Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Janice Maynard

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón culpable, n.º 176 - abril 2020

Título original: Blame It On Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-423-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡La respuesta es no!

Mazie Tarleton terminó la llamada, deseando tener un teléfono antiguo para colgar con fuerza el auricular. A sus espaldas, Gina, su mejor amiga y compañera de trabajo, se acabó el último bocado del bollito de canela y se chupó los dedos.

–¿Quién te ha enfadado tanto?

Las dos mujeres estaban en el despacho de Mazie, un rincón al fondo de All That Glitters, la exclusiva joyería de Mazie en el centro histórico de Charleston que a tantos turistas y paisanos atraía.

–Es otra vez la agente inmobiliaria de J.B. dándome la lata –comentó Mazie.

–No te quejes. J.B. te ha hecho una buena oferta por este edificio que se cae a cachos.

–¿De qué lado estás?

Mazie y Gina se habían conocido en el primer curso de la escuela de arte y diseño de Savannah.

Gina conocía el desprecio que Mazie sentía por el empresario más deseable y sexy de Charleston.

–Hay carcoma en el desván y la calefacción es prehistórica, por no mencionar que la cuota del seguro se triplicará en la próxima renovación. Sé que los Tarleton sois muy ricos, pero no por eso tenemos que ignorar una buena oferta.

–Si viniera de otra persona que no fuera J.B. –murmuró Mazie con tensión en los hombros.

Jackson Beauregard Vaughan, el hombre al que amaba tanto como odiaba desde que tenía dieciséis años. Lo detestaba y quería hacerle tanto daño como el que él le había hecho a ella.

–¿Qué es lo que te hizo? –preguntó Gina.

Su expresión de perplejidad era comprensible. J.B. Vaughan era el prototipo de hombre alto, moreno y guapo. Tenía una sonrisa arrogante, brillantes ojos azules y rasgos marcados, además de unos hombros muy anchos.

–Es complicado –murmuró Mazie, sintiendo que le ardía la cara.

Los recuerdos le resultaban humillantes.

Mazie no recordaba ningún momento en el que J.B. no hubiera formado parte de su vida. Mucho tiempo atrás lo había querido como a un hermano. Pero cuando sus hormonas empezaron a enloquecer, lo había visto desde una nueva perspectiva. El baile de primavera de su colegio se había presentado como la oportunidad de jugar a ser adultos. Lo había llamado una tarde de un miércoles del mes de abril. Con los nervios a flor de piel y el estómago encogido, le había hecho la invitación.

J.B. se había mostrado evasivo. Entonces, apenas cuatro horas más tarde, había aparecido en la puerta de su casa. Su padre estaba encerrado en su estudio bebiendo, y Jonathan y Hartley, sus hermanos, habían salido a hacer unos recados.

Así que había sido ella la que había abierto la puerta. Como se había sentido incómoda de invitarle a pasar, a pesar de que ya había estado antes un montón de veces, había salido al porche y le había sonreído con timidez.

–Hola, J.B. No esperaba verte hoy.

Se había quedado apoyado en el poste, en aquella postura tan varonil. En pocas semanas cumpliría dieciocho y sería legalmente un adulto.

–Quería hablar contigo cara a cara. Has sido muy amable invitándome al baile. Me siento halagado.

–Todavía no me has dicho si irás conmigo.

Sintió las manos heladas y empezó a temblar.

–Eres una chica encantadora, Mazie, y me alegro de que seas mi amiga.

No hacía falta que dijera nada más. Era inteligente y sabía leer entre líneas, pero no estaba dispuesta a dejarlo escapar tan fácilmente.

–¿Qué intentas decir, J.B.?

–Maldita sea, Mazie. No puedo ir al baile contigo. No deberías habérmelo pedido. Eres una cría.

–No soy una niña. Soy solo un año más pequeña que tú.

–Casi dos.

Le sorprendió que lo supiera con tanta exactitud. Avanzó unos pasos hacia él. Se había venido abajo, pero no estaba dispuesta a que se diera cuenta de cuánto afectaba a su autoestima.

–No te inventes excusas, J.B. Si no quieres ir conmigo, ten las agallas de decírmelo a las claras.

Él maldijo entre dientes y le apartó un mechón de pelo de la cara.

–Eres como una hermana para mí.

No podía haber dado con una excusa menos convincente. ¿Por qué se empeñaba en levantar muros entre ellos?

Respiraba con tanta agitación que corría el riesgo de hiperventilar. Era evidente que lo había malinterpretado. J.B. no había ido hasta allí aquella noche porque sintiera algo por ella o porque quisiera verla. Estaba allí porque era todo un caballero incapaz de decirle que no por teléfono.

Otra persona se lo habría puesto más fácil, pero Mazie estaba cansada de ser buena. Lo rodeó por la cintura y apoyó la mejilla en su amplio pecho. Llevaba una camiseta azul marino, unos vaqueros desgastados y sus náuticos de piel. Era el clásico James Dean, un chico malo e inconformista.

Cuando lo tocó, todo su cuerpo se puso rígido. Nada se movió, excepto una única cosa, algo bastante abultado. Jackson estaba excitado y como Mazie se había abrazado a él, le era imposible ocultarlo. Sus bocas se encontraron y volcó toda su pasión de adolescente en aquel beso desesperado.

J.B. sabía de maravilla, tal y como había imaginado en sus sueños. Por un momento, se había sentido vencedora. La estrechó contra él y su boca se fundió con la suya. Su lengua se deslizó entre sus labios y acarició el interior de su boca. Las piernas no la sostenían y se aferró a sus hombros.

–J.B. –susurró–. Oh, J.B.

Sus palabras lo sacaron del hechizo en el que había caído. Se apartó tan bruscamente que Mazie dio un traspié. J.B. ni siquiera alargó la mano para ayudarla a recuperar el equilibrio.

Se quedó mirándola, iluminado por la poco favorecedora luz amarillenta del porche. El sol se había puesto y la noche había caído con todos los olores y sonidos de la primavera.

Se pasó la mano por los labios para secárselos.

–Como te he dicho, Mazie, eres una cría, deberías salir con los de tu edad.

–¿Por qué estás siendo tan cruel?

A continuación vio cómo tensaba los músculos del cuello, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero no iba a permitir que cayeran.

–Creo que hemos terminado con esto. Hazme un favor, J.B. Si alguna vez ocurre un desastre y tú y yo somos los únicos seres humanos que sobrevivimos en el planeta, piérdete.

 

 

–Mazie… Hola, Mazie.

La voz de Gina la devolvió al presente.

–Lo siento, estaba sumida en mis pensamientos.

–En J.B., ¿verdad? Estabas a punto de contarme por qué detestas a ese hombre después de tantos años y por qué no quieres venderle este edificio a pesar de que te ofrece tres veces su valor.

Mazie tragó saliva, olvidándose del pasado.

–Me rompió el corazón cuando éramos adolescentes y se portó muy mal. Así que sí, no quiero ponérselo fácil.

–No estás siendo razonable. Olvídate del dinero. ¿Acaso no te ha ofrecido también otros dos locales en una ubicación privilegiada para nuestra tienda? ¡Está dispuesto a hacer un intercambio! ¿A qué estás esperando, Mazie?

–Quiero hacer que se arrastre.

J.B. había comprado todos los metros cuadrados en una franja de dos manzanas cerca de Battery. Tenía planeada una impresionante rehabilitación en aquella zona de la ciudad, respetando las normas de conservación del patrimonio histórico de Charleston. A nivel de calle estarían los comercios, siguiendo el típico estilo sureño. Sobre ellos, la idea de J.B. incluía lujosos condominios y apartamentos, algunos de ellos con vistas al puerto. Lo único que se interponía en los planes de J.B. eran Mazie y su local.

Gina agitó la mano ante la cara de Mazie.

–Baja ya de la nube. Puedo entender que quieras vengarte del tormento de tu juventud, pero ¿de veras te vas a cerrar en banda?

–No estoy segura de querer vendérsela. Necesito tiempo para pensar.

–¿Y si la agente inmobiliaria no te vuelve a llamar?

–Lo hará. J.B. nunca se da por vencido. Es una de sus virtudes y también la más detestable.

–Espero que tengas razón.

 

 

J.B. se sentó en un taburete y alzó la mano para llamar la atención del camarero. Se había puesto chaqueta y corbata para una reunión. En aquel momento, se había quitado la corbata y llevaba el primer botón de la camisa desabrochado.

Jonathan Tarleton estaba sentado a su lado, tomando agua con gas.

–Tienes mal aspecto –comentó J.B.

–Son estos malditos dolores de cabeza.

–Tienes que ir al médico.

–Ya he ido.

–Entonces, tienes que encontrar otro mejor.

–¿Podemos dejar de hablar de mi salud? Tengo treinta años, no ochenta.

J.B. quería insistir en el tema, pero era evidente que Jonathan no estaba interesado.

–De acuerdo. Tu hermana me está volviendo loco. ¿Puedes hablar con ella?

No quería mencionar la verdadera razón por la que necesitaba ayuda. Mazie y él eran como el agua y el aceite. Ella lo odiaba y J.B. llevaba años tratando de convencerse de que no le importaba. La verdad era muy diferente.

–Mazie es muy cabezota –dijo Jonathan.

–Es una cualidad de los Tarleton, ¿no?

–Tengo el proyecto paralizado porque me está tomando el pelo.

–A mi hermana no le caes bien, J.B.

–Eso ya lo sé. Mazie no quiere hablar de vender. ¿Qué se supone que debo hacer?

–¿Mejorar la oferta?

–¿Pero cómo? No quiere dinero.

–No lo sé. Siempre me he preguntado qué hiciste para enfadarla. Se ve que mi hermana pequeña es la única mujer de Charleston inmune a tus encantos.

J.B. apretó el mentón.

–No tengo tiempo para andar con juegos. Necesito empezar las obras antes de mediados de enero para cumplir lo programado.

–Le gustan los bombones.

Jonathan había hablado en serio, pero J.B. sabía que se estaba burlando de él.

–¿Me estás diciendo que le compre bombones?

–Bombones, flores,… no sé. Mi hermana es una mujer complicada. Es lista como el hambre y tiene un gran sentido del humor, pero también tiene un lado oscuro. Te lo va a hacer pagar caro. Estate preparado para arrastrarte.

J.B. dio un trago a su bebida e intentó olvidarse de Mazie. Todo en ella lo volvía loco, pero no se podía dejar llevar.

Se atragantó y tuvo que dejar el vaso para recuperar la respiración.

Los hijos de los Tarleton eran guapos. J.B. solo recordaba de la madre de Jonathan que era una mujer bella, con un eterno aire triste. Jonathan y Hartley habían heredado la tez morena de su madre, así como sus ojos oscuros y su pelo castaño. Mazie también era morena, pero su piel era más clara y sus ojos de un marrón dorado.

Su hermano llevaba el pelo muy corto y Mazie lucía una melena por el hombro. Solía dejarse caer por casa de los Tarleton en Acción de Gracias, pero ese año había estado ocupado con otros asuntos. Sin darse cuenta, ya estaban en diciembre.

–Seguiré el consejo de los bombones.

–Veré lo que puedo hacer, pero no te aseguro nada. En ocasiones, cuando le sugiero algo, hace justo lo contrario. Ha sido así desde siempre.

–Porque siempre ha querido estar a la altura de sus hermanos y los dos la habéis tratado como a una niña.

–No fue fácil después de que mi madre ingresara en la clínica. La pobre Mazie nunca tuvo un referente femenino. No puedo ayudarte si te lo está poniendo difícil. Solo Dios sabe por qué lo hace.

J.B. sabía por qué, o al menos tenía una ligera idea. Llevaba años bajo el hechizo de un beso que no había podido olvidar, por mucho que lo intentara.

–Seguiré intentándolo. Avísame si encuentras algo que te funcione.

–Haré lo que pueda, pero no te hagas demasiadas ilusiones.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

A Mazie le gustaba el ambiente festivo de Charleston. El casco antiguo de la ciudad estaba más bonito que nunca en diciembre. El sol brillaba, no había demasiada humedad y la exuberante vegetación adornaba todas las balaustradas y los balcones. Había diminutas luces blancas y lazos rojos de terciopelo por doquier.

A Mazie lo que más le gustaba era la Navidad. Su vida nunca había sido un cuento de hadas. Nada de veladas frente a la chimenea con sus padres leyéndole cuentos. A pesar de la fortuna de los Tarleton, sus padres habían sido unas personas difíciles. Pero no le importaba. Desde el fin de semana de Acción de Gracias hasta el día de Año Nuevo, se dejaba llevar por la época de la armonía y los buenos deseos.

Por desgracia, los pecados de J.B. eran demasiado crueles como para incluirlo en la lista de Santa. Mazie todavía quería encontrar la manera de hacerle sufrir sin poner en peligro su negocio.

Cuando al día siguiente la agente inmobiliaria llamó con otra nueva oferta de J.B., no le dijo que no de inmediato. En vez de eso, escucho el discurso apasionado de la mujer. Cuando hizo una pausa para tomar aire, Mazie respondió en un tono de voz modulado y excepcionalmente amable.

–Por favor –dijo cortésmente–, dígale al señor Vaughan que si tanto interés tiene en comprar mi propiedad, tal vez debería venir por aquí y hablar conmigo en persona. Esa es mi condición.

Entonces, una vez más colgó el teléfono.

–Bueno –dijo Gina–, esta vez no le has colgado inmediatamente. Supongo que es un avance.

–Veremos qué pasa ahora. Si J.B. quiere comprar este sitio, va a tener que dar la cara.

Gina palideció y agitó la mano en el aire.

–¿Qué te pasa? –preguntó Mazie frunciendo el ceño.

Su amiga estaba tan pálida que sus pecas destacaban. Además, los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas y emitió un sonido inclasificable.

Al ver que Gina permanecía inmóvil, Mazie se volvió para ver la causa de su extraño comportamiento. Entre el grupo de mujeres de mediana edad que acababa de entrar en la tienda, estaba J.B. Vaughan.

–Hola, Mazie –dijo sonriendo con atrevimiento–. Hace tiempo que no nos vemos.

Su voz la envolvió como la miel cálida. ¿Por qué le resultaba tan sexy? Aquel hombre parecía salido de una fantasía. Llevaba unos vaqueros y unos zapatos de piel italianos. Sus hombros anchos se adivinaban bajo la chaqueta de lino que llevaba abierta sobre una inmaculada camiseta blanca y que dejaba adivinar su abdomen esculpido.

Vaya. Había pedido que fuera a verla en persona sin pensar en lo que implicaba. Mantuvo la compostura y disimuló la sorpresa que le producía verlo.

–Hola, J.B.

Echó un vistazo rápido a su reloj y se dio cuenta de que era imposible que hubiera tardado tan poco en llegar, a menos que hubiera decidido de antemano enfrentarse a su negativa cara a cara.

–¿Has hablado con la comercial inmobiliaria esta mañana?

–No –respondió frunciendo el ceño–. Vengo directamente del gimnasio. ¿Hay algún problema?

–No, ninguno.

Justo en aquel instante, el teléfono de J.B. sonó.

Mazie habría apostado un millón de dólares a que sabía quién estaba al otro lado de la línea por cómo había cambiado su expresión. Una amplia sonrisa asomó a sus labios. La agente inmobiliaria acababa de darle su mensaje.

J.B. había entrado en su tienda por iniciativa propia.

–¿Qué quieres, J.B? Estoy ocupada.

–¿Limpiando una balda de cristal? –preguntó él arqueando una ceja–. Eso no corresponde a su categoría, señorita Tarleton.

–Es mi negocio. Todo lo que pasa aquí es asunto mío.

Gina pasó al lado de Mazie.

–Disculpadme, voy a atender a los clientes.

Mazie debería haber presentado a su amiga pelirroja, pero Gina escapó de aquella confrontación.

J.B. sacó una caja envuelta en celofán rojo.

–Esto es para ti, Mazie. Recuerdo haber oído a Jonathan que te gustaban mucho.

Se quedó mirando el logotipo.

–¿Me has comprado bombones?

–Sí, señora.

–Me los podía haber comprado yo misma, J.B. Al fin y al cabo, esa tienda está aquí al lado.

La sonrisa de J.B. se desvaneció. La calma de sus ojos azules dio paso a la tempestad.

–Al menos podías darme las gracias. Se ve que de pequeña no te dieron los azotes suficientes. Te consintieron demasiado.

Mazie contuvo la respiración. Aquello le había molestado.

–Sabes que no es cierto.

Una sombra de remordimiento asomó al rostro de J.B.

–Ah, maldita sea, Mazie, lo siento. Siempre sacas lo peor de mí. Te he traído los bombones en son de paz, te lo prometo.

–Gracias por los bombones –dijo ella irguiéndose de hombros–. ¿Eso es todo?

J.B. se quedó mirándola fijamente, sin dar crédito.

–Por supuesto que no es todo. ¿De verdad crees que voy por Charleston regalando bombones a la primera mujer que pasa?

–¿Quién sabe qué haces?

Resultaba casi divertido verlo a punto de perder la calma. Después de unos momentos de tenso silencio, él suspiró.

–Me gustaría enseñarte una propiedad que tengo en Queen Street. Allí dispondrías del doble de superficie y la zona de almacenaje es diáfana. Además, hay un amplio apartamento en el piso de arriba, por si alguna vez decides dejar la casa de tus padres.

La idea de tener su propio apartamento resultaba tentadora, pero ni Jonathan ni ella habían sido capaces de dejar a su padre solo. Lo cual era absurdo. Había sido un padre distante tanto en sentido emocional como físico, pero aun así, se sentían responsables de él.

Por encima del hombro de J.B., vio a Gina asomarse preocupada.

Mazie decidió seguirle el juego a J.B., al menos por un tiempo. Quería hacerle creer que estaba considerando seriamente su oferta.

–De acuerdo, supongo que no pasará nada por ir a echarle un vistazo.

Al oír sus palabras, J.B. la miró con sorpresa y suspicacia.

–¿Cuándo?

–Ahora es un buen momento.

–¿Y la tienda?

–Pueden apañárselas sin mí.

Era cierto. Mazie era la dueña y directora del negocio. Además de Gina, había dos empleadas a tiempo completo y tres a tiempo parcial.

–Entonces, vámonos. He aparcado en una zona de carga y descarga.

–Ve tú delante. Mándame un mensaje con la dirección y estaré allí en quince minutos. Tengo que recoger el abrigo y el bolso.

–Puedo esperar –replicó frunciendo el ceño.

–Prefiero ir en mi coche, J.B.

Se quedó mirándola con los ojos entornados y se cruzó de brazos.

–¿Por qué?

–Porque quiero, por eso. ¿Temes que no vaya? Te he dicho que iría y lo haré. No le des más importancia de la que tiene.

Apretó la mandíbula. Parecía a punto de decir algo, pero no dijo nada.

–¿Qué? –susurró ella.

J.B. sacudió la cabeza con gesto sombrío.

–Nada, Mazie, no pasa nada –dijo sacando el teléfono del bolsillo–. Te mandaré la dirección y allí nos veremos –añadió escribiendo con impaciencia un mensaje.

 

 

J.B. debería sentirse eufórico.

Había superado el primer obstáculo. Por fin había convencido a Mazie Tarleton para que echara un vistazo a otro local para su joyería. Había dado un gran paso, mucho más de lo que la agente inmobiliaria había conseguido en doce semanas. Aun así, estaba impaciente. Estar cerca de Mazie era como estar manipulando una granada.

Nunca nada había sido fácil con Mazie. Se entretuvo paseando por Queen Street, frente al local, rezando para que apareciera. Cuando vio aparecer su Mazda Miata, sintió alivio.

Después de aparcar, se bajó y cerró el coche con el mando. Estaba acostumbrado a verla con ropa informal, pero en aquel momento llevaba una falda ajustada y una blusa de seda blanca, lo que le daba el aspecto de la rica heredera que era.

Tenía las piernas largas y caminaba con seguridad. La tarde estaba ventosa y se había puesto un abrigo negro que le llegaba a medio muslo. Parecía dispuesta a comerse el mundo.

Se quedó observándola mientras guardaba las llaves en el bolso y caminaba hacia él. Se puso una mano a modo de visera sobre los ojos y levantó la mirada. Él dirigió la vista en la misma dirección. Arriba, sobre la fachada de piedra, se leía el año en el que se había levantado el edificio: 1822.

–Ha estado alquilado hasta hace tres meses a una compañía de seguros –dijo él sin esperar a que le preguntara–. Si crees que puede servirte, mandaré que lo limpien y organizaremos rápidamente la mudanza.

–Quisiera ver el interior.

–Claro.

Se había asegurado de no hubiera inconvenientes, nada de olores extraños ni pintura descascarillada. Lo cierto era que el edificio era una joya. Se lo habría quedado para él si no fuera porque necesitaba desesperadamente algo con lo que tentarla.

Durante años había intentado enmendar sus errores de juventud. Llegar a ser un respetado empresario en Charleston había sido muy importante para él. El hecho de tener que tratar con Mazie y con aquella atracción tan inoportuna lo complicaba todo. Había aprendido por las malas que la atracción sexual podía cegar a un hombre.

–Fíjate en los techos –dijo él–. Este sitio fue un banco. Aquí estaban los cajeros.

Mazie puso los brazos en jarras. Lentamente se volvió, estudiando cada rincón, e hizo alguna foto con su teléfono.

–Es precioso.

Era evidente que hacía aquel comentario a regañadientes, pero al menos estaba siendo sincera.

–Gracias. Por suerte pude comprarlo. Tuve que ahuyentar a un tipo que estaba interesado en montar un minigolf de interior.

–Estás de broma, ¿no?

–No. Creo que nunca habría obtenido los permisos, pero ¿quién sabe?

–¿Decías que había zona de almacenaje?