Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.
LA FANTASÍA DE TODA CHICA, N.º 1860 - junio 2012
Título original: Every Girl’s Secret Fantasy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-0175-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Con las rodillas temblorosas, Phoebe Moore admiró aquellos brazos bronceados y esas dos manos tan masculinas que se disponían a quitarse la camiseta. El hombre, ajeno a la presencia de Phoebe, se levantó la camiseta hasta la cabeza al mismo tiempo que a ella se le hacía un nudo en la garganta y se le quedaba la boca seca. Después de unos abdominales perfectamente marcados, apareció un pecho ancho que el hombre se secó con la misma camiseta.
Phoebe no pudo reprimir un suspiro.
No le extrañaba que el eslogan de Brodricks Prestige Cars fuera «La emoción de tu vida».
El hombre en cuestión era Pace Davis, el consejero técnico y principal mecánico de la empresa, un hombre activo y encantador con un cuerpo de dios del sexo. Ese pecho, esas piernas… la imagen bastaba para convertir a Phoebe en un mar de deseo. Pero lo mejor, y también lo peor, era ese seductor toque de misterio. Las tres veces que se habían visto Phoebe y él, Pace había mostrado cierto interés por conocer algunos detalles de la vida de Phoebe, pero había estado muy reacio a contarle nada sobre la de él.
Phoebe imaginaba el motivo.
En el otro extremo del taller, Pace se pasó la camiseta por un brazo y luego por el otro, hasta que sintió una presencia y levantó la mirada. Nada más ver a Phoebe, le obsequió con una sonrisa increíblemente sensual. Phoebe se quedó sin aliento mientras, al tiempo que se acercaba a ella, Pace se pasó la mano por el pelo negro como el carbón y se lo alborotó.
Ese sería el aspecto que tendría por las mañanas, al despertarse, pensó Phoebe, apretándose contra el pecho la carpeta que llevaba en las manos.
Cuando el calor que le recorría las venas se concentró en su bajo vientre, Phoebe se puso recta y levantó bien la cara. Era el momento de recordar lo tarde que se había ido a la cama la noche anterior por quedarse elaborando una lista de deseos según la cual debía atreverse a todo. El primer punto de la lista figuraba subrayado en rojo:
Afirmar mi sexualidad… Encontrar al hombre perfecto. Ya.
En cierto sentido, el maravilloso Pace Davis era el candidato ideal. Si alguna vez se atrevían a trasladar al dormitorio la atracción física que había entre ambos, la química existente explotaría como dinamita.
Pero había tres buenas razones por las cuales nunca ocurriría nada de eso.
Intentó recordar dichas razones mientras él la observaba con esa mirada azul eléctrico, pasó por sus hombros y por sus caderas, hasta detenerse a pocos centímetros de ella. Entonces la miró a los ojos durante unos segundos antes de hablar.
–Vaya, vaya, la señorita Phoebe Moore –dijo y frunció el ceño–. Espera… tienes algo distinto.
Phoebe se sonrojó. ¿Distinto? Como no fuera el grano que tenía en la barbilla.
–En tus ojos –añadió y esa sonrisa malévola volvió a curvarle los labios–. Por fin has cambiado de opinión y vas a dejarme que te lleve a casa.
Quizá fuera su voz grave y dulce a la vez, o la intensidad de su mirada, o el sorprendente hecho de que acabara de decir la verdad, el caso fue que Phoebe estuvo a punto de perder la cabeza. Pero no, no podía decírselo.
La primera razón por la cual no podía ocurrir nada entre ellos era que Phoebe lo conocía por motivos de trabajo. Después de haber tenido un fallido romance con un compañero de trabajo, Phoebe sabía bien los inconvenientes de mezclar los negocios con el placer. Pace Davis, sin embargo, no parecía tener el menor reparo. La noche que se habían conocido, en una fiesta para patrocinadores, él, vestido de esmoquin, le había dejado muy claro con su actitud que se sentía atraído por ella y que tenía intención de seducirla. Solo era cuestión de tiempo.
O eso creía él.
Phoebe respiró hondo y volvió a levantar bien la cara.
–No he cambiado de opinión, Pace –aseguró e incluso consiguió encogerse de hombros–. Me parece que no eres lo que necesito en estos momentos.
Pace dio un paso más hacia ella, hasta que su respiración le acarició la cara.
–¿No sería divertido comprobar si realmente es así?
Al volver a separarse de ella, el magnetismo de su cuerpo la atrajo con la fuerza de un planeta. Pero Phoebe clavó los talones en el suelo y se recordó la segunda razón por la cual se negaba a traspasar esa línea con aquel hombre prácticamente irresistible.
Al margen de que Brodricks Prestige Cars tuviera negocios con Goldmar Studios, la productora para la que trabajaba Phoebe, Pace era un seductor nato, ese tipo de hombres que coqueteaba de manera instintiva, que no necesitaba alardear de sus conquistas, pero tampoco dudaba en ir tras alguien y disfrutar después del resultado. Aquella primera noche, había estado acompañado de toda una corte de admiradoras, Phoebe estaba segura de que la única razón por la que había ido tras ella olvidándose del resto había sido porque había sido la única que no se había caído rendida a sus pies automáticamente. La segunda vez que se habían visto, en un evento parecido, había ocurrido más o menos lo mismo; muchas mujeres pendientes de él y Pace en su ambiente. Para ella, esa era prueba más que suficiente.
Por supuesto, sabía que si decidía cumplir con la lista de tareas y buscar al hombre perfecto, comenzaría una relación íntima con alguien que quizá resultara no ser el indicado, pero tomar las riendas de su vida de ese modo era algo muy distinto a convertirse en una muesca más en el cabecero de un mujeriego. Eso último se parecía mucho al error que había cometido su madre y por el que había pagado muy caro.
Lo habían pagado ella y su joven hija.
Por otra parte… lo cierto era que Pace era muy divertido y no iba a hacer daño a nadie por coquetear un poco.
–Supongo que sí que sería divertido –admitió y en cuanto vio que empezaban a brillarle los ojos, añadió–: Si cambio de opinión, serás el primero en saberlo.
Esa vez no sonrió sino que volvió a acercarse y, cuando ella echó el cuello hacia atrás, él inclinó aún más la cabeza hacia la suya. Phoebe sintió el calor de su cuerpo y sintió un estremecimiento en la piel que le pareció muy peligroso.
–¿Sabes qué es lo que me encanta de ti? –le dijo en un tono profundo que le aceleró el pulso y la respiración–. Tu capacidad para evitar lo inevitable.
Phoebe sintió una oleada de calor que le recorrió los brazos, los pechos y las piernas, especialmente el lugar que se escondía entre ambas piernas. Pace estaba demasiado cerca y su poder era tan intenso, tan peligroso, que apenas podía respirar. Unos segundos más, apenas unos milímetros y dejaría caer la boca sobre la de ella. Era el momento de recuperar la composta antes de perder la poca cordura que aún le quedaba y rendirse.
Después de tomar aire en silencio, echó un paso atrás que le ofreció la distancia necesaria y acabó con aquella peligrosa conexión.
–La recepcionista me ha dicho que te encontraría aquí –dio las gracias por ser capaz de hablar con relativa normalidad–. He venido a recoger mi coche.
El brillo desapareció de sus ojos al tiempo que se retiraba finalmente de ella. Había dejado de jugar… por el momento.
–Ah, sí –dijo mientras guardaba la camiseta en una taquilla–. Esa belleza contemporánea que parece estar pidiendo a gritos que la liberen y le den rienda suelta a toda su fuerza.
Phoebe sonrió, consciente de la doble interpretación de sus palabras, mientras él le dedicaba una mirada traviesa antes de ponerse una camiseta blanca limpia. Buscó su coche con la mirada para pensar en otra cosa.
–Era hoy, ¿verdad? –dijo después de mirar la hora, pues la habían citado a las cinco de la tarde.
–No te preocupes, no vamos a incumplir el acuerdo que tenemos con tu empresa. Mi jefe está impaciente por proporcionar un coche de lujo para la estrella de la productora Goldmar para que lo disfrute durante un año –pero a continuación bajó la cabeza y añadió–: El problema es que acabamos de saber que no dispondremos del coche hasta el lunes.
Estupendo, pensó Phoebe con rabia. Después de llegar a dicho acuerdo, ella había puesto su coche a la venta y esa misma mañana se lo había entregado a los nuevos propietarios. Normalmente no habría tenido ningún problema en no tener coche, pero ese fin de semana sí le importaba.
Y mucho.
–¿A qué hora estará el lunes?
Él la miró fijamente con una media sonrisa en los labios.
–¿Es que querías probarlo el fin de semana?
–Mañana tengo que ir a mi pueblo –que se encontraba a tres horas de Sídney.
Su tía Meg, con la que Phoebe había vivido tras la muerte de su madre hasta que se había trasladado a Sídney hacía ocho años, regresaba de viaje y Phoebe quería ir a hacerle un pequeño arreglo en la casa.
Su tía sentía verdadera fascinación por viajar a los lugares más remotos, sin embargo, los asuntos domésticos no le despertaban el menor interés, hasta el punto de que no se preocupaba por arreglar la calefacción de la casa aunque se acercase el invierno. El técnico del pueblo iría a reparar la caldera al día siguiente y Phoebe sabía que si ella no se encargaba de ello, no lo haría nadie.
Pace la observaba, apoyado en un precioso Alfa Romeo.
–No te preocupes –le dijo–. Te voy a buscar un coche que puedas utilizar hasta el lunes.
–¿De verdad? –le preguntó, animada–. ¿Podría recogerlo mañana por la mañana?
–Déjalo en mis manos –respondió él, guiñándole un ojo.
Una vez resuelto el problema, Phoebe le dio las gracias y se dirigió a la puerta que conducía a las oficinas de la empresa y a la salida.
–Espera un momento.
Phoebe se dio la vuelta de inmediato al oír de nuevo su voz, que era como la brisa del mar en un día de verano.
–¿Necesitas que te lleve a casa? –le preguntó, apartándose del coche en el que se había apoyado–. A estas horas no tienes muchas posibilidades de encontrar un taxi.
Phoebe sintió mariposas en el estómago solo con imaginarse metida en un coche con él; los dos solos en un espacio tan reducido. Se le aceleró la respiración de nuevo, pero apartó la idea de su cabeza de inmediato y esbozó una sonrisa.
–Gracias, pero no hace falta.
Él sonrió también y se encogió de hombros.
–Podríamos parar a tomar un café por el camino. Te ofrecería uno de la máquina que tenemos en el taller, pero preferiría que salieras de aquí con vida.
A Phoebe se le escapó una risilla antes de poder morderse los labios.
–La verdad es que no me parece…
–Pues a mí me parece que no deberías tener tanta prisa –replicó él, volviendo a su tono más seductor–. ¿O es que tienes algún plan especial para esta noche?
–Sí, con mi lhasa apso.
–Es un perro con suerte –dijo él con una sonrisa que quizá denotara cierta envidia.
Le resultó tremendamente difícil, pero Phoebe consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento y dar media vuelta de nuevo al tiempo que decía:
–Mañana vengo a recoger el coche.
Phoebe pensó que estaba haciendo bien al rechazar las insinuaciones de Pace, aunque, si era del todo sincera, también creía que merecería la pena dejarse arrastrar por la pasión aun a riesgo de acabar malherida. Sobre todo después del fracaso que había supuesto su última experiencia con un hombre.
Phoebe había sentido una atracción inmediata nada más conocer a su jefe hacía un año. Steve Trundy era alto, rubio y con unos músculos que brillaban como el acero después de sus sesiones de ejercicios. No conocía una mujer en toda la empresa que no quisiese salir con él, por eso cuando se lo había pedido a ella, Phoebe se había derretido y había aceptado la invitación.
Su primer encuentro había tenido lugar en una sala de control, cuando ya todo el mundo se había marchado. Y había sido un completo desastre para ella. Phoebe le había echado la culpa al temor a que alguien pudiera descubrirlos, por eso cuando Steve le había propuesto hacer una escapada romántica durante el fin de semana, ella se había mostrado encantada. Pero había vuelto a sentir la misma tensión y la misma incomodidad que en la sala de control.
Le había resultado desconcertante. Steve era inteligente, atractivo y fuerte, así que sin duda la culpa había sido de ella.
Phoebe no se había rendido, segura de que la cosa cambiaría y empezaría a sentir y a disfrutar más. Le había enseñado lo que le gustaba en la cama y se había esforzado en hacerle disfrutar también a él. Pero la situación no había mejorado demasiado y había llegado un punto en el que Phoebe había empezado a evitar cualquier situación que pudiese dar lugar a cierta intimidad. Se había convencido a sí misma de que estaba enamorada de él, pero, ¿cómo era posible si cada vez que la tocaba, se ponía en tensión?
Después de nueve meses, dos semanas y tres días, Phoebe se había derrumbado y le había confesado que echaba algo en falta en la relación: entre ellos no había conexión, ni deseo. Se había sentido fatal y le había suplicado a Steve que no se culpara de nada.
Él no lo había hecho en absoluto. De hecho no había dudado en decirle que a él tampoco le gustaba acostarse con ella. Le había dicho que era demasiado seria y también había utilizado la palabra aburrida. Al final había afirmado que sentía mucho… que Phoebe tuviera problemas con el sexo y cuando ella había intentado defenderse, Steve había señalado que ni la lava de un volcán podría encender su pasión.
Phoebe habría respondido a semejante insulto de no haber sido porque sabía que tendría que ver a Steve a diario en el trabajo. Cada vez que se encontraba en la misma habitación que él, no podía evitar recordar que prácticamente la había llamado frígida y se le helaba la sangre en las venas. Después solía decirse a sí misma que no tenía ningún problema, que simplemente no eran compatibles sexualmente. A veces ocurría.
Pero a medida que pasaba el tiempo y pensaba en su historial romántico, empezó a preguntarse si habría algo de cierto en aquellas acusaciones. Había tenido otras relaciones íntimas, aunque no muchas, y lo cierto era que nunca había disfrutado de esa pasión volcánica, capaz de hacerla gritar de placer, que sin duda existía.
La noche anterior, sentada a solas en su apartamento, había decidido que ya estaba bien de torturarse por ello. ¡Había llegado el momento de hacer algo! Tenía que acabar con las dudas. Con veintiséis años y sin ninguna experiencia sexual memorable, necesitaba saber que era capaz de sentir esa pasión arrolladora que hacía que a una mujer se le saliera el corazón por la boca y pidiera más y más. Había leído sobre esa clase de euforia, e incluso había soñado con ello un par de veces. Había otras mujeres que lo sentían.
¿Por qué no iba a hacerlo ella?
Pero Pace no era la solución, por tentador que fuera. No solo estaba claro que le rompería el corazón, ¿qué pasaría si resultaba que Steve tenía razón y realmente no era capaz de sentir que la tierra temblaba bajo sus pies y que su cuerpo era sacudido por una especie de descarga eléctrica? La relación con Steve había sido un fracaso, pero Phoebe lo había superado sin problemas.
Con Pace sería muy distinto.
Cada vez que él la miraba, Phoebe podía ver y sentir su deseo, un deseo que la atraía y que la hacía sentir como una especie de diosa. Si se acostaba con él y era otro desastre, el deseo de su mirada dejaría paso a la decepción. O, aún peor, a la lástima.
Phoebe aceleró el paso con un escalofrío.
No iba a dejar que eso ocurriera. No estaba dispuesta a sentir semejante humillación. Esa era la tercera razón por la que debía alejarse al máximo de él.
Phoebe cruzó el salón donde se exponían todos aquellos vehículos propios de jeques árabes y estrellas de cine: Bentley, Ferrari, Rolls-Royce… ¿Cómo sería tener tanto dinero? Igual que le ocurría a la inmensa mayoría de la población mundial, nunca lo sabría.
Ya en la calle, el viento de la tarde le sacudió el pelo con la misma fuerza con la que arrastraba las hojas que cubrían el suelo de otoño. La gente iba de un lado a otro apresuradamente mientras el cielo empezaba a adquirir un tono oscuro, preparándose para la noche.
Levantó el brazo para parar un taxi, pero el vehículo pasó de largo. Lo mismo le ocurrió con el segundo y con el tercero. Cinco minutos más tarde vio aproximarse un cuarto taxi y se dispuso a hacerlo parar fuera como fuera. Además de estirar el brazo, lo movió enérgicamente, el taxi aminoró el paso. Phoebe se aproximó al bordillo de la acera con una sonrisa en los labios, sin ver la moto que acababa de adelantar al taxi y se disponía a parar. Tampoco vio a la persona que conducía dicha moto hasta que se acercó a la acera y la agarró del brazo.
¿Qué demonios?
–Suélteme –ordenó al tiempo que trataba de soltarse–. ¿Qué cree que está haciendo?
Lo primero que le hizo sospechar fue la camiseta blanca que se le veía bajo la chaqueta de cuero. Lo segundo lo vio cuando se levantó el visor del casco y apareció esa sonrisa pecaminosa y seductora. Lo tercero fue una voz que se parecía a la brisa de verano.
Pace Davis se echó hacia atrás y aceleró la moto.
–Pues me preguntaba si habrías cambiado de opinión sobre lo de dejar que te llevara a casa.
–Eres tú –Phoebe abrió la boca y volvió a cerrarla unos segundos antes de decir nada más–. No sabía que tuvieras moto.
Se quitó el casco y se pasó la mano por la barbilla, cubierta de barba de un día.
–La tengo desde hace ya unos años –se echó hacia delante para dejarle sitio–. Vamos, sube.
–Yo… no voy de paquete en moto.
–¿No lo haces, o no lo has probado nunca?
Phoebe sintió un escalofrío al imaginarse de pronto los muslos pegados al metal caliente de la moto, abrazada a su cuerpo fuerte como el granito, los pechos apretados contra su espalda. La sencilla idea de estar tan cerca de aquel fruto prohibido hizo que se tambaleara un poco y que, por un momento, le faltara la respiración.
Se odió a sí misma por ruborizarse.
–Da lo mismo, tengo un taxi esperándome –dijo y señaló… un espacio vacío.
No tardó en ver su taxi incorporándose al tráfico con otro pasajero dentro. A ese paso, no llegaría nunca a casa. Volvió a mirar a Pace y se le aceleró el pulso al encontrarse sus ojos clavados en ella. Meneó la cabeza lentamente.
–No es buena idea.
–No te voy a secuestrar, solo voy a llevarte a casa.
Claro. Por eso volvía a tener ese brillo de malicia en la mirada.
–Vamos, relájate un poco –la provocó–. Vas a ver como te gusta el paseo. Me apuesto mi mejor herramienta.
La cabeza empezó a darle vueltas solo de pensar que podría ganar la herramienta más preciada de semejante hombre.
Phoebe evaluó el atuendo que llevaba: un vestido color crema por encima de las rodillas y sandalias de romano con diez centímetros de tacón. No era el vestuario más adecuado para montar en moto.
Él la miró con gesto desafiante.
–Deja de pensar y hazlo, Phoebe.