Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.
En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.
La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.
Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.
Los Editores
Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.
Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».
Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.
Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.
Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.
Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.
Los Editores
Nace Juan Jacobo Rousseau cuando el siglo XVIII está recién nacido: aún no en mayoría de edad para recibir la cuantiosa herencia que le legaran los tres siglos anteriores. Por una milagrosa confabulación, la nueva edad recibe, en efecto, tres dones del espíritu, tres lecciones, tres normas fundamentales: el siglo XV, le da el Renacimiento; el XVI, la Reforma; el XVII, la filosofía cartesiana. Es como si tres ríos de luz, rumorosos de rimas, de graves palabras, de acordados números, desembocasen en un ancho golfo a cuyas orillas se alzasen las ciudades en que los hombres continúan buscando mayor sosiego y esplendor para su vida y un más claro y alto sentido para el universo que les sirve de escenario.
A medida que el siglo va madurando, es más clara la conciencia del legado que recibiera y más cálido y tumultuoso el deseo de hacerse digno de su administración y acrecentamiento. Con el afán juvenil de quien tiene en sus manos unos instrumentos bruñidos y buidos de tan nuevos, la inteligencia dieciochesca hace una revisión de cuanto alienta sobre la tierra o se oculta en los cielos. Conforme a D'Alembert, uno de los más destacados representativos: "Todo ha sido discutido, analizado, removido, desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de la religión revelada, desde la música hasta la moral, desde las cuestiones teológicas hasta las económicas y comerciales, desde la política hasta el derecho de gentes y el civil".
En esta ambiciosa empresa revisionista, se emplean con respeto y entusiasmo los instrumentos intelectuales recibidos de las generaciones anteriores: pero cada vez es más evidente la voluntad de forjar unas herramientas propias, características del nuevo espíritu. Así, por ejemplo, con la interpretación filosófica del universo, no se aviene ya la mente a disputar por único camino hacia la conquista de la verdad la deducción sistemática de Descartes y Spinoza; sino que aspira a un método, a una forma de entendimiento, a una posición vital, más libres en sus procedimientos, más concretas en sus experiencias, más prácticas en sus conclusiones. De esta manera el sistema deductivo se opone al analítico; a los principios generales y a los dogmas, los hechos y los fenómenos; a lo metafísico, lo positivo, y para que estas posiciones del entendimiento tengan un denominador común, se hace de la razón el deus ex machina de la nueva aventura intelectual.
También en las relaciones entre la naturaleza y la razón, entre el hombre y su escenario, ha de llegarse a un nuevo status. Ya no basta que la revelación y la fe sosieguen la curiosidad del espíritu y asienten el alma dentro de un marco de certidumbres morales y religiosas. Ni es suficiente tampoco el sistema conciliador de los escolásticos, que pretendía buscar fuera de la naturaleza, y no en ella misma, la razón de su existencia, de sus perfecciones y de sus imperfecciones. Partiendo de las experiencias y teorías de Galileo, Kepler y Newton —que han sentado las bases de una ciencia natural matemática— los hombres de la Ilustración, es decir, la inteligencia del siglo XVIII, consideran la naturaleza en sí misma, en su trascendencia propia, independiente de toda voluntad superior, exenta de ocasionalismos, explicable por una serie de principios que están al alcance de la inteligencia humana si ésta cuenta, para descubrirlos o deducirlos, con la ayuda de las matemáticas, de la ciencia natural y de la razón analítica.
Otro tanto sucede en la revisión de las más altas cuestiones atañederas al hombre, a su vida. La religión, la sociedad, el Estado, el arte, deben ser analizados con arreglo a la forma de pensamiento característica del siglo XVIII y, si es posible, llevados a una relación nueva, más justa, más libre, más racional con el hombre. Dentro del limitado marco de esta introducción, no sería posible señalar siquiera las conclusiones de tan dilatada empresa. Forzoso nos será, pues, dejar tan tentador terreno para tratar de indagar a toda prisa cuáles fueron las peripecias y consecuencias de ella en más reducido círculo: en el de la sociedad francesa de la época. Y aun dentro de ella, apenas en sus relaciones con la literatura.
Desde el último cuarto del siglo XVI la conciencia europea había entrado en un período de crisis. El espíritu de libre examen, la razón crítica, la ciencia experimental, el relativismo moral se conjuraban para luchar contra el despotismo y el fanatismo en una de las empresas más tenaces, prolongadas y heroicas que acometiera nunca el espíritu humano. La poderosa inteligencia y el prestigio personal de dos hombres: Luis XIV y Jacobo Benigno Bossuet, lograron en Francia una pausa en la desatada guerra, pausa que el genio francés aprovechó para expresar sus más nobles cualidades a través de la tragedia y la poesía clásicas. Por un favor misterioso, por una razón secreta, se dio así ocasión a que se escucharan unas voces que en ninguna de las circunstancias anteriores o posteriores hubiesen podido tener el mismo noble tono, la misma eternal belleza, la misma hondura psicológica. Fue como si el mundo, con sus pasiones y sus luchas, sus abominaciones y sus furores, sus codicias y sus escándalos, quedase en suspenso para que en un intermedio de paz surgiese el alto y límpido chorro de la poesía para refrescar los cielos iracundos y ablandar la endurecida tierra. Pero aún no estaban mondos los huesos de Racine y La Fontaine, cuando se reanudaba la querella y la crisálida de una nueva edad se debatía en la sombra por llegar pronto al día.
El quebrantamiento del prestigio monárquico, iniciado en los últimos años de Luis XIV por razón de los reveses internacionales y la flaqueza de la hacienda pública, y aumentado considerablemente por la corte disoluta de la Regencia, se presenta como un aliado inesperado para los pequeños grupos que tratan, desde la sombra, de llevar la luz a los pueblos. Entre tanto, la aristocracia, que abriera en el siglo anterior sus puertas a los poetas y aprendiera de ellos la galanura del lenguaje, el refinamiento de los sentidos y la compleja mecánica de los sentimientos, se engolosina ahora con la ciencia, y en los salones resplandecientes de espejos, candiles y sederías el miope sabio reemplaza al buido madrigalista. Las damas se agrupan con una seriedad recién nacida en torno de los físicos y naturalistas, para hacerse explicar el movimiento de los astros o la vida secreta de las plantas; y así como no vacilaran en el siglo XVII en competir con poetas y memorialistas, no hacen ahora remilgos para herborizar en los bosques que ciñen a París y Versalles, ni para hacer con sus finas manos complicadas y sangrientas disecciones en sus tocadores, convertidos transitoriamente en laboratorios.
Mientras así prepara la aristocracia su propia caída, los escritores se alelan leyendo a los poetas clásicos y se empeñan en imitarlos, sin lograr otra cosa que un eco frío, una rígida sombra de aquel caudal ardiente, de aquella augusta belleza. Oigamos a Paul Hazard explicar magistralmente el vano esfuerzo de estos hombres de razón por captar en yertas formas la esencia misteriosa y fugitiva de la poesía: "Poetas, no lo eran. Sus oídos estaban cerrados a la sonoridad, a la dulzura de las palabras y su alma había perdido el sentido del misterio. Inundaban todo lo real de una luz implacable, y querían que hasta sus mismas efusiones fueran ordenadas y claras. Si la poesía es una oración, ellos no oraban; si es una tentativa para llegar a lo inefable, ellos negaban lo inefable; si es una vacilación entre la música y el sentido, ellos jamás vacilaban. Sólo querían demostraciones y teoremas; cuando hacían versos, era para encerrar en ellos su espíritu geométrico". No puede expresarse mejor ni en menor número de palabras tan extraordinario sucedido. En verdad, la gente se hallaba embriagada por el vino nuevo de la razón y no entendía de cosa alguna que, como la poesía, fuese de esencia misteriosa. Más aun: después de los vanos intentos por sorprender el secreto de los clásicos, no vacila Lamotte-Houdar en decir que el verso sólo sirve para mutilar y oscurecer las ideas, y que sus reglas más son un estorbo para la razón que un adorno. Sí, realmente aquél era un siglo antipoético.
Otra era la tarea encomendada a los espíritus del siglo XVIII. Si habían dedicado su vida al culto de la razón, debían llevar ese culto hasta sus últimas consecuencias, proyectando sus luces sobre el mundo para contrastar los valores admitidos hasta entonces y reemplazarlos, si era el caso, por valores nuevos. Y realmente el mejor instrumento para esta empresa no era la poesía, sino la prosa. Hablar de razón y libre examen, de emancipación individual y derechos colectivos, era entregar desnuda y maniatada a la poesía en manos de la pomposa oratoria. Que fue lo que hicieron Saint-Lambert, Roucher, Louis Racine y tantos otros poetastros que habían resuelto que la poesía fuese un instrumento docente, un vehículo de enseñanzas morales, un amable medio para procurar el mejoramiento de los ciudadanos.
Veamos, finalmente, cómo esta gigantesca transformación de los sistemas filosóficos, de las costumbres sociales y aun de las tendencias literarias, se refleja en las clases sociales, dando a luz un tipo nuevo que habría de tener particular preponderancia en los hechos políticos en que finalmente fermentaría toda esta levadura.
Ya en los siglos XVI y XVII, bajo el manto severo de la ciencia y el recamado traje de la literatura, el burgués había comenzado a infiltrarse en los castillos de la derrotada nobleza feudal y en los palacios de la monarquía unitaria; pero todavía su presencia en ellos era tímida y transitoria, más tolerada que aceptada, más próxima a los cuartos de servicio que a las habitaciones de huéspedes. El hombre de ciencia, el filósofo o el poeta conservaban aún, ante las clases rectoras, cierto carácter histriónico que justificaba su admisión en los cerrados círculos por la capacidad de diversión que para ellos tuviera, y aún los núcleos intelectuales no habían establecido con el pueblo el contacto directo y permanente que pudiese darles una fuerza propia, una categoría social y política.
Pero ya en los albores del siglo XVIII, acaso por la influencia de Inglaterra y seguramente por la intensa labor de zapa que en la misma Francia realizaran los racionalistas, el burgués adquiere una preponderancia sólo comparable a la petulante seguridad con que asume sus nuevas funciones. Por fin se atreve a descararse con el gentilhombre, oponiendo a la nobleza de cuna, la aristocracia del saber; al brillo cortesano, la utilidad cívica; al prestigio del poder armado, la arrogancia natural del hombre libre; al puntilloso honor del espadachín, la severa honestidad del comerciante. Y así como el noble dobla el espinazo ante su rey, el burgués se inclina reverente ante el filósofo.
Esta última palabra no debe engañarnos. Para el hombre del siglo XVIII el filósofo no es un extravagante ciudadano ahíto de metafísica que se aísla del mundo y lo ignora mientras inventa un sistema para interpretarlo, transformarlo o gobernarlo; sino un hombre de razón que vive conforme a la naturaleza, amablemente; que no tiene reparo en expresar su libre juicio sobre todas las cosas y que ha hecho del examen crítico del mundo y los hombres la más constante y alta de las tareas de su inteligencia.
Durante el siglo XVII, no obstante la secreta virulencia de las nuevas doctrinas, la razón quiere hacerse aceptable socialmente, adoptando cierta actitud de mediadora entre la tradición y la revolución, entre el dogma y la ciencia, entre el autócrata y el ciudadano. Bastaría citar en Francia los nombres de Bossuet, Descartes, Malebranche y Fenelón para apreciar justamente los poderosos, ingeniosos y múltiples esfuerzos realizados para buscar la conciliación de esos contrarios. Pero en el siglo XVIII la razón se hace beligerante y se presenta ya definitivamente como "una potencia crítica".
Consideremos, finalmente, que hasta aquel momento las obras científicas, filosóficas y literarias que anunciaban y creaban para la humanidad una nueva era, se hallaban fuera del alcance del pueblo, ora por motivos de escasa y costosa difusión, ora por las persecuciones del Estado, ora por su carácter mismo, por su contenido teórico, por su base científica, inaccesibles al común de las gentes. Si se quería que el espíritu de libertad, los descubrimientos y el uso de la razón crítica llegasen hasta el pueblo y éste los hiciese celosamente patrimonio suyo, se imponía una intensa labor de vulgarización, una campaña permanente contra los abusos políticos y los terrores del fanatismo, una aplicación inmediata del nuevo criterio a cada uno de los casos que más directamente impresionaban la sensibilidad popular o con mayor violencia vulneraban sus derechos naturales. Es decir, era preciso que entre el hombre de ciencia, el filósofo y el poeta, por una parte, y el pueblo, por la otra, se interpusiese el panfletista, el periodista, ese nuevo tipo de hombre de letras que haría llegar a las severas bibliotecas y a los incipientes laboratorios el clamor de las muchedumbres, y llevaría a éstas, ya desmigajadas y asimilables, las conclusiones magistrales de la razón. Que fue lo que hizo con singular eficacia y brillo Voltaire.
Lo que dejamos dicho es apenas un apresurado y torpe esquema del escenario en que vivirá Juan Jacobo Rousseau. Tratemos ahora de acercarnos a él, por ver qué clase de hombre fue y qué vida vivió.
Cuando un gran escritor y un agudo psicólogo, como lo fuera Juan Jacobo Rousseau, se ha tomado durante cinco años el trabajo de narrar prolija, sincera y crudamente su propia vida y cuando se está ofreciendo, como ahora lo hacemos nosotros, esa narración a los lectores, sería no sólo superfluo sino necio malgastar tiempo en tratar de reducir a borrosa miniatura lo que es un fresco monumental. Pero acaso no se juzgue impertinente anticipar un trasunto de lo que fue como hombre el autor de Las Confesiones y procurar que ese trasunto, por fantasmal que resulte, se acomode dentro del marco histórico que nos esforzamos por ensamblar en las páginas anteriores.
Por capricho del destino y mandato de los humores que albergaba en su cuerpo, no muy sano al parecer, Juan Jacobo, un poco a semejanza de su época, se presta como hombre a todas las experiencias; recorre, como ciudadano, todas las escalas de la vida social contemporánea y participa, como intelectual, en todas las aventuras del entendimiento que dieran al siglo XVIII su sabor propio, su especial textura.
Jamás comienzos de una vida parecieron más desamparados y confusos. Se diría que Rousseau (nacido en Ginebra el 28 de junio de 1712) fue el prototipo del huérfano, del niño desconcertado que pasa de unas manos a otras sin que ninguna acierte a retenerlo o acariciarlo. De las del padre, hombre sentimental pero violento, disipado pero moralista, pasa a las de su tío, el ingeniero, que se apresura a traspasar el pupilo a las de un pastor protestante. Luego será aprendiz de notario y aprendiz de grabador, escuelas de las que habrá de escaparse para ir a formar parte de un extraño grupo de prosélitos católicos, quienes lo enderezarán hacia los tiernos brazos de Madame de Warens, una intelectual campesina de la época, que satisface sus aspiraciones espirituales con un vago deísmo y sus urgencias de temperamento con la amable práctica de un libertinaje atemperado por su buena índole. En los años decisivos de la niñez y de la adolescencia, Rousseau servirá como lacayo, estudiará como seminarista, ganará su vida como profesor de música, será limosnero de amor en los brazos de Madame de Warens, neófito y misionero en curiosas cofradías católicas y protestantes, secretario de un archimandrita griego que pretende la reconstrucción del Santo Sepulcro por suscripción popular, copista de músicas ajenas, autor de óperas, inventor de un nuevo sistema de escritura musical, secretario de Embajada en Venecia y, finalmente, para cerrar su primera juventud, servidor enamorado de la que años después sería su esposa: una mujer fea, inculta, estúpida, el pérfido reverso del hada madrina que le hiciera conocer en Les Charmettes algunos de los momentos más dulces de su desamparada existencia y le revelara las exquisiteces del sentimiento y las refinadas frivolidades del sentido.
Hasta este momento y no obstante hallarse a un paso de esa frontera decisiva que es la cuarentena, Juan Jacobo conserva cierta apariencia adolescente. No en lo físico, desde luego, sino en lo que atañe a los sentimientos, al sentido moral, a la manera de ver y juzgar a los hombres, al tono de sus relaciones y amores con ellos. Aunque se duela de haber conocido la perversidad y sufrido la injusticia, es notorio que el corazón prima en él todavía sobre la inteligencia y que el teatro del mundo y la participación en él de sus actores están transformados en Rousseau por los coloreados vidrios de su sensibilidad. Su extraordinaria afectividad le hace suponer una pareja abundancia cordial en sus semejantes, logrando de este modo olvidar su eterna condición de huérfano vagabundo para ponderar, con exageración ya típicamente romántica, las virtudes paternales de su descuidado progenitor, la ternura maternal de la señorita Lambercier, la belleza de espíritu y la fortaleza de alma de la señora de Vercellis, la inextinguible bondad y la franca alegría de la de Warens, la dulzura cariciosa de la de Basile, la gran nobleza revelada en el rostro del archimandrita de Jerusalén, el carácter puro, excelente y sin malicia de Teresa Le Vasseur, su lamentable querida, y para construirse, no obstante sus no menos típicas quejas, un hogar artificial en cada sitio a que llega.
El propio Rousseau, al iniciar el Libro séptimo de sus Confesiones, advierte a los lectores: "Se ha visto transcurrir mi apacible juventud en una vida uniforme, bastante dulce, sin mayores reveses ni prosperidades... ¡Cuán distinto es el cuadro que tendré que desarrollar en breve!"
¡Y en verdad que es diferente! Pero no por las razones que inventará la imaginación atormentada de Juan Jacobo, ni porque de súbito el mundo, los hombres, su semejanza, se hubiesen vuelto particularmente perversos y en vez del amor que lo acogiera hasta entonces en cada encrucijada, le mordieran los polvosos talones la envidia, la incomprensión o la injusticia. Por el contrario, después de que Diderot lo invitara a participar en la redacción de la Enciclopedia —esa Summa del espíritu dieciochesco—, la fama literaria y el prestigio mundano comienzan a rodearlo. Su Discurso sobre las artes y las ciencias le ha ganado la estimación de filósofos y escritores; el estreno de El adivino de la aldea le ha abierto las puertas del favor real. Pero una especie de demonio contradictorio, malhumorado, receloso, perverso y pusilánime se ha apoderado de Juan Jacobo para no abandonarlo ya hasta los días de su perecimiento.
Cuando se le ofrece un importante cargo administrativo, lo rehúsa, acaso por temor a la responsabilidad, tal vez por no perder independencia. Cuando se le llama a la corte para pensionarlo, rehuye la invitación por timidez o por soberbia. Cuando en L'Hermitage le rodean consideración y amistad, se querella con Diderot y Grimm y no tarda en atacar a Voltaire. Y a medida que su obra se va cumpliendo y aparecen sus libros más importantes se acentúa el estado de beligerancia. El Contrato social lo ha indispuesto con la Monarquía. El deísmo sentimental del Vicario saboyano, en el que parecen palpitar las sombras arrebatadas de su propio padre y de Madame de Warens, lo ha hecho sospechoso a los ojos de la Iglesia a la par que a los de la filosofía racionalista. La nueva Eloísa, finalmente, ha logrado alarmar el pudor, despierto por sorpresa, de las gentes.
En 1762 el Parlamento de París condena su Emilio y el Arzobispado lanza una pastoral contra su autor, que huye a Prusia, desde donde, como un parto, replica a monseñor de Beaumont y dispara sus flechas contra la Constitución y el consejo ginebrinos, que también vetara el Emilio. Considerando su vida en peligro, pasa a Inglaterra como invitado de David Hume. No obstante la amistad con que lo recibe Londres, se revuelve contra la ciudad y logra hacerse huésped de un propietario del Derbyshire, en cuya mansión campesina escribirá buena parte de Las Confesiones. Como ya parece de rigor, se pelea con Hume y se cree perseguido por Jorge III y Federico II, quienes, en realidad, quisieron ser sus protectores, aunque el carácter atrabiliario de Rousseau les impidiera hacer práctica su largueza y eficaz su simpatía.
En 1767 regresa a Francia, en donde, como siempre, encuentra amigos y protectores que no piden nada mejor que alojarlo y ayudarlo, aunque sólo logren, a la vuelta de unos cuantos días, convertirse en nuevos amenazadores fantasmas en la mente de Juan Jacobo. En 1770 abandona toda amistad y, como si intentase una recuperación de tiempos más apacibles, reasume en París sus tareas de copista de música y se casa con su querida. Pero ni la soledad, ni el regreso a viejas costumbres y amores amortiguan su manía persecutoria. Un nuevo protector le ofrece asilo en Ermenonville, en donde habrá de morir el 2 de julio de 1778, en estado de querella y envuelto por los terrores de la insania. Contra el dictamen médico, algunos antiguos amigos hicieron circular la especie de que Juan Jacobo Rousseau se había suicidado. Como si se quisiese hacer creer que su última, definitiva lucha, hubiese sido consigo mismo.
Siglo y medio después de muerto, Juan Jacobo continúa ejerciendo una influencia pasional sobre las almas que se acercan a la suya. Apenas desaparecido, los hombres de la Gran Revolución hacen de él, más que un maestro, un santón de su petulante y arrebatada religión laica; Napoleón reconoce en él a uno de los Prometeos que desencadenaron al hombre, lo que no le impide, desde luego, forjar nuevas cadenas para subyugar a sus súbditos; Byron lo ensalza como a uno de los príncipes de su rebelde paraíso; Chateaubriand aprovecha las lecciones de su estilo para forjar su propio, admirable lenguaje; los románticos se enorgullecen de su ascendencia; los psicólogos lo diputan precursor de sus más sutiles anotaciones; los demagogos hacen sonar su nombre entre oriflamas; filósofos, teólogos, pedagogos, sociólogos, políticos se preocupan de sus textos, los escudriñan, los citan; las almas cándidas lloran con él y las soberbias se asoman a su espejo para reconocerse y corroborarse.
Y, sin embargo, una fría revisión de su obra nos permitirá asegurar, sin pasión y sin petulancia, que Juan Jacobo Rousseau, por falta de preparación científica, por escasez de lógica, por debilidad de carácter, por indecisión de la mente, vaguedad del espíritu e inconstancia del corazón no pudo ser un filósofo, ni un moralista, ni un pedagogo, ni un tratadista político. Que jamás alcanzó el dominio del arte poético, ni fue un creador de seres vivos en el mundo del teatro; que tampoco fue un novelista y que todavía hoy es difícil encasillarlo exactamente en un género literario. De manera que si deseamos descubrir el secreto de su influjo permanente y la razón por la cual continúa ocupando un sitio tan destacado en la historia literaria, será preciso volver a su época y tratar de situarlo en mitad de sus corrientes intelectuales, para ver cuál es la fuente nueva que vierte en ellas, exprimiéndose el corazón, desjugando sus venas.
Ya dijimos que la poderosa corriente ideológica que soflamaría a los pueblos y los llevaría a conquistar nuevos derechos en 1789, se había iniciado en las postrimerías del siglo XVI. Pero lo que entonces fuera un riachuelo de pocas aguas y de corriente subterránea, comenzó a crecerse y engrosarse hasta convertirse en turbulento río que acabaría por arrasar los poderosos bastiones de la Monarquía y la Iglesia. So pretexto de buscar bases más lógicas para el sentimiento religioso y más claras explicaciones de los textos sagrados; con la excusa de estudiar las costumbres de los pueblos remotos; con la justificación de buscar en la ciencia la salud y el bienestar de los hombres, se unieron en vasta liga filósofos y moralistas, poetas y narradores, físicos y médicos, y se constituyeron poco a poco en tutores de los pueblos, en abogados de sus derechos, en curadores de sus libertades. Como es obvio, a medida que este movimiento ganaba en caudal, los literatos que participaran en él se apartaban cada vez más del arte puro para ir a la labor exegética y de propaganda. Por esta razón llamamos al siglo XVIII edad antipoética, y le dimos como símbolo al señor de Voltaire, el primer gran periodista —con Addison— de los tiempos modernos.
A finales del siglo XVII escribía Pierre Bayle a un su amigo: "Veo muy bien que mi insaciable afán de noticias es una de esas tercas enfermedades ante las cuales todos los remedios se diluyen; es una gran hidropesía, que exige más cuanto más se le da". Pero no sólo era característica en Bayle, y en los que habrían de seguirle, esta avidez de conocimientos, sino también la tendencia a escribir gigantescas obras de carácter enciclopédico, en cuyas páginas se pretendía revisar, uno a uno, todos los conceptos, todas las ideas, todos los hechos. Era una secreta rebelión contra el texto sagrado único, contra la verdad revelada que tan incansable y dogmáticamente se opusiera durante largos siglos a los interrogantes del hombre. Dentro de este espíritu escribe Pierre Bayle su Diccionario histórico y crítico, que "continúa siendo, según la apreciación de Paul Hazard, la requisitoria más abrumadora que se haya hecho nunca para vergüenza y confusión de los hombres. Casi a cada nombre surge el recuerdo de una ilusión, de un error, de un fraude y aun de un crimen. Todos esos reyes que hicieron la desdicha de sus vasallos; todos esos papas que rebajaron el catolicismo al nivel de sus ambiciones y pasiones; todos esos filósofos que construyeron sistemas absurdos; todos esos nombres de ciudades y países que recuerdan guerras, expoliaciones, carnicerías...; todas esas indecencias y perversiones...; todas esas fábulas que nacen de la humana ligereza, de su necedad, de su avaricia o de su corrupción" fueron denunciadas por Bayle, que adquirió con su obra el prestigio de un precursor y apresuró el mar de lava que habría de sumergir finalmente las caducas construcciones del antiguo régimen.
Bernard de Fontenelle, completa en cierto modo la obra gigantesca de Bayle. Como Voltaire, será un admirable divulgador de la ciencia. Sobrino de Corneille, querrá seguir en un principio sus huellas escribiendo tragedias de un neoclasicismo hábil, en las que ya se revela su destreza en la pintura de los caracteres; pero, como buen hijo de un siglo antipoético, ignora la embriaguez divina de las palabras y no tarda en abandonar los prados paradisíacos de la poesía para entregarse definitivamente a la tarea de propagar los métodos y descubrimientos de la ciencia, usando para ello un estilo literario fluido y elegante, que realza con su agudo humorismo.
Más filósofo y escritor que Fontenelle, Charles de Secondat, barón de Montesquieu, se hace famoso en Francia con sus Cartas persas. Empleando un truco literario que ya se había hecho tradicional en su época, Montesquieu hace el análisis crítico y satírico de las costumbres e instituciones de Francia bajo los visos de un voluptuoso velo oriental. Acuciado por el afán del siglo, sólo se interesa en el atañedero a la sociedad humana, a su conducta, a su organización política. En sus consideraciones sobre la grandeza y decadencia de los romanos, atribuye al carácter del hombre su psicología, las vicisitudes de su historia y la bondad de sus instituciones, lo que no le impide más tarde, al escribir El espíritu de las leyes, adoptar el punto de vista opuesto; a saber, que son las instituciones políticas las que deciden de la conducta individual.
Acaso el escritor de esta época que más cabalmente representa ese tipo humano que llamaremos más tarde "hombre de letras", es Diderot. Desde su mocedad abandona carrera y posición para consagrarse totalmente a su obra literaria; sus enormes conocimientos le permiten ser a la vez hombre de ciencia y novelista libertino, autor dramático y filófoso, poeta y crítico de arte. Efectivamente, con sus famosos Salones Diderot se nos aparece como el creador de la moderna crítica artística. Un admirable sentido psicológico y su formación científica le permiten crear en la literatura novelística y dramática caracteres tan definitivos como el de Jacobo, el fatalista y el bohemio fracasado de El sobrino de Rameau. Pero no obstante el singular valor de estas obras puramente literarias, la mayor fama concedida a Diderot se desprende de su participación decisiva en la redacción de esa obra monumental que fue la Enciclopedia. Siguiendo el ejemplo de los ingleses y esa tendencia peculiar del siglo que ya vimos en Pierre Bayle y en Voltaire, Diderot decide llevar a cabo una empresa intelectual que supere a todas las realizadas hasta entonces. Unido para su empeño con D'Alembert, tan buen hombre de ciencia como mediocre escritor, obtiene la colaboración de Montesquieu, Marmontel, Buffon, Voltaire, Condillac, Helvetius, Turgot, Raynal, Duclos, de todos los numerosos cortesanos de la ciencia que pretendían derivar del sistema experimental y del espíritu de Epicuro una nueva organización del universo y una más sana, alegre y sabia conducta para el individuo.
En una excelente síntesis, Louis Coquelin nos dice lo que fue la Enciclopedia, esa obra que tan profunda repercusión tendría sobre los acontecimientos posteriores y sobre la inteligencia y la moral de los revolucionarios de 1789: "La Enciclopedia se presentaba no solamente como un inventario de las ideas y conocimientos científicos, sino que concedía una grande y nueva importancia a las artes y los oficios, cosa por demás original e interesante para la época. Pero esto no le impedía continuar siendo esencialmente una máquina de guerra filosófica. En sus páginas se habituaba a los espíritus a considerar los problemas de la religión y la filosofía desde el punto de vista racionalista".
Mientras se adelanta esta gigantesca batalla que habrá de resolverse en las trágicas jornadas de Versalles y París, tres hombres mantienen en Francia la tradición de la literatura pura y retratan en sus obras la vida de sus contemporáneos, creando de paso la novela y el teatro de costumbres.
Es el primero Alain-René Lesage. Una curiosa simpatía ha hecho de este provinciano pobre y laborioso un infatigable lector y traductor de los autores españoles. Su realismo, el movimiento pintoresco de sus obras, su malicia y alegría, su predilección por los ambientes rurales —soleados y bulliciosos— antes que por las doradas y cerradas salas cortesanas, impresionan vivamente a Lesage, que logra con su Gil Blas de Santillana incorporar las mejores características de la novela española a la lengua y al espíritu de Francia.
Por el mismo sendero, pero ya no echando mano de personajes y caracteres exóticos, sino profundamente franceses, Pierre de Marivaux nos descubre en sus novelas el ambiente, las peripecias y los protagonistas de la vida campesina y burguesa de su tiempo. Por la profundidad de su análisis psicológico, el alado ritmo de su estilo, la delicadeza de sus trazos de retratista, Marivaux entra a formar parte del Olimpo francés. Desde la fulgurante aparición de Racine, el teatro permanecía horro de valores auténticos, hasta que suben a la escena las tiernas, las frágiles, las sutiles heroínas de Marivaux. Conforme a las palabras de uno de sus críticos, "ha cimentado la comedia sobre el fino y suelto análisis del amor. Ha pintado, no el amor pasión, sino una tierna galantería impregnada de dulce ironía. Naturalmente, da el primer papel a las mujeres. Y encanta sobre todo en el diálogo, en el que la emoción se mezcla a la burla. Su estilo elegante y fácil tiene todos los matices y toda la vivacidad de la conversación; es a veces preciosista y amanerado, aunque en el marivaudage es preciso ver no tanto una manera de escribir, como una manera de pensar, resultante del refinado análisis de los más delicados sentimientos".
Con Marivaux se inicia, pues, una nueva actitud del espíritu, que tendrá, al menos en la literatura, una extraordinaria resonancia. Tímidamente empiezan a levantarse voces contra la razón, contra el espíritu de geometría, contra la dictadura de las normas que, a nombre del clasicismo, quisieran hacer del artista un artesano, un obrero mecánico al que sólo le está permitido vaciar sus ideas en moldes preestablecidos. El abate Dubos se hace vocero de este naciente descontento y denuncia con valor, con gracia y con sabiduría a quienes quieren hacer del arte una helada perfección, una yerta academia. Es preciso que el alma de los hombres vuelva a verter lágrimas de pasión sobre el triste destino de los héroes literarios y pueda fugarse del tedio por la ancha puerta de las sensaciones. Es preciso crear una nueva escala de valores estéticos, en cuyo ápice no esté ya la razón con su rostro impasible y sus quietos ojos de diamante, sino la pasión desmelenada que revela en cada uno de sus móviles rasgos el tumulto interior que la sacude. Es preciso que la inspiración vuelva a descender sobre el artista a manera de un ángel guerrero y lo turbe durante toda la noche con sus delirantes abrazos, como a Jacob.
El espíritu melodramático y difuso del abate Prévost aprende de memoria estas nuevas lecciones y se entrega a practicarlas con una libidinosidad sentimental desconcertante, de la que lo redime el haber escrito, entre tantas deyecciones románticas, una obra maestra: Manon Lescaut. Toda Francia se precipita sobre sus páginas impregnadas de lágrimas. ¡Por fin se han rehabilitado las razones del corazón y ha burlado la pasión a los centinelas de la geometría! Ahora están en sazón los tiempos para que aparezca en escena el personaje capaz de competir con el señor de Voltaire en los apasionados sufragios del siglo XVIII. Juan Jacobo Rousseau puede adelantarse hasta las candilejas.
Llegado a los treinta años, comienza a hacer oír su voz y a predicar una doctrina que confunde por su oposición a las ideas predominantes en su tiempo, pero que acaba por convencer, por la pasión febril con que se expresa y por la apelación constante a los sentimientos. Contra Voltaire, contra los enciclopedistas, contra el siglo mismo se levanta Rousseau para rehabilitar al hombre. No es la civilización la que perfecciona a éste, ni la razón la que mejor le sirve, ni la sociedad lo que más le conviene. Puro, bueno, generoso salió el hombre del seno de la naturaleza; pero las leyes, las instituciones y la ciencia lo han corrompido y lo han consagrado a la desgracia; en su aislamiento primigenio el hombre desconocía la desigualdad, la envidia y la codicia, pero la sociedad le ha revelado sus diferencias, lo ha hecho duro y belicoso, insatisfecho y cruel. Es menester, pues, retornar a la naturaleza, acomodarse a sus lecciones, que no son interesadas, caprichosas ni falsas como las de la filosofía. El espíritu religioso del hombre no necesitará entonces de verdades reveladas ni de dogmas impuestos por el fanatismo social. Contemplando la naturaleza, identificándose con ella, encontrará su religión natural, hallará a su Dios, al que confluirán las aspiraciones de su corazón y las hermosuras de la tierra.
Oigamos una vez más a Coquelin sintetizar las consecuencias del mensaje espiritual traído al siglo XVIII por otro de sus hijos representativos: "Rousseau ha renovado, ha ampliado el sentimiento del mundo exterior; ya no separa al hombre de la naturaleza que lo rodea. Este utópico teorizante es un pintor admirable. Escritor elocuente, apasionado, melancólico, es el precursor del romanticismo francés. De ahora en adelante, no sin declamación y en contraste con la sequedad espiritual del clan "filosófico", torrentes de sensibilidad patética y de novelesca ternura inundarán las letras y el pensamiento francés, y las consecuencias de este cambio se prolongarán largamente en el siguiente siglo".
Es posible que las teorías filosóficas y sociales de Rousseau resulten hoy casi desdeñables. Es posible también que en los oídos modernos resulte declamatorio su estilo literario. Es posible que el Contrato social y el Emilio se nos caigan de las manos. Pero no es menos cierto que mientras aliente en el hombre el sentimiento de la solidaridad humana y haya en su corazón un hueco para alojar en él la verdad, la verdad heroica y la pasión, Las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau continuarán siendo uno de los más nobles, ardidos y patéticos documentos literarios. Pocas veces se conoció mejor a sí mismo un hombre, y pocas veces se tuvo el valor incomparable de dar a sus semejantes una imagen más verídica y desnuda del propio autor. Sin el exhibicionismo con que se pretenderá más tarde emular con él, Rousseau, hipocondríaco, enfermo, errante, desvalido, se levanta sobre sus propias miserias y manías para hacernos el legado inestimable de este libro, que parece nacido de aquella profunda reflexión que hace en el libro III: "Tratar de ocultar el propio corazón será siempre un mal sistema para leer en el corazón de los demás".
Sin pretender una clasificación definitiva ni completa de una labor literaria que cubre cerca de medio siglo y en la cual, aparte de media docena de obras esenciales, se multiplican las cartas, ensayos y discursos en que Rousseau vertía sus ideas respecto a cuestiones de inmediata actualidad o relacionadas con su propia persona, hemos considerado conveniente agruparla en cuanto ello sea posible, conforme a sus géneros. Es obvio que pueden escapar de este breve índice algunos folletos o fragmentos que sólo un erudito en la materia habrá compulsado y anotado.
TEATRO:
Narciso, comedia escrita en 1733 y representada en 1752.
Las musas galantes, ópera, 1745.
El adivino de la aldea, opereta, 1752.
Pigmalion, melodrama, 1775.
Dafnis y Cloe, ópera, 1780.
MÚSICA:
Disertación sobre la música moderna, 1743.
Carta sobre la música francesa, 1753.
Carta de un músico de la Academia Real a sus compañeros de orquesta.
Carta a M. de Burney.
Diccionario de música, 1767.
NOVELA:
Julia, o la nueva Eloísa, 1761.
FILOSOFÍA, POLÍTICA, PEDAGOGÍA:
Discurso sobre las artes y las ciencias, 1749.
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 1754.
Carta a D'Alembert contra los espectáculos, 1758.
El contrato social, 1762.
Emilio. o De la educación, 1762.
Carta de J. J. Rousseau, ciudadano de Ginebra, a M. Cristóbal de Beaumont, Arzobispo de París, 1763.
Cartas de la Montaña, 1763-4.
Cartas sobre la legislación de Córcega, dirigidas a N. Buttafuocco, 1764-1765.
Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, 1773.
Comentarios y juicios sobre la obra del abate Saint-Pierre.
POESÍA:
Consolaciones de las miserias de mi vida, canciones, 1781.
AUTOBIOGRAFÍA:
Las Confesiones, escritas de 1765 a 1770, publicadas en 1782.
Los diálogos, Rousseau juez de Juan Jacobo, 1775.
Ensueños de un paseante solitario. Escritos en los últimos años, aparecieron póstumamente, en 1782.
Correspondencia. De distintas épocas, la edición completa, por Dufour y Plan (1924 y sigs.), comprende 25 tomos.
1712-1719
Intus et in cute.
Persio. Sat. III, V. 30.
Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo.
Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído.
Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente:
"He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno; si me ha sucedido emplear algún adorno insignificante, lo hice sólo para llenar un vacío de mi memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, mas nunca lo que sabía que era falso. Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He descubierto mi alma tal como Tú la has visto, ¡oh Ser Supremo! Reúne en torno mío la innumerable multitud de mis semejantes para que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas, se avergüencen de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad; y después que alguno se atreva a decir en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre."
Nací en Ginebra en 1712.1 Fueron mis padres los ciudadanos Isaac Rousseau y Susana Bernard. Mi padre no tenía más medio de subsistencia que su oficio de relojero, en el que era muy hábil, pues le correspondió muy poco, o casi nada, de una herencia pequeña a repartir entre quince hermanos. Mi madre, hija del reverendo Bernard, tenía más fortuna. Era bella y discreta. No sin trabajo pudo mi padre casarse con ella. Empezaron a quererse desde niños. Entre los ocho y los nueve años se paseaban juntos por la Treille; a los diez, ya no podían vivir separados. El sentimiento que había despertado en ellos la costumbre se afianzó por la simpatía y uniformidad de sus almas. Nacidos ambos tiernos y sensibles, sólo esperaban la ocasión de hallar igual disposición en otra alma, si es que esta ocasión no les esperaba a ellos mismos, que entregaron su corazón al primero que encontraron dispuesto a recibirlo. La suerte, que parecía contrariar su pasión, no hizo más que encenderla. El joven amante, no pudiendo obtener a su amada, se consumía de dolor. Le aconsejó ella que viajara para olvidar, y él viajó sin fruto y volvió más enamorado que nunca al lado de la que había continuado fiel y llena de ternura. Después de esta prueba no quedaba más que amarse toda la vida. Se lo juraron y el cielo bendijo su juramento.