Edición en formato digital: marzo de 2018

 

The translation of this work was supported by

a grant from the Goethe-Institut wich is funded

by the German Ministry of Foreign Affairs

 

 

Título original: Penelop und der funkenrote Zauber

En cubierta: ilustración de © Annabelle von Sperber

Diseño gráfico: Editorial Siruela

© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt, 2017

© © De la traducción, Alfonso Castelló

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17308-59-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1. Penélope Gowinder

2. Tiempo de lluvia

3. El bosque pantanoso

4. El nuevo peinado

5. Correo

6. Gris vuelta a casa

7. Amor a primera vista

8. Un encuentro en la carretera

9. Una amistad en la carretera

10. Primero arriba, luego hacia delante

11. Mensajes a Pietsch

12. El Mezclador

13. Cómo ganar una batalla de chocolate

14. Cabeza llena

15. Practicar, practicar, practicar

16. Flotando con Tom y Pietsch

17. El secreto de la abuela Erlinda

18. Alfa Regius

19. Ver

20. Por fin en el aire

21. Dos cartas

22. Gran cine

23. Gina

24. El Mezclador no tiene suerte

25. La batalla de las hiedras

26. Preparativos

27. Salón de belleza Penélope

28. Comienza el viaje

29. El Anti-Eye

30. Charconegro

31. Esperar

32. El hombre de los ojos de pez

33. Persecución

34. Tras el muro

35. El transporte del segador

36. Fuera

37. A la fuga

38. La historia de Leopold

39. Juntos

40. Hundirse y olvidar

41. Lucía y Leopold

42. Periódico


1
PENÉLOPE GOWINDER

Penélope Gowinder era una niña rara: tenía un pelo gris plomizo que le cubría la cara y olía a fuego.

A veces, cuando su madre la llamaba, ella la oía antes de que la señora Gowinder hubiera abierto siquiera la boca y decía: «Sí, mamá, ya me he lavado el pelo», o bien «Vale, ahora le llevo el café a la abuela».

Para Penélope, el pelo gris plomizo era lo más normal, no conocía otra cosa, apenas notaba el olor a fuego y tampoco le importaba lo de oír las cosas antes de tiempo. Lo único que le preocupaba era su cumpleaños, que era en verano, concretamente el 13 de agosto. Todos los años llovía el 13 de agosto. Siempre. A casi nadie le llamaba la atención, excepto a Penélope. Y como la gente usaba paraguas o se ponía impermeable, tampoco se daban cuenta de que, realmente, la lluvia del 13 de agosto no mojaba.

Cuando, el día de su séptimo cumpleaños, Penélope le contó a su madre esa característica de la lluvia, esta se puso muy pálida y le riñó: «¡No quiero volver a oír nada de cosas raras! ¡Ya he tenido más que suficiente para toda la vida!». Penélope le preguntó a qué se refería, pero la señora Gowinder no dijo nada, y Penélope creyó ver una lágrima brillando en los ojos de su madre. Y como la quería mucho, no volvió a mencionar la extraña lluvia de su cumpleaños, ni durante su octavo cumpleaños ni nunca más.

Penélope y su madre vivían con la abuela Erlinda y la gata gris Cucuu en una casa de madera algo pequeña, que estaba en las afueras, justo al lado del bosque pantanoso. Aunque la casa era estrecha, a Penélope le gustaba mucho, sobre todo porque parecía que tenía escamas de dragón. La casa había sido de un rojo intenso, pero la madre de Penélope la pintó de verde oscuro. Todos los años, después de la lluvia de verano, algo del color verde se desprendía de las tablas y reaparecía el rojo que había debajo, y la casa quedaba moteada de rojo y verde.

El padre de Penélope no vivía con ellas en la casa de dragón. De hecho, no vivía en ningún sitio: había muerto cuando Penélope era muy pequeña. Lo echaba de menos, aunque no lo conocía en absoluto. Lo único que tenía de él era su gata Cucuu y una foto en blanco y negro que ya estaba muy deteriorada. En ella se veía a un hombre de pelo largo riendo abrazado a la madre de Penélope, aún sin arrugas en la frente pero con el vientre grande y redondo, embarazada de ella. Aparte de eso, no había nada en toda la casa que recordara a su padre. La señora Gowinder se había deshecho de todas sus cosas porque la ponían demasiado triste. Eso le daba pena a Penélope, le habría gustado saber más sobre su padre y sus cosas podrían haberle contado algo. A veces, cuando Penélope preguntaba, la abuela Erlinda decía: «Es lamentable que el hombre ya no esté aquí», pero su madre nunca hablaba de él.


2
TIEMPO DE LLUVIA

Una lúgubre mañana de un viernes de abril, a Penélope la despertó un cosquilleo en la nariz.

—¡Aparta de ahí, Cucuu! —murmuró medio dormida, pero luego se dio cuenta de que la gata estaba sobre sus pies, haciendo de bolsa de agua caliente, y que lo que se movía parecía tener muchas patas—. ¡Maldita sea! —Penélope se incorporó y se apartó con asco un segador enorme, gris y amarillo, de la cara—. ¿¡Qué pasa contigo?!

El segador se escabulló sin decir palabra, tan rápido como le permitían sus delgadas patas, y desapareció debajo de la cama.

—¡Hay que ser borde! —En realidad, Penélope no tenía nada en contra de los segadores, de las arañas o de cualquier otro bicho, pero tampoco le hacía especial ilusión encontrarse uno a las seis de la mañana en la punta de su nariz. Luego reparó en la gata, que seguía durmiendo—. ¿A eso le llamas montar guardia? ¿Me ataca un arácnido de buena mañana y tú ahí sin hacer nada más que roncar?

La gata de su padre ni siquiera abrió un ojo. «Nadie habla conmigo hoy», pensó Penélope. Sin embargo, aquello cambió al momento, cuando un «¡Penélope, ayudaaa!» retumbó por la casa.

¡Ajá! Por lo menos su madre tenía algo que decirle. Probablemente se le habría quemado la leche, o se le habrían caído algunas gotas de café en el vestido. Sin embargo, mientras bajaba a tientas por la escalera de madera, no olió ni a leche quemada ni a café, y su madre dormía hecha un ovillo en el sofá cama. ¡Esta dichosa manía de oír las cosas antes de tiempo! A veces era todo un engorro, sobre todo cuando el «antes de tiempo» era varios días; eso trastornaba mucho a Penélope.

Empezó a hacerse el desayuno en silencio para no despertar a su madre. Siempre que comía sin ella, se preparaba un té de hierba luisa y un panecillo con mantequilla. La señora Gowinder trabajaba como clarinetista en el teatro de la ciudad. Cuando tenía función nocturna, a menudo volvía a casa mucho después de medianoche y dormía hasta más tarde por la mañana, así que Penélope desayunaba sola. Aquel era uno de esos días. Le dio un bocado al panecillo mientras observaba las gotas de lluvia que corrían por la ventana. ¡Lástima que no fuera lluvia de cumpleaños! «Me voy a calar hasta llegar al autobús», pensó Penélope dándole un sorbo al té.

Al salir de casa, notó en la cara el viento helado. Agachó la cabeza y sacó su bici del cobertizo. El camino que llevaba de la casa moteada hasta la carretera del pueblo era de tierra y estaba lleno de baches, y a ambos lados crecían hierbas aromáticas. Penélope solía empujar la bici por allí, hasta llegar a la vieja haya junto al camino empedrado, donde por fin montaba y subía la empinada colina hacia el pueblo.

Aquella mañana, un tractor que no conocía apareció en sentido contrario. Avanzaba rápido hacia ella haciendo ruido y, justo cuando Penélope rodeaba un enorme charco con su bici, el vehículo aceleró y pasó por encima del charco, levantando un torrente de agua y barro. Penélope se sintió como si acabaran de sacarla de una sucia ciénaga.

—¡Maldito idiota! ¡Esto vas a pagarlo muy caro, cuenta con ello! —gritó al tractor y se limpió la cara. ¿Qué clase de día era ese? Primero un arácnido en la nariz y luego una asquerosa ducha por culpa de un tractor—. ¡Y tú! —riñó al camino—. ¿No podrías haberlo hecho pasar por otra curva?

Por supuesto, el camino no respondió y Penélope siguió a trompicones cuesta arriba hasta llegar a la parada del autobús.

—¿Te has dado un baño en la ciénaga? —le preguntó el conductor con una media sonrisa cuando Penélope subió, pero ella no estaba de humor para contestar.

 

 

En el colegio se quitó la ropa mojada, la colgó de la puerta de la taquilla y se puso la maloliente camiseta y los malolientes pantalones cortos de gimnasia. No era suficiente para aquel día húmedo y frío de abril, pero era mejor que estar desnuda; ya se las apañaría, era fuerte. Sin embargo, cuando el castañeteo de sus dientes perturbó la clase del señor Pumpf hasta el punto de que este dibujó una línea en zigzag en lugar de una recta, el profesor dijo en voz muy alta:

—¡Se acabó! ¡Niños y niñas de 5.º B, solidaridad! Conmigo, vuestro pobre profesor de matemáticas, y con nuestra querida señorita Gowinder. ¿Quién quiere dejarle algo de ropa que la proteja de una incipiente pulmonía?

Más bien, la pregunta debería haber sido: ¿quién no quiere?, porque todos querían. Así acabó Penélope poco después con una camiseta como de seda, una camisa de cuello alto verde menta, una sudadera con capucha, un chaleco de punto, un chal negro y otro de rayas rojas y naranjas, unos leotardos que picaban un poco, un lazo violeta, una cinta para el pelo, un anillo de plata con un dibujo de rosas, un calcetín y unas mallas de color beis.

—Solo faltan los zapatos —anunció el señor Pumpf medio en broma.

Entonces dos niños, espigados y con el pelo rubio pajizo, se levantaron de la mesa del final como con un resorte: Tom y Pietsch. Tenían el mismo hueco en la dentadura, la misma forma de sonreír y las mismas zapatillas de deporte azul chillón, que ofrecieron a Penélope, la izquierda del número 38 y la derecha del 39.

—¡Podemos ir a la pata coja hasta mañana! —aseguró Pietsch poniendo las zapatillas sobre la mesa de Penélope, y Tom y él volvieron a su sitio a saltos, agarrados del brazo.

Todos los niños de la clase se reían y Penélope no sabía qué decir. Se sentía agasajada. Es verdad que estaba sudando por toda la ropa que llevaba puesta y que obviamente los zapatos eran demasiado grandes para ella, pero ¿qué importaba eso?

Aquella mañana no pasó mucho más, y podría haberse puesto su ropa casi seca cuando regresó a casa a mediodía, pero no quería renunciar a la agradable sensación de sentirse envuelta por toda la clase.


3
EL BOSQUE PANTANOSO

La lluvia había amainado, apenas chispeaba ya. Penélope atajó por el bosque pantanoso. A través del pueblo tardaba veintiún minutos en llegar desde la parada del autobús hasta la casa de dragón, por el bosque solo doce. Quien ha estado alguna vez en un bosque pantanoso sabe que allí solo hay caminos muy estrechos que no pueden abandonarse en ningún caso; de lo contrario, uno puede acabar sumergido hasta el pecho o más allá en el frío pantano. Y quien tiene la rara suerte de poder salir debe seguir caminando solo con los calcetines, porque el fango le roba a uno las botas, se las traga y no las devuelve nunca.

 

 

Cuando Penélope pasaba con la bici con cuidado sobre una raíz ancha, casi le resbalaron las ruedas de lo escurridizo que estaba el camino. Sujetó el manillar aún más fuerte, se agarró con los dedos de los pies a las zapatillas demasiado grandes, tomó una curva con el mayor cuidado en el siguiente árbol y se sobresaltó.

En el camino había algo; algo que no pertenecía al bosque pantanoso, sino que debería estar en un cuello. Era una tela de color verde oscuro con rosas. Penélope reconoció enseguida el pañuelo de su madre.

¿Qué hacía allí?, se preguntó y lo cogió. Miró en todas direcciones, pero solo estaban los árboles, la vegetación del pantano y el viento que le movía el pelo.

—¿Mamá? —llamó en voz baja—, ¿estás aquí?

Nadie respondió. Penélope metió el pañuelo en el bolsillo del chaleco, volvió a echar un vistazo alrededor y siguió su camino todo lo rápido que le permitía el sendero húmedo.

 

 

Llamó a la puerta rojiverde con los dedos mojados, pero no se oía ningún ruido en el interior de la casa.

—¡Mamá! —gritó Penélope—, ¡abuela Erlinda! ¡Abrid, por favor!

No contestó nadie. Penélope rodeó la casa y miró a través de la ventana. No había ninguna olla puesta al fuego, la señora Gowinder no estaba practicando con el clarinete y la abuela Erlinda no se encontraba con su colección de monedas; solo se veía a Cucuu hecha un ovillo sobre un sillón.

¿Qué significaba todo aquello?, se preguntó Penélope, sentándose en el pequeño escalón de madera frente a la puerta. Al instante la lengua empezó a chasquear como si tuviera vida propia. Su lengua siempre hacía eso cuando Penélope reflexionaba profundamente. No era nada grave, solo a veces algo molesto.

—¡Gracias al cielo, niña, por fin llegas!

La abuela Erlinda apareció de pronto frente al escalón. Reconoció a la abuela Erlinda por el desgastado chubasquero verde oliva y por la enorme tripa que había debajo, pero, por lo demás, la abuela parecía completamente distinta. Tenía la piel grisácea, el pelo teñido de color castaño despeinado, los ojos hinchados y la nariz roja. ¿Qué había pasado?

—Tu madre ha tenido un accidente. —La abuela Erlinda se dejó caer en el escalón, junto a Penélope.

—¿Qué? —Penélope se levantó de un salto.

—Cálmate, cálmate. No es tan grave, podemos ir a verla ahora mismo.

Durante el largo trayecto en autobús hasta el hospital, la abuela Erlinda le contó que a su madre la había atropellado un tractor en el pueblo. Solo tenía algunas contusiones, pero no podía mantenerse despierta más que un par de minutos; luego volvía a quedarse inconsciente.

—¿Ha estado mamá hoy —chasquido— en el bosque?

—No, ¿y eso? —preguntó la abuela Erlinda.

—No, por nada —dijo Penélope y miró por la ventanilla, más allá de las praderas, hacia el bosque.


4
EL NUEVO PEINADO

Durante las siguientes semanas, Penélope tuvo que acostumbrarse a ver a su madre solo los fines de semana y lo pasó muy mal. El trayecto en autobús hasta el hospital duraba más de dos horas, demasiado lejos para poder ir entre semana. Durante las visitas, su madre casi siempre estaba dormida, pero cuando se encontraba despierta, sonreía a Penélope y decía: «Ya queda menos, ya me siento con más fuerzas, volveré pronto a casa».

Penélope esperaba que fuera así.

También tuvo que acostumbrarse a la cocina de la abuela Erlinda, aunque las albóndigas de hígado sequísimas, los huevos fritos medio negros, o lo que a la abuela se le ocurriera mezclar no eran exactamente lo que la gente llamaría «cocina».

 

 

 

Y a lo difícil que era encontrar cordones azules chillones también acabó acostumbrándose. El cordón de la zapatilla izquierda que le habían prestado se había roto por completo al día siguiente. Al parecer, había ocurrido en el bosque. Pietsch le había dicho que no necesitaba cordones nuevos, que tenía unos de repuesto de color naranja, pero para Penélope aquello no podía ser. Cuando le prestaban algo, ella lo devolvía, incluso aunque, como en este caso, tardara un poco más.

Un viernes por la noche, Penélope, que había estado por la tarde en el hospital y el doctor le había dicho que la señora Gowinder podría volver a casa al día siguiente, estaba tumbada en la cama y de pronto se dio cuenta de que algo había cambiado en su habitación. Faltaba algo, pensó, algo que había estado allí siempre había desaparecido, pero no conseguía averiguar qué era. Volvió a encender la lámpara y miró a su alrededor. La mesa de patas torcidas seguía bajo la ventana, como siempre, el sillón marrón tostado estaba en su sitio, al armario tampoco parecía faltarle nada y ella estaba en la cama, así que eso tampoco podía ser.

«A lo mejor es algo muy pequeño, algo que no puedo ver —reflexionó Penélope y bostezó—. Pero puedo descubrirlo mañana, ahora a dormir». Apagó la luz y dejó de darle vueltas. Cuando ya estaba medio dormida, Cucuu entró en la habitación, saltó a la cama y se metió bajo la manta. Sin embargo, al momento se deslizó fuera de la manta y le tocó la cara a Penélope, olfateándola.

—Déjalo ya —gruñó Penélope, echando a la gata a un lado.

Cucuu maulló y volvió a arrastrarse bajo la manta. Penélope sintió el calor agradable de la gata a sus pies y así se deslizó hacia el reino de los sueños. Poco después Cucuu estornudó tres veces en alto y Penélope murmuró en sueños: «El olor a fuego... ¡Ya no huelo a fuego!».

 

 

Cuando una lleva toda su vida oliendo a fuego y de pronto ya no lo huele, eso puede resultar muy confuso. A la mañana siguiente, Penélope estaba hecha un lío, pero no porque le faltara el olor a fuego; su confusión empezó cuando fue al baño: en el espejo que había sobre el lavabo vio a una niña extraña.

Era una tontería, por supuesto. La niña que la miraba desde el espejo no era una extraña en absoluto, era ella misma. Sin embargo, la niña del espejo no tenía el pelo gris estropajoso, sino una melena roja brillante.

«¿Y tú quién eres?», preguntó Penélope a la niña del espejo, que tenía la misma nariz pequeña, los mismos ojos de color verde oscuro y la misma piel pálida que ella. Penélope cogió un mechón de pelo, se lo puso delante del ojo derecho y parpadeó.

«Esto no puede ser», murmuró. La niña del espejo no dijo nada, pero movió los labios. Penélope se sentó sobre la tapa del váter e intentó respirar con calma. Contó hasta diez tres veces, como solía hacer cuando quería tranquilizarse, pero aquella mañana no le sirvió para nada. ¿Qué había pasado de pronto? No más olor a fuego y, en su lugar, pelo rojo como el fuego. ¿Cómo había ocurrido? ¿Qué significaba?

De repente, Penélope echó de menos a su madre como no la había echado de menos en todas aquellas semanas. Quería tirarse a sus brazos y poner la oreja en su pecho, escuchar los latidos del corazón de su madre, como hacía cuando era pequeña. Quería que su madre le acariciara el pelo y le dijera: «Penni, mi Penni, tú eres mi hija, ¡hueles bien de una manera o de otra! Rojo o gris, eso no cambia nada en el interior».

¡Pero de eso se trataba! Penélope no estaba nada segura de que nada hubiera cambiado en el interior, ella se sentía totalmente distinta. Muy ligera, transparente y mucho más despierta que antes. Sentía una fuerza, sobre todo en la tripa, que le llameaba por la columna vertebral. No era nada malo, pero Penélope no estaba acostumbrada y por eso le daba un poco de miedo.

Cucuu entró en el baño, la miró y se restregó contra sus piernas. Penélope se inclinó y se alegró de que la gata estuviera allí. Le acarició el pelo gris y se limpió una lágrima de la mejilla. La gata le empujó la mano con la nariz, con fuerza, lo que significaba que tenía hambre y que Penélope debía bajar a echarle algo de comida.

—Está bien, querida.

Penélope se levantó y respiró profundamente. ¡Bueno! Si Cucuu podía hacer como que aquella era otra mañana totalmente normal, entonces ella también podía.


5
CORREO

Penélope cogió el peine del armario del espejo, se lo pasó por la melena roja, se lavó la cara con agua fría y bajó la escalera. Comida para gatos en el cuenco, té de hierba luisa en la tetera. ¿Qué más? Por suerte era sábado, así que no había colegio, pero quería salir de casa, tenía que ir al bosque, o al círculo de piedras, o simplemente correr por el campo, cualquier cosa menos quedarse en casa y pensar. De pronto llamaron a la puerta.

—A la muerte pelada no hay puerta cerrada —dijo Penélope y, aunque no era la muerte, el cartero entró en la casa de dragón.

—Traigo un paquete para la señora Erlinda Erk —anunció dejando un bulto grande y secándose la frente—. Y el correo habitual. —Y colocó dos cartas sobre el paquete—. Ah, y tendré que volver luego. Un tinte muy bonito, por cierto, atrevido, pero bonito. —Y salió.

—¿No se olvida de algo? —preguntó Penélope a su espalda—, ¿una carta? Me refiero a la carta del sobre oscuro.

—¿Cómo? —respondió el cartero, dándose la vuelta—. No que yo sepa —dijo, buscando en su cartera. Efectivamente, allí había un sobre gris oscuro—. ¡Santo cielo! ¿Cómo lo has sabido? —exclamó el cartero frunciendo el ceño, pero Penélope se encogió de hombros, así que el cartero le dio el sobre rápidamente y volvió a su coche.

«Esta carta es de los míos», pensó Penélope y su lengua chasqueó. En realidad no sabía qué quería decir con «los míos», pero de alguna manera ya sabía que la carta traía malas noticias.

«A Lucía y Penélope Gowinder», decía una etiqueta en la parte frontal del sobre. Remitente: «L. Gowinder». También en una etiqueta. ¿L. Gowinder? ¿Quién podía ser? No tenían parientes salvo un tío abuelo, pero se llamaba Benno Herbst. Un desconocido con su mismo apellido les había escrito una carta a ella y a su madre, una carta con un envoltorio horrible.

«Bueno —murmuró Penélope—, si abro esto, sabré más sobre el tal L. Gowinder», pero se detuvo. La carta también estaba dirigida a su madre, ¿podía leerla sola? «Solo voy a echar un vistazo —se dijo, sosteniendo el sobre encima del hervidor de agua—. Lo abro con vapor y luego vuelvo a pegarlo, así mamá no se dará cuenta». Cucuu maulló, arqueó el cuerpo y sacudió la cola.

—¡Cálmate, no va a aparecer ningún perro salvaje! —le riñó Penélope.

La solapa del sobre se abrió y ella miró dentro. ¡Anda! No había ninguna carta, ninguna tarjeta, solo había un billete de cinco euros en el sobre gris, nada más. «Tch —chasqueó Penélope la lengua—, ¿qué significa esto?».

 

 

«¡Penélopeee!». Una voz aguda resonó en la casa. La abuela Erlinda estaba en la escalera, llevaba un camisón blanco, igual que su cara. Penélope cerró el sobre rápidamente y lo dejó debajo de las otras cartas.

—¡Tu pelo! ¡Santo cielo, tu pelo!

La abuela se quedó mirándola como si quien estuviera en la cocina no fuera su nieta, sino un ladrón.

Ah, sí, el pelo. Se le había olvidado por completo con el asunto de la carta de los cinco euros, pero no se puso nerviosa.

—Mi pelo es bonito, al menos eso ha dicho el cartero. ¿Quieres un té?

—¿Ya te han visto así? —preguntó la abuela—. ¡Santo cielo!

Penélope no podía creerlo. Pateó el suelo de madera, levantando el polvo acumulado de la última semana. «Esto es lo último que me faltaba —pensó—. La abuela duerme hasta las tantas y cuando se levanta, lo único que hace es gritar. Al menos podría preguntarme cómo me siento...».

—Hay que cortarlo. Voy a por las tijeras ahora mismo —dijo la abuela, desapareciendo en dirección al baño.

—¡Que te lo has creído! —exclamó Penélope, furiosa de verdad—. ¡Corta lo que te apetezca, menos mi precioso pelo!

Y salió dando un portazo.

Al salir tropezó con el escalón y echó a correr por la pradera hacia el bosque. Saltó por encima de una pequeña zanja y casi resbala. Solo quería escapar, ir lo más lejos posible. Una vaca salió del bosque, pero Penélope no la vio. Corría por la pradera húmeda de rocío como si volara, como si sus pies no tocaran la hierba, como si no hubiera suelo bajo ella. Su ardiente melena ondeaba tras ella, llameando al sol como oro rojo.