EÇA DE QUEIRÓS

LA CIUDAD

Y LAS SIERRAS

SEGUIDO DE

CIVILIZACIÓN

TRADUCCIÓN DEL PORTUGUÉS

DE JAVIER COCA

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

CONTENIDO

LA CIUDAD Y LAS SIERRAS

IIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVXVXVI

CIVILIZACIÓN

IIIIIIIVV

LA CIUDAD Y LAS SIERRAS

I

Mi amigo Jacinto nació en un palacio con ciento nueve millones de reales de renta en tierras de sembradura, viñedos, olivares y alcornocales.

En el Alentejo, por la Extremadura, a través de las dos Beiras, densos setos que serpenteaban por valles y colinas, altos muros de buena piedra, arroyos y caminos delimitaban las propiedades de esta vieja familia agrícola, que ya almacenaba grano y plantaba cepas en tiempos del rey Dionisio I. Su quinta y casa solariega de Tormes, en el Bajo Duero, ocupaba toda una sierra. Entre el río Tula y el río Tinhela, a lo largo de más de cinco leguas, todas las tierras le pagaban tributo. Sus espesos pinares dibujaban una oscura mancha desde Arga hasta el mar de Âncora. Pero el palacio donde Jacinto había nacido y donde siempre vivió estaba en París, en el número 202 de los Campos Elíseos.

Su abuelo, aquel gordísimo y riquísimo Jacinto a quien llamaban en Lisboa «don Galeón», bajando una tarde por la travessa da Trabuqueta, junto al muro de un huerto protegido por una parra, resbaló con una cáscara de naranja y se dio de bruces con el empedrado. Por la puerta del huerto salía en ese instante un hombre moreno, bien afeitado, con una gruesa chaqueta de bayetón verde y botas altas de montar, que, bromeando y sin esfuerzo, levantó al enorme Jacinto y hasta le recogió el bastón con empuñadura de oro que había rodado por el barro. Luego, fijando en él sus negros ojos de gruesas pestañas, le dijo:

—¡Jacinto Galeón! ¿Qué haces por aquí a estas horas rodando por el suelo?

Y Jacinto, aturdido y deslumbrado, reconoció al infante don Miguel.

Desde aquella tarde apreció al buen infante más que a su vientre, a pesar de ser tan glotón, y más que a su Dios, a pesar de ser tan devoto. En la sala noble de su casa (la Pampulha) colgó en la pared el retrato de «su salvador», adornado con palmas como un retablo, y colocó debajo el bastón que las magnánimas manos reales habían rescatado del barro. Durante el tiempo en que el venerado y deseado infante sufrió el destierro de Viena, el barrigudo señor corría bamboleándose en su coche amarillo del cafetín de Zé Maria en Belém a la botica de Plácido en los Algibebes, gimiendo de nostalgia por el «ángel», tramando el regreso del «ángel». El día entre todos bendito en que la Pérola apareció en el puerto de Lisboa con el Mesías a bordo, llenó la Pampulha de guirnaldas, levantó en el Caneiro un monumento de cartón piedra y lona en el que don Miguel, transformado en san Miguel, pintado de blanco, con aureola y alas de arcángel, montado en su corcel de Alter, le clavaba la lanza al Dragón del Liberalismo, que se retorcía vomitando la Constitución. Durante la guerra con el «otro», con el «liberal», mandaba recaderos a Santo Tirso y a São Gens, a que le llevasen al rey fiambres, cajas de dulces, botellas de su vino de Tarrafal y bolsas de hilo de seda repletas de monedas que él mismo enjabonaba para bruñir el oro. Cuando supo que el señor don Miguel, con dos viejos baúles amarrados a un mulo, había tomado el camino de Sines y del destierro definitivo, Jacinto Galeón cerró todas las ventanas como si guardase luto y corrió por la casa gritando furiosamente:

—¡Yo tampoco me quedo! ¡Yo tampoco me quedo!

No, no quería quedarse en la perversa tierra de donde partía, espoliado y rechazado, aquel rey de Portugal que levantaba a los Jacintos en la calle. Embarcó para Francia con su mujer (la señora doña Angelina Fafes, de la famosa casa de los Fafes de Avelã) y con su hijo Jacintinho, un niño amarillento y endeble, cubierto de bubones y forúnculos, acompañado de su haya y de su paje negro.

En las costas de Cantabria, el paquebote encontró una mar tan bravía que la señora doña Angelina, toda desgreñada, de rodillas en el jergón del camarote, prometió al Senhor dos Passos de Alcântara una corona de espinas de oro, con las gotas de sangre en rubíes de Pegu. En Bayona, donde atracaron, Jacintinho tuvo ictericia. En la carretera de Orleans, en mitad de una noche de perros, se rompió el eje de la berlina en la que viajaban, y el grueso señor, la delicada señora de la casa de Avelã y el niño anduvieron tres horas en medio de la lluvia y el barro del exilio hasta llegar a una aldea, donde tras golpear como mendigos las mudas puertas durmieron en los bancos de una taberna. En el Hotel de los Santos Padres, en París, sufrieron los terrores de un incendio que había estallado en las caballerizas, debajo del cuarto de don Galeón, y el honrado hidalgo, tambaleándose por las escaleras en camisón hasta llegar al patio, se clavó en el pie un pedazo de vidrio. Entonces alzó al cielo su puño velludo y rugió amargamente:

—¡Ya está bien! ¡Caramba!

Esa misma semana, sin pararse a escoger, Jacinto Galeón le compró a un príncipe polaco, que después de la toma de Varsovia se había hecho cartujo, aquel palacete del número 202 de los Campos Elíseos. Y allí, bajo los oropeles recargados de los estucos, entre los tapices floreados de las paredes, para descansar de tanta agitación, se refugió en una vida de molicie y buena mesa, con algunos compañeros de exilio (el magistrado Nuno Velho, el conde Rabacena y otros de menor importancia), hasta que murió de indigestión a causa de una lamprea en escabeche que le había enviado su administrador de Montemor. Los amigos pensaron que doña Angelina volvería al reino, pero la buena mujer tenía miedo del viaje, de los mares y de las calesas que se parten por la mitad. Y no quería separarse de su confesor, ni de su médico, que tan bien le entendían los escrúpulos y el asma.

—Lo que es yo, me quedo en el 202—confesó—, aunque echo en falta la excelente agua de Alcolena… Jacintinho, que decida cuando crezca.

Y Jacintinho creció. Era un mozo más pálido y más flaco que un cirio, con largos cabellos lacios, narigudo, silencioso, enfundado en ropas negras, anchas y sin ceñir. Por la noche, no podía dormir por culpa de la tos y los ahogos; vagaba en camisón con una lamparilla por todo el 202; y los criados, cuando hablaban en la despensa, le llamaban «la Sombra». De aquella mudez y de aquella indeterminación de sombra surgió, al acabar el luto por papá, una muy viva afición a labrar maderas en el torno. Algún tiempo después, con la marchita flor de sus veinte años, brotó de su persona otro sentimiento, de deseo y admiración por la hija del magistrado Velho, una niña redondita como una tórtola, educada en un convento de París, y tan habilidosa que esmaltaba, doraba, arreglaba relojes y hacía sombreros de fieltro. En el otoño de 1851, cuando los castaños de los Campos Elíseos perdían ya las hojas, Jacintinho escupió sangre. El médico, acariciándose el mentón y con una arruga de preocupación en la despejada frente, aconsejó que el niño se marchase al balneario de Golfe Juan o a las cálidas playas de Arcachon.

Pero Jacintinho, con su tesón de sombra, no se quiso apartar de Teresinha Velho, a quien seguía por París como una muda y persistente sombra. Como una sombra se casó, dio algunas vueltas más al torno, escupió un resto de sangre y se fue como una sombra.

Tres meses y tres días después del entierro nació mi amigo Jacinto.

Desde la cuna, donde la abuela esparcía hinojo y ámbar para ahuyentar el «mal fario», Jacinto medró con la seguridad, la reciedumbre y el vigor de un pino de las dunas.

No tuvo el sarampión y no tuvo lombrices. Las letras, la tabla de multiplicar y el latín penetraron en él tan fácilmente como el sol por el cristal de una ventana. En los patios de los colegios, blandiendo su espada de latón y dando gritos de mando, muy pronto venció a sus camaradas y se convirtió en el rey adulado a quien los otros ceden la fruta de las meriendas. En la edad en que se lee a Balzac y a Musset nunca sufrió los tormentos de la sensibilidad; ni los ardientes crepúsculos lo retuvieron en la soledad de una ventana, padeciendo por un deseo sin forma y sin nombre. Todos sus amigos (que éramos tres, contando a Grillo, su criado negro de siempre) mantuvimos hacia él una amistad pura y firme, que nunca se incrementó por participar de su opulencia y que tampoco se vio mermada por las manifestaciones de su egoísmo. Como no tenía un corazón lo bastante fuerte para concebir un amor fuerte, y como estaba contento con esa incapacidad liberadora, del amor sólo experimentó la miel, esa miel que el amor reserva a los que la recogen a la manera de las abejas: melodiosamente, con ligereza y movilidad. Como era robusto, rico e indiferente al estado y al gobierno de los hombres, nunca le conocimos otra ambición que la de comprender bien las ideas generales; y su inteligencia, en los alegres años de la universidad y las controversias, circulaba por las más densas filosofías como una lustrosa anguila por el agua clara de un estanque. Su talento, aquilatado y genuino, nunca se vio ignorado ni despreciado; y cualquier opinión, o incluso cualquier broma que soltase, encontraba al instante una corriente de simpatía y aceptación, que la alzaba y la sostenía balanceándose y refulgiendo en la superficie. Las cosas le obedecían con docilidad y cariño. No recuerdo que se le descosiera un botón de la camisa, que un papel se escondiese maliciosamente ante su vista o que, en un momento de prisa y de necesidad, un pérfido cajón se empeñase en seguir cerrado. Una vez, mofándose descreído de la Fortuna y su rueda, le compró un décimo de lotería a un sacristán español, y al punto la Fortuna, ligera y sonriente sobre su rueda, corrió como una exhalación a llevarle cuatrocientas mil pesetas. Y hasta las nubes del cielo, henchidas de humedad, si avistaban a Jacinto sin paraguas, contenían reverentes su descarga hasta que pasase… ¡Ah! El ámbar y el hinojo de la señora doña Angelina habían ahuyentado de su destino, olímpica y definitivamente, «el mal fario». Su cariñosa abuela (a la que conocí obesa y con barba) solía citar un soneto de cumpleaños, obra del magistrado Nunes Velho, que tenía un verso muy a propósito: «Sabed, señora, que esta vida es río…». Pues ni siquiera un río en verano, manso y traslúcido, que discurriera armoniosamente por un lecho de arena suave y blanca, entre sotos fragantes y dichosas aldeas, ofrecería a aquel que bajase por su corriente en un barco de cedro, entoldado y acolchado, con frutas y champán refrescándose en hielo, con un ángel al timón y otros ángeles empujando a sirga, más seguridad y más dulzura de lo que la Vida ofrecía a mi amigo Jacinto.

Por eso le llamábamos «el Príncipe de la Gran Ventura».1 Jacinto y yo, José Fernandes, nos encontramos y nos hicimos amigos en París, en las escuelas del Barrio Latino, adonde me había enviado mi querido tío Afonso Fernandes Lorena de Noronha e Sande, cuando aquellos infames me echaron de la universidad por romperle la cara asquerosa al licenciado Pais Pita, en la calle Sofia de Coimbra, una tarde de procesión.

Por esa época, Jacinto había concebido una idea… Este Príncipe había concebido la idea de que «el hombre sólo es supremamente feliz cuando es supremamente civilizado». Por hombre civilizado, mi camarada entendía a aquel que, robusteciendo su fuerza pensante con todas las nociones adquiridas desde Aristóteles, y multiplicando la potencia corporal de sus órganos con todos los mecanismos inventados desde Terámenes, creador de la rueda, se convierte en un magnífico Adán casi omnipotente y casi omnisciente, y por lo tanto apto para recoger del seno de una sociedad y de los límites del Progreso (en el estado en que éste se hallaba en 1875) todos aquellos gozos y provechos que resultan de saber y de poder… Al menos, así de locuazmente formulaba Jacinto su idea cuando conversábamos sobre los fines y los destinos humanos, sorbiendo inmundos bocks bajo los toldos de las cervecerías filosóficas del bulevar Saint Michel.

Esa idea de Jacinto impresionó a nuestros compañeros de cenáculo, que como nacieron a la vida intelectual de 1866 a 1870, entre la batalla de Sadowa y la de Sedán, habían escuchado constantemente desde entonces de los técnicos y de los filósofos que fue la espingarda de aguja la que venció en Sadowa y que fue el maestro de escuela el que venció en Sedán, y estaban preparados de sobra para creer que la felicidad de los individuos, igual que la de las naciones, se alcanza por medio del desarrollo ilimitado de la mecánica y de la erudición. Uno de aquellos mozos, nuestro ingenioso Jorge Carlande, para facilitar la circulación de la teoría de Jacinto y condensar su brillo, la redujo a una fórmula algebraica:

suma felicidad = suma ciencia × suma potencia

Durante muchos días, del Odéon a la Sorbona, la juventud positivista alabó la ecuación metafísica de Jacinto.

Sin embargo, para Jacinto, aquella idea no era meramente metafísica, ni la había lanzado por el gozo elegante de ejercer la razón especulativa, sino que constituía una regla, llena de realismo y de utilidad, que podía determinar la conducta y regular la vida. Por esa época, y siguiendo su propio precepto, Jacinto se había provisto ya de la Pequeña enciclopedia de los conocimientos universales en setenta y cinco volúmenes, y en un mirador acristalado instaló un telescopio sobre los tejados del 202. Precisamente con ese telescopio se me hizo evidente su idea, en una noche de agosto, de húmedo y sofocante calor. En los cielos remotos destellaban lánguidos relámpagos. Por la avenida de los Campos Elíseos, los fiacres se dirigían al frescor del Bosque de Bolonia, lentos, abiertos, cansinos, rebosantes de vestidos claros.

—Zé Fernandes, aquí tienes demostrada—empezó a decir Jacinto, apoyado en la ventana del mirador—la teoría que rige mi conducta. Con estos ojos que recibimos de la madre naturaleza, diligentes y sanos, apenas podemos distinguir a lo lejos, al otro lado de la avenida, el escaparate iluminado de aquella tienda. ¡Nada más! Pero si añado a mis ojos los dos simples cristales de unos gemelos de carreras, detrás de la luna del escaparate veo jamones, quesos, tarros de gelatina y cajas de ciruelas pasas. Deduzco, por tanto, que se trata de una tienda de ultramarinos. He obtenido una noción, y tengo con respecto a ti, que con los ojos desnudos solamente ves el resplandor del escaparate, una ventaja cierta. Ahora, si en lugar de estos sencillos cristales usase yo los de mi telescopio, de configuración más científica, podría vislumbrar a lo lejos, en el planeta Marte, los mares, las nieves, los canales, el perfil de los golfos y toda la geografía de un astro que gira a millares de leguas de los Campos Elíseos. Es otra noción, ¡y tremenda! Aquí tienes, pues, el ojo primitivo, el de la naturaleza, elevado por la civilización a la máxima potencia visual. A partir de ahí, y por lo que respecta al ojo, yo, hombre civilizado, soy más feliz que el incivilizado, porque descubro realidades del universo que éste ni siquiera sospecha y de las que se encuentra privado. Aplica esta prueba a todos los órganos y comprenderás mi principio. En cuanto a la inteligencia y a la felicidad que de ella se obtiene por medio de la incesante acumulación de ideas, sólo te pido que compares a Renan y a Grillo… Claro es, por tanto, que debemos rodearnos de civilización en las máximas proporciones para gozar en las máximas proporciones de la ventaja de vivir. ¿Estás de acuerdo, Zé Fernandes?

A mí no me parecía irrefutablemente cierto que Renan fuese más feliz que Grillo; ni veía qué ventaja espiritual o material puede sacarse de distinguir a través del espacio las manchas de un astro, o a través de la avenida de los Campos Elíseos, los jamones de un escaparate. Pero dije que sí, porque soy bueno, y nunca apartaré a nadie de un concepto donde encuentre seguridad, disciplina y energía. Me desabroché el chaleco y, señalando las luces de un café, dije:

—¡Vamos, pues, a beber en las máximas proporciones, brandy and soda con hielo!

Por una conclusión muy natural, la idea de civilización que tenía Jacinto no se apartaba de la imagen de ciudad, de una enorme ciudad, con todos sus vastos órganos funcionando a pleno rendimiento. Mi ultracivilizado amigo no comprendía que, lejos de almacenes atendidos por tres mil dependientes, y de mercados donde se descargan las vegas y vergeles de treinta provincias, y de bancos donde retiñe todo el oro del mundo, y de fábricas que humean sin cesar y sin cesar inventan, y de bibliotecas abarrotadas hasta reventar con el papelorio del pasado, y de millas de apretadas calles, atravesadas, por abajo y por arriba, de hilos de telégrafos, hilos de teléfonos, tuberías de gas, tuberías de aguas fecales, y del atronador desfile de ómnibus, tramways, carretas, velocípedos, tartanas y coches de lujo, y de dos millones de seres humanos grises que, rodeados de policía, se afanan jadeantes en la dura búsqueda del pan o en la ilusión del placer, el hombre del siglo XIX pudiese saborear plenamente el gozo de vivir.

Cuando Jacinto, con los balcones de su habitación del 202 abiertos de par en par a las floridas lilas, desplegaba ante mí esas imágenes, todo él se henchía esplendoroso:

—¡Qué noble invención la de la ciudad! ¡Sólo gracias a ella, Zé Fernandes, sólo gracias a ella, puede el hombre afirmar olímpicamente que tiene alma!

—¡Eh, Jacinto! ¿Y la religión? ¿No prueba la religión la existencia del alma?

Jacinto se encogía de hombros.

—¡La religión! La religión es el ampuloso desarrollo de un instinto rudimentario, común a todos los animales, el terror. Un perro, lamiendo la mano del amo que le da un hueso o un azote, es ya la tosca configuración de un devoto postrado en oración ante el Dios que reparte cielo o infierno… ¡Pero el teléfono! ¡El fonógrafo!

»¡Fíjate en el fonógrafo! Sólo el fonógrafo, Zé Fernandes, me hace sentir de veras mi superioridad de ser pensante y me separa del bruto. ¡Créeme, Zé Fernandes, la ciudad es lo único que existe!

Y añadía, además, que sólo la Ciudad le brindaba la sensación, tan necesaria para la vida como el calor, de la solidaridad humana. En el 202, cuando consideraba que a su alrededor, en la densa masa del caserío de París, dos millones de seres se afanaban en la tarea de la Civilización (para mantener el dominio de los Jacintos sobre la naturaleza), sentía una sensación de sosiego y refugio sólo comparable a la del peregrino que, cruzando el desierto, se alza en su dromedario y vislumbra la larga fila de la caravana que avanza, llena de antorchas y de armas…

—¡Caramba!—murmuraba yo impresionado.

Lo contrario que en el campo, donde Jacinto, rodeado por la inconsciencia y la impasibilidad de la naturaleza, temblaba de miedo ante su propia fragilidad y su soledad. Se encontraba allí como perdido en un mundo que no le resultaba fraternal: ninguna zarza retiraría sus espinas para dejarle pasar; si gimiese de hambre, ningún árbol, por cargado que estuviese, le tendería su fruto en el extremo de una compasiva rama. Además, en medio de la naturaleza, Jacinto asistía a la súbita y humillante inhabilitación de todas sus facultades superiores. ¿De qué servía, entre bichos y plantas, ser un genio o un santo? Las mieses no entienden las Geórgicas, y resultaba imprescindible la vehemente intervención de Dios, la alteración de todas las leyes naturales y un enérgico milagro, para que el lobo de Gubbio no devorase a san Francisco de Asís, que le sonreía, le tendía los brazos y le llamaba «¡hermano lobo!». El intelecto se esteriliza en los campos, y sólo queda la bestialidad. En los rudimentarios reinos de lo vegetal y lo animal, sólo dos funciones se mantienen activas: la nutritiva y la procreadora. Aislada y sin ocupación posible, entre hocicos y raíces que no cesan de chupar y de hozar, sofocándose en el aliento cálido de la universal fecundación, su pobre alma se agostaba, se reducía a una migaja de alma, a una chispita espiritual que brilla con luz trémula sobre un pedazo de materia; y en esa materia, imperiosos y lacerantes, dos instintos surgían: el de devorar y el de engendrar. Al cabo de una semana campestre, de todo su ser, tan noblemente constituido, sólo quedaba un estómago y un falo. ¿Y el alma? Desaparecida bajo la bestia. Entonces necesitaba correr, entrar de nuevo en la ciudad, sumergirse en las aguas lustrales de la civilización, para desprenderse en ellas de la costra vegetativa y resurgir rehumanizado, espiritual y jacíntico de nuevo.

Pero las exquisitas metáforas de mi amigo expresaban sentimientos reales, de los que fui testigo regocijado en el único paseo que dimos por el campo, en el muy sociable y muy acogedor bosque de Montmorency. ¡Jacinto en medio de la naturaleza! ¡Un episodio de entremés! En cuanto se apartaba de los senderos de madera o de macadán, cualquier suelo que sus pies hollasen le llenaba de desconfianza y de terror. Aunque estuviesen secos, le parecía que los prados rezumaban una humedad mortífera. Debajo de cada terrón, tras la sombra de cada piedra, temía el asalto de un alacrán, de una víbora, de figuras viscosas y reptantes. En el silencio del bosque sentía el lúgubre vacío del universo. No soportaba la familiaridad con que las ramas le rozaban los brazos o la cara. Saltar un seto suponía para él un acto degradante que lo remitía al mono primigenio. Una flor que no hubiese visto antes en jardines, domesticada por siglos de servidumbre ornamental, le inquietaba como si fuese venenosa. Consideraba de una melancolía funambulesca algunas actitudes y apariencias de los seres inanimados: la prisa cantarina y sin sentido de los regatillos, la desnudez pelada de las rocas, las contorsiones de los árboles y su murmullo, tan solemne y tan tonto.

Después de una hora en aquel recatado bosque de Montmorency, mi pobre camarada jadeaba despavorido, experimentando por momentos ese declive y desaparición del alma que lo transformaría en un bicho más. Sólo se serenó cuando llegamos al empedrado y a la luz de gas de París, y cuando nuestra victoria casi se despedaza contra un estruendoso ómnibus repleto de ciudadanos. Le dijo al cochero que recorriésemos los bulevares, para disolver en su espesa sociabilidad aquella burda materialización que le había dejado la cabeza tan pesada e inconsciente como la de un buey. A mí, me exigió que le acompañase al Teatro de Variedades para sacudirse, con el estribillo de La Femme à Papa, el molesto rumor de los mirlos cantando en los chopos, que todavía le zumbaba en los oídos.

Ese maravilloso Jacinto cumplió por entonces veintitrés años, y era un soberbio mozo en el que había reaparecido la fuerza de los antiguos Jacintos rurales. Sólo su nariz, afilada, con las aletas casi trasparentes y de una inquieta movilidad, como si anduviese olisqueando perfumes, pertenecía al refinamiento del siglo XIX. El cabello se mantenía crespo y casi lanígero, a la manera de los rudos tiempos; y el bigote, lo mismo que el de un celta, caía en sedosos hilos que había que cepillar y rizar. Todo su vestuario (las gruesas corbatas de satén oscuro con alfiler de perla, los guantes de ante blanco y el betún de las botas) le llegaba de Londres en cajas de cedro, y siempre llevaba en el pecho una flor, no natural, sino diestramente compuesta por su florista con pétalos de diversas flores: clavel, azalea, orquídea o tulipán, embutidos en un asta y acompañados de un leve follaje de hinojo.

En 1880, en febrero, durante una mañana de lluvia cenicienta y fría, recibí una carta de mi querido tío Afonso Fernandes en la que, después de lamentarse de sus setenta años, de sus dolencias hemorroidales y de la pesada administración de sus bienes, «que requería un hombre más joven y con piernas más firmes», me ordenaba que fuese a nuestra casa de Guiães, en el Duero. Apoyado en la repisa de mármol de la chimenea, donde la víspera mi amiga Niní había olvidado un corsé envuelto en el Journal des Débats, censuré severamente a mí tío por cortar en capullo antes de que se abriese la flor de mi saber jurídico. Luego, en una posdata, mi tío añadía: «El tiempo está aquí muy bueno, lo que se dice de rosas, y tu santa tía te manda recuerdos, que por ahí anda, por la cocina, porque hoy hace treinta y seis años que nos casamos, tenemos a comer a Quintais y al abad, y quiere hacer una sopa dorada».

Arrojé a la lumbre un pedazo de leña, mientras pensaba en lo buena que estaría la sopa dorada de la tía Vicência. ¡Cuántos años hacía que no la probaba! Lo mismo que el cochinillo asado y el arroz al horno de aquella casa. Con un tiempo tan bueno, las mimosas de nuestro patio se doblarían bajo el peso de sus grandes racimos amarillos. Un pedazo de cielo azul, del azul de Guiães, que no hay otro tan lustroso ni tan suave, entró en la habitación y, en la inmaculada tristeza de la alfombra, proyectó los prados, los arroyos, las margaritas y las flores de trébol que mis ojos ansiaban. Por entre las cortinas de sarga pasó una brisa fina y fuerte, con aromas de sierra y de pinar.

Silbando un lindo fado saqué mi vieja maleta de debajo de la cama y solícitamente, entre pantalones y calcetines, metí el Tratado de derecho civil, para aprender de una vez, en el ocio de la aldea, tumbado bajo un haya, las leyes que rigen a los hombres. Luego, esa misma tarde, le anuncié a Jacinto que me iba a Guiães. Mi camarada retrocedió unos pasos, con un sordo gemido de espanto y de piedad:

—¡A Guiães! ¡Ay, Zé Fernandes, qué horror!

Y se pasó toda la semana indicándome amablemente las comodidades de las que debería proveerme para conservar en los silvestres páramos, tan lejos de la ciudad, un poco de alma dentro de un poco de cuerpo: «¡Llévate una poltrona! ¡Llévate la Enciclopedia general! ¡Llévate latas de espárragos!»…

Aunque, una vez arrancado de la ciudad, yo era para mi amigo Jacinto sólo un arbusto desarraigado que no reviviría jamás. Me acompañó hasta el tren con una tristeza digna de mi funeral, y cuando subí, cerró la portezuela gravemente, solemnemente, como se cierra la cancela de un sepulcro, de manera que estuve a punto de llorar de pena de mí mismo.

Llegué a Guiães. Aún quedaban flores en las mimosas de nuestro patio. Comí, relamiéndome, la sopa dorada de la tía Vicência. Calzado con alpargatas, asistí a la siega del mijo. Y así, de siembras a cosechas, tostándome al sol de las eras, cazando perdices en los bosques cubiertos de escarcha, partiendo la sandía fresca en polvorientas verbenas, haciendo corro para asar castañas, velando a la luz de un candil, encendiendo hogueras de San Juan, poniendo belenes en Navidad, pasaron dulcemente siete años, tan atareados que nunca conseguí abrir el Tratado de derecho civil, y tan simples que sólo recuerdo cuando, la víspera de San Nicolás, el abad se cayó de la yegua a la puerta de Brás das Cortes. De Jacinto sólo recibía rara vez algunas líneas, pergeñadas deprisa en medio del tumulto de la civilización. Después, un septiembre muy cálido, en el trajín de la vendimia, mi querido tío Afonso Fernandes murió tan sosegadamente, Dios sea alabado por esta gracia, como calla un pajarillo al final de su bien cantado y bien volado día. Dejé la ropa de luto sin salir de la aldea. Mi ahijada Joaninha se casó durante la matanza del cerdo. Hicieron obras en los tejados. Volví a París.

II

Otra vez estábamos en febrero. Era una tarde cenicienta y fría cuando bajaba yo por los Campos Elíseos en busca del 202. Delante de mí, caminaba algo encogido un hombre que, desde las relucientes botas hasta las alas curvas del sombrero por donde asomaban los bucles de su rizada cabellera, rezumaba elegancia y familiaridad con las cosas más finas. En las manos, cruzadas por detrás de la espalda y enfundadas en guantes de ante blanco, sostenía un bastón grueso con mango de cristal. En cuanto se detuvo ante el portón del 202, reconocí la nariz afilada y las hebras lacias y sedosas del bigote.

—¡Jacinto!

—¡Zé Fernandes!

Nos abrazamos con tanto alborozo que mi sombrero rodó por el barro. Cuando cruzamos la verja, ambos murmuramos conmovidos:

—¡Hace siete años!

Sin embargo, durante aquellos siete años nada había cambiado en el jardín del 202. A ambos lados de la pequeña alameda, cuidadosamente enarenada, se extendía un césped más liso y más barrido que la lana de una alfombra. En medio, la gran maceta corintia esperaba a abril para lucir sus tulipanes y luego a junio para rebosar de margaritas. Junto a las escaleras de la entrada, protegidas por una cristalera, las dos diosas flacas de piedra de los tiempos de don Galeón sostenían las viejas lámparas de globos sin pulir donde ahora silbaba el gas.

Una vez dentro, en el peristilo del palacete, me sorprendió un ascensor instalado por Jacinto, a pesar de que el 202 tenía solamente dos pisos, unidos ambos por una escalera tan suave que nunca ofendió el asma de la señora doña Angelina. Espacioso y alfombrado, ofrecía para ese tránsito de siete segundos numerosas comodidades: un diván, una piel de oso, un callejero de París, estanterías enrejadas llenas de libros y de cajas de puros. En la antecámara, donde bajamos, encontré la temperatura suave y tibia de una tarde de mayo en Guiães. Un criado, más atento al termómetro que un piloto a su brújula, regulaba con destreza la abertura dorada del calorífero. Entre las palmeras, como en un atrio sagrado de Benarés, había perfumadores que esparcían su vapor, aromatizando y humedeciendo saludablemente aquel aire delicado y exquisito.

Desde el fondo de mi asombrada alma murmuré:

—¡He aquí la civilización!

Jacinto abrió una puerta y penetramos en una nave llena de majestuosidad y de sombra, donde reconocí la biblioteca al tropezar con una monstruosa pila de libros nuevos. Mi amigo rozó levemente con el dedo en la pared, y un círculo de luces eléctricas refulgió en el artesonado e iluminó las monumentales estanterías de madera de ébano. En ellas se alojaban más de treinta mil volúmenes, encuadernados en blanco, rojo y negro, con remates de oro, erguidos con toda pompa y autoridad, como teólogos en un concilio.

—¡Oh, Jacinto! ¡Qué arsenal!—exclamé sin poder contener mi admiración.

—Hay para leer un rato…—murmuró Jacinto con una pálida sonrisa.

Entonces me di cuenta de que mi amigo había adelgazado, y de que la nariz se le había afilado aún más entre dos arrugas muy profundas, como las de un actor cansado. Los bucles de su cabello lanígero ya no le caían con tanta abundancia por la frente, que había perdido su antigua serenidad de mármol bien pulido. Tampoco se rizaba ya el bigote, ahora un poco marchito, meditabundo y lacio. Noté también que andaba algo encorvado.

Jacinto descorrió una cortina y entramos en su gabinete de trabajo, que me llenó de inquietud. En el espesor de las oscuras alfombras nuestros pasos se volvían silenciosos y un tanto irreales. Las telas de damasco de las paredes, los divanes, los muebles, eran verdes, de un verde profundo de hoja de laurel. Verdes cendales envolvían las luces eléctricas, distribuidas en lámparas tan bajas que parecían estrellas caídas encima de las mesas, a punto de enfriarse y morir. Sólo una refulgía, clara y desnuda, en lo alto de una estantería cuadrada, señera, solitaria, como una torre en un llano, y cuya luz parecía un melancólico faro. Un biombo de laca verde, de un verde fresco de hierba, protegía la chimenea de mármol verde (verde de mar sombrío) donde se apagaban poco a poco las brasas de una leña aromática. Entre todos aquellos verdes relucía sobre peanas y pedestales una compleja y suntuosa mecánica: aparatos, láminas, ruedas, tubos, engranajes y varas de metálica y rígida frialdad…

Pero Jacinto, dando golpecitos en las almohadas del diván, donde se había sentado con un gesto de cansancio que yo no recordaba, me dijo:

—¡Ven aquí, Zé Fernandes, ven aquí! Tenemos que enlazar de nuevo nuestras vidas, tan separadas desde hace siete años! Siete años en Guiães… ¿Qué has hecho?

—¿Y tú, Jacinto, qué has hecho?

Mi amigo se encogió de hombros. Había vivido. Había cumplido serenamente con todas las obligaciones, las que pertenecen a la materia y las que pertenecen al espíritu…

—¡Y cuánta civilización has reunido! ¡Santo cielo!… ¡Está tremendo el 202!

Jacinto lanzó una vaga mirada donde el brillo de antaño ya no resplandecía:

—Sí, hay algunas comodidades… ¡Pero falta mucho! La humanidad aún está mal pertrechada, Zé Fernandes… Y la vida se empeña en resistirse.

Súbitamente, repicó en un rincón la campanilla del teléfono. Mientras mi amigo, inclinado sobre el aparato, murmuraba impaciente: «¿Dígame?, ¿dígame?», examiné con curiosidad, sobre la mesa de trabajo inmensa, una legión de instrumentos de níquel rara y minúscula, de acero, de cobre, de hierro, con filos, con argollas, con tenazas, con ganchos, con dientes; todos muy expresivos y de misteriosa utilidad. Tomé uno e intenté utilizarlo, pero una punta malévola me pinchó un dedo. En ese instante surgió desde otro rincón un tic-tic-tic apresurado, casi frenético. Jacinto, con la cara pegada al teléfono, me dijo:

—¡Es el telégrafo! Al lado del diván. Una tira de papel que estará corriendo.

En efecto, desde una redoma de vidrio, colocada en una columna y con un aparato diligente y sagaz en su interior, se deslizaba hacia la alfombra, como una tenia, una larga tira de papel con caracteres impresos, que yo, hombre de las sierras, recogí maravillado. El despacho, escrito en azul, anunciaba a mi amigo Jacinto que la fragata rusa Azov había atracado en Marsella con avería.

Jacinto ya había dejado el teléfono. Un tanto inquieto, le pregunté si le perjudicaba directamente la avería del Azov.

—¿Del Azov?… ¿La avería?… ¿A mí?… ¡No! Es una noticia.

Luego, consultando un reloj monumental que, en el fondo de la biblioteca, señalaba la hora de todas las capitales y el curso de todos los planetas, me dijo:

—Tengo que escribir una carta, seis líneas… Me esperas, ¿no?… Ahí tienes los periódicos de París, los de la tarde; y los de Londres, de esta mañana. Las revistas están allá en aquella cartera de cuero con herrajes.

Pero yo preferí escudriñar el gabinete, que ofrecía a mi profana rusticidad los placeres de un rito iniciático. A ambos lados de la silla de Jacinto colgaban unos tubos acústicos gruesos, por donde seguramente expelía las órdenes a todo el 202. De las patas de la mesa salía una multitud de cables gruesos y blandos que, serpenteando por la alfombra, se dirigían como culebras asustadas a los rincones más oscuros del gabinete. Encima de una banqueta, reflejándose en su barniz como en el agua de un pozo, había una máquina de escribir y, un poco más allá, una inmensa máquina de calcular, con hileras de agujeritos donde asomaban expectantes unos rígidos números de hierro. Luego, me detuve ante la estantería que tanto me llamaba la atención, solitaria como una torre en un llano y con un faro en alto. Una de sus caras estaba repleta de diccionarios, la otra de manuales, la otra de atlas y la última de guías, entre las cuales, hojeando al azar un infolio, encontré el Callejero de Samarcanda. ¡Qué maciza torre de información! Había por todas partes aparatos que desconocía y que me llenaban de admiración: uno, compuesto de láminas de gelatina, donde desfallecían, medio secas, las líneas de una carta, acaso de amor; otro, que alzaba sobre un pobre volumen en rústica, como si fuese a decapitarlo, una cuchilla funesta; otro, que exhibía la boca de una trompeta, abierta a las voces de lo invisible. Ceñidos a los umbrales, pegados a las cornisas, asomaba una multitud de cables que huían por el techo hacia el espacio infinito. Todos ellos se sumergían en fuerzas universales, todos trasmitían fuerzas universales. ¡Los elementos de la naturaleza convergían disciplinados al servicio de mi amigo y entraban en su ámbito doméstico!…

—¡Estas plumas eléctricas son un engorro!—exclamó Jacinto con impaciencia.

Arrugó con cólera la carta que acababa de empezar. Me refugié en la biblioteca, suspirando aliviado. ¡Qué prodigioso almacén de los productos de la razón y la imaginación! Allí yacían más de treinta mil volúmenes, todos sin duda esenciales para la cultura de un hombre. Nada más entrar vi sobre un lomo verde el nombre de Adam Smith. De manera que estábamos en la región de los economistas. Avancé un poco y recorrí asombrado ocho metros de economía política. Después divisé a los filósofos y a sus comentaristas, que revestían toda una pared, desde las escuelas presocráticas hasta las escuelas neopesimistas. En aquellas baldas se atrincheraban más de dos mil sistemas, y todos se contradecían entre sí. Gracias a la encuadernación, al punto se deducían las doctrinas: Hobbes, abajo, era muy denso, de cuero negro; Platón, arriba, resplandecía en tafilete blanco y puro. Más adelante, comenzaban las historias universales. Allí, una inmensa pila de volúmenes en rústica, que olía a tinta fresca y a documentos recientes, subía apoyada contra la estantería, como nueva tierra de aluvión que obstruye un río secular. Rodeé aquella colina y me sumergí en la sección de las ciencias naturales, peregrinando, con creciente asombro, de la orografía a la paleontología, y de la morfología a la cristalografía. Ese estante acababa junto a una ventana que se abría a los Campos Elíseos. Descorrí las cortinas de terciopelo y descubrí tras ellas otro portentoso rimero de libros, todos de historia religiosa y de exégesis doctrinal, que ascendían como una montaña hasta la cima de los ventanales, impidiendo el paso del aire y de la luz del Señor en las mañanas más puras.

Después, en pieles de tonos claros, venía el amable estante de los poetas. Como reposo para el espíritu, extenuado por todo aquel saber positivo, Jacinto había dispuesto allí un acogedor rincón, con un diván y una mesa de limonero, más lustrosa que un fino esmalte, cubierta de puros, de cigarrillos de Oriente y de tabaqueras del siglo XVIII. Sobre un cofre de madera lisa se hallaba olvidado un plato de albaricoques secos del Japón. Cedí a la tentación de los almohadones; me apoderé de un albaricoque, abrí un libro y escuché junto a mí un extraño zumbido, semejante al de un insecto de alas armoniosas. Sonreí ante la idea de que fuesen abejas, elaborando su miel en aquel macizo de floridos versos. Luego me di cuenta de que el susurro remoto y adormecedor procedía del cofre de caoba, de apariencia discreta. Aparté una Gaceta de Francia y tiré de un cordón que salía de un orificio practicado en el cofre y que acababa en un embudo de marfil. Lleno de curiosidad, arrimé el embudo a esta confiada oreja mía, habituada a la sencillez de los rumores de la sierra. Al punto, una voz muy suave, pero muy decidida, aprovechando mi curiosidad para invadirme y apoderarse de mi entendimiento, susurró capciosamente: «Y así, por la disposición de los cubos diabólicos, llego a confirmar la existencia de los espacios hipermágicos…».

Salté dando un grito.

—¡Jacinto, aquí hay un hombre! ¡Hay un hombre hablando dentro de una caja!

Mi camarada, acostumbrado a los prodigios, me dijo sin alterarse:

—Es el conferenciófono… Exactamente lo mismo que el teatrófono, pero aplicado a la universidad y a las conferencias. ¡Muy cómodo!… ¿Qué dice ese hombre, Zé Fernandes?

—¡Qué sé yo! Cubos diabólicos, espacios mágicos y otras barbaridades por el estilo…—respondí sin dejar de contemplar el asombroso cofre.

—¡Ah!, es el coronel Dorchas… —En su respuesta, pude apreciar su sonrisa de superioridad—. Lecciones de metafísica positiva sobre la cuarta dimensión… Conjeturas… ¡Un fastidio! Escucha, Zé Fernandes, ¿cenas hoy en mi casa con unos amigos?

—No, Jacinto… Todavía voy endomingado por el sastre de la sierra.

Volví al gabinete para mostrarle a mi camarada el chaquetón de franela gruesa y la corbata de lunares rojos con que el domingo, en Guiães, visitaba al Señor. Pero Jacinto afirmó que esta simplicidad agreste interesaría a sus invitados, que eran dos artistas… ¿Que quiénes eran? El autor de Corazón triple, un psicólogo feminista, de trascendente agudeza, un maestro de las ciencias sentimentales, muy experimentado y consultado; y Vorcan, un pintor mítico que, el año anterior, había interpelado sublimemente a la simbología rapsódica del cerco de Troya en una vasta composición titulada Helena devastadora.

—No, Jacinto, no…—respondí mesándome la barba—. Vengo de Guiães, de la sierra; tengo que entrar en toda esta civilización lentamente, con cautela; si no, reviento. La electricidad, y el conferenciófono, y los espacios hipermágicos, y el feminista, y el etéreo, y la simbología devastadora… ¡Demasiado para una sola tarde! Mañana vuelvo.

Jacinto doblaba despacio la carta, donde había metido sin disimulo (como convenía a nuestra fraternidad) dos violetas blancas tomadas del ramito que le adornaba el ojal.

—Mañana, Zé Fernandes, metes tus maletas en un fiacre, te vienes antes del desayuno y te instalas en el 202, en tu propio cuarto. En el hotel todo son molestias y privaciones. Aquí tienes el teléfono, el teatrófono, los libros…

Acepté sin remilgos. Jacinto, llevándose a la boca un tubo acústico, murmuró:

—¡Grillo!

De la pared tapizada de damasco, que se abrió súbitamente y sin ruido, surgió su antiguo criado; aquel pajecillo negro que vino con don Galeón. Me alegré de encontrarle tan terne; aún más negro, reluciente y venerable con su corbata almidonada y su cuello blanco con botones dorados. A él también le agradó ver de nuevo «al señor Fernandes». Cuando supo que yo ocuparía la habitación del abuelo Jacinto, mostró su clara sonrisa de negro, en la que también envolvió a su señor, con la alegría de verlo de nuevo provisto de una familia.

—Grillo—decía—, esta carta, a madame d’Oriol… Oye, telefonea a casa de los Trèves y diles que los espiritistas sólo están disponibles el domingo… Oye, voy a tomar una ducha antes de cenar, tibia, a diecisiete grados. Las fricciones, con malvarrosa.

Luego, cayendo pesadamente en el diván, con un ligero y prolongado bostezo, me dijo:

—Pues sí, Zé Fernandes, aquí estamos, como hace siete años, en este viejo París…

Pero yo, deseoso de completar mi iniciación, no me apartaba de la mesa:

—Jacinto, ¿para qué sirven todos estos instrumentos? Ha habido uno que me ha pinchado, el muy sinvergüenza… Parecen perversos… ¿Son útiles?

Jacinto esbozó un gesto lánguido que sublimaba aquellos objetos:

—Providenciales, hijo mío, absolutamente providenciales, por lo que simplifican el trabajo, mira…—Y fue señalándolos uno por uno. Éste arrancaba las plumas viejas, el otro numeraba rápidamente las páginas de un manuscrito; aquel de allí raspaba las tachaduras… Y los había para pegar sellos, para imprimir fechas, para fundir lacre, para precintar documentos…—. Pero también es cierto—añadió—que son un engorro. Con los muelles, con las puntas, a veces hacen daño y provocan heridas… No es la primera vez que estropeo una carta por haberla ensuciado con huellas de sangre. ¡Es un fastidio!

En ese momento, como mi amigo miraba de nuevo el monumental reloj, no quise obligarle a aplazar el consuelo de la ducha y de la malvarrosa.

—Bueno, Jacinto, ya te he visto, estoy contento… Ahora, hasta mañana. Con las maletas.

—Qué diantre, Zé Fernandes, espera un momento… Si vamos al comedor, puede que no te vayas.

Atravesamos la biblioteca y entramos en el comedor, que me encantó por su lujo sereno y jovial. Una madera blanca, lacada, más lustrosa y suave que la seda, revestía las paredes, enmarcando medallones de damasco color fresa, de fresa muy madura y aplastada. Los aparadores, discretamente labrados con florones y rocallas, resplandecían con la misma laca nívea. Los damascos afresados tapizaban también las sillas, blancas, muy amplias, pensadas para la calma de una delicada gula, de una gula intelectual.

—¡Viva mi Príncipe! Sí, señor… ¡Esto sí que es un comedor comprensible y sosegante, Jacinto!

—¡Entonces, quédate a cenar, hombre!

Pero yo empezaba a inquietarme, viendo que cada servicio incluía seis tenedores de apariencia artera. Aún me quedé más impresionado cuando Jacinto me reveló que uno era para las ostras, otro para el pescado, otro para las carnes, otro para las verduras, otro para las frutas y otro para el queso. Al mismo tiempo, con una sobriedad que alabaría Salomón, sólo había dos vasos, para dos tipos de vino: un burdeos rosado en jarras de cristal y un champán enfriándose en cubos de plata. Sin embargo, un aparador completo se combaba bajo la superflua y apabullante ostentación de aguas: aguas oxigenadas, aguas carbonatadas, aguas fosfatadas, aguas esterilizadas, aguas de litines, y muchas más, en botellas panzudas, con tratados terapéuticos impresos en las etiquetas.

—¡Por Dios santo, Jacinto! ¿Sigues siendo aquel tremendo bebedor de agua?… Un «acuático», como decía aquel poeta chileno que andaba traduciendo a Klopstock.

Jacinto lanzó una mirada de desconsuelo a aquella botellería con caperuzas de metal y me dijo:

—No… Es por culpa del agua de la ciudad, contaminada, plagada de microbios… Pero aún no he encontrado un agua que me convenga, que me satisfaga… Hasta paso sed.

Me puse a curiosear el menú de la cena del psicólogo y del simbolista, que estaba junto a los cubiertos, escrito en tinta roja sobre láminas de marfil. Comenzaba, sencillamente, por unas clásicas ostras de Marennes. Luego aparecía una sopa de alcachofas y huevas de carpa…

—¿Está bueno?

—Sí… He perdido el apetito, hace ya mucho tiempo… Hace años…

Del otro plato sólo entendí que contenía pollo y trufas. Después, aquellos señores saborearían un filete de venado, macerado en Jerez, con gelatina de nueces. De postre, simplemente naranjas heladas en éter.

—¿En éter, Jacinto?

Mi amigo vaciló, y esbozó con la mano la espiral de un aroma que se desvanece:

—Es nuevo… Parece ser que el éter activa y hace que aflore el alma de las frutas…

—¡He aquí la civilización!—murmuré para mí, inclinando mi ignorante cabeza.

Al bajar por los Campos Elíseos, encogido en mi paletó y pensando en ese simbólico plato, consideré la rudeza y el estúpido atraso de mi aldea de Guiães, donde el alma de las naranjas permanece ignorada desde hace siglos dentro de los jugosos gajos, en aquellos huertos que perfuman y dan sombra al valle, desde Roqueirinha a Sandofim. Pero alabado sea Dios, no obstante, porque gracias a convivir con un gran iniciado como Jacinto comprendería yo por fin todos los refinamientos y todo el poder de la civilización.

Y contemplaría también algo más placentero para el corazón: la singularidad de un hombre que, habiendo concebido una idea de la vida, la lleva a cabo, y por medio de ella cosecha una perfecta felicidad.

¡Qué bien se confirmaba este Jacinto como Príncipe de la Gran Ventura!