Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Helen Conrad. Todos los derechos reservados.

UN PADRE PARA SUS HIJOS, N.º 2531 - Noviembre 2013

Título original: A Daddy for Her Sons

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2013 Helen Conrad. Todos los derechos reservados.

POR EL BIEN DEL BEBÉ, N.º 2531 - Noviembre 2013

Título original: Marriage for Her Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3863-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Un padre para sus hijos

Por el bien del bebé

Un padre para sus hijos

Capítulo 1

 

Una pesadilla. Tenía que ser una pesadilla. Seguro que estaba soñando. Pero ¿qué esperaba de una cita a ciegas?

Jill Darling, que no era ni tímida ni inocente, se había ruborizado. Aquel hombre le estaba haciendo algo por debajo de la mesa. Aparentemente, le estaba frotando la pierna con un pie; pero no podía mirar para salir de dudas porque el restaurante estaba lleno de gente que la conocía y no quería llamar la atención.

Él se inclinó hacia delante, sin dejar de hablar en ningún momento, y ella se preguntó qué diablos hacía con el pie.

Intentó apartarse, pero se descubrió atrapada entre la mesa y una de las palmeras que decoraban el establecimiento, situado en el mejor hotel del centro de la ciudad. Los manteles eran de lino; la cubertería, de plata; y a un lado, junto al pequeño espacio dedicado a la pista de baile, estaba tocando un grupo de músicos.

Alcanzó el agua, bebió y miró a su acompañante por encima del borde de la copa. Intentó sonreír, pero supo que su sonrisa habría resultado débil y poco convincente incluso en el caso de que él se hubiera dado cuenta.

Se llamaba Karl Attkins y era el hermano de su mejor amiga. Un hombre atractivo, aunque frío y sin gracia, que parecía estar con ella como podría haber estado con cualquier otra mujer disponible.

Jill pensó que debía mencionar lo del pie y, quizás, advertirle de que estaba a punto de perder el zapato. Si se le caía debajo de la mesa, tendría que montar un número para alcanzarlo y ponérselo otra vez.

Karl le volvió a acariciar la pierna, y ella se estremeció.

Definitivamente, tenía que decirle algo al respecto. Empezaba a sentir náuseas que amenazaban con expulsar el filete que se había comido y el vino que había tomado durante la cena. Así que respiró hondo e intentó encontrar una forma suave de decirlo.

Justo entonces, él le ofreció una salida fácil.

–¿Te apetece bailar? –preguntó, arqueando una ceja.

A Jill le apetecía cualquier cosa menos bailar, pero se dijo que el esfuerzo merecía la pena. Al menos, se libraría de aquel pie.

–Claro –respondió–. ¿Por qué no?

Jill intentó mantener una sonrisa en los labios cuando él la llevó a la pista de baile. Luego, miró la hora y se preguntó cuánto tiempo tendría que soportar aquella tortura. Si hubiera podido, se habría marchado de inmediato; pero tenía que estar con Karl el tiempo suficiente, para que Mary Ellen, la amiga que la había metido en ese lío, no llegara a la conclusión de que ni siquiera le había dado una oportunidad.

Mientras bailaban, se acordó de la conversación que habían mantenido días antes en presencia de Crystal, otra de sus amigas.

–Tienes que volver a vivir, Jill. Ya ha pasado un año desde lo de Brad –le dijo, repitiendo unas palabras que había oído muchas veces–. Es hora de que sigas adelante. No seas cobarde. Sal al mundo y lucha por lo que necesitas.

–¿Y se puede saber qué necesito?

–Un hombre, por supuesto –respondió Mary Ellen–. Cuando se llega a tu edad, ya no son tan fáciles de conseguir. Tienes más competencia.

–Puede que yo no quiera...

–¡No! ¡No te puedes rendir! –intervino Crystal–. Tus hijos necesitan un padre.

–Además, ¿no querías dar una lección a Brad? –preguntó Mary Ellen.

El argumento de Mary Ellen desequilibró la balanza. Era cierto. Quería darle una lección. Si él podía salir con otras mujeres, ella también saldría con otros hombres.

Tenía un problema: no conocía a nadie con quien pudiera salir.

Y Mary Ellen se lo solucionó.

–Karl, mi hermano, es todo un juerguista –afirmó–. Además, tiene muchos amigos. Te devolverá al mundo en un periquete. Antes de que te des cuenta, estarás saliendo con montones de hombres.

Jill casi no se acordaba de lo que se sentía al salir con alguien. Ya no era la joven apasionada que había sido, sino una mujer adulta, divorciada y con dos hijos. Pero lo que había perdido en libertad, lo había ganado en experiencia. Y se creyó perfectamente capaz de afrontar el problema.

No se podía imaginar que su cita con Karl sería un desastre.

De hecho, lo único bueno que tenía era el vestido que se había puesto para la ocasión. Era azul y estaba cubierto de lentejuelas que brillaban cada vez que se movía. Le quedaba tan bien que lamentó malgastarlo con un hombre como Karl Attkins.

Al cabo de unos segundos, los músicos dejaron de tocar y Jill pensó que la tortura estaba terminando. Desgraciadamente, su alegría duró poco. Momentos después, empezaron con un chachachá y Karl gritó:

–¡Mambo!

Jill tuvo que tomar una decisión. ¿Prefería volver a la mesa y arriesgarse a que el hermano de Mary Ellen retomara su juego de pies? ¿O prefería bailar?

Al final, optó por lo segundo.

–Qué diablos –susurró–. A quién no le gusta el chachachá.

Ya había empezado a bailar cuando alzó la cabeza y vio que Connor McNair la estaba mirando con horror.

Jill tuvo la sensación de que la sangre se le había helado en las venas. Siguió bailando, pero sin prestar atención a la música ni a su acompañante. A fin de cuentas, Connor no era un conocido más; era el mejor amigo de su exmarido.

Asustada, miró a su alrededor para ver si Brad se encontraba entre los clientes del establecimiento. Y se sintió aliviada al comprobar que no estaba allí.

Connor se acercó a la pista de baile, miró a Karl y dijo:

–¿Te importa que baile con Jill?

Lo preguntó con buenas maneras, pero sin el menor asomo de sonrisa. Y Karl reaccionó con brusquedad.

–No. Si quieres bailar, búscate a otra chica.

Karl se apretó contra ella y Jill le dejó hacer. En ese momento, el hermano de Mary Ellen era su mejor defensa. No quería hablar con Connor McNair. No quería saber nada de ninguna persona del entorno de su ex.

Miró a Connor con cara de pocos amigos, para hacerle ver que no lo necesitaba, y empezó a contonearse de forma sensual. Con un poco de suerte, Connor pensaría que se lo estaba pasando en grande y se lo diría a Brad.

–¡Mambo! –exclamó ella.

Connor la miró con incredulidad y salió de la pista, aunque no fue muy lejos. Se quedó de pie en una esquina y se dedicó a mirarlos durante los minutos siguientes. Jill pensó que estaba muy atractivo con su camisa blanca y su traje hecho a medida, pero le dio la espalda y lo apartó de sus pensamientos.

Entonces, Connor volvió.

–Disculpa –le dijo a Karl–, ¿es tuyo el BMW plateado que está en el aparcamiento del hotel?

Karl entrecerró los ojos con desconfianza.

–Sí. ¿Por qué?

Connor arqueó las cejas y lo miró con pesar.

–Porque me temo que está ardiendo.

Karl soltó a Jill de golpe, como si fuera un saco de patatas.

–¿Cómo?

–Acaban de llamar a los bomberos, pero he pensado que querrías ir y...

Karl salió disparado hacia el aparcamiento. Connor tomó a Jill del brazo y la sacó de la pista de baile.

–Suéltame –protestó ella.

–Oh, vamos. Te sacaré por la salida de emergencia, para que Karl no te vea.

–No me puedo ir sin más...

Connor la miró y le dedicó una sonrisa tan clara que la dejó momentáneamente sin habla. Había olvidado lo encantador que podía ser. Fue como encontrar a un viejo amigo que creía perdido para siempre.

–¿Por qué no? ¿Es que quieres seguir con ese individuo?

Jill estuvo a punto de mentir. Si dejaba plantado a Karl, tendría que dar muchas explicaciones a Mary Ellen. Pero la sonrisa de Connor la conquistó.

–Preferiría comer tierra.

–Lo suponía.

Cuando llegaron a la salida de emergencia, un camarero les abrió la puerta y sonrió. Era evidente que estaba sobre aviso, porque Connor se detuvo un momento para darle unos cuantos billetes.

–¿Y qué ha pasado con el coche de Karl? –preguntó Jill, sintiéndose culpable–. Sé que adora su coche.

–No te preocupes por eso.

Connor la llevó hacia su deportivo, un Camaro de veinte años que Jill ya había visto antes.

–No se ha incendiado, ¿verdad?

Él la invitó a entrar en el vehículo y se sentó a su lado.

–Claro que no. Haría cualquier cosa por una amiga, pero quemar un coche sería ir demasiado lejos.

–Entonces, has mentido...

Connor sonrió y arrancó.

–En efecto.

Jill suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Al menos, ya no tenía que soportar el pie de Karl.

–¿Vamos al Rickey?

–Por qué no.

El Rickey era un local de la bahía, el club al que todos los jóvenes iban a última hora de la noche, antes de que zarpara el último transbordador que hacía el trayecto a la isla. Jill contempló las luces de Seattle y pensó que habían pasado muchos años desde la última vez que había estado allí.

–No puedo creer que te haya permitido esto –dijo.

–Ni yo puedo creer que tú lo necesitaras –replicó él.

Jill sacó el móvil del bolso y lo miró.

–¿Qué estás haciendo?

–Esperar la llamada de Karl. Tendré que darle una explicación por lo sucedido.

–¿A Karl? ¿El rey del mambo? –se burló él.

Jill le lanzó una mirada asesina.

–Deja de preocuparte por él –continuó Connor–. Le he dado una propina extra al camarero para que se lo explique todo.

Ella arqueó una ceja.

–¿Y qué le va a explicar?

Connor se encogió de hombros.

–Que soy de la mafia y que a los mafiosos no nos hace gracia que los tipos como él liguen con nuestras mujeres.

–¿Cómo?

Él la miró con humor.

–Sí, ya sé que es una tontería, pero no se me ha ocurrido otra cosa.

Jill soltó una carcajada. Aquello era verdaderamente absurdo.

–Pero si ni siquiera eres italiano...

–¿Estás segura de eso? Hay muchas cosas de mí que tú no sabes. Y muchas que no querrías saber.

Ella frunció el ceño.

–Connor, acabas de destruir todas mis posibilidades de salir con alguien en esta ciudad. Muchas gracias.

–Solo estoy cuidando de ti, cariño.

Jill alzó los ojos al cielo en un gesto de exasperación. Pero sonreía.

 

 

El Rickey era tan extravagante como se podía esperar de un local con estética de los años cincuenta, con asientos de color turquesa y hasta una máquina de discos. Jill y Connor entraron en él con el convencimiento de que se encontrarían con algún conocido, pero no vieron a nadie que les resultara familiar.

–Nos estamos haciendo viejos –bromeó él mientras se acomodaban junto a una de las ventanas–. Nuestros amigos ya no vienen por aquí.

–Sinceramente, no me extraña. Lo raro es que vengamos nosotros –replicó Jill–. ¿En qué lugar nos deja eso?

Connor sonrió.

–En el de dos almas perdidas, que buscan el sentido de la vida.

–El sentido de la vida no es ningún secreto. Consiste en seguir adelante, hacer algo por mejorar el mundo y afrontar la realidad. O algo así.

Él se encogió de hombros.

–Eso suena muy bien, pero ¿qué significa «mejorar el mundo»? Y aunque sepas lo que significa, ¿cómo consigues que la gente te ayude a cambiarlo?

–Veo que sigues siendo el de siempre, el eterno crítico –lo acusó–. Me pregunto por qué diablos he permitido que me raptes. Alguien tendría que llamar a la policía.

La camarera, una jovencita de falda tableada que se acababa de acercar a la mesa, se quedó helada y la miró con horror.

–No, no... era una broma –dijo Jill con rapidez–. No me hagas caso. Nunca.

La camarera asintió con timidez, les tomó nota y se marchó a toda prisa.

–La has asustado –dijo Connor.

–Últimamente asusto a todo el mundo. ¿Por qué será? ¿Es que estoy demasiado tensa? ¿Miro como una loca?

Connor la observó con detenimiento. Fruncía el ceño y tenía las manos tan tensas como si la vida le fuera en ello. ¿Dónde estaba la jovencita despreocupada que había sido? ¿Qué le había pasado?

Connor sabía que había sufrido mucho con su divorcio. Pero seguía tan guapa como siempre. Los mismos cálidos ojos oscuros; los mismos labios sensuales y la misma melena rizada, de color dorado.

Seguía siendo una mujer impresionante.

Sin embargo, era evidente que había cambiado. Lo veía en su ceño fruncido, en su actitud escéptica y en el fondo triste de sus ojos. Y lamentó no haber estado cerca de ella para poder ayudarla.

–¿Cómo te van las cosas, Jill? Lo pregunto en serio. ¿Qué tal estás?

Ella suspiró y admiró su cara. Era un hombre muy guapo, de ojos azules y pestañas increíblemente largas. Siempre había sido radicalmente distinto a Brad; algo así como un hermano pequeño que se negaba a crecer, un rebelde que tan pronto tomaba un avión para ir a una fiesta en Malibú como se embarcaba en un velero con destino a Tahití.

En otro tiempo, Jill había pensado que el ambicioso y serio Brad era digno de confianza y que Connor, en cambio, no se preocupaba por nadie que no fuera él mismo. Pero, obviamente, había cometido un error.

–Bien, muy bien –respondió con tranquilidad–. Los gemelos gozan de buena salud y mi negocio va viento en popa.

Connor no la creyó. La conocía demasiado como para dejarse engañar por su interpretación. Bajo su imagen de persona responsable y cuidadosa, se escondía una mujer desenfadada y con un fuerte sentido de la libertad que no podía ser feliz en esas circunstancias.

–Me alegra que te hayas animado a volver a salir –dijo él.

–Bueno, hay que seguir adelante, ¿no?

Él asintió.

–¿Quién tiene la culpa del fiasco de esta noche?

Jill frunció el ceño otra vez.

–Nadie. Ha sido una cita a ciegas.

–Oh, vamos... Ni tú eres tan tonta como para salir con un tipo como ese sin que alguien te haya presionado.

–¿Cómo que ni yo soy tan tonta? –preguntó, ofendida–. ¿Cómo te atreves a insultarme de ese modo?

Connor la tomó de la mano.

–No pretendía insultarte. Solo estaba bromeando.

Ella respiró hondo y se mordió el labio inferior. No sabía por qué, pero estaba al borde de las lágrimas.

–¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? –preguntó, intentando refrenarse.

–¿Todo este tiempo?

–Sí. El año y medio que ha pasado desde la última vez que nos vimos.

Connor la miró con intensidad y Jill apartó la mirada, a sabiendas de lo que estaba pensando. No se habían visto desde el día en que Brad la abandonó.

Justo entonces, la camarera apareció con los helados que habían pedido e interrumpió la conversación. Cuando se marchó, Connor se puso la servilleta en una pierna, alcanzó una cucharilla y dijo:

–Entonces, el negocio va bien.

Ella probó su helado, aunque ya no tenía hambre.

–Sí, va bien.

–¿Y de qué negocio se trata?

Jill lo miró con sorpresa.

–¿Es que no lo sabes? ¿Brad no te lo ha dicho?

Él sacudió la cabeza.

–No.

–Cuando Brad se marchó, se quedó con nuestra empresa y me recomendó que me buscara un trabajo.

–¿Te dijo eso?

–Sí, con esas mismas palabras. Pero yo tenía dos niños pequeños y no los podía dejar solos, así que no me podía buscar un trabajo por cuenta ajena –le explicó–. Necesitaba un trabajo que me permitiera estar en casa.

Connor asintió.

–¿Y qué hiciste?

Jill se encogió de hombros.

–Lo que sé hacer. Abrí una pastelería.

–¿En serio? –preguntó, anonadado.

–En serio.

–Ah...

–Al principio fue difícil, pero las cosas están mejorando.

Connor no se lo podía creer. Brad y Jill habían ganado mucho dinero con su empresa, MayDay. Brad era un genio de la electrónica que había inventado un sistema de GPS con mucho éxito, y Jill se encargaba de la contabilidad, la publicidad y las relaciones con los clientes. Jamás se habría imaginado que terminaría haciendo pasteles.

En ese momento, la puerta del local se abrió y Connor arqueó una ceja.

–Sabes lo que dicen de este local, ¿verdad? Que más tarde o más temprano, todo el mundo viene por aquí.

–¿A qué viene eso?

–A que el rey del mambo acaba de llegar.

Jill soltó un gemido ahogado y se giró hacia la entrada del establecimiento. Karl la había visto y caminaba hacia ella con cara de pocos amigos.

–Oh, no...

Capítulo 2

 

La actitud de Karl cambió de repente cuando se dio cuenta de que Jill estaba en compañía de Connor McNair. Se quedó pálido y alzó las manos en gesto de rendición, antes de dar media vuelta y marcharse con rapidez.

–Guau... –dijo Jill, asombrada–. Parece que te creyó cuando dijiste que eres de la mafia.

–Sí, eso parece.

Jill sacudió la cabeza.

–Cuando lo cuente por ahí, no encontraré a nadie que quiera salir conmigo.

–Tanto mejor. Así no perderás el tiempo con tipos como ese.

Ella lo miró con ironía.

–¿Estás insinuando que todos los hombres son como Karl?

–Exactamente –Connor sonrió–. Además, ¿para qué quieres al resto de los hombres, si ya me tienes a mí?

Ella también sonrió. Sabía que no estaba hablando en serio.

–¿A ti? No digas tonterías.

Jill lo miró en silencio durante unos segundos y pensó que seguramente la consideraba una idiota por lo que había sucedido tiempo atrás, cuando estaba embarazada de ocho meses. Cualquiera se habría dado cuenta de lo que pasaba, pero las molestias del embarazo no la dejaban pensar con claridad y, cuando Connor le dijo que Brad la iba a dejar, se llevó la mayor sorpresa de su vida.

El canalla de su exmarido ni siquiera había sido capaz de decírselo personalmente. Había enviado a Connor.

Al recordar lo sucedido, tuvo la certeza de que su aparición en el club no había sido casual. Así que respiró hondo, intentó mantener la compostura y preguntó:

–¿Qué quiere esta vez?

Connor soltó un suspiro.

–¿No podemos charlar un poco antes de entrar en materia? No sé, hablar de lo que hemos hecho, de lo que nos ha pasado... –replicó, visiblemente incómodo.

–No me vengas con esas, Connor. Estas aquí en calidad de mensajero.

La expresión de Connor se volvió sombría.

–Todavía somos amigos, ¿verdad?

Ella tardó en responder.

–Sí.

Connor guardó silencio. Parecía aliviado.

–Pero estás del lado de Brad –continuó Jill–. No lo niegues.

–¿Por qué dices eso?

Jill se encogió de hombros.

–Por el día en que fuiste a verme para decirme que Brad me iba a abandonar. Fuiste muy cruel. Me partiste el corazón y me dejaste tirada.

–Yo no te dejé tirada –se defendió él.

Ella cerró los ojos un momento y los volvió a abrir.

–Era una metáfora –dijo.

–Me da igual lo que sea, porque yo no te dejé tirada –insistió Connor–. Estabas perfectamente; tan segura y bromista como de costumbre. A decir verdad, tuve la sensación de que ya sabías lo que iba a pasar y de que estabas preparada para ello. De lo contrario, jamás te habría dejado sola.

–Pues te equivocaste.

Connor la miró a los ojos, desconcertado.

–Sara estaba contigo. Tu hermana estaba contigo. Pensé que...

Apartó la mirada y dejó la frase sin terminar. Recordaba exactamente lo que había pensado en ese momento. Había visto el dolor en su cara y había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tomarla entre sus brazos y besarla con pasión. Por eso se había ido. Porque no estaba seguro de poder controlarse. Porque estaba viviendo en su propio infierno.

–¿Pensaste que estaba bien? Caramba, qué perceptivo eres –declaró Jill con sorna–. La herida sangraba a borbotones y tú creíste que no era más que un rasguño.

Connor no dijo nada.

–Te odié durante mucho tiempo, ¿sabes? –Jill siguió hablando–. Era más fácil que odiar a Brad. Lo de mi exmarido me dejó desconcertada, pero lo tuyo... fue una canallada por tu parte. Un gesto indigno.

–Vaya, muchas gracias...

–De nada. Y para empeorar las cosas, desapareciste.

Connor sacudió la cabeza, confundido con el enfado de Jill. Él no tenía la culpa de que Brad la hubiera abandonado. Se había limitado a seguir con su vida, como siempre.

–Me marché. Dejé el país... Un amigo acababa de abrir un negocio en Singapur y me pidió que le echara una mano.

–¿Y has estado en Singapur desde entonces?

Él asintió.

–Sí.

Jill se sintió algo mejor al saberlo. Hasta ese momento, había pensado que Connor estaba en el país y que no tenía el valor necesario para ir a verla. Pero su información cambiaba las cosas. Al menos, en parte.

–Entonces, ¿acabas de llegar? ¿No has ido a ver a Brad?

–Nos vimos la semana pasada, en Portland.

Jill se sintió inmensamente decepcionada.

–¿Lo ves? Estás de su parte.

–Yo no estoy de parte de nadie –dijo él con vehemencia–. Soy amigo vuestro desde que nos fuimos a la universidad y tuvimos que dormir en el coche de Brad.

Ella sonrió a regañadientes.

–Menos mal que nos ofreció su coche, ¿eh? Yo había perdido los papeles del colegio mayor donde me iba a alojar y a ti no te habían admitido todavía.

–Fue todo un detalle por su parte...

–Sí que lo fue.

–Y estuvimos charlando y riendo toda la noche.

–Y nos hicimos amigos.

Connor apartó la mirada. Había conocido a Jill en la secretaría de la universidad y le había parecido la chica más sexy del campus. Pero entonces apareció Brad y se la robó delante de las narices.

–Estábamos bastante locos, ¿verdad?

–Sobre todo, tú –le recordó Jill–. Tenías ideas muy divertidas... como la de enamorar a las profesoras para que te aprobaran.

Connor suspiró.

–No funcionó nunca. Y no entiendo por qué.

Ella entrecerró los ojos.

–Y todos esos trabajos que te buscabas... Nunca supe cómo te las arreglabas para trabajar y estudiar al mismo tiempo.

Connor se encogió de hombros.

–No era tan difícil. Me grababan las clases y ponía las grabaciones de noche, cuando me acostaba. Aprendizaje subliminal, ya sabes... Aprendía mientras dormía.

Ella arqueó una ceja.

–Venga ya...

–Lo digo en serio. Hasta aprendí francés.

–¿Ah, sí? Parlez-vous français?

–Bueno... puede que no se me quedara todo –contestó con humor.

Jill sonrió y él le devolvió la sonrisa.

Sin embargo, Jill sabía que su momento de complicidad no duraría demasiado. Era como si estuvieran con un elefante en una habitación e hicieran esfuerzos por no mirarlo. Y el elefante era Brad, su amigo. Brad, el hombre del que se había enamorado locamente. Brad, el que siempre se salía con la suya. Brad, el que la había dejado embarazada y la había abandonado después.

–¿Y qué estás haciendo aquí? Porque seguro que no has venido a verme.

–Jill, yo quiero verte siempre.

–Pues lo disimulas muy bien. Has estado fuera un año y medio. Ni siquiera has conocido a mis hijos.

Él la miró con una sonrisa en los labios.

–Ah, es cierto. Siempre se me olvida. Ahora tienes hijos...

–En efecto.

–Son dos chicos, ¿verdad?

Ella asintió.

–Sí.

Connor quiso preguntarle si se llevaban bien con Brad, pero no se atrevió. Además, se estaba haciendo tarde y Jill tenía que volver a casa para cuidar de sus niños.

Justo entonces, ella miró la hora y dijo:

–Bueno, me tengo que ir. ¿Me acompañas al muelle? El último transbordador zarpa a medianoche.

–¿Y qué vas a hacer cuando llegues? ¿Ir andando a casa? No lo puedo permitir. Es muy tarde y tu casa está demasiado lejos.

–Estaré bien. Lo he hecho mil veces.

–Te llevaré en mi coche.

–Bueno, si te empeñas... Pero será mejor que nos demos prisa. De lo contrario, perderás el transbordador de vuelta.

–No te preocupes por eso. Déjamelo a mí.

A Jill le habría gustado despreocuparse y dejarlo en sus manos; a fin de cuentas, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había dejado sus asuntos en manos de otras personas. Pero la vida le había dado una lección. Cada vez que confiaba en los demás, le hacían daño. Y prefería hacer las cosas por su cuenta, sola.

 

 

El trayecto hasta la isla fue divertido, como siempre. Él dejó su coche en la bodega para vehículos y, a continuación, salieron a cubierta para disfrutar del paisaje. Pero hacía fresco y Jill se estremeció, así que Connor le pasó un brazo por encima de los hombros para darle un poco de calor.

–Me encantaría conocer a tus hijos, ¿sabes?

–Pues no podrá ser esta noche –replicó ella–. Ya estarán dormidos.

–¿Están solos en casa?

–No, están con la niñera.

Connor asintió.

–Me cuesta imaginarte como madre...

–Y a mí –replicó ella, con una sonrisa–. Cómo han cambiado las cosas, ¿verdad? Ha pasado tanto tiempo desde que nos conocimos...

–Sí, ha pasado mucho tiempo, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Tú estabas loca por Brad, y yo... –Connor suspiró y la miró con afecto–. Bueno, yo estaba loco por ti, pero no me hacías caso.

–Oh, vamos. Yo no te interesaba. Te parecía una chica convencional –afirmó Jill.

–Eso no es cierto.

–Por supuesto que lo es. Te gustaban las chicas rebeldes... las que estaban encantadas de irse contigo y con tu banda.

–Solo me querían cuando estaba en la banda.

–Es decir, la mayor parte del tiempo –le recordó–. Pero ¿qué pasó al final? ¿Terminaste la carrera?

–Por supuesto que sí.

–¿Y en qué te especializaste? ¿En ligoteo internacional?

Él soltó una carcajada, aunque su comentario lo dejó algo triste. Jill no se habría imaginado nunca que había terminado la carrera de Ingeniería y el doctorado con una mención cum laude. Brad y ella habían sido sus mejores amigos y, a pesar de eso, lo conocían tan poco que lo tenían por un tipo insustancial.

Sin embargo, no protestó. Al fin y al cabo, la culpa era suya. Él mismo había alimentado esa imagen durante años.

Al pensarlo, se preguntó qué habría pasado si se hubiera comportado de otra manera. Qué habría pasado si hubiera luchado por lo que quería. Qué habría pasado si, en lugar de dar un paso atrás y respetar el noviazgo de sus dos mejores amigos, hubiera competido con Brad por el amor de Jill.

Justo entonces, una ola chocó contra el casco del transbordador y le salpicó, sacándolo de sus pensamientos.

Se giró hacia la isla y buscó la casa de Jill con la mirada. No había estado en ella desde que Brad le pidió que hablara con su esposa y le dijera que se tenían que separar. La petición de su amigo lo sumió en un debate interior. Su actitud le parecía inadmisible, pero se prestó a ello porque sabía que no eran felices y que no lo serían nunca. De modo que le llevó el mensaje y, después, se marchó a Singapur.

Había pasado mucho tiempo desde entonces, pero sus sentimientos hacia Jill seguían tan vivos como siempre. De haber podido, la habría abrazado y la habría besado hasta dejarla sin aliento. Era la mujer de su vida, y ella ni siquiera lo sospechaba.

De repente, tuvo miedo. ¿Qué estaba haciendo allí? Se había convencido a sí mismo de que estaba preparado para verla otra vez; de que podía estar con ella sin caer en la trampa de las emociones. Pero sus defensas se estaban derrumbando rápidamente.

Tenía que trazar un plan y seguirlo a pies juntillas. En primer lugar, la llevaría a su domicilio; eso era lo más fácil. Luego, se despediría y rechazaría cualquier invitación a entrar en la casa. Ya hablarían de nuevo al día siguiente, por la mañana. Si se quedaba demasiado tiempo con ella, perdería el control.

Sin embargo, Connor se sintió tan débil que ni siquiera se creyó capaz de llevarla en el coche y despedirse tranquilamente. Estaba convencido de que las cosas se complicarían. Y no lo podía permitir.

–¿Sabes una cosa? –dijo, intentando hablar con naturalidad–. Creo que tenías razón en lo del transbordador... Si no te importa, te dejaré en el muelle y tomaré el de vuelta para volver al hotel.

Jill ni siquiera le oyó. Estaba boquiabierta, mirando su casa.

–Qué raro –dijo–. Mi casa está iluminada como un árbol de Navidad...

Connor miró el edificio y se dio cuenta de que tenía razón. Era muy tarde, pero todas las luces estaban encendidas.

Y, entonces, pasó algo extraño.

Algo saltó desde una de las ventanas de arriba y cayó en el tejado de la casa de los vecinos.

Jill se quedó horrorizada.

–¿Qué ha sido eso? ¿El gato? Oh, Dios mío...

Jill se apartó de él como si tuviera intención de saltar del barco y llegar a nado a la orilla, pero él se lo impidió.

–Tranquilízate. Llegaremos antes en mi coche.