desde hacía un tiempo se dejaba crecer el bigote Se llevó al mano al labio superior a la defensiva, como si mi pregunta fuera una amenaza de afeitárselo a la fuerza.

–¿Mi bigote?, ¡ah, eso! Bueno, en los últimos tiempos me han hecho tantas críticas por mi trabajo, por mi manera de faltar, que me analicé profundamente, à fond. ¿Sabes cuántas horas viriles me hacen perder las mujeres? No lo adivinarías nunca. Pensé que el bigote (es horrible, ¿verdad?) las alejaría un poco, pero no. Es lo mismo. Es un tributo, querido, pero no a mi encanto, sino al bajo nivel de la competencia. Me quieren a mí porque no hay nada mejor. Les gusta un diplomático... ¿cómo dicen ustedes, faisand? ¿De qué te ríes? Tú también pierdes una cantidad de horas con las mujeres. Pero tú tienes el Gobierno Británico a la espalda... la libra, ¿eh? Hoy estuvo otra vez esa muchacha. ¡Mon Dieu, tan delgada, tan desamparada! La invité a comer pero no quiso quedarse. ¡Y qué embrollo en tu cuarto! Toma hachís, ¿verdad? Bueno, cuando me vaya a Siria para las vacaciones, podrás ocupar todo el apartamento. Con tal de que respetes mi pantalla de chimenea... es una obra de arte, ¿eh?

Había mandado hacer una inmensa y abigarrada pantalla de chimenea para el departamento, que llevaba la leyenda pirograbada: «LÉGÈRETÉ, FATALITÉ, MATERNITÉ».

–Ah –prosiguió–, eso es lo que se llama arte en Alejandría. En cuanto a esa Justine, es bastante bárbara para tu gusto, ¿no? Apuesto a que... ¿eh? No me lo digas. Entonces ¿por qué no eres más feliz? Vosotros los ingleses, siempre lúgubres y llenos de política. Pas de remords, mon cher... dos mujeres en tándem...

¿se puede pedir algo más? Y una zurda, como llama Da Capo a las lesbianas. ¿Conoces la reputación de Justine? Pues yo, renuncio a todo...

Y Pombal se deja ir alegremente por el lecho poco profundo del río de su experiencia, mientras yo contemplo desde el balcón el cielo que se oscurece sobre el puerto y escucho los tristes pitidos de las sirenas de los barcos, subrayando nuestra soledad aquí, lejos del cálido Gulf Stream de los sentimientos e ideas europeos.Todas las corrientes derivan hacia La Meca o hacia el desierto incomprensible, y el único lugar habitable de este lado del Mediterráneo es la ciudad donde hemos venido a vivir, y la odiamos, le contagiamos el desprecio que sentimos hacia nosotros mismos.

Y entonces veo a Melissa abajo, caminando por la calle, y mi corazón se aprieta de compasión y alegría, y salgo a abrir la puerta del apartamento.

* * *

Estos días apacibles, deslumbrantes en la isla, son el comentario apropiado a las ideas y sentimientos de un hombre que se pasea solitario por las calles desiertas, o cumple las tareas humildes de una casa sin madre.

Pero ahora llevo conmigo a todas partes los comentarios de Balthazar, cuando cocino, o enseño a andar a la niña, o corto leña para la chimenea. Pero todas esas ficciones viven como una proyección de la ciudad blanca cuyo cielo nacarado sólo interrumpen en primavera los fustes cándidos de los minaretes y las bandadas de palomas que giran en nubes de plata y amatista; la ciudad en cuyo puerto las aguas de mármol negro reflejan los hocicos de los barcos de guerra que describen lentos arcos indicando los vientos dominantes, o absorben sus reflejos de tinta, tocándose, acumulándose como las lenguas, las sectas y las razas sobre las cuales ejercen una vigilancia inquieta: encarnación de la conciencia occidental, cuyo símbolo de poderío es el acero, esos cañones que predican, siniestros, contra el metal amarillo del lago, contra la ciudad que se abre como una rosa en el crepúsculo.

IX

Cada vez que Pombal estaba muy afligido por algo («Mon Dieu! Hoy estoy descompuesto», decía en un inglés absurdo), se refugiaba en un magistral ataque de gota a fin de rememorar a sus antepasados normandos.Tenía para esas ocasiones un antiguo sillón de alto respaldo, tapizado de pana roja. En él se instalaba, apoyando la pierna vendada sobre un taburete, para leer el Mercure y meditar sobre las posibles reconvenciones y traslados que su última gaffe podía ocasionarle. Sabía que toda su Cancillería estaba contra él y que consideraba su conducta (bebía demasiado y era un mujeriego) perjudicial para el servicio. En realidad le tenía envidia porque sus medios, que no eran lo bastante generosos como para librarlo de la obligación de trabajar, le permitían sin embargo vivir más o menos en prince, si se puede llamar principesco al pequeño apartamento humoso que compartíamos.

Aquel día, al subir la escalera, comprendí que estaba «descompuesto» por el tono malhumorado de su voz. «Eso no es una noticia –repetía histérico–. Le prohíbo que la publique.» En el vestíbulo, que olía a fritura, me encontré con el tuerto Hamid, quien agitó una mano afectuosamente a modo de saludo.

–La señorita irse –susurró anunciándome la partida de Melissa–, volver a las seis. Señor Pombal no estar muy bien –pronunciaba el nombre de mi amigo como si no tuviera ninguna vocal, así: Pmbl.

Keats estaba con él en la sala, su gran corpachón chorreando sudor y atravesado sin gracia en el sofá.

Sonreía mostrando los dientes, el sombrero echado hacia atrás. Pombal, derrumbado en su sillón de gotoso, tenía un aire lúgubre y malhumorado. Reconocí, no sólo los signos de la borrachera del día anterior, sino también de una nueva gaffe. ¿Qué había pescado Keats?

–Pombal –dije–, ¿qué diablos le ha pasado a tu automóvil?

Lanzó un gemido y se pellizcó la papada como suplicándome que no hablara del asunto; era evidente que Keats había estado mortificándolo con esa historia.

El cochecito en cuestión, tan caro al corazón de Pombal, estaba en ese momento delante de la puerta, abollado y aplastado. Keats se despejó la garganta y tragó saliva.

–Fue Sveva –explicó–, y no tengo el derecho de divulgarlo –Pombal gimió y se agitó en su silla–. No quiere contarme toda la historia.

Pombal empezó a ponerse realmente furioso.

–¿Quiere hacerme el favor de irse? –dijo, y Keats, que perdía fácilmente su seguridad frente a cualquier representante del cuerpo diplomático, se levantó y guardó en el bolsillo su libreta de notas, borrando la sonrisa de su rostro.

–Muy bien –repuso, y añadió haciendo un mediocre juego de palabras–: Chacun son goût et sa goutte, supongo –y bajó lentamente las escaleras. Me senté frente a Pombal y esperé a que se calmara.

–Otra gaffe, querido –dijo por fin–, y lo más grave de todo el affaire Sveva. Fue ella... mi pobre coche... ¿lo has visto? Mira el chichón que tengo en el cuello. ¿Eh? Un bulto feroz.

Le pedí a Hamid un poco de café mientras Pombal me contaba la última desgracia con sus habituales gestos de aflicción. Había cometido la imprudencia de embarcarse en una aventura con la salvaje Sveva, y ahora ella se había enamorado de él.

–¡El amor! –gimió Pombal retorciéndose en su silla–. Soy tan débil con las mujeres –admitió–, y ella era tan fácil. Dios mío, es como si me pusieran en el plato algo que yo no he pedido, o que ha pedido otro y me lo sirvieran por error; entró en mi vida como un bifteck à point, como una berenjena rellena... ¿Qué podía hacer yo? Y ayer me dije: «Teniendo en cuenta su edad, el estado de su dentadura, etcétera, no sería raro que enfermara y me ocasionara gastos».

Además, no quiero una amante en perpetuum mobile.

Entonces resolví llevarla a un lugar tranquilo a la orilla del lago y despedirme. Se puso como loca. En un abrir y cerrar los ojos estaba en la orilla del río, donde encontró un montón enorme de piedras, y antes de que pudiera decir agua va, pif, paf, pong, bong–sus gestos eran elocuentes–. Las piedras volaban por el aire.

Parabrisas, faros, todo... Yo estaba tirado boca abajo junto al embrague, gritando. Fíjate el chichón que tengo en el cuello. Se había vuelto loca. Cuando no quedó un vidrio sano, levantó una roca enorme y empezó a destrozar el coche gritando. «Amour, amour»

a cada golpe que daba, como una histérica. No quiero volver a oír jamás esa palabra. El radiador hecho pedazos, los guardabarros retorcidos. ¿Has visto?

Nadie creería que una muchacha sea capaz de hacer semejante faena. ¿Y después? Ahora verás: Se tiró al río. Imagínate mi situación. No sabe nadar, yo tampoco. ¡Menudo escándalo si llegaba a morir! Me arrojé al agua tras ella. Nos aferrábamos el uno al otro aullando como un par de gatos enamorados. ¡El agua que tragué! Vinieron unos policías y nos sacaron. Largo procèsverbal, etcétera. No me atrevo siquiera a telefonear a la Cancillería esta mañana. La vida no vale la pena.

Estaba a punto de echarse a llorar.

–Es mi tercer escándalo este mes –añadió–. Y mañana es Carnaval. ¿Sabes? Después de pensarlo mucho, se me ha ocurrido una idea –sonrió sin ánimo–.Tendré que tomar mis precauciones para este Carnaval... por si bebo demasiado y me meto en un berenjenal, como suele suceder. Llevaré un disfraz impenetrable. Sí –le frotó las manos y repitió–: Un disfraz impenetrable –luego me miró un momento como preguntándose si podía o no confiar en mí.

Su examen pareció satisfacerlo, pues se volvió bruscamente hacia el armario y dijo–: Si te lo muestro me guardarás el secreto, ¿verdad? Al fin y al cabo, somos amigos.Tráeme el sombrero que está en el estante superior.Te vas a reír.

Dentro del armario encontré un inmenso sombrero como los que aparecen en los retratos de 1912, adornado con un penacho de marchitas plumas de avestruz, y un grueso alfiler terminado en una gran piedra azul.

–¿Eso? –le pregunté incrédulo, y él lanzó una risita asintiendo con un gesto.

–¿Quién me reconocerá con él? Dámelo...

Quedaba tan cómico con el sombrero que me dio un ataque de risa y tuve que sentarme. Me recordaba a Scobie con su absurdo Dolly Varden. Pombal parecía... no, es imposible describir el efecto de esa creación ridícula en su carota. Él también se echó a reír.

–Maravilloso, ¿no? Mis malditos colegas nunca sabrán quién era la mujer borracha.Y si el cónsul general no lleva máscara, le... le haré la corte. Lo volveré loco con mis besos apasionados. ¡Cochino!

Su mueca de odio le dio un aire más grotesco todavía. Como a Scobie, tuve que suplicarle:

–¡Por el amor de Dios, quítate eso!

Se lo quitó y me sonrió sarcásticamente, convencido de que su plan era magnífico. Por lo menos, pensaba él, todas las indiscreciones que pudiera cometer no le serían atribuidas.

–Tengo un traje completo –añadió con orgullo–.

Me buscarás, ¿verdad? Vas a venir, ¿no es cierto? He oído decir que habrá dos grandes bailes, de modo que podremos pasarnos del uno al otro, ¿eh? Bueno, ya me siento un poco aliviado, ¿y tú?

El nefasto sombrero de Pombal fue la causa directa de la muerte misteriosa de Toto de Brunel, la noche siguiente, en casa de los Cervoni –muerte que en opinión de Justine le había reservado su marido y que yo...–. Pero debo volver sobre mis pasos para seguir el Comentario.

«La cuestión de la llave del reloj –escribe Balthazar–, la que usted me ayudó a buscar entre las grietas de la Grande Corniche aquel día de invierno, tomó un giro extraño. Como usted sabe, mi reloj se detuvo y tuve que mandar hacer otro pequeño ankh de oro.

Pero, entretanto, la llave me fue devuelta en circunstancias misteriosas. Un día Justine llegó a la clínica y, besándome cariñosamente, la sacó de su bolso.“¿Reconoce usted esto? –me preguntó sonriendo, y luego continuó, disculpándose–: Lo siento por usted, mi querido Balthazar. Es la primera vez en mi vida que me veo obligada a hacer de ratera. En casa hay una caja de seguridad que yo tenía que abrir. A primera vista las llaves se parecían, y quise ver si la de su reloj se adaptaba a la cerradura.Tenía intención de devolverla la mañana siguiente, antes de que usted tuviera tiempo de afligirse, pero descubrí que alguien la había sacado de mi mesa de tocador. No repita lo que le digo. Pienso que quizá Nessim la vio y, sospechando mis intenciones, se la llevó para ver por sí mismo si podía abrir la caja. Por suerte (o por desgracia) no sirve, y no pude abrirla. Pero tampoco podía decir nada, por temor de que él no la hubiera visto; no quería atraer su atención sobre la llave y su semejanza con la de la caja. Interrogué a Fatma discretamente y revisé mi cofre de joyas. Inútil. Dos días más tarde el mismo Nessim me la trajo diciéndome que la había encontrado en el estuche de sus gemelos de camisa; reconoció que se parecía a la suya, pero no mencionó la caja de seguridad. Se limitó a pedirme que se la devolviera, cosa que hago, con mis sinceras excusas por el retraso.”

»Desde luego, yo estaba fastidiado y se lo dije:

“Y además ¿por qué quería hurgar en la caja de seguridad de Nessim? –le pregunté–. No creo que esté en sus costumbres, y debo confesar que siento cierto desprecio por usted, sabiendo cómo la ha tratado Nessim”. Ella bajó la cabeza y dijo:“Lo único que quería era descubrir algo sobre la niña... sospecho que él me oculta algo”.»

XI

Ya había oscurecido cuando despedí el taxi en la plaza Mohammed Alí y seguí a pie hasta la oficina de Nimrod, en una de las reparticiones de la Prefectura. Todavía estaba aturdido por el giro que habían tomado los acontecimientos y oprimido por las hipótesis desalentadoras que se me ocurrían (las advertencias y amenazas de los últimos meses durante los cuales sólo había vivido para una sola persona: Justine).

Ardía de impaciencia por verla de nuevo.

Los escaparates estaban ya iluminados y los negocios de los cambistas llenos de marineros franceses que trocaban sus francos por comida y vino, sedas, mujeres, muchachos, opio (todo lo que podía procurar un olvido comprensible). La oficina de Nimrod se encontraba en el fondo de un viejo edificio gris, alejado de la calle. Parecía desierto a esa hora, lleno de corredores vacíos y de oficinas abiertas.

Todos los empleados habían interrumpido sus tareas a las seis. Mis pasos arrastrados resonaron en la casilla vacía del portero, en los portales abiertos. Era extraño caminar con tanta libertad por los locales de la policía sin que nadie pidiera explicaciones.

Al final de un largo pasillo, el tercero, llegué ante la puerta de la oficina de Nimrod y llamé. Se oían voces en el interior. Su oficina era una habitación grande, hasta grandiosa, de acuerdo con su jerarquía, y las ventanas daban a un patio vacío donde algunas gallinas cacareaban y picoteaban todo el día en el piso de barro seco. En medio del patio una sola palmera andrajosa ofrecía un poco de sombra en verano.

Como nadie respondía, abrí la puerta y entré...

para detenerme en seco: la oscuridad y la luz brillante me hicieron pensar que estaban pasando una película. Pero era sólo el enorme proyector que mostraba en la pared las imágenes deslumbrantes y ampliadas de las fotografías que el mismo Nimrod iba sacando una por una de un sobre. Deslumbrado, avancé y reconocí en aquella penumbra fosforescente que rodeaba el aparato, los perfiles de Balthazar y Keats recortados en la luz magnética de la poderosa lámpara.

–Bueno –dijo Nimrod volviéndose a medias–.

Siéntate –añadió con aire abstraído acercándome una silla. Keats me sonrió excitado, misteriosamente satisfecho consigo mismo. Las fotografías que estaban estudiando eran las que él había tomado en el baile de los Cervoni. Así agrandadas, parecían grotescas pinturas al fresco que se materializaban y desvanecían en la pared blanca.

–A ver si puede ayudarnos a identificar las figuras

–dijo Nimrod, y me senté volviendo dócilmente mi cara hacia la pared deslumbrante donde surgían las siluetas de una docena de monjes dementes bailando.

–Ésa no –dijo Keats. La luz blanca del magnesio había incendiado los contornos de las figuras encapuchadas.

Dilatadas hasta alcanzar ese enorme tamaño, las fotos sugerían una nueva forma de arte, más macabra que todo lo que hubiera podido imaginar un Goya.

Era una nueva iconografía, pintada con humo y fogonazos. Nimrod las cambiaba lentamente, deteniéndose en cada una.

–¿No hay comentarios? –preguntaba antes de pasar delante de nuestros ojos otro facsímil de la vida real–.

¿No hay comentarios?

Para el trabajo de identificación no servían de nada.

Eran ocho en total, cada una de ellas el espantoso simulacro de una ceremonia fúnebre celebrada por monjes-sátiros en alguna cripta medieval, cada una de ellas salida de la imaginación de Sade.

–Aquí está la del anillo –dijo Balthazar al aparecer delante de nosotros, deslizándose sobre la pared, la quinta fotografía. Un grupo de figuras con antifaz, tomadas del brazo, balanceándose frenéticamente, se zarandeaban delante de nosotros, inexpresivas como sepias o esos otros monstruos grotescos que se ven a veces en la penumbra de los acuarios. Sus ojos eran ranuras desprovistas de inteligencia, su alegría una parodia de todo lo humano ¡Entonces, así se comportan los inquisidores cuando no ejercen sus funciones! Keats lanzó un suspiro de desesperación. Una de las figuras había posado una mano sobre la manga negra de otra. Había en la mano una raya blanca que no podía pasar, en rigor, por el nefasto anillo de Justine. Nimrod describió cuidadosamente la foto para sí mismo, como un hombre que lee un dispositivo de medición.

–Cinco máscaras... en algún lugar próximo al aparador, se ve el ángulo... Pero la mano, ¿es de Brunel? ¿Qué le parece?

La estudié.

–Pienso que debe de ser –dije–. Justine usa el anillo en otro dedo.

–Ah –exclamó Nimrod con aire triunfante–, es un detalle importante.

Sí, ¿pero quiénes eran las otras figuras que la lámpara de flash había arrebatado fortuitamente de la nada?

Las mirábamos fijo y ellas nos miraban, inexpresivas, a través de las ranuras de terciopelo como cazadores en acecho.

–Eso no sirve de nada –dijo por fin Balthazar con un suspiro, y Nimrod apagó la máquina zumbante.

Después de un instante de oscuridad, la luz eléctrica volvió a la habitación. En el escritorio se amontonaban papeles mecanografiados que esperaban la firma –el procès verbal, sin duda–. Sobre un cuadrado de seda gris había varios objetos directamente relacionados con nuestra zozobra: el gran alfiler con su horrible cabeza de piedra azul y el anillo ebúrneo de mi amante que yo no podía ver, aún entonces, sin angustia.

–Firme –dijo Nimrod, señalando el papel– cuando haya leído el ejemplar, ¿quiere? –tosió cubriéndose la boca con la mano y añadió en voz más baja–:Y puede llevarse este anillo.

Balthazar me lo tendió. Estaba frío y ligeramente cubierto de polvo para impresiones digitales. Lo limpié en la corbata y lo metí en el bolsillo del reloj.

–Gracias –dije y me senté junto al escritorio para leer el informe de la policía, mientras los otros encendían un cigarrillo y conversaban en voz baja. Junto a las hojas mecanografiadas había otras escritas con la letra nerviosa y sin carácter del general Cervoni. Era la lista de invitados al baile de Carnaval, donde aún resonaba la majestuosa poesía de los nombres que habían llegado a significar tanto para mí, nombres de alejandrinos. Éstos:

Pía dei Tolomei, Benedict Dangeau, Dante Borromeo, coronel Neguib,Toto de Brunel,Wilmot Pierrefeu, Mehmet Adm, Pozzo di Borgo,Ahmed Hassán Pachá, Delphine de Francueil, Djambulat Bey,Athena Trasha, Haddad Fahmy Amin, Gaston Phipps, Pierre Balbz, Jacques de Guéry, conde Banubula, Onuphrios Papas, Dmitri Randidi, Paul Capodistria, Claude Amaril, Nessim Hosnani,Tony Umbada, Baldassar Trivizani, Gilda Ambron...

Murmuré los nombres que veía en la lista, añadiendo mentalmente a cada uno la palabra «asesino», para ver si sonaba bien. Sólo al llegar al nombre de Nessim me detuve, y alcé mis ojos hacia la pared oscura para proyectar en ella su imagen mental y estudiarla como habíamos estudiado las fotografías.Aún veía su expresión cuando lo ayudé a subir al gran automóvil, una expresión de serenidad extrañamente traviesa, como la de alguien que descansa después de un gran despliegue de energía.

XIV

A comienzos del verano recibí una carta de Clea con la cual podría cerrar este breve monumento conmemorativo de Alejandría. Era imprevista.

Tashkent, Siria

Tu carta, tan inesperada después de un silencio que temí durara toda la vida, ha terminado por llegarme, después de pasar por Persia, a esta casita encaramada en una colina, entre los cedros y los pinos. La he alquilado por seis meses para adiestrar mi mano y mi pincel en estas montañas singulares (rocas de las que irrumpen frescos matinales y flores mediterráneas).

Tórtolas de día y ruiseñores de noche. Qué alivio después del polvo. ¿Cuánto hace? ¿Dos años, quizá más? Ah, mi querido amigo, temblé un poco al abrir el sobre. ¿Por qué? Temí que lo que pudieras decirme me arrastrara por los cabellos hacia viejos lugares y acontecimientos abandonados hace mucho tiempo; viejos sitios, lugares de la personalidad que fue de Clea, la alejandrina que conociste –y que ya no es la mía, por lo menos, no lo es del todo–. He cambiado. Una nueva mujer, en todo caso una nueva pintora está surgiendo, todavía un poco tierna y tímida como los cuernos de un caracol, pero nueva. Todo un nuevo mundo de experiencia se ha interpuesto entre nosotros... ¿Cómo podías saber todo esto?

Escribías quizá a Clea, la vieja Clea; ¿qué podría responderte yo? He esperado hasta esta noche para leer tu carta. Me ha conmovido y me he sentido obligada a contestarte; aquí va la respuesta, una carta escrita a ratos, entre sesiones de pintura, o de noche, cuando enciendo la estufa y me preparo la cena. Éste es el momento adecuado para empezar porque está lloviendo y en toda la ladera de la montaña reina el silencio de la lluvia y el rumor de los manantiales colmados. Los árboles están llenos de caracoles gigantes que avanzan impávidos, embutidos en sus enormes impermeables.

¿Así que Balthazar te ha confundido con sus impertinentes revelaciones? No estoy segura de que haya hecho bien. Quizá te beneficies, no así tu libro o tus libros, que, me lo imagino, deben de ponernos a todos en una situación muy especial con respecto a la realidad. Quiero decir, en tanto que «personajes», más que seres humanos. ¿No? ¿Y por qué –me preguntas– nunca te conté una palabra de las cosas que ahora sabes? Siempre es así, siempre es así. Cuando uno se encuentra como espectador a igual distancia de dos amigos o dos amantes, la amistad siempre incita a intervenir, a interponerse, pero nadie lo hace.

Y con razón. ¿Cómo podía decirte lo que sabía de Justine, o lo que pensaba de ti por tu conducta negligente con Melissa? La naturaleza de mi simpatía por vosotros tres me lo impedía. En cuanto al amor, es una criatura tan paradójica y hasta tal punto se basta a sí misma, que la intervención de las verdades del mundo exterior no lo hubiera cambiado gran cosa.

¡Ahora estoy segura de que, si analizas tus sentimientos, descubrirás que quieres más a Justine porque ella te traicionaba! La prostituta es el verdadero amor del hombre, ya te lo dije una vez, y hemos nacido para amar a quienes más nos hieren. Dime, hombre sabio, ¿me equivoco? Además, mi afecto por ti es de otra índole. Estaba celosa de ti como escritor, como escritor te quería para mí y lo conseguí.

¿Comprendes?

Ahora no puedo hacer nada por ti –quiero decir, por tu libro–. Una de dos: o tendrás que prescindir de los elementos que Balthazar, con tanta perversidad, te ha proporcionado, o tendrás que «reelaborar» la realidad, como dices.

Añades que has sido injusto con Pursewarden; sí, pero no tiene importancia. Él también era injusto contigo. ¡Ignorándoos mutuamente, los dos os reconocíais en mí! Como escritores. Lo único que siento es que Pursewarden no haya podido terminar el último volumen de Dios es un humorista, como planeaba. Es una pérdida (aunque en nada disminuye el alcance de su obra). Me imagino que pronto alcanzarás el mismo grado de dominio de ti mismo; quizá por intermedio de esa ciudad maldita, nuestra Alejandría, a la cual más unidos estamos cuando mayor es nuestro odio. A propósito, llevo con mis papeles desde hace siglos, como un talismán, una carta de Pursewarden en la que habla del volumen que falta. Me ayuda no sólo a resucitar un poco al hombre, sino también a resucitarme a mí misma cuando me deprimo por mi trabajo. (Tengo que ir al pueblo a comprar huevos. Te la copiaré esta noche.)

Más tarde. Aquí está la carta de que te hablaba, agria y retorcida, si quieres, pero típica de nuestro amigo. No tomes demasiado en serio las observaciones que hace sobre ti. Él te admiraba y creía en ti (me lo dijo un día). Quizá mentía. De todas maneras, aquí está.

Hotel Monte de los Buitres

Alejandría

Mi querida Clea:

Fue una sorpresa y un placer encontrar su carta esperándome. Lectora clemente, gracias –no por las críticas o las alabanzas (uno se encoge estremecido tanto por unas como por las otras), sino por estar ahí, devota y atenta, verdadera lectora de entre líneas, el lugar en que reside la verdadera escritura. Acabo de salir disparado del Café Al Aktar después de escuchar una larga discusión sobre «la novela» entre el viejo Lineamentos, Keats y Pombal. Hablan como si toda novela no fuera sui generis; para mí es tan ininteligible como Pombal generalizando sobre «les femmes» en cuanto raza; porque después de todo, no son los vínculos de familia los que realmente importan. Bueno, Lineamentos decía que la Redención y el Pecado Original eran los nuevos temas y que el escritor hoy...

¡Uf! Me mandé mudar, sintiéndome un escritor de anteayer; no tenía ganas de ayudarlos a levantar esa especie de pastel de arena.

Estoy seguro de que el viejo Lineamentos escribirá una preciosa novela sobre el Pecado Original y que obtendrá lo que yo llamo, en privado, un sucegg d’estime4 (es decir, que no cubrirá siquiera los gastos). En realidad, me desesperaba tanto pensar que él llegaría a ser famoso, que pensé en ir directamente al burdel para expiar mi poco original sentido del pecado. Pero era temprano y además tuve la impresión de oler a sudor, pues había sido un día muy caluroso. Por eso volví al hotel a tomar una ducha y mudarme de camisa, y así fue como encontré su carta. Queda un poco de ginebra en la botella y, como no sé dónde estaré más tarde, creo que lo mejor es que me siente y le conteste lo mejor que pueda, mientras llegan las seis, cuando los burdeles empiezan a abrirse.

Las preguntas que usted me hace, querida Clea, son las mismas que me hago a mí mismo. Tengo que aclararlas un poco antes de consagrarme al último volumen, en el cual deseo sobre todo combinar, resolver y armonizar las tensiones creadas hasta ahora. Siento que quiero dar una nota... afirmativa (aunque no en los términos concretos de una filosofía o una religión). Debería tomar el giro de un abrazo, la universalidad de un código de enamorados. Debería dar a entender que el mundo en que vivimos se funda en algo demasiado sencillo para ser descrito como una ley cósmica, pero también tan fácil de captar como un acto de ternura, por ejemplo, de simple ternura como en las relaciones primitivas entre el animal y la planta, la lluvia y el suelo, la semilla y los árboles, el hombre y Dios. Una relación tan delicada que es destruida fácilmente por el espíritu de investigación y la conscience, en el sentido francés de la palabra, que tiene, desde luego, sus derechos y su propio campo de acción. Me gustaría que mi obra fuera sencillamente una cuna donde la filosofía pudiera adormecerse chupándose el pulgar.

¿Qué le parece? Después de todo, esto no es lo que más necesitamos en el mundo, sino lo que realmente pinta su estado de proceso puro. Guarde silencio un rato y tendrá una intuición de ese acto de ternura, no de poder o de gloria; y desde luego, tampoco de Misericordia, esa vulgaridad del espíritu judío que no puede imaginar al hombre sino en cuclillas bajo el látigo. ¡No, porque la ternura de que hablo es absolutamente implacable! «Una ley para sí misma», como decimos. Naturalmente, no hay que olvidar que la verdad se reduce siempre a la mitad cuando se la formula. Sin embargo, en este último libro debo insistir en que hay esperanza para el hombre, en que su vida tiene un objeto, dentro de los límites de una simple ley; y me parece ver que la humanidad va adueñándose gradualmente de la información necesaria por medio de la simple atención, no de la razón, que le permitirá un día vivir de acuerdo con esa idea (el verdadero sentido de la «alegría ilimitada»). ¿Qué otra cosa podría ser la alegría? De esta nueva criatura que los artistas perseguimos, no se dirá que «vive», sino que, como el tiempo mismo, simplemente «transcurre». Maldito sea, es difícil expresar estas cosas. Quizá la clave esté en la risa, en el Dios Jocoso. Después de todo, las gentes serias son las que perturban la paz del corazón con sus chiquilladas... como Justine. (Espere. Me corresponde una ración de ginebra.)