Primera edición, abril de 2018

Primera edición digital, junio de 2020

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© de la obra, William Morris

© de la edición literaria, Andrea Costanza Ferrari

y Tomás García Lavín, 2017

© de la Traducción, Tomás García Lavín, 2017

© de la imagen en portada, William Morris, 1881-1882

© de la imagen de la página 7, Emery Walker. c. 1890

© de la edición, El Desvelo Ediciones, 2018

ISBN epub: 978-84-121196-9-5

IBIC: AF

Los editores quieren agradecer la colaboración prestada por Mochuelo Libros, editorial que realizará una versión artesanal de la presente obra.

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William Morris

A pesar de los estragos del tiempo

Sobre libros y artes populares

TRADUCCIÓN, PRÓLOGO Y NOTAS: TOMÁS GARCÍA LAVÍN SELECCIÓN Y EDICIÓN: ANDREA CONSTANZA FERRARI Y TOMÁS GARCÍA LAVÍN

ÍNDICE

Sobre la presente edición

Prólogo. William Morris o cómo asir la felicidad

SOBRE LIBROS

Comentarios sobre los libros iluminados de la Edad Media

La imprenta

El libro ideal

SOBRE LAS ARTES POPULARES

Las artes menores

Improvisación

El arte de la gente

Campo y ciudad

CÓMO PODRÍA SER UNA FÁBRICA I

CÓMO PODRÍA SER EL TRABAJO EN UNA FÁBRICA II

CÓMO PODRÍA SER EL TRABAJO EN UNA FÁBRICA III

Bibliografía utilizada y recomendada.

William Morris, por Emery Walker.

SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

Hemos decidido llamar a esta compilación de textos de William Morris A pesar de los estragos del tiempo porque la frase permite reconocer el afecto que el maestro artesano sentía por el saber del pasado, del que persiste entre nosotros, si se lo sabe reconocer, a pesar de los estragos del tiempo; pero, además, persiste a pesar del Hombre, de su avaricia y su estupidez, como él sugerirá en los textos siguientes.

El título es una cita que forma parte del ensayo Comentarios sobre los libros iluminados de la Edad Media, donde el autor se refiere a la pervivencia de libros antiguos. Pero los poetas —y Morris lo era— pueden decir muchas cosas aunque hablen de una muy puntual.

La selección de estos escritos procura cierto equilibrio: que ellos, siendo técnicos y relativamente pedagógicos en lo que respecta al amor por los libros y su elaboración, puedan también dar cuenta del Morris más batallador, aquél que para describir lo que le gusta —o proponer lo que quisiera—, recurre generalmente a lo que le desagrada como contraejemplo.

«¡Despertad, oh, Jóvenes de la Nueva Edad! ¡Oponed vuestra frente a los ignorantes Asalariados! Pues tenemos Asalariados en el Campo, la Corte y la Universidad, los cuales, si pudieran, reprimirían para siempre la Guerra Mental y prolongarían la Corpórea. ¡Pintores! ¡A vosotros apelo! ¡Escultores! ¡Arquitectos! No permitáis que los Necios de moda repriman vuestros poderes con el valor que pretenden otorgar a obras deleznables o con los jactanciosos y costosos anuncios que hacen de tales obras».

WILLIAM BLAKE. Prefacio a Milton: Poema en dos libros.

PRÓLOGO

WILLIAM MORRIS O CÓMO ASIR LA FELICIDAD

Primera parte

Quiero ser feliz y, a veces, hallarme exultante; me cuesta creer que esto no sea un anhelo universal.

WILLIAM MORRIS. Los propósitos del arte.

I.

El valor que tiene la obra de William Morris (1834-1896) para la historia del arte hace que cualquier intento de describirlo pueda parecer sesgado e incompleto. A su vez, el interés que tiene su historia personal, especialmente como ejemplo de coherencia en la búsqueda de una vida más justa y más placentera para todos, puede ser comprendido con una facilidad relativamente mayor que su legado a la llamada alta cultura; basta con leer sus textos relativos a la sociedad con la suficiente atención, para encontrar en ellos múltiples ideas para vivir mejor. Las cuales, en su totalidad, tienden a promover el disfrute del hombre en todo momento: tanto al realizar su trabajo cotidiano —que debe idealmente ser el que cada uno elija, y no uno impuesto—, como al caminar por una ciudad o por el campo, hasta en el necesario y reiterado acto de comer.

Se podría pensar que sus ideas serían fácilmente compartidas por la mayoría de la gente, que lo que dice es lo que todos queremos. Pero no es tan así. La versión del disfrute que Morris propone supera esencialmente al disfrute considerado desde el punto de vista contemporáneo y —como verán luego— también al de su tiempo. Porque le parece aborrecible que la sociedad les permita a sus miembros tener sólo un momento de ocio cada tanto, que no es más que el maquillaje de una vida monótona, triste, igual a la de todos los demás, porque todos los demás hacen —y dejan de hacer— lo mismo.

Morris, en cambio, recomienda vivir bien, disfrutando, todo lo que se pueda, de la vida. Lo cual, seguramente, sea imposible; pero, si de utopías se tratara, la que consiste en ser feliz siempre parece ser la más conveniente.

Sin embargo, hay mucho por hacer, mucho por cambiar; no es como esos adolescentes eternos —en su versión cínica—, que creen que basta con pasarla bien ellos, si total el mundo no tiene arreglo. No: él propone cambios estructurales, que afectarían al sistema económico y político tal como lo conocemos, porque es, como han explicado numerosos teóricos de antes y después de Morris, garante de una desigualdad social tan exagerada que se caracteriza por la existencia de hombres que esclavizan a otros. Aunque sólo endilgarle culpas a todo un sistema es bastante abstracto: Morris sabe bien que los ricos tienen mucha responsabilidad en la desigualdad, pero también la tiene todo el resto de la sociedad, que siempre, en menor o mayor medida, podrá hacer algo para salir del rebaño que, en teoría, muchos se dicen desesperados por abandonar, pero a la larga, que es toda la vida, prefieren no arriesgar para no perder las migajas de bienestar a las que consideran sus privilegios. Nos referimos a quienes el autor alude en Las artes menores:

«La desesperación de aquellos que no viven demasiado como para hacer algo por sí mismos, y no tienen el coraje ni la previsión suficientes para comenzar a trabajar y poder legar lo hecho a quienes vendrán después».

II.

Ahora bien, ante lo leído, surgen las preguntas fundamentales: ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Cómo ser libre? ¿Cómo disponer de tiempo para hacer lo que uno desee?

Con arte.

¿Y qué es el arte para Morris? El arte es la expresión del disfrute del hombre en su trabajo.

Pero, como esas respuestas son un poco generales, habremos de seguir adentrándonos en la concepción morriseana para intentar responderlas con cierto detalle. (Aunque, vale recordarlo, la última palabra sobre la propia vida será siempre ajena a las teorías ajenas).

Según Morris, los seres humanos estamos compuestos por dos estados de ánimo, el enérgico y el perezoso, que se hallan en nosotros en proporciones variables. El primero, nos demanda que pongamos manos a la obra para su satisfacción; y súbitamente se resiente, nos hace sentir derrotados, ansiosos, si no hacemos algo en ese mismo momento; el otro, en su mejor versión, propicia el disfrute ocioso, pero su peor cara nos sume en la languidez y la holgazanería, a la que considera el origen de todo mal mayor.

Morris afirma que el necesario equilibrio, el uso positivo de esas fuerzas que «naturalmente» nos componen, se alcanza con el arte. Pero no nos habla sólo, ni especialmente, de las llamadas Bellas Artes, si no de cualquier tarea diaria que realicemos, si es que la hacemos con responsabilidad, previsión, ansias de perdurabilidad, respeto, belleza… y si al realizarla pensamos también en el prójimo: en quien finalmente disfrutará del jardín que trabajemos, de la prenda que bordemos, o del texto que escribamos. Y, cada vez que propone esta versión vitalista y ampliada del arte, Morris nos recuerda que la tendencia general del mundo es otra; que la guerra constante entre los seres humanos por la acumulación de dinero, para la que la destrucción de la naturaleza parece una consecuencia nimia, seguirá reinando, a menos que las personas, tanto individualmente, como de manera colectiva, nos decidamos a trabajar para hacer un mundo más justo y más igual. Y especialmente, y aquí radica mucha de la originalidad de Morris, para embellecerlo; con ese objetivo se ayudará, además de a mejorar la sociedad, a equilibrarnos por dentro, permitiéndonos disfrutar, al mismo tiempo, de la felicidad que da el trabajo deseado —que responde al estado enérgico—; y otorgarle también utilidad al descanso, tan característico de los perezosos.

Segunda parte

Breve introducción al contenido de este libro

«Pero, en cualquier caso, ningún filósofo que se precie se habría permitido caer en el desánimo por algo tan nimio como la imposibilidad».

PATRICK HARPUR. El fuego secreto de los filósofos.

A pesar de los estragos del tiempo se compone de dos partes: una dedicada a los libros, acaso el universo por el que Morris se sintió más cautivado a lo largo de toda su vida; y no me refiero sólo al sublime arte del disfrute de la lectura, sino además al estudio histórico y geográfico de las diversas formas de editar (dónde nos habla tanto de materiales para la confección de volúmenes, como de tradiciones e influencias entre pueblos; o de oficios hoy perdidos, como los casos del escriba y el iluminador). Pero además, da cuenta de sus experiencias en la imprenta moderna, y especialmente, nos da consejos técnicos y estéticos al momento de dar a luz un libro; por ejemplo, justifica con maestría cuáles son sus preferencias tipográficas para obtener el resultado ideal.

La otra parte de este libro contiene textos político-filosóficos: en todos, más allá de sus ciertas particularidades, Morris toma aspectos de la vida moderna, los lamenta y los ridiculiza, recurriendo a un discurso preocupado, pero a la vez burlón y un tanto relativista: se ve cómo el autor, tras cantar los daños que causa lo que él considera un nefasto Sistema Comercial, expone posibles soluciones a la desigualdad, la injusticia, la fealdad, y otras enfermedades, como él las llama, de la sociedad contemporánea, sin perder nunca la esperanza en un futuro más bello y más justo.

El amor por los libros

A sus biógrafos les resulta inevitable detenerse en los años en los que el niño William Morris, que por entonces vivía en Walthamstow, y luego en Woodford, en las inmediaciones del bosque de Epping, viajaba con sus lecturas a otros lugares; abandonaba la naciente Inglaterra victoriana para irse al pasado, especialmente, al Medioevo. Luego, al reflejar el paso del tiempo, aquéllos dan cuenta de que la pasión pudo mantenerse, o aún incrementarse, a pesar de haber sido una persona que trabajó en una vida lo que diez hombres trabajadores, y lo hizo en una variedad de disciplinas que muchos más no podrían llegar a dominar en siglos.

En su juventud leyó mucha poesía, novela, arquitectura, historia, economía, filosofía… Y, además de ser todo lo otro que fue, fue un distinguido escritor, que dominó la creación poética, la novela, el ensayo, tanto como la declamación —la segunda parte de este libro lo refleja cabalmente—. Parece natural que alguien con su inusual propensión al estado enérgico, y una curiosidad única, quisiera darse el gusto de tener su propia editorial, para publicar autores que admiraba, publicar lo suyo, y, por supuesto, combatir la fealdad honrando a los grandes hacedores de libros de siglos anteriores. Por eso —aunque no únicamente—, pocos años antes de morir creó la Kelmscott Press, en la que dejaría sus últimas energías, publicando —y confeccionando— cincuenta y tres títulos, puestos a disposición del público en alrededor de dieciocho mil ejemplares; impresos, variablemente, en las tipografías que más le gustaban de los legendarios impresores de antaño, a las que retocaba para que le gustasen más. Así nacieron las letras Troy, Golden y Chaucer.

Morris desarrolló las tipografías Troy, Golden y Chaucer para imprimir los libros de la Kelmscott Press. En la que dejaría sus últimas energías, publicando —y confeccionando— cincuenta y tres títulos, puestos a disposición del público en alrededor de dieciocho mil ejemplares.

En su imprenta, como en toda su vida, Morris privilegió el trabajo colectivo: allí formó a numerosos aprendices, pero también supo convocar a reputados especialistas, como su mejor amigo, el pintor y dibujante Edward Burne-Jones (1833-1898). Y como sucedió también con Emery Walker (1851-1933), en quién nos detendremos un instante porque es el coautor de La imprenta, uno de los ensayos que podrán leer a continuación.

Walker, a diferencia de Morris, había tenido una infancia durísima, a raíz de la repentina ceguera de su padre. Por lo que debió abandonar sus estudios formales para mantener a su familia. Sin embargo, gracias a la necesidad, pronto conoció a la que sería su pasión: comenzó a trabajar al servicio de maestros grabadores e impresores, y rápidamente llegó a dominar esos oficios. Luego, el azar lo haría vecino, primero, y amigo, después, de William Morris. Quien, en 1888, tras escucharlo hablar públicamente sobre libros e impresores del pasado, tomó la decisión de fundar una editorial: la Kelmscott Press se materializaría en 1891, pero había nacido en esa conferencia. Walker, por motivos económicos, nunca quiso ser socio oficial del sello, pero su opinión siempre fue solicitada por Morris antes de tomar cualquier decisión trascendental.

Qué le sobra y qué le falta al mundo

«De no ser por su arte, ¿quién sabe cuán poco conoceríamos de tantos períodos? La pretendida Historia ha recordado a reyes y guerreros porque destruyeron; el arte ha recordado a la gente porque creó».

WILLIAM MORRIS. El arte de la gente.

Habiendo aprendido algo sobre libros, en la segunda parte de esta selección leeremos, aunque sin tanto detalle, sobre temas tan diversos como turismo, urbanismo o economía; y también encontraremos reflexiones sobre numerosos y variados oficios; acerca de algunas disciplinas ancestrales en las que el poeta, en menor o mayor medida, se especializó. Y no sólo en su práctica, sino además en su historia.

Aunque si leyésemos su interés vital en toda esta maraña de disciplinas para sorprendernos por ¡lo renacentista que fue Morris!, cometeríamos un error bastante habitual, ese que nos lleva a leer literalmente el mundo que nos rodea, incluidos los autores o artistas, de cualquier índole; porque Morris no busca sólo enseñarnos que el trabajo, en todas sus vertientes honradas merece la pena, o que en el pasado se cuidaban más muchos aspectos de la vida, o sugerir que el avance técnico parece quitarle el alma a lo producido, sino más bien quiere convencer a quién leyere —o escuchare— de algo mayor; que la potencia que tiene el vivir valorando el arte y la belleza nos otorga la única manera de recuperar lo perdido y, sobre todo, de crear una sociedad inaudita. (Distingo a la belleza porque, como habrán de notar, la ubica a la altura de la libertad o la justicia, y con razón).

A veces, su descripción puede parecer, o empezar a parecer, trillada, aún sabiendo que lo estamos leyendo a lo lejos, ya que hoy muchos de nosotros estamos desencantados con mucha gente que profesa profesionalmente la ideología política de William Morris. Sin embargo, él fue original, aún en estos aspectos de diagnóstico tan evidente para nosotros. Uno, y valiosísimo, es su interés en que tanto los pobres como los ricos puedan liberarse del sistema comercial y gubernamental, porque éste —por supuesto en distintos grados— los sojuzga a todos; no canta loas a los pobres por serlo, como sí hacen otros que, aunque detestando a la institución religiosa, les falta poco para prometer que los últimos serán los primeros. Morris ve lo que otros no quieren asumir, porque les es más fácil dividir el mundo entre buenos y malos —siendo los primeros los que piensan como uno, y los últimos los que son un poco tontos y/o un poco miserables—. Para Morris, en cambio, todos sufren ante la pésima organización en la que se ven sumidas las sociedades occidentales —y de todo el mundo— de sus días y, evidentemente, también de éstos. Los ricos, particularmente, porque viven vidas inútiles, carentes de profundidad alguna; carencia expuesta en las cosas horribles y carísimas que compran y consumen; por sus viajes apresurados, que le faltan el respeto al lugar visitado; porque tienen una responsabilidad mayoritaria en la destrucción del medio ambiente, así como en la uniformización de las culturas oprimidas por ellos, que trae aparejada, entre tantas otras consecuencias, la pérdida de saberes ancestrales por parte de esclavos que sueñan con ser como sus opresores, a los que consecuentemente se los identifica por el afán por consumir cosas inútiles, etc. No recordamos haber leído que Morris dijera que si los pobres tuvieran dinero no vivirían tal como sus amos; el problema puede ser de clase, pero es mucho mayor.

Para Morris el tiempo es un valor central, acaso tanto como la belleza. Por eso, convencido y a la vez sabedor de la necesidad de provocar, como tan bien supiera hacer su maestro John Ruskin (1819-1900), acepta que en el Medioevo había un puñado de amos y multitudes cuasi esclavas, pero a la vez afirma que algunas cosas no habían sido exactamente como se las recordaba en el siglo en que ambos vivieron, aquél que estaba tan orgulloso de la imparable evolución del progreso. Tomando un poco de la socrática afición de Morris por la pregunta retórica, podemos preguntarnos varias cosas: ¿Por qué creerle a la memoria y la evaluación del pasado que hace una época tan dañina para el Hombre y la Tierra como fue el siglo XIX en Occidente? La pregunta vale, incluso más, para la centuria corriente.

Es fácil decir que unos siglos atrás la gente vivía de manera oprobiosa; es más, los cultores del avance tecnológico ponen objetos en la mesa para demostrarlo. Hasta se sirven de datos médicos para convencer de que la evolución hizo bien su trabajo, y que, por caso, el siglo XIX, con sus vacunas, sus trenes y su electricidad, y su… democracia vale más, en todo y absolutamente, que los días y noches de candil, muerte prematura, y caminatas en la nieve o bajo el sol abrasador, porque los caballos eran de los amos; y ni que hablar de la monarquía: parece que en el siglo XIX primaba la voluntad general, y si había reyes, eran meros símbolos de ese pasado peor. Pero para leer la historia hay que leer libros, por ejemplo. Y leer, además, al ser humano —lo cual no corresponde a asignatura alguna, salvo que exista una llamada «vida» —. Y los libros, no necesariamente deben provenir de los historiadores profesionales, justamente capaces de decir, o sugerir, cada vez que pueden, que habitualmente la gente del pasado «vivió peor», «supo menos», «creyó en fantasías»; cuando, al parecer, son ellos —nosotros, la gente de hoy, ¡no seamos corporativos!— quienes, como mínimo, vivimos peor de lo que podríamos; creemos saber algo útil —cada vez conozco más poetas, filósofos, artistas, investigadores eminentes—; creemos en los políticos, las marcas, los Bancos —¡sus préstamos!— y, a su vez, tratamos como propia de niños, o de burros, a la fe profesada antes —y muchas veces lo hacemos careciendo de ella, ni siquiera en relación a un futuro inmediato.

Pero, ojo, no leamos este prólogo como Chesterton leyese al mismo Morris, exagerando su apetencia romántica por un pasado que el pícaro novelista pensó que nuestro hombre deseaba poco menos que restaurar; quizás convenga tomar aquella idea de Jeremy Naydler que propone analizar el Antiguo Egipto como una fuente de enseñanzas para el futuro; no propone que nos gobiernen esos pretendidos descendientes de dioses que fueron los faraones —aunque igual hoy pase algo parecido.

El tiempo de Morris, y el nuestro —salvo honrosos casos— ven en el pasado, sobre todo en el Medioevo, el epítome del maltrato y el peor uso del poder: la cuasi esclavización de una grandísima proporción de la sociedad, y la férrea censura de la Ciencia y el librepensamiento; con Estados teocráticos controlándolo e impidiéndolo todo. Y Morris, en cambio, ve en los relatos de los libros de antaño, y a la vez en los museos, la persistencia de saberes en innúmeros oficios, que «casualmente» estaban terminando de ser reemplazados masivamente por máquinas en los mismos días en que a él le querían contar que todo Medioevo fue peor.

Es necesario aprender de Morris el juzgamiento relativo de la historia, sabiendo tomar lo bueno del pasado, y aceptando, a pesar de nuestro orgullo, que nuestros días carecen del esplendor que quisiéramos que tengan; más bien, que les sobra violencia, alienación e imposibilidad. Y, más que nada, como sugiere la frase que empieza este apartado, aprender de la gente que hizo, positivamente, la historia; dejar de darle tanta preeminencia al busto, que casi siempre representa al tirano, al que gustan de homenajear sus equivalentes de la actualidad.

El aprendizaje de los oficios, en cambio, significa una forma humilde de honrar a los pueblos que, aunque ni sepamos bien cómo ni quiénes fueron, nos enseñaron, con su legado, a trabajar. El trabajo, entendido como lo hace Morris, es la llave para liberarse y tender hacia la felicidad, rodeados de paz y belleza. O es, al menos, la llave para la esperanza, el comienzo de todo.

Tomás García Lavín

Toledo-Casar de Periedo, agosto de 2017

SOBRE LIBROS

COMENTARIOS SOBRE LOS LIBROS ILUMINADOS DE LA EDAD MEDIA

El texto fue publicado en 1894, en Magazine of Art, y da cuenta de la pasión de Morris por la historia del libro. De hecho, tuvo en su biblioteca numerosos ejemplares antiguos de altísimo valor cultural.

La Edad Media podría ser considerada la época de la escritura por excelencia: piedra, bronce, alfabetos rúnicos de madera, tabletas de cera, papiro, que podían ser escritos con un instrumento u otro; pero todos éstos —incluso el último, tan tierno y quebradizo como era— no eran más que materiales sucedáneos sobre los cuales escribir; y no fue hasta que el pergamino y la vitela y, finalmente, el papel de trapo, se volvieran comunes, que el verdadero material en el cual escribir, y la plumilla, el verdadero instrumento con el cual hacerlo, comenzaron a ser usados. A partir de entonces, hasta que llegara el uso generalizado de la imprenta, debe considerarse a ese periodo como la era de los libros escritos. Lo que sucediera en otros oficios manuales, se dio igualmente en éste: fue el mayor período de creación genuina (alguna vez llamado Edad Oscura por quienes habían olvidado el pasado, y cuyo ideal de futuro era una cómoda prisión), se hizo todo lo que merecía hacerse en tanto arte, dejando la imitación para el período del Renacimiento y la inteligencia de la civilización moderna.

Bizancio fue sin dudas la madre de la caligrafía medieval, pero el arte se dispersó rápidamente por el norte de Europa, y allí floreció tempranamente, y es casi deslumbrante encontrarlo, tal como lo hacemos hoy, en su apogeo, que tuvo lugar en la Irlanda del siglo VII. Ninguna escritura se ha hecho, ni antes ni después, con tanta perfección como los tempranos libros eclesiásticos irlandeses; y esta caligrafía también es interesante para demostrar el desarrollo de lo que hoy los impresores llaman letra minúscula, creada a partir de las mayúsculas antiguas. La escritura es, debo repetir, positivamente hermosa en sí misma, totalmente ornamental; pero estos libros, tan bien provistos con ornamentos de su tiempo, están tan cuidadosamente ejecutados como la escritura —de hecho, son maravillas de paciencia e ingenioso entrelazamiento—. Este ornamento, sin embargo, no tiene relación en ningún libro irlandés con el estilo tradicional de Bizancio, sino que se trata más bien de una rama de la ampliamente desplegada gran escuela de decoración originaria, que tiene poco interés en la representación de la humanidad y sus creaciones, ni, de hecho, en tipo alguno de vida orgánica, pero que está satisfecha con las convulsionadas líneas abstractas, en las cuales alcanza una gran maestría. El ejemplo más obvio de este tipo de arte podrían ser los tallados de los maoríes de Nueva Zelanda. Pero es común en muchas razas en cierto nivel de desarrollo. El color de estos ornamentos irlandeses no deleita demasiado, y carece de oro.

La caligrafía y la iluminación irlandesas fueron tomadas por los monjes del norte de Inglaterra; y, de ellos, aunque en menor medida, por los hacedores de libros carolingios, tanto en Francia como en Alemania; pero ellos no estaban satisfechos con la representación bastante rudimentaria de la forma humana que solía aparecer en las iluminaciones irlandesas, y llenaron el vacío imitando los libros ilustrados bizantinos con éxito considerable; y en ese momento desarrollaron un estilo muy hermoso de iluminación, combinando ornamentos con la ilustración de figuras, siendo Winchester, a comienzos del siglo XI, una de las sedes. El oro fue usado con copiosidad en estos libros posteriores, pero no se lo ve en las creaciones cuidadas y bruñidas que caracterizan a la iluminación medieval en su cenit.

La imagen corresponde a Los Evangelios de Lindisfarne (Northumbria), hechos entre los siglos VII y VIII.

Debe notarse que entre los libros bizantinos del período temprano hay algunos que en un aspecto superan en suntuosidad a todos los libros que se hayan hecho alguna vez; están escritos en oro y plata sobre vitela, y completamente coloreados en púrpura. Posteriormente, en el período llamado semi-bizantino-anglosajón, o también carolingio, se nos legaron algunos ejemplares de libros escritos en oro y plata sobre vitela blanca. Este esplendor fue replicado a veces (sobre todo en Italia) en la última mitad del siglo XV.

gótica