Akal / Música / 46

Christian Thielemann

con la colaboración de Christine Lemke-Matwey

Mi vida con Wagner

Traducción: Manuel Monge Fidalgo, con revisión de Jesús Espino Nuño

A Wolfgang Wagner, con gran admiración y gratitud.

Capítulo I

«¿No estarás tocando el órgano, verdad?». Mi camino hacia Wagner

A mí a Richard Wagner me lo presentaron nada más nacer. Yo crecí en un hogar burgués, en el seno de una «buena familia», como se decía entonces, lo que no sólo implicaba la mejorana en la oca de Navidad, sino también algo fiable, profundamente sólido, sobre lo cual construir en la vida, algo protegido y protector. Es algo de lo que he disfrutado y que sin duda me ha sido útil y necesario. El origen en una «buena familia» significaba, para la educación en los años sesenta, que el niño crecía rodeado de música, con Bach, Beethoven, Brahms, Bruckner. Y, en mi caso, con Richard Wagner. La música estaba simplemente ahí, desde el principio, como la comida encima de la mesa, como el Schlachtensee para nadar en verano. Los oratorios de Bach, las sinfonías de Bruckner, las sonatas de Mozart y Schubert, los lieder, la música de cámara, las arias de óperas, todo eso me acarició los oídos desde el primer día, por medio de la bien surtida colección de discos que había en casa, de los conciertos retransmitidos por la radio y, sobre todo, del piano, que tanto mi padre como mi madre tocaban muy bien. Les tengo que agradecer a ellos el haber aprendido a cantar antes que a hablar. Mi madre lo anotó un día en su diario, después de oír por casualidad cómo yo volvía a cantar las canciones de cuna, sin texto, por supuesto, que ella acababa de entonar para mí. Tenía aproximadamente un año de edad. «Parece que tiene buen oído», escribió mi madre con cautela.

El buen oído para la música está en nuestra familia. Mi padre tenía un oído absoluto (que yo heredé), y ya de su padre, mi abuelo, que fue maestro pastelero y al que enseguida le fue muy bien, tras trasladarse de Leipzig a Berlín, se contaban muchas historias relacionadas con la música. En la Primera Guerra Mundial fue enviado como tramoyista a la Lindenoper, por entonces dirigida por Richard Strauss, y mientras los otros trabajadores se largaban al finalizar el trabajo, mi abuelo se quedaba en el callejón, escuchando entusiasmado. Los maestros cantores era una de sus óperas favoritas, algo que yo también he heredado a través de mi padre, si bien después de un largo periodo de incubación. Al principio, con doce o trece años, el tercer acto me parecía mortalmente aburrido: ¡ese tonto bullicio de feria de pueblo, la huera palabrería de los maestros cantores!, pensaba yo. Mi padre estaba desolado. Por desgracia, no vivió para compartir mi amor tan especial por la única ópera cómica de Wagner, ya que murió cuando yo tenía veintidós años. Esa noche yo dirigía en Düsseldorf La novia vendida de Friedrich Smetana. Todavía hoy tengo el piano con el que mi padre aprendió a tocar, un viejo Blüthner con una vida de lo más agitada.

Por suerte, mis dotes fueron descubiertas en fecha temprana. Recibía clases de piano y violín e íbamos mucho a conciertos. Mis padres tenían un abono en la Filarmónica de Berlín y todavía me acuerdo de cómo nuestros vecinos de asiento se compadecían de mí: el pobre chico, otra vez teniendo que echarle paciencia. Creo que yo era el único niño a la redonda, y nadie comprendía cómo un jovencito de cinco años de mejillas sonrosadas podía estar sentado sobre el borde de la butaca mientras en el escenario se interpretaba a Beethoven. A mí, sin embargo, aquello me gustaba. No quería quedarme en casa con mi niñera de Prusia oriental, quería oír la música de una orquesta, el juego de los colores, esas oleadas de sonido en las que uno se podía perder y volver a encontrarse. El director, en cambio, fuera quien fuera, me parecía siempre un personaje más bien ridículo: ¿pero qué es eso?, me preguntaba, ¿por qué aprieta los puños, por qué parece que tiene el baile de San Vito? Hasta que no vi a Karajan no fui desarrollando la impresión de que la dirección también puede ofrecer un espectáculo orgánico, realmente hermoso incluso.

Desde el principio me ha gustado más lo impactante y arrollador en la música que lo sobrio y lo sutil. Para mí era necesaria la posesión absoluta, el sonido pleno; todavía hoy no me canso de escuchar los fortissimi de Richard Strauss en su Heldenleben (Una vida de héroe). Del mismo modo, también desde el principio me han fascinado las frases lentas y no las cosas rápidas y chirriantes. Lo rápido es fácil, pensaba, eso lo puede hacer cualquiera. Pero lo lento es difícil, lo tienes que llenar con tus ideas y pensamientos, con colores y matices. Por tanto, era tan sólo una cuestión de tiempo que yo pasara del violín a la viola, debido a su timbre más cálido, aterciopelado y oscuro, y del piano al órgano. En Nochebuena solíamos ir a la Kaiser-Friedrich-Gedächtnis-Kirche en el Hansaviertel, a la misa con acompañamiento de órgano. Peter Schwarz tocaba la tercera parte del Clavierübung de Johann Sebastian Bach, con el imponente «Preludio y triple fuga en Mi bemol mayor», Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando el órgano tronaba con tanta fuerza, yo me sentía feliz, entonces era realmente Navidad. Bach tenía para mí una riqueza, una íntima monumentalidad, que me atraía enormemente.

A los once años intenté aprender en secreto a tocar el órgano. El sacristán me abría la Johanneskirche en Schlachtensee y yo practicaba preludios corales, lo cual naturalmente no funcionaba. El manejo de los diferentes manuales y pedales, la coordinación de manos y pies, todo eso no me salía bien. Sin embargo, sí comprendí que había que colocar los dedos de una manera completamente diferente a como se hace en el piano. Y esto acabó por traicionarme. Mi profesora de piano, la esposa del flautista de la Filarmónica, Fritz Demmler, estaba cada vez más descontenta con mi técnica, y un día exclamó con vehemencia: «¿No estarás tocando el órgano, verdad?». En ese preciso instante terminó mi carrera como organista. Me prohibieron tocar el órgano, y en eso fueron inflexibles, así que tuve que buscarme otra válvula de escape para mis indomables fantasías sonoras. La encontré rápido, en cierto modo era algo obvio: en la orquesta. Y en el deseo de dirigir. Y en Richard Wagner. Ya no sé qué fue primero: pensar en Wagner o pensar en dirigir. En mi memoria, ambas cosas están íntimamente ligadas. En cualquier caso, la orquesta de Wagner, en la medida en que se puede hablar de la orquesta de Wagner, me hace pensar hasta hoy en los registros de un órgano.

En cuestiones musicales no era preciso que nadie me animara o estimulara, al contrario. Las palabras de mi abuela retumbaron largo tiempo en mis oídos: «¡Venga, sal fuera de una vez, con el buen tiempo que hace!». El buen tiempo no me interesaba, yo lo que quería era ensayar hasta las seis de la tarde. ¿Tenía que dejar el trabajo sólo porque fuera brillase el sol? Me parecía absurdo. Mi sol, mi disfrute, mi realización era el Clave bien temperado de Bach. Yo sentía que ése era mi camino. Para mí nunca hubo una alternativa a la música ni el menor deseo en ningún momento de que la hubiera.

El encuentro con Wagner no hizo sino reforzar ese autismo. Por un lado, estaba la música que escuchaba: La valkiria, muy pronto, en 1966, dirigida por Karajan, o mi primer Lohengrin en la Deutsche Oper, en la vieja puesta en escena de Wieland Wagner, que más tarde por diversión yo mismo ensayaba, acabando exhausto en cada ocasión. Ortrud y Telramund en el segundo acto, en la penumbra del escenario, «Erhebe dich, Genossin meiner Schmach» («Álzate, compañera de mi desdicha»), era algo que me obsesionaba durante días (sin que yo entendiera realmente de qué trataba). Y, por otro, Wagner estaba presente en las conversaciones familiares a diario, de las que se me quedó grabado sobre todo el tono, en el que temblaban una admiración, un respeto, muy diferentes de lo que ocurría en el caso de Haydn o Verdi o Debussy. Haydn y Verdi eran claramente valorados. Pero Wagner debía de ser algo especial, así lo percibía yo, y eso me intrigaba. Además, venía envuelto en el halo de lo «no apropiado para niños», lo cual lo hacía doblemente atractivo. Durante mucho tiempo tuve que oír: «Eres demasiado pequeño para Tristán», «Vamos a esperar todavía un poco con Parsifal». Esto provocó que esas dos piezas, cuando pude acceder a ellas, a los trece o catorce años, me conmovieran profundamente. Como si yo hubiera crecido en un vacío, en una nada, a la espera de que llegase el momento en que la música de Richard Wagner los llenase.

No sólo me sentí transportado por la atmósfera, los colores, la instrumentación, sino sobre todo por la idea de ser subyugado por la música – y de subyugar. Enseguida vi claro que quería ser el elemento activo en ese juego. De manera que me convertiría en director. Como Karajan, cuyos discos yo ponía en casa, una y otra vez, con las partituras en las rodillas, preferiblemente El anillo, que él grabó a finales de los sesenta en la Jesus-Christus-Kirche de Dahlem, con el fabuloso Thomas Stewart como Wotan y Régine Crespin como Brünnhilde. «¡Venga, sal fuera de una vez, con el buen tiempo que hace!», decía alguien. No. Dejadme en paz. ¡Qué era el buen tiempo comparado con el viaje de Sigfrido por el Rin en El ocaso de los dioses!

Con Wagner el flechazo fue instantáneo y yo supe que había encontrado lo que buscaba, que eso era lo que debía hacer. Entre tanto ya había comprendido que mis padres eran verdaderos wagnerianos. Durante toda mi juventud estuve rodeado de personas que sentían entusiasmo por Wagner. De otra cosa y otras personas no guardo memoria. Esto incluía a nuestro profesor de música en el instituto, que contaba, cuando se tocaba el tema del Festival de Bayreuth, cómo él de joven se había colado en el Festspielhaus por la ventana de un cuarto de baño para poder asistir a los ensayos generales. Más tarde yo buscaría en vano esa ventana, pero eso no quiere decir que la anécdota no fuera auténtica. El teatro ha sufrido desde entonces múltiples arreglos. El entusiasmo del profesor, ese deseo de asistir a cualquier precio, se me contagió de inmediato.

La idea de dirigir dominó toda mi adolescencia. De ahí que no fuera un rebelde, estaba demasiado ocupado y en absoluto tenía la sensación de que me faltase algo. Invertía todas mis energías en la música, en el piano, la viola, las partituras que estudiaba, en conciertos y representaciones de ópera. La sensación de haberme perdido de esa manera algo de la «vida real» no la tuve entonces ni la tengo hoy. Se suele considerar que la adolescencia hay que vivirla en la contradicción, en la oposición, en la protesta contra lo establecido (incluso por el mero gusto de protestar). Yo no puedo decir lo mismo en mi caso. Por lo menos, mis contradicciones eran otras, yo no soy un revolucionario. Yo no tuve que ocupar casas o vagar por la calle desastrado. Tampoco jugué al fútbol ni escuché a los Beatles, como la mayor parte de mis compañeros de clase. La música, a la que me dedicaba hasta el exceso, parecía estar muy alejada de la realidad y, sin embargo, me abría mundos enteros, mundos propios. Eso constituía para mí suficiente resistencia y separación.

Al volver la vista atrás, la situación tiene sin duda algo de esquizofrénica: medio Berlín Oeste proclama a finales de los años sesenta la revolución – y el chiquillo de Zehlendorf sigue trotando diligentemente a clase de piano como si nada hubiese ocurrido. En el momento álgido de la APO[1], del estado de emergencia y del «Busen Attentat» («atentado de los pechos») contra Adorno, yo era en realidad todavía un niño, y mis padres ciertamente no hablaban de esos sucesos durante la cena. No obstante, pertenezco a una generación que aprendió a conciencia, o por lo menos tenía la obligación de aprender, a odiarse a sí misma y a todo lo alemán, incluidos naturalmente la música alemana y, por encima de todo, Richard Wagner. Yo me opuse a esa corrección política de manera intuitiva, primero, y luego de forma plenamente consciente. En este punto, como en muchos otros, estoy de acuerdo con Daniel Barenboim: el que quiere ser políticamente correcto lo que quiere realmente es no pensar por sí mismo. Yo era completamente alérgico a dicha corrección. No tanto porque mi familia fuese políticamente conservadora, por eso también, o porque yo tuviese otra postura política (para eso hubiese sido necesario que empezase por formular una). Yo me opuse porque se me quería arrancar algo del corazón que yo no estaba dispuesto a perder a ningún precio. Así fue como empecé a entregarme de lleno a mis ídolos.

Forzosamente, mis relaciones con mis compañeros de clase se vieron perjudicadas. Yo tenía claro que era diferente de los demás y que mis dotes constituían algo bien especial. En esos casos es fácil caer en la arrogancia. Yo pasaba por ser mitad prodigio, mitad apestado, y lo peor era que a mí no me preocupaba gran cosa ni lo uno ni lo otro. «Tú y tu estúpido Bach», frases como ésa las tenía que oír a menudo: ¿debía reaccionar diciendo «Vosotros y vuestro estúpido fútbol»? Lo que los demás hicieran o pensasen de mí nunca fue para mí objeto de una reflexión seria. Además, tampoco estaba completamente solo. Un par de compañeros de clase también tocaban un instrumento, chelo, violín, trompeta. Con ellos podía reírme cuando la fracción pop volvía a preguntar «¿Qué?, ¿qué canción estás tocando ahora». Y también estaba el grupo al que le gustaba la ópera, cinco o seis cómplices que íbamos juntos a la ópera, a Charlottenburg por supuesto, pero también a Berlín Este, a la Lindenoper. En esas ocasiones, nos acostábamos muy tarde y al día siguiente teníamos que madrugar, porque a primera hora teníamos francés y, por la tarde, los deberes y los dos instrumentos, todo lo cual, en realidad, no era ningún problema. Yo sabía por qué lo hacía. No fui, sin embargo, un alumno especialmente brillante.

Bayreuth ha sido siempre un mito para mí. Eso se debía a las conversaciones en casa –mis padres fueron innumerables veces al festival– y a los nombres de directores que empezaron a llenar mi cabeza: Furtwängler y Knappertsbusch, y también Hermann Abendroth, Heinz Tietjen o Joseph Keilberth. En 1980 fui por primera vez a Bayreuth, becado por la Wagner-Verband de Berlín. Curiosamente, apenas puedo recordar El ocaso de los dioses, en la legendaria y todavía hoy imitada puesta en escena de Patrice Chéreau, con Pierre Boulez en el foso. En cambio, me impresionó Parsifal (dirigido por Horst Stein, con Wolfgang Wagner como responsable de la puesta en escena): esa sensación de que la música manaba de los asientos me fascinó enormemente. La luz se apaga, empieza el preludio… y las cuerdas no tocan en algún sitio allí delante, sino debajo de mí, encima de mí, a la derecha, a la izquierda, en el cielo y en el infierno, por todas partes. El sonido no tiene fuente ni dirección algunas, es ubicuo. El sonido es el espacio, la música es el mundo, y yo estoy ahí dentro. Sentado allí, completamente entusiasmado, me di cuenta de que aquello era exactamente como yo había esperado. En el fondo, nunca había escuchado a Wagner de otra manera, ni delante del tocadiscos ni al piano, cuando intentaba leer esta o aquella partitura.

En esos años los acontecimientos se sucedieron rápidamente, mi vida se parecía a un juego de dominó. A los dieciocho pasé mi examen de concierto en la asignatura de piano en la Musikhochschule de Berlín (con Helmut Roloff), entré al mismo tiempo como viola en la orquesta-academia de la Filarmónica de Berlín y tomé lecciones de interpretación de partitura y dirección con Hans Hilsdorf. A los diecinueve hice la selectividad y ese mismo año, en la temporada 1978-1979, fui contratado por la Deutsche Oper de Berlín. Eso era algo que nadie hubiese creído posible, y yo mismo mucho menos. Había hecho un viaje en verano y estaba entrando por la puerta de casa cuando sonó el teléfono. Era Hilsdorf. Un pianista correpetidor quería dejar su puesto al inicio de la temporada y yo tenía que tocar para Heinrich Hollreiser. Así lo hice, naturalmente, la primera escena de Los maestros cantores y un fragmento de Elektra, ante lo cual el viejo Hollreiser dijo que podía aceptar al chico, que ya me adaptaría de algún modo como principiante que era. Así fue como el 1 de noviembre de 1978 me sentí feliz con un contrato en el bolsillo de 900 marcos al mes. Practiqué y toqué como un loco, más que todos mis colegas, ya que el trabajo en el teatro era exactamente lo que yo quería. En la Pascua de 1980 asistí a Herbert von Karajan en Salzburgo en el Parsifal, en su propia puesta en escena, y un año más tarde fui asistente en Bayreuth. Todavía me veo en una habitación minúscula en la última planta del Festspielhaus organizando el material orquestal, marcando golpes de arco, adaptando la dinámica y haciendo otras cosas por el estilo, para el debut de Daniel Barenboim en la Colina Verde con Tristán e Isolda (bajo la dirección del grandioso Jean-Pierre Ponnelle). Yo estaba excitado, orgulloso, con las orejas rojas. Al menos durante los primeros días.

Visto retrospectivamente, este camino puede parecer asombrosamente coherente. E interiormente también fue inevitable, estaba seguro de que quería ser director de orquesta. Hacia el exterior, sin embargo, no todo discurrió con la misma fluidez. Así, por ejemplo, a los dieciséis años tuve una prueba de dirección con Herbert Ahlendorf, profesor en el Conservatorio municipal (el antiguo Conservatorio Sternschen). Ahlendorf puso un disco con el preludio de Los maestros cantores y me arrastró delante de un espejo que llegaba al techo. No sé qué me desconcertó más: la grabación, que no me gustaba, o mi propia imagen, tan desgarbada. La cosa salió realmente mal. Ahlendorf consideró que la voluntad por sí sola no bastaba y que yo carecía por completo de talento. Me sentí hundido, no en vano nada menos que Herbert von Karajan me había empujado a hacer esa prueba: Karajan, de quien poco antes yo había conseguido que me recibiera y de quien yo sólo quería saber una cosa: ¿cómo se hace uno director? Bueno, así evidentemente no.

Y luego vino la historia del Concurso Karajan para directores. En 1985, en la Hochschule der Künste de Berlín, Wolfgang Streseman, el intendente de la Filarmónica, se sienta al frente de un jurado del que forman parte, junto con Karajan, Kurt Masur y Peter Ruzicka. Se pide presentar la obertura del Tristán, yo tengo el número veintiuno de veintiséis candidatos, cada uno tiene veinte minutos. Yo lo interpreto como una invitación al trabajo, me esmero con el vibrato de los chelos al principio y hago que los vientos entonen limpiamente, intento que la orquesta respire y procuro convencer con mi presentación del sonido y del tempo… y no paso del acorde diecinueve o veinte. Al final me descalifican y yo estoy fuera de mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas. No había conseguido sacar adelante la partitura, ésa fue la justificación del jurado. Por suerte, la decisión no fue unánime, y tanto Karajan como Ruzicka estuvieron de mi parte, como se supo después.

¿Cómo se hace uno director? Se trata de una pregunta legítima, a fin de cuentas el director es el único músico que no produce sus propios sonidos. No es ni más ni menos que un «distribuidor del aire», en la brillante expresión de mi amigo el compositor Hans Werner Henze. Es decir, el director necesita una orquesta, y eso es algo de lo que no dispone fácilmente. ¿Cómo, pues, practicar?, ¿cómo desarrollar una técnica de ataque?, ¿cómo acumular experiencia? La respuesta que Karajan me dio en su momento fue la siguiente: «Termine el bachillerato y entre en el mundo real». Lo dijo con tal autoridad, con todo el peso de su biografía, que no pude menos que entenderle inmediatamente. En lugar de estudiar una carrera universitaria, emprender el camino del meritoriaje: pianista correpetidor, pianista correpetidor con funciones de dirección, asistente de directores con renombre, segundo Kapellmeister, primer Kapellmeister, director musical general en provincias o en una orquesta menor, director musical general en una orquesta importante. Y apariciones como director invitado. Y grabaciones de discos, siempre que se presente la ocasión. Todo eso a ser posible antes de los 40. De lo contrario, no sólo las primeras posiciones se ponen cuesta arriba (dado que, entonces, uno ya no es tan atractivo para el mercado), sino también la adquisición del repertorio. El que se pone a dirigir como consecuencia de un viraje en su carrera, apenas podrá, tras dos años metido en faena, dirigir un Lohengrin o un Tristán sin la experiencia necesaria, sin haberse hecho con el oficio. Por otro lado, también una carrera muy temprana como director, ese salto en el agua gélida sólo porque uno tiene un talento descomunal o unos enchufes increíbles, puede tener consecuencias negativas.

En resumen, soy un ferviente defensor del meritoriaje y se lo recomendaría a todo joven colega. Mis etapas fueron Berlín, Gelsenkirchen, Karlsruhe, Hannover, Düsseldorf y Núremberg. Tuve que tocar muchas partituras en una primera lectura y fracasé con mis primeras músicas escénicas, aprendí a respirar con los coros, y tuve que dirigir operetas sin poder ensayar primero. Pero, sobre todo, engullí un abultado repertorio, lo cual me dio un conocimiento de las obras del que todavía hoy me sigo alimentando: sólo en la Deutsche Oper de Berlín trabajé en setenta obras en los tres años de mi etapa como correpetidor. ¡Por no hablar de todo lo que tuve que aprender observando a Kapellmeister como Horst Stein o Heinrich Hollreiser! Stein, con sus cortos bracitos y la corta batuta: no conozco a nadie que haya atacado de manera tan poco pretenciosa y con tanta agudeza. Hollreiser, por su parte, utilizaba una batuta larga, sus gestos eran como latigazos, se podía oír perfectamente cómo restallaban. Sentía una enorme admiración hacia los dos. Asistía atento como un lince a los ensayos para no perderme detalle.

En algún momento, más tarde o más temprano, uno se empieza a hacer una idea de en qué consiste esta profesión. Pero lleva su tiempo, y hay que tener paciencia. También con uno mismo, con el desarrollo de la propia personalidad, sobre todo si uno, como era mi caso, no se integra tan fácilmente en un colectivo o un conjunto. Me temo que el joven Thielemann era algo bocazas y escondía su inseguridad bajo una capa de descaro. Además, como uno, lógicamente, asiste a tantos ensayos, acaba pensando: «Pues vaya, eso lo sé hacer yo mejor». Y entonces, un buen día, se enfrenta al primer Parsifal de su vida (en mi caso fue en 1998 en la Deutsche Oper de Berlín, con la dirección de escena a cargo de Götz Friedrich) y se da cuenta de lo difícil que es y de que la música que uno tanto ama se desmigaja o se transforma en una salsa espesa, precisamente porque uno la ama tanto y porque cree que el espectáculo wagneriano debe ser solemne y muy, muy lento. Hasta que no actué en Bayreuth no comprendí hasta qué punto eso es una trampa.

En realidad, no se puede aprender a dirigir. Las únicas lecciones que recibí me las dio, como queda dicho, Hans Hilsdorf, el director de la Sing-Akademie berlinesa. El compás de cuatro por cuatro se ataca así, decía Hilsdorf, el de tres por cuatro así, esto es un silencio, esto es una quinta, esto es una sexta – y eso es, en el fondo, todo. Las manos deben ser todo lo independientes que sea posible la una de la otra, eso también me lo explicó, la derecha se encarga más bien del compás y la izquierda de todo lo demás. ¿Por qué? Porque, por ejemplo, ocurre que uno quiere sostener con la izquierda a un cantante que acaba de perder la orientación, y le indica que lo que está haciendo está «mal, mal, mal» hasta que se le puede volver a dar entrada. Naturalmente, no se pueden cometer errores mientras se hace eso, por lo que la mano derecha tiene que mantener el compás con la precisión de un reloj. Eso y nada más es, en resumidas cuentas, todo lo que yo aprendí.

Richard Wagner proyectó su sombra sobre todos mis años de formación. Una y otra vez llamaba a mi puerta para nunca entrar del todo: en el episodio con Ahlendorf y la obertura de Los maestros cantores, en el Concurso Karajan, en la función ante Hollreiser, en mi primer trabajo como asistente de Karajan en Parsifal y también en mi primer trabajo como asistente de Barenboim en Tristán. El propio George Alexander Albrecht me examinó en Hannover con un fragmento del tercer acto del Tristán («Noch losch das Licht nicht aus» [«No apagues la luz todavía»]), que yo interpreté para él de memoria. Y de esa manera o de una muy similar la cosa seguiría repitiéndose: Wagner, una y otra vez Wagner. Aunque un principiante puede salir bien parado de la prueba, Wagner siempre será en todas las compañías asunto del jefe. Eso no hizo sino estimular mi ambición.

Aunque yo no tengo un talante esotérico, sin embargo me pregunto por qué Wagner siempre estaba ahí. ¿Afinidad de caracteres? ¿Destino? ¿Una especial y sutil conjunción de los astros? Hace ya treinta años que dirijo a Wagner, y el deseo de zambullirme en sus partituras puede haberse depurado y refinado, pero nunca ha desaparecido. Hoy tengo otra aproximación (es decir, tengo una aproximación propia), sé administrar mejor mis fuerzas físicas y emocionales. Con el tiempo he adquirido fluidez en los tempi y desde un punto de vista musical me importa mucho más que antes la transparencia, la claridad tan insistentemente propugnada por Wagner. Algunas piezas, como el Tristán, las tengo que dejar a un lado de vez en cuando para poder descansar de ellas; me afectan demasiado. Es como un viaje lisérgico, del que uno no sabe si podrá volver (una experiencia que yo me he ahorrado). Es como si la membrana entre el arte y la vida, entre este lado y el más allá, se volviese cada vez más fina. Richard Wagner compone con un factor de adicción integrado. Eso es lo que lo hace para mí tan narcótico y tan peligroso.

Mi debut oficial con Wagner lo tuve en Italia, en 1983, en un concierto por el centenario de la muerte de Wagner, en La Fenice en Venecia. La velada llevaba el hermoso nombre de «Liebestrank forever»[2], y a mí me dejaron dirigir el Idilio de Sigfrido y la Sinfonía en Do mayor (antes de la actuación del director suizo Peter Maag con Katia Ricciarelli en los Wesendonck-Lieder y la Liebestod, la «muerte de amor» de Isolda). Venecia es para cualquier wagneriano un lugar con un aura especial, no en vano allí murió el maestro, en el palacio Vendramin-Calergi, y en La Fenice dirigió dos meses antes su último concierto (precisamente con esa Sinfonía en Do mayor, una obra de juventud, para el cuadragésimo quinto cumpleaños de su esposa Cosima). Yo había conocido a Maag en la Deutsche Oper de Berlín y nos entendíamos a la perfección: él, el antiguo asistente de Furtwängler, y yo, el novato con altas aspiraciones. Maag también había sido quien poco antes, en 1981, me había llevado a La Fenice como asistente suyo en una nueva producción del Tristán. Allí me dejó dirigir en ocasiones los ensayos, por ejemplo la advertencia nocturna de Brangäne y la obertura. Esa mañana en La Fenice dirigí la orquesta con el preludio de Tristán tres veces seguidas, y después estaba tan conmocionado y empapado de sudor que tuve que marcharme y refugiarme en el hotel. Y como allí tampoco me sentía bien, me pasé el resto del día errando por la ciudad, como en un delirio, bajo ese cielo plomizo del invierno veneciano. Estaba entusiasmado, feliz, no podía pedir más: ¡había dirigido el preludio de Tristán!

Mi debut completo con Wagner vino después, en 1985, con un Rienzi en versión de concierto en el Niedersächsisches Staatstheater de Hannover. A partir de entonces, todo fue más o menos rodado. En la temporada 1988/1989, con veintinueve años, fui director musical general en Núremberg, donde dirigí, junto al Palestrina de Pfitzner, la Genoveva de Schumann y el Euryanthe de Weber, por primera vez Lohengrin y Tannhäuser, y en 1990 volví a La Fenice, también con Lohengrin. En mi fuero interno, sin embargo, ansiaba mi debut con Tristán. La oportunidad surgió de un modo inesperado: en otoño de 1988 me llamó Peter Ruzicka, que acababa de tomar el testigo de Rolf Liebermann como intendente de la Ópera de Hamburgo. Evidentemente, aún se acordaba de mi chapuza en el Concurso Karajan. ¿Querría yo encargarme de algunas representaciones de Tristán en la escandalosa puesta en escena de Ruth Berghaus? ¡Vaya que si quería! Con chapuza o sin ella, yo sabía que era capaz de hacerlo, pero naturalmente también sabía que era una enorme osadía. Si fracasaba en Hamburgo, podía decir adiós a mi carrera como director de Wagner; y el riesgo de perder los papeles tras tan sólo dos ensayos me parecía bastante elevado. Dos ensayos en la sede de la Norddeutscher Rundfunk (NDR) en Rothembaum, Hamburgo, con la orquesta de la Ópera iban a decidir mi destino.

No tengo ni idea de qué habría hecho si la cosa hubiese salido mal. ¿Seguir dirigiendo, sólo que ya no Wagner? ¿Habría aceptado que aún no estaba preparado precisamente para Tristán, mi obra predilecta? ¿Habría iniciado una carrera en la Fundación de Jardines y Palacios de Prusia? Sin duda, un revés me habría hecho caer en una profunda crisis. Nunca me ha interesado dirigir por el hecho de dirigir. No soy un músico –cosa que muchos me reprochan– que busque su felicidad en la versatilidad, desde la música antigua hasta Stockhausen y demás. Yo prefiero trazar círculos concéntricos. Yo necesito partir de un núcleo, de mi núcleo. Y eso también significa que nunca he pensado en mi carrera, sino sólo y siempre en Wagner. Si alguien me hubiera despertado a las cuatro de la madrugada y me hubiese preguntado: «¿Qué quieres dirigir?», yo habría exclamado: «¡Wagner!, ¡Tristán!». Así pues, yo apostaba mucho a una sola carta, todo en realidad, de un modo obsesivo.

¿Cómo salió el Tristán de Hamburgo? Hoy preferiría no tener que volver a oírlo. Para ser sinceros, lo recuerdo muy vagamente. De alguna manera salió bien, reuní valor pese a todo mi nerviosismo y mi histeria, y al final resultó un éxito. Esa noche no pude pegar ojo de lo excitado y lo aliviado que estaba. Las imágenes de la puesta en escena de Berghaus, la famosa turbina en el primer acto, el planeta caído en el tercero, todo eso me pasó prácticamente inadvertido. Pero volvería a Hamburgo una vez más, en 1993, para una grabación de la producción. Berghaus en persona dirigía los ensayos escénicos y ese fue un auténtico despertar, en cierto modo mi bautismo en cuestiones de dirección de escena. Una directora de escena que trabajaba desde la música, únicamente desde la música. Berghaus siempre ha argumentado con la partitura, nunca con ocurrencias arbitrarias o casualidades o chifladuras dramatúrgicas. De todos los directores de escena con los que he trabajado hasta ahora, eso sólo lo podían hacer Jean-Pierre Ponnelle y Götz Friedrich.

En Hamburgo me di cuenta de cuánto se depende en el foso de lo que ocurre sobre el escenario. Mientras se mantenga la tensión escénica, la estética del escenario me da prácticamente igual, y puedo dirigir Tristán con tumbonas o con una turbina o con el cráter lunar Dédalo. Debe existir una relación alquímica entre el escenario y el foso. Ella siempre decía: «Tenéis que encender hogueras ahí abajo, que aquí arriba hace un tiempo glacial». Creo que los dos formábamos un buen equipo, precisamente porque las diferencias no podrían haber sido más abismales: la crítica alemana del Este y el sofisticado alemán del Oeste, la ferviente seguidora del partido gubernamental de la RDA y el apolítico, la jefa y el joven airado, la brechtiana y el discípulo de Karajan... La lista de etiquetas y clichés podría alargarse aún más. Por otra parte, Ruth Berghaus podría haber sido mi madre.

La señora Berghaus no sólo me hizo preguntarme cómo lo hace Wagner sino también por qué. ¿Qué significa cuando, en el tercer acto de Tristán, hace que el Sol centellee de tal manera que parece que en su composición está incluyendo los puntos negros que se ven cuando miramos hacia la luz durante demasiado tiempo? ¿Qué significa que el amor, cada amor, representa una imposibilidad, un grandioso desafío, la anarquía pura?, ¿que Tristán tenga que morir para que la utopía viva? En la puesta en escena de Tristán realizada por Heiner Müller en Bayreuth en 1994, el escenógrafo Erich Wonder coloca un minúsculo cuadrado dorado detrás de la cantante en el momento de la muerte por amor y lo hace crecer y brillar cada vez más, hasta que la luz llena toda la sala e Isolda ya sólo figura en forma de sombra. ¡Qué imagen tan fabulosa! El páthos demoledor de ese final, padre de todos los finales, la extinción de lo individual, la fuerza de la música, el consuelo de la belleza, la intemporalidad: todo está ahí. Eso me habría encantado dirigirlo también a mí.

El Tristán de Hamburgo le dio un fuerte impulso a mi carrera como wagneriano y a mi carrera en general. Después de él, vinieron encargos en Ginebra, Roma, Bolonia y los Estados Unidos, y acompañé a la Deutsche Oper de Berlín, en la que debuté en 1991 con Lohengrin, en una gira por Japón. Tan sólo cierta pequeña ciudad de la Alta Franconia mantenía un férreo silencio, y eso me irritaba. En 1992 me despedí con cajas destempladas de mi cargo como director musical general en Núremberg: decían que abarcaba mucho y apretaba poco, lo cual no era rotundamente falso. No obstante, Bayreuth está en las inmediaciones de Núremberg (o, al revés, para los wagnerianos Núremberg está en las inmediaciones de Bayreuth); ¿acaso no tendría yo que coincidir en alguna función con Wolfgang Wagner, el director del Festival, y su esposa Gudrun?

Esta cuestión constituye uno de los pocos puntos oscuros en mi relación con los Wagner. Nunca he podido saber si estaban ahí o no, y siempre me dio vergüenza preguntarlo. Sea como fuere, el caso es que la invitación a Bayreuth se hacía esperar. La cosa tampoco cambió cuando, en 1997, fui nombrado director musical general en la Deutsche Oper de Berlín y de nuevo tuve a Wagner en mi agenda, tal como corresponde a una gran ópera. ¿Tan mal lo había hecho durante mi época como asistente en la Colina Verde? Yo era muy riguroso y preciso en mi trabajo, y está claro que mi tono no era el más cordial. ¿No se necesitaba a nadie más aparte de Daniel Barenboim, James Levine y Giuseppe Sinopoli? ¿Carecía de valedores importantes? A toro pasado debo decir que durante los años en que esperé una señal de Bayreuth aprendí algo útil para la vida: a no esperar nada. A no desear nada con demasiada intensidad. Ya fueran el Festival de Bayreuth o la Filarmónica de Viena o la Ópera de Dresde, esas cosas siempre llegan cuando menos se espera. Claro que es preciso que uno esté bien preparado interiormente cuando llegan.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. En 1999 dirigí en la Ópera de Chicago una nueva producción de Los maestros cantores de Núremberg (con Jan-Hendrik Rootering como Sachs, René Pape como Pogner, Nancy Gustafson como Eva y Gösta Winbergh como Stolzing). Me alojaba en un rascacielos, en el piso número setenta y ocho u ochenta y ocho, al menos ésa era mi sensación, y por la ventana podía ver el lago Michigan y la Magnificent Mile. Afuera nevaba, el tiempo era desapacible, y justo cuando yo entro por la puerta con una caja de coca-colas bajo el brazo y unos nachos o unos tacos, todo de lo más insano, justo entonces suena el teléfono. Al aparato está Reiner Barchmann, el contrabajo de Dresde, por entonces director de orquesta en Bayreuth: «Buenos días, le llamo por encargo de Wolfgang Wagner. Le gustaría hablar con usted. Pero ya le puedo decir que el señor Wagner le va a preguntar si usted querría dirigir Los maestros cantores con nosotros». Me caí de la silla sin soltar los nachos y los tacos. De alguna manera conseguí balbucear un sí y colgar el teléfono.

Al día siguiente, Wolfgang Wagner me llamó personalmente. Gudrun y él se encontraban en esos momentos en Estados Unidos, y nos citamos para una comida juntos en Chicago. Esa primera velada fue divertida y completamente distendida, con historias sobre Knappertsbusch y Tietjen y Wieland, el hermano de Wolfgang. Volvía a decir que sí a Los maestros cantores, pero entremedias había llegado a la conclusión de que eso era demasiado poco. Por supuesto que sustituiría con gusto a Daniel Barenboim, que tenía otras obligaciones, pero una producción nueva… Y como había tan buen ambiente y el vino también era bueno, de algún modo me atreví a decírselo. Entonces el viejo Wagner me miró y dijo: «Tannhäuser, 2002, ¿qué le parece? (no había prácticamente una sola frase que no terminase con un «¿qué le parece?»), eso le iría bien a usted». Me quedé a cuadros. El tipo se había esperado la pregunta.

En una de las siguientes representaciones de Los maestros cantores, los Wagner se entronizaron justo detrás de mí, en la primera fila. Es decir, en los monitores (los de los cantantes y el asistente de dirección) aparecían constantemente Gudrun y Wolfgang Wagner. La gente situada detrás del escenario estaba entusiasmada: «He looks exactly like his grandfather!». Y era cierto. A veces, cuando avanzaba entre las filas delanteras del teatro durante un ensayo en Bayreuth y se le veía de perfil, con esos níveos cabellos ondulados y esa nariz, era inevitable pensar: ahí va Richard Wagner en persona y está escuchando en estos momentos su propia música.

Así pues, desde el año 2000 al 2002 dirigí Los maestros cantores en Bayreuth, en 2001 también Parsifal (en sustitución de Christoph Eschenbach), así como la Novena de Beethoven, de 2002 a 2005 Tannhäuser y, como pronto se decidiría, a partir de 2006 El anillo del Nibelungo. Había alcanzado mi meta. ¿De verdad había alcanzado mi meta? ¿Es posible tal cosa?

En cierto modo sí que existe una meta wagneriana. Poder dirigir a Wagner en Bayreuth es la cima para todos aquellos que sienten el aura del lugar y aceptan e incluso aman el teatro con sus peculiaridades acústicas. No hay nada más alto ni nada más satisfactorio para mis necesidades expresivas y estéticas (aunque cada obra reacciona ante el teatro de manera muy diferente). Con los éxitos, sin embargo, aumentaron mis dudas. Cuanto más se sabe y más se puede, más se sabe también cuánto queda por saber y por poder. Miro a las grandes figuras consagradas, Knappertsbusch con su camisa blanca, sus tirantes y su larga batuta, el viejo Karajan, el viejo Günter Wand, que ya no tienen que demostrar absolutamente nada sobre el estrado, y me doy cuenta de que todavía estoy a años luz de ellos. La música se había vuelto para ellos una «segunda naturaleza», como le gustaba decir a mi maestro Helmut Roloff. Richard Wagner enfrenta a sus directores con dificultades tan complejas, desde el punto de vista técnico, artístico, musical, mental, emocional, físico e intelectual, que toda autocomplacencia o arrogancia está fuera de lugar. Se puede subir infinitamente por la escalera de Wagner: siempre habrá aire más arriba.

Con el tiempo, ya no se me nota tanto, pero en los últimos minutos previos a una función suelo pensar, no sólo en Bayreuth, que lo que más me gustaría es salir corriendo o caerme muerto. Adiós, no puedo hacerlo, por desgracia acabo de morirme. El estómago se me revuelve, el cuerpo entero se rebela y decir que no me llega la camisa al cuello es quedarse corto. Hay muchas historias sobre Carlos Kleiber que tratan de ese miedo. Cuentan que una vez tuvo que ser trasladado de Múnich a Bayreuth en un furgón policial porque Wolfgang Wagner le había convencido en el último minuto de dirigir la representación de Tristán previamente cancelada. O la legendaria nota que Kleiber les dejó a los miembros de la Filarmónica de Viena tras un ensayo desastroso de la Cuarta de Beethoven: «He tenido que hacer un viaje imprevisto». Son anécdotas estupendas que hacen reír, toda vez que concuerdan con otras «travesuras» de Kleiber. Pero yo me pregunto: ¿cómo lo habrá pasado esa persona?, ¿qué grande habrá tenido que ser su miedo y qué monstruosa su exigencia?

Yo no podría reaccionar como él, tengo los pies demasiado en la tierra para eso y soy demasiado consciente de mis deberes y también demasiado cobarde. En los momentos en que me quiere salir el enano de dentro, me digo: «Venga. Ahora, vamos. Puedo y quiero dominarme». No es bonito estar sobre el trampolín de diez metros y no saltar al agua.

O, ¿cómo dice el Beethoven tardío en un canon de 1825? «Así como el médico le cierra la puerta a la muerte, una nota también puede sacarnos de la desgracia.» Esto siempre se cumple.

[1] La Ausserparlamentarische Opposition, literalmente «oposición extraparlamentaria», fue un movimiento de protesta política en el Berlín Oeste de los años 60 y 70, integrado principalmente por estudiantes universitarios y liderado por Rudi Dutschk. [N. del T.]

[2] «Ebrio de amor por siempre jamás». [N. del T.]