Índice
Ven, dulce muerte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Créditos
Créditos
Título original: Komm, süßer Tod
Edición en formato digital: junio de 2012
© Rowohlt Taschenbuch Verlag GmbH, Reinbek bei Hamburg, 1998
© De la traducción, María Esperanza Romero, 2012
© Ediciones Siruela, S. A., 2012
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-9841-726-5
Conversión a formato digital: El poeta (editores digitales) S. L.
www.siruela.com
Ven, dulce muerte
17
Dos días retuvieron a Brenner en comisaría hasta darle crédito a su historia. Quizás hubo algo de venganza en ello, en que lo hubieran retenido durante tanto tiempo, por haber sido él, y no ellos, quien esclareciera los asesinatos. O sea lección para el ex compañero.
Y quién sabe cuánto tiempo se habría prolongado el asunto de no haber sido por la pulsera del júnior. Menos mal que la examinaron minuciosamente. En la parte interior tenía grabada la palabra LOVE, y al parecer el júnior se salpicó con la sangre de Pongo al estrangularlo con su cadena en el garaje de la 740. Porque en el laboratorio de la Brigada Criminal encontraron restos de sangre seca de Pongo en las letras grabadas.
Ahora, domingo por la tarde, Brenner volvía a encontrarse en libertad.
Cogió la línea 1 del metro y viajó hasta la Isla del Danubio. Era el tercer día de fiesta y en el periódico había leído que en los dos primeros días habían acudido a la isla más de un millón de personas.
Al abandonar el metro por la salida del Centro de Conferencias y dar cuatro pasos, ya se vio rodeado de masas de gente. Tú figúrate: lo normal es que vayas a la Isla del Danubio a estirar un poco las piernas a lo largo de sus diez kilómetros de longitud, pero en la fiesta del Danubio todos como sardinas en lata.
Entre las carpas donde tienen lugar los diversos espectáculos sólo hay una distancia de cincuenta metros, pero necesitas una hora para salvarla. Y mientras caminas pisas cinco veces un resto de salchicha o mostaza, cada diez metros alguien te tira una cerveza en la cabeza y por poco que avances sin que nadie te ponga el pie encima ya tienes una sensación de extrañeza.
Pero lo creas o no, a Brenner esto hoy hasta le resultaba agradable. Durante los dos días de detención había tenido mucho más espacio para moverse en su celda que ahora en la famosa área de esparcimiento periurbana, eso por descontado. Pero de alguna manera lo que ahora necesitaba era la cercanía de la gente.
La mayor ventaja consistía en que uno no podía desmayarse. Porque en la fiesta del Danubio tienes a la gente tan cerca que es imposible caerse. Lo cual, por otro lado, resulta peligroso. Porque lo propio para un borracho inconsciente es, en realidad, caerse redondo; se trata de un mecanismo de protección del cuerpo, y por eso siempre hay tantos muertos en esta fiesta, porque pierden el conocimiento y no se caen.
Pero Brenner no estaba borracho, sólo se encontraba infinitamente cansado porque durante los dos días de arresto no había podido dormir. No vayas a pensar que lo torturaron. Aunque la policía vienesa tiene fama de recurrir a métodos dudosos. De emplear un poco el cubo de agua. A los agentes les gusta estudiar los informes críticos sobre la tortura en Latinoamérica y luego los ensayan. No por maldad, sino más bien por una especie de mentalidad pueril que los caracteriza.
Aunque en el caso de Brenner, para tu tranquilidad, todo transcurrió correctamente. Incluso llamaron a un médico para que examinara su costilla rota. Y el hecho de que no pudiera dormir obedece a otro motivo completamente diferente, o sea a la autotortura. Porque no pudo dejar de dar vueltas a lo que había pasado.
En cómo el júnior, valiéndose de los testamentos falsificados, intentó seguir siendo el número uno en el servicio de ambulancias. En cómo endurecieron el procedimiento y eclipsaron al lungaurense.
En que Irmi empezó a resultarles incómoda. En que Pongo citó a su aliado Stenzl a las cinco en punto para la escena del beso. Y cómo le disparó a sangre fría.
En cómo a Pongo se le habían subido los humos, de manera que el júnior decidió quitárselo de encima apretándole el cuello con su cadena. Luego intentó enfrentarlos a todos con todos, Brenner, la Liga, la Brigada Criminal, para que a nadie se le ocurriera sospechar de él.
No sé por qué Brenner no podía dejar de pensar en todas estas cosas. ¿Seguía bajo shock? Al fin y al cabo, no ocurre cada día que una cabeza te pase volando delante de las narices. ¿O acaso era por las secuelas del veneno en la 590?
Esperaba que en la Isla del Danubio, atrancado entre cientos de miles de personas normales, su mente se serenara. Se dejó empujar de carpa en carpa. Vio conciertos, obras de teatro y lo que se le pusiera delante, pero sin ver de verdad. Salvo los cientos de ambulancias de la Liga y del Servicio de la Cruz, presentes por doquier, listas a entrar en acción y surcando una y otra vez la muchedumbre bajo los auspicios de la luz azul. Pero ninguno de los compañeros lo reconoció en medio de la multitud.
Hacia las doce, y como punto final y culminante de la noche, actuó un cantante de rock vienés, y Brenner supo por fin a quién le recordaba el gordo Buttinger.
Sin embargo, no puso demasiada atención al cantante. Dejó que la masa lo empujara sin rumbo ni destino. Pero he de decir que fue una sensación un tanto traicionera, pues tampoco debía de caminar tan desorientado. Quién sabe si su voluntad no influiría un poco en la masa para que de pronto se encontrara ante la carpa de la Liga.
Para que de pronto se encontrara frente a frente con Stenzl.
Stenzl miró fijamente a los ojos de Brenner, y Brenner miró fijamente a los ojos de Stenzl. Se hallaban, como mucho, a dos metros de distancia uno del otro. Pero ninguno de los dos dijo nada. Ni siquiera hubo una señal de reconocimiento. Y sigo sin saber a ciencia cierta si Stenzl vio o no a Brenner. Porque en medio de semejante gentío te puede pasar que a dos metros de distancia no veas a tu mejor amigo.
Además, es evidente que Stenzl no era el mejor amigo de Brenner. Aun cuando Brenner hubiera esclarecido el asesinato de su hermano y Stenzl ya supiera que se había equivocado al sospechar de él. Pero dime tú a quién le gusta que lo encierren durante todo un día en su propio sótano con tres tipos de una hormigonera.
Aunque el jefe de la Liga no había salido perdiendo, al contrario. Ahora parecía estar seguro de ser definitivamente el número uno en el servicio de ambulancias. Triunfante como un auténtico almirante de salvamento en medio de un mar de borrachos, tenía la mirada fija en Brenner.
Brenner pensó en qué decirle.
«Qué bien que haya ordenado a los obreros de Watzek que me dieran una soberana paliza», podría decirle.
Pero Brenner seguía con la incertidumbre de si el liguero realmente lo estaba viendo.
«Si su gente no me hubiera depositado en el patio de los crucistas, el júnior no me habría castigado dándome el encargo», podría decirle. «Entonces yo no me hubiera encontrado con Klara, que fue mi novia en el instituto en Puntigam y una vez me grabó un casete...»
«No, mejor no contarle estas cosas», se dijo Brenner, que no acababa de estar seguro de que Stenzl lo estuviera viendo.
«Qué bien que su gente me haya dado una paliza, porque de lo contrario Berti no habría investigado quién lo había hecho», pensó en decirle. «Porque entonces yo no habría buscado a Berti en el Golden Heart. Entonces Angelika no me habría hablado del lungaurense. Y ésta sería la hora en que seguiríamos ignorando que el júnior se cargó a su hermano, a Irmi y a Pongo.»
«Así voy a comenzar», decidió Brenner.
Pero en ese mismo momento Stenzl empezó a gritar como un desquiciado.
Sus gritos, sin embargo, iban dirigidos a un yonqui que había vomitado sobre el parachoques de una ambulancia de la Liga. Acto seguido, Brenner ya era arrastrado de nuevo por la masa y se disponía a escuchar un poco al gordo Buttinger en su concierto.
A continuación, el público empezó a disminuir poco a poco y Brenner se tumbó en el césped junto a los borrachos, rodeado de toneladas de latas de Coca-Cola y vasos de plástico y platos de cartón y mierda de perro.
No despertó hasta la mañana siguiente, cuando las máquinas limpiadoras retiraban la basura de la isla. Vio cómo los trabajadores la recogían y la echaban en los correspondientes camiones naranja. Y le sorprendió la facilidad con que los cepillos de estos vehículos fregaban los caminos asfaltados dejándolos limpios y relucientes.
En sus narices un basurero levantó con un pico de hierro un ejemplar de la edición dominical del tabloide Kronen Zeitung y lo embutió en su bolsa de basura negra. Era la edición en la que Brenner había leído el día anterior que el Servicio de Ambulancias de la Cruz tendría esa misma semana un nuevo jefe, el hasta ahora jefe del Servicio Provincial de Ambulancias de la región de Vorarlberg, o sea borrón y cuenta nueva.
De momento era el jefe de los voluntarios, un concejal jubilado, quien llevaba el mando. Un hombre amable que incluso había ido a visitar a Brenner mientras éste se hallaba en prisión preventiva.
Brenner permaneció tumbado en el césped húmedo durante otra media hora, mirando cómo los basureros limpiaban la isla en un santiamén. En los campos iban levantándose, por aquí y por allá, resacosas, las víctimas etílicas para volver a casa. Un panorama sobrecogedor, como el de los flamencos en un parque zoológico.
El jefe de los voluntarios le propuso a Brenner una resolución pactada de su contrato, y Brenner aceptó inmediatamente. Tres meses de sueldo sin trabajar no está mal. Y en ese tiempo ya encontraré algo, se dijo. Además es verano, la mejor época para estar en el paro.
El hombre sólo le pidió que no volviera a su vivienda de servicio. Porque dadas las circunstancias era importante para la moral del equipo que los socorristas pudieran echar tierra sobre el asunto lo antes posible. Prometió guardarle sus pertenencias en un depósito a cuenta del Servicio de Ambulancias de la Cruz y reservó para él una habitación en el hotel Adlon, en el distrito 2 de Viena.
Eran las nueve y media de la mañana cuando Brenner llegó al Adlon. Había recorrido todo el trayecto a pie, unos diez kilómetros, como mínimo, con una parada en la Mexikoplatz para tomarse una cerveza. El portero del hotel le entregó un sobre, en el que encontró cincuenta mil chelines y el agradecimiento de Lanz y de Angelika.
No debes olvidar que, a raíz de lo ocurrido, Lanz se había desembarazado de todas sus deudas. El júnior no podía reclamarle ya el dinero que le debía. De manera que Brenner cogió los cincuenta mil chelines sin remordimientos.
Se tumbó sobre la cama, pero, naturalmente, gran decepción, porque el aire enrarecido de una habitación de hotel no tiene nada que ver con la hierba de la Isla del Danubio, recubierta de rocío. Tenía ganas de levantarse y volver a la isla. Pero estaba demasiado cansado. Además sabía que una experiencia bonita no se puede repetir.
«Nada se puede repetir», pensó Brenner. «Y a Klara hoy no la llamaré. Ni mañana tampoco. Deja ya de rumiar.»
Al cerrar los ojos, volvió a ver la flota de los camiones de la basura color naranja y a los basureros con sus luminosos uniformes del mismo color, haciendo desaparecer como por ensalmo los desechos de la noche.
Y en la duermevela la mefítica experiencia de la basura y la increíble experiencia musical del viernes se le fundieron en una misma cosa. Y se le ocurrió pensar en eso, que siempre se dice, de que al morir la persona tiene las experiencias musicales más maravillosas. Dudó, sin embargo, que al júnior le hubiera sucedido algo semejante mientras su cabeza volaba a través de la ventanilla divisoria de la ambulancia 590.
«Sobreviviendo, y no muriendo, es cuando tienes las experiencias musicales más maravillosas», se dijo Brenner mientras se dormía, y aún alcanzó a pensar que era un buen pensamiento. «Sobreviviendo, y no muriendo. Tengo que recordar esta frase», se dijo, pero a la caída de la tarde, cuando despertó, estaba contento de que no se le hubiera olvidado su nombre.
1
¡Y dale!, ha vuelto a ocurrir algo.
Un día que comienza así sólo puede ir a peor. No es que yo sea supersticioso; no soy, ni mucho menos, de los que temen desgracias cuando un gato negro se les atraviesa en el camino o que al paso de una ambulancia hacen la señal de la cruz para conjurar el quirófano.
Tampoco digo martes y trece. Porque fue un lunes veintitrés cuando, tumbado en medio de la Pötzleinsdorfer Strasse, Ettore Sulzenbacher lloraba como para ablandar el corazón de las piedras.
Cuando la señora Sulzenbacher lo encontró en aquel lugar, primero pensó que era el consabido berrinche por el nombre de pila que había puesto a su hijo hacía siete años, pero luego advirtió el motivo real de su desconsuelo: al lado de Ettore yacía el cuerpo sin vida de su gato Ningnong.
Una ambulancia con sirena y luz azul había hecho papilla al felino. Cuando Ettore lo encontró, la ambulancia ya estaba a mil leguas del lugar. Había bajado a toda pastilla por la Potzleindorfer Strasse, de manera que fue una suerte que no hubiera más víctimas mortales que Ningnong.
En cualquier caso, de nada sirven las lágrimas en una tesitura tal. El gato había quedado tieso. Lo único que no sé es si arrollar un gato negro trae más o menos mala suerte.
De todos modos el socorrista Manfred Grande no se detuvo a pensar en ello un solo instante. Conducía a una velocidad tal que ni siquiera se percató de haber dejado a Ningnong convertido en una masa de hojaldre negra, pues tenía que apretar el acelerador para coger el siguiente cruce en rojo.
Resulta que hoy en día entre los conductores de ambulancia lo de contar los cruces que llegan a atravesar en rojo durante cada salida de emergencia se ha convertido un poco en una moda. Existe entre ellos una especie de mentalidad de batir récords como la que se extiende a día de hoy en todas partes. Pero tienes que saber una cosa. La ley no permite que las ambulancias atraviesen los cruces en rojo. La gente cree que está permitido por las veces que ve cómo las ambulancias con luz azul y sirena se saltan los semáforos. Cuando en realidad está prohibido. Rojo es rojo. También para las ambulancias.
Y también para Manfred Grande, a quien sus compañeros siempre han llamado Pongo. No sé de dónde le viene este apodo, pero debe de tener algo que ver con sus ojos de besugo y ese cuello grueso y rojo de orangután que tiene. Y el pelo crespo no es que mejore el asunto. Pero a Pongo, con sus veintiocho años, ya se le ha caído un poco el pelo y una enfermera ex peluquera le ha hecho ricitos por ciento noventa chelines, a modo de estrategia de camuflaje, como quien dice. Lo curioso es que cuanto menos pelo tiene Pongo en la cabeza, más grande y poblado se le vuelve el mostacho.
Ahora bien, semáforo en rojo, prohibido pasar. Y Pongo, claro, con más razón atraviesa el cruce. Porque es como una especie de reacción protesta entre los conductores de ambulancia. Una protesta contra el legislativo. Día a día te juegas la vida levantando a la gente de la calzada antes de que los buitres se les echen encima y ¿crees que el legislador te ofrece algún apoyo? ¿Crees que se digna dar las gracias siquiera? ¿O que te permite pasar en rojo? ¡Estás tú listo! El legislador lo que hace es ponerte palos en las ruedas y no piensa transigir con los semáforos. Eso desde el punto de vista puramente legal.
Desde el punto de vista práctico, obvio, la cosa cambia. Porque Ningnong no había caído aún del todo sobre el asfalto cuando Pongo Grande ya estaba saltándose a toda mecha el semáforo del cruce siguiente.
Porque no puedes olvidar una cosa: Pongo tenía ese pacto con unos cuantos socorristas. Para divertirse un poco. Y por qué no, si eso hacía más llevadero el día a día. Bastante ha de rendir un conductor de ambulancia para que tenga un poco de distracción, digo yo, aunque, desde el punto de vista puramente legal, el asunto no se ajuste del todo a la letra.
Escucha lo que te digo. La cosa funcionaba de la siguiente manera: cuando llegaba por radio el aviso de salida, Pongo gritaba: «Cinco, u ocho, o si me apuras: tres», según dónde estuviera. Y eso significaba los minutos que necesitaba para llegar hasta el lugar del accidente. Y si el otro socorrista contestaba: «Más», eso quería decir que aceptaba la apuesta. Si Pongo tardaba más, tenía que darle un billete de cien; si no, era él quien recibía el billete de cien del otro.
Pero como Pongo casi siempre lo conseguía, los socorristas solían acceder cada vez menos a apostar. Entonces Pongo tenía que ofrecer tiempos cada vez más descabellados para que alguno mordiera. Y luego, claro, tenía que conducir como alma que lleva el diablo.
Por poner un ejemplo: de la Südtirolerplatz a la Taborstrasse, ocho minutos en hora punta. Eso equivale a un comando suicida, y cualquiera que le haya hecho de copiloto a Pongo alguna vez en dicho trayecto se jura no volver a apostar con él, no por miedo a perder los cien chelines, sino por mera cuestión de supervivencia.
Su copiloto ese día era Hansi Munz. Y que era lunes a Hansi Munz no se le olvidará en la vida. No porque Pongo hubiera enfilado la Gersthofer Strasse a velocidad de vértigo, sino porque..., pero espera.
El motivo por el cual Pongo se lanzaba ahora a tumba abierta con luz azul y sirena en dirección al hospital general no estribaba en una apuesta con Hansi Munz. Porque éste era un casposo que no arriesgaba ni un chelín. No, la cosa era que Pongo tenía que ir a por un hígado de donante al hospital general.
–¡Milka! –gritó de repente Hansi Munz al ver que Pongo bajaba a 120 por la Wahringer Strasse–. ¡Milka!
Porque no acertó a decir más cuando vio que el camión de Milka se detenía ante la filial del Spar y Pongo, sin hacer amago de frenar, embestía a toda máquina el camión. Y aunque Hansi Munz sabía lo susceptible que era el otro cuando un copiloto se metía con su manera de conducir, no pudo refrenarse y le lanzó aquel grito de advertencia. Pero el susto no lo dejó pronunciar más que las dos sílabas de «Milka», quizás porque esta palabra desde pequeño ha estado en boca de todos.
Y lo creas o no, Pongo no se estampó contra el camión. Tampoco dio un volantazo hacia la izquierda en el último momento, ni mucho menos accionó el freno.
Lo que hizo fue sonreír de oreja a oreja y avanzar a trompicones sobre la acera entre el camión y la entrada del Spar. Y si una ambulancia tiene dos metros de ancho, entre el camión y la sucursal del súper habría doscientos centímetros de distancia, como mucho, y Hansi Munz hubiera jurado que a izquierda y a derecha se le desollaba el pellejo, o sea que sintió en carne propia lo que debió de sentir la pintura del vehículo.
No obstante, una cosa sí hay que reconocerle a Pongo: colarse con la ambulancia entre el camión de Milka y la sucursal del Spar fue una elegante maniobra. No sé cómo lo consiguió, pero de alguna manera pasó por los pelos.
Hansi Munz, obvio, suspiró aliviado. No fue sólo por los rasguños que se llevó la ambulancia que creyó perder la piel de gallina que se le había puesto en los antebrazos, sino más bien por la sensación premonitoria de lo que el jefe haría con ellos si volvían con la ambulancia abollada.
–El júnior nos desuella vivos si volvemos a escoñar la nueva 740.
–Nadie va a escoñar nada –dijo Pongo celebrando aún su hazaña con cara risueña, mientras enfilaba el Cinturón a la altura de Wahring en dirección ascendente y sentido contrario. Tres filas de coches le venían de frente al conductor suicida que no había tomado la calzada correcta de dicho cinturón porque esto suponía una maniobra demasiado complicada para entrar en el hospital general.
–¿Y qué hubieras hecho si se hubiese abierto una puerta del camión de Milka?
–Agachar la cabeza.
–Estás chalado, pero que muy chalado.
–Lo que está en juego es un hígado de donante, Munzi.
–Si sigues conduciendo así, pronto podremos donar nuestros propios órganos. ¿Qué hubieras hecho si en ese momento alguien sale del Spar?
–No salió nadie.
–Pero ¿y si alguien llega a salir?
–Hubiera tenido suerte. Hoy en día puedes considerarte afortunado si te atropella un coche y resulta que es una ambulancia. Al paisano lo hubiéramos puesto en vertical en un periquete.
–Vaya estómago que tienes.
–Cógete la jubilación si no tienes estómago. Llevar una ambulancia no es una fiesta infantil.
Hansi Munz notó que Pongo ya no quería oír más pegas y él por su parte se alegraba de que el tiempo los alcanzara para el hígado de donante.
Porque eran las cinco menos tres minutos y ya prácticamente habían llegado al lugar. Con la maniobra en el andén y el trozo recorrido en sentido contrario Pongo había recuperado al menos dos minutos.
–¡Mierda! –exclamó Pongo cuando estaban a punto de embocar la entrada del hospital general. Porque de la dirección contraria, o sea como quien dice nadando con la corriente, les venía de cara la 720, también con luz azul y sirena–. ¿Quién es el cabrón que lleva hoy la 720?
Por supuesto que la 720 no cedió ni un milímetro. A unos diez metros del morro de su vehículo, entró disparada por la puerta principal.
–Es Lanz.
–Tenía que ser él.
Pongo no podía creer que fuera justo el gallina de Lanz quien se le adelantara en su carrera por el hígado de donante.
–No te preocupes, hay tiempo –dijo Hansi Munz intentando calmar a Pongo.
El coche no se había detenido aún cuando éste salió como un bólido. Porque en días impares era al conductor al que le tocaba ir a buscar el hígado; en los pares, lo hacía el copiloto; así lo habían acordado hacía muchos años entre los dos, y hoy era lunes, veintitrés. Eso Hansi Munz no lo olvidaría ni si llegaba a cumplir los ciento diez años como la señora Süssenbrunner, a la que dos semanas atrás había llevado por última vez a su terapia contra los efectos del Parkinson.
Entre el aparcamiento y el chiringuito situado sobre el césped, al lado mismo del nuevo templete para bandas musicales, habrá unos quince o veinte metros de distancia. A Pongo aún le quedaba más de un minuto para recorrer esos quince metros, con lo cual no tendría que haberse precipitado. «Dos porciones de hígado de donante con guindilla y mostaza dulce», alcanzó a decir antes del cierre, a las cinco en punto. Porque Rosi, la del chiringuito, en eso era inflexible: el que llegara antes de las cinco podía ponerse en la cola, pero después de esa hora ya no había cola que valiera.
A Hansi Munz ya le crujían las tripas y además le fastidiaba que Pongo hubiera tenido que ponerse detrás de Lanz en la cola. En fin, había que hacerse a la idea de esperar un poco más hasta poder hincarle el diente al hígado de donante.
Ya no recuerdo cuál de los conductores lo bautizó de esa manera, el hecho es que los demás lo imitaron y hace unos años incluso Rosi, la del chiringuito, lo escribió así en el tablón de tiza al lado de su ventanilla: «Hígado de donante 32 chelines; corazón de donante 60 chelines» (eso era antes, porque ahora ya vale 39 chelines y verás cómo sólo es cuestión de tiempo y también habrá sobrepasado la barrera infranqueable de los 40).
Pero, obvio, los pacientes se quejaron y el rapapolvo que le echó el gerente del hospital hizo que Rosi volviera a anunciar el tentempié con su nombre tradicional: «cuarto de kilo de leberkäse» y «medio kilo de leberkäse». Pero nada pudo hacer el gerente contra el uso oral de la expresión, de modo que se seguirán llamando así para siempre: «hígado de donante» la ración para el hambre normal, y «corazón de donante» la de matar el hambre canina.
Y tras tamaña agitación, a Hansi Munz le había entrado un hambre tal que casi se arrepentía de haberle pedido a Pongo sólo un hígado de donante. En cualquier caso, el hambre nunca puede ser tan grande como para que después de un corazón de donante no tengas que hacer de tripas corazón para contener el mal de estómago.
De todas formas, Hansi Munz no tuvo ocasión de aburrirse mientras esperaba. Porque no paró de observar en el estrecho pasaje entre el chiringuito de Rosi y el templete a una pareja de enamorados que podían pasar perfectamente sin leberkäse; de hecho, parecían devorarse el uno al otro.
La mujer llevaba una bata blanca de enfermera y el hombre, que le sacaba al menos una cabeza, presionaba la suya contra la nuca de ella de tal manera que de tanto observarlos Hansi Munz llegó a sentir tortícolis.
–¡Qué zorra más zorra! –murmuró viendo cómo la enfermera echaba la cabeza cada vez más hacia atrás.
Ya no esperaba a Pongo con impaciencia, pues quería seguir gozando tranquilamente del espectáculo. «¡Qué zorra más zorra!», seguía repitiendo una y otra vez, aunque, a decir verdad, todavía no estaba en la edad en que el ser humano tiende a los soliloquios. Tenía apenas treinta años, y era sólo por sus modales casposos por lo que la gente solía considerarlo mayor. Por otra parte, sus gafas pasadas de moda y sus cuatro pelos de jubilado tampoco le conferían aspecto de jovencito. Incluso la pálida pelusilla de adolescente que lucía a guisa de bigote no parecía en él juvenil, sino sólo raquítica.
Pero hoy: segunda primavera para Hansi. «¡Eres una zorra cachonda!», le decía a la enfermera tuteándola de repente como si ella pudiera oírlo, como si él no estuviera a quince metros de distancia en un coche cerrado, observándola a través del cristal.
Hansi resoplaba como si tuviera a la enfermera igual de cerca que el hombre alto y pálido de traje gris oscuro, que se empleaba tan a fondo con la chica en el pasaje entre el chiringuito y el templete que cualquiera habría dicho que aquello no era un beso sino una operación de amígdalas, sólo que en ese momento no había quirófano disponible en la sección de otorrinolaringología.
Y entonces el cristal del parabrisas se fue empañando por el calor que embargó a Hansi Munz al observar cómo la enfermera se fue escurriendo centímetro a centímetro en el pecho del amante.
–¿Pero qué estás haciendo ahora? –preguntó a la zorra cachonda desde este lado del cristal.
Al instante saltó del coche más rápido de lo que lo había hecho Pongo un rato antes. No porque no hubiera aguantado ya más la excitación. Al fin y al cabo, no voy a presentarlo peor de lo que es. Aunque excitado sí que estaba, sólo que no en ese sentido. Sino en el sentido en que se excita una persona que ve lo que el socorrista Hansi Munz estaba viendo en ese momento.
Porque la enfermera se escurría a ojos vistas, y luego también lo hizo el hombre. Ambos fueron escurriéndose cada vez más hacia el suelo. Hasta que quedaron inmóviles sobre la franja de césped que mediaba entre el chiringuito y el templete.
Tanto excitó la escena al socorrista Munz que faltó poco para que rompiera las bisagras de la ambulancia al precipitarse hacia ellos.
Pero lo único que logró hacer fue constatar su muerte. Mejor dicho, oficialmente un socorrista no puede hacerlo. Porque es competencia exclusiva del médico forense. Pero hay que ver la mala pata de esta enfermera. Alguien le había pegado al hombre un tiro en la nuca, con tan mala idea que la bala al salir por el otro lado la atravesó también a ella.
Entrando por la cerviz del campeón del beso, la bala no tuvo que recorrer un trozo muy largo hasta alcanzar la cavidad bucal, y como ambos tenían la boca abierta de par en par, el proyectil continuó como si tal cosa su camino internándose en el cerebro de la enfermera.
¡Ves! Era eso lo que quería decir yo antes. Ésa es la razón por la cual Hansi Munz no olvidará tan fácilmente la fecha. Lunes, 23 de mayo, 17 horas y 3 minutos.
2
Si tú a día de hoy trabajas en el servicio de ambulancias, tienes una profesión de la que puedes decir: infunde respeto. No es lo mismo que si eres el propietario de un club nocturno, donde moralmente hablando la cosa es de aquella manera; o si eres un concesionario de coches, de quienes se suele decir que las llaves que te dan ya se oxidan de sólo mirarlas en el catálogo. En cambio, lo de salvar vidas le parece a la gente una bonita tarea.
Y Brenner conocía también la otra cara de la moneda. Al fin y al cabo había estado casi veinte años en el cuerpo de policía, y se diría que un policía merece cierto respeto por lo que aporta a la sociedad. Pero qué va, la sociedad suele ser injusta con él. Por ejemplo, le pone motes que, dicha sea la verdad, poco tienen que ver con el respeto. No sé a qué se debe, quizás al miedo de que el policía pueda venir a arrestar a la sociedad. Y servido está el estado policial con sólo dirigirle uno una palabra amable a un madero. Pero seguro que no fue ése el motivo por el cual Brenner tiró la toalla después de diecinueve años en el cuerpo. Dicho entre nosotros, no creo que ni él mismo supiera muy bien la razón. Porque en aquel momento tenía cuarenta y cuatro años y, obvio, a esa edad al hombre le da por hacer cosas insensatas.
Durante un tiempo estuvo trabajando como detective y ahí sí, claro, olvídate del respeto. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que siendo policía no lo tenía tan mal. Quizás no sea lo mejor, pero ser detective..., ni para qué te cuento. Había días en que ni siquiera se atrevía a decir en público cómo se ganaba la vida, a saber, ventilando trapos sucios.
A su viejo compañero Fadinger, al que se había encontrado por casualidad hacía un año cerca de la estación del Sur, sí que se lo dijo. Entonces Fadinger le contó que hacía diez años había dejado la Brigada Criminal para pasarse al Servicio de Donación de Sangre. Porque te pasas el día rascándote la barriga y los suplementos son mejores que en la policía. Y cuando Fadinger le dijo que en el Servicio de Ambulancias de la Cruz buscaban un chófer, Brenner se mostró interesado. No le importaba tener que mudarse a Viena porque desde que había dejado la policía ya no sabía dónde estaba su hogar.
Mientras formó parte del cuerpo de policía tuvo una VEP, vivienda para empleado público, con alquiler reducido y toda la pesca. Pero cuando hace dos años y medio abandonó el cuerpo, se quedó sin piso. Desde entonces ha estado vagabundeando de aquí para allá. Una vez el encargo de resolver un asesinato incluía alojamiento, otra vez el de un caso de estafa daba derecho a habitación en el hotel de la empresa.
No quiero decir que la situación le resultara incómoda. Al contrario, tenía sus ventajas. Pero el puesto en el servicio de ambulancias también las tenía; por ejemplo, un piso de servicio de setenta metros cuadrados.
En este sentido, la central de ambulancias de Viena es una construcción maravillosa. Tiene un enorme patio interior al que dan los treinta garajes, además hay un taller y salas de guardia. Y, en el centro del patio, un espléndido pabellón con cúpula de cristal donde está alojada la centralita. Y encima de los garajes están los pisos de servicio para los conductores. En tu tiempo libre puedes mirar al patio y ver cómo tus compañeros tienen que trabajar.
Creo que el piso fue el motivo principal por el que Brenner aceptó el puesto de conductor de ambulancia sin pensárselo dos veces. No por el prestigio. Porque si a día de hoy has vivido cuarenta y siete años sin prestigio remarcable, el resto de tus años, digámoslo a las claras, el prestigio te importa una mierda.