Para Carla.

1

 

BRADLEY CHALKERS se sentaba al fondo de la clase, en el último pupitre de la última fila. En el pupitre de al lado no se sentaba nadie; en el de delante tampoco. Era una isla.

Lo que de verdad le hubiera gustado a Bradley era meterse en el armario. Allí podría cerrar las puertas y no oír a la señorita Ebbel. Bradley pensaba que a ella no le importaría mucho; es más, quizá lo preferiría. Y el resto de la clase también. En resumidas cuentas, todos estarían mucho más contentos si metiera su pupitre en el armario; lo malo es que no cabía.

–Chicos –dijo la señorita Ebbel–, quiero presentaros a Jeff Fishkin. Jeff se ha trasladado recientemente a nuestra ciudad. Antes vivía en Washington D. C. que, como sabéis, es la capital de nuestra nación.

Bradley levantó la vista para observar al nuevo, de pie junto a la señorita Ebbel.

–Jeff, ¿por qué no les cuentas algo de tu vida a tus compañeros? –le sugirió la señorita Ebbel.

El nuevo se encogió de hombros.

–Vamos –le animó la señorita Ebbel–, no seas tímido.

El chico nuevo farfulló algo, pero Bradley no logró descifrar qué había dicho.

–¿Has estado alguna vez en la Casa Blanca, Jeff? –le preguntó la señorita Ebbel–. Estoy segura de que a tus compañeros les interesaría mucho esa experiencia.

–No. No he estado nunca –respondió el nuevo hablando atropelladamente mientras negaba con la cabeza.

–Bueno –le sonrió la señorita Ebbel–, creo que lo mejor es que te busquemos un sitio –añadió mientras miraba por toda la clase–. Vaya, no veo ningún pupitre libre salvo el del fondo. Te puedes sentar allí, en la última fila.

–¡No! ¡Al lado de Bradley, no! –chilló una niña de la primera fila.

–Mejor al lado que delante –puntualizó el niño que se sentaba a su lado.

La señorita Ebbel frunció el ceño.

–Lo siento, Jeff –se excusó–. No hay más mesas libres.

–No me importa –farfulló Jeff.

–Bueno, es que a nadie le gusta sentarse... allí –explicó la señorita Ebbel.

–¿Te has enterado? A nadie le gusta sentarse a mi lado –intervino Bradley poniendo una sonrisa extraña. Tenía los labios tan tensos que era difícil saber si realmente sonreía o era una mueca de disgusto.

Bradley miró fijamente a Jeff con ojos que parecían querer salirse de sus órbitas mientras este tomaba asiento a su lado sintiéndose visiblemente incómodo. Cuando Jeff le sonrió, Bradley apartó la vista.

En cuanto la señorita Ebbel empezó la clase, Bradley sacó un lápiz y una hoja de papel y comenzó a emborronarla. Así se pasaba la mayor parte de las mañanas, garabateando a ratos sobre hojas de papel y a ratos sobre su pupitre. A veces hacía tanta fuerza con el lápiz que rompía la punta. Y cada vez que rompía la punta, soltaba una carcajada. Luego cogía la punta rota, la unía con cinta adhesiva a uno de los montoncillos de basura que guardaba en su pupitre, sacaba punta al lápiz y volvía a la carga.

Su pupitre estaba repleto de montoncitos de papeles rotos, trozos de mina de lápiz, gomas de borrar mordidas y otros objetos no identificados unidos con cinta adhesiva.

La señorita Ebbel repartió entre sus alumnos el control de lengua que había corregido.

–La mayoría lo ha hecho bastante bien –afirmó–. Estoy satisfecha de vuestros resultados: catorce sobresalientes y todos los demás, notables. Bueno, menos un insuficiente, claro... –añadió encogiéndose de hombros.

Bradley agitó en alto su hoja para que todo el mundo viera que se refería al suyo y puso de nuevo la misma sonrisa extraña.

Mientras la señorita Ebbel comentaba las respuestas, Bradley cogió unas tijeras y se dedicó a cortar su hoja en cuadraditos muy pequeños.

Cuando sonó la campana del recreo, Bradley se puso su anorak rojo y salió de clase solo.

–¡Eh! ¡Bradley, espera! –oyó que decía una voz.

Bradley se detuvo asombrado.

–Hola –le saludó el nuevo, tras alcanzarle.

Bradley le contempló perplejo.

–Oye, no me importa nada sentarme a tu lado –le dijo Jeff–. De verdad.

Bradley no supo qué contestar.

–Sí que he estado en la Casa Blanca –siguió Jeff–. Si quieres te lo cuento.

Bradley se quedó pensativo unos segundos. Luego respondió:

–Dame un dólar o te escupo en la cara.

2

 

ALGUNOS CHICOS –se los reconoce a simple vista– son buenos escupidores. Quizá sea esa la mejor manera de describir a Bradley Chalkers. Tenía aspecto de ser un buen escupidor.

Era el chico de más edad y el más fortachón de la clase de la señorita Ebbel. Tenía un año más que sus compañeros. Había repetido cuarto. Estaba cursando quinto por primera vez pero, posiblemente, no por última.

Jeff le miró fijamente, le dio un dólar y se marchó corriendo.

Bradley se rio solo; luego se quedó mirando a los demás niños, que estaban divirtiéndose juntos.

Cuando entró en clase después del recreo, le asombró que la señorita Ebbel no le dijera nada. Se imaginaba que tarde o temprano Jeff se chivaría y tendría que devolver el dólar.

Se sentó al fondo de la clase, en el último pupitre de la última fila.

«No se atreve a chivarse», pensó. «Sabe que si se chiva le daré un puñetazo en la cara».

Bradley se rio solo. También comió solo.

Cuando entró en clase después de comer, la señorita Ebbel le indicó que se acercara a su mesa.

–¿Me llamas a mí? –preguntó, lanzando una mirada penetrante a Jeff, que ya se había sentado en su mesa–. No he hecho nada.

–¿Entregaste mi nota a tu madre? –preguntó la señorita Ebbel.

–¿Qué? ¿Una nota? Si no me has dado ninguna nota –respondió Bradley.

–Sí que te di una. Incluso te di dos porque me dijiste que la primera te la habían robado –suspiró la señorita Ebbel.

–¡Ah, es verdad! –exclamó Bradley–. Se la di hace un montón de tiempo.

La señorita Ebbel le miró con desconfianza.

–Bradley, creo que es muy importante que tu madre venga mañana –dijo.

Al día siguiente había reunión de padres.

–No puede venir –contestó Bradley–. Está enferma.

–No le entregaste la nota, ¿verdad? –preguntó la señorita Ebbel.

–Llama al médico si no me crees.

–El colegio acaba de contratar a una psicóloga, y me parece que es importante que tu madre la conozca.

–Ya se conocen –contestó Bradley–. Juegan a los bolos juntas.

–Bradley, estoy intentando ayudarte.

–¡Llama a la bolera si no me crees!

–De acuerdo, Bradley –repuso la señorita Ebbel para zanjar el tema.

Bradley se dirigió hacia su pupitre, aliviado de haber terminado la discusión. Miró a Jeff con asombro: le chocaba que no lo hubiera delatado. Después, mientras garabateaba, se puso a darle vueltas a lo que Jeff le había dicho: «¡Eh! ¡Bradley, espera! Hola. Oye, no me importa nada sentarme a tu lado. De verdad. Sí que he estado en la Casa Blanca. Si quieres te lo cuento».

Se sentía confuso.

Entendía cuando los demás chicos se portaban mal con él. No le importaba. Los odiaba. Y mientras los odiase, no le importaba lo que pensasen de él.

Por eso había amenazado a Jeff con escupirle. Tenía que odiar a Jeff antes de que Jeff le odiase a él.

Pero ahora se sentía confuso. «¡Eh! ¡Bradley, espera! Hola. Oye, no me importa nada sentarme a tu lado. De verdad». Las palabras de Jeff resonaban en su cabeza y le martilleaban en el cerebro.

Al acabarse las clases, salió corriendo tras Jeff.

–¡Eh, Jeff, espérame! –le llamó.

Jeff miró hacia atrás... y se puso a correr. Pero Bradley corría mucho más rápido que él. Alcanzó a Jeff en la esquina del edificio del colegio.

–No tengo dinero –dijo Jeff, nervioso.

–Te daré un dólar si eres mi amigo –dijo Bradley, ofreciéndole la moneda que Jeff le había dado antes.

Jeff alargó primero tímidamente la mano y luego asió el dólar con rapidez.

Bradley sonrió con su extraña sonrisa y luego le preguntó a Jeff:

–¿Has estado alguna vez en la Casa Blanca?

–Eh... Sí –respondió Jeff.

–¡Yo también! –contestó Bradley. Luego se dio media vuelta y echó a correr hacia su casa.

3

 

BRADLEY ABRIÓ la puerta de su casa y puso una mueca de disgusto. Olía a pescado.

–¡Qué pronto has llegado! –oyó la voz de su madre desde la cocina. Era una mujer grande con brazos gruesos. Llevaba puesto un vestido verde sin mangas, y en la mano tenía un cuchillo de carnicero.

–Es que he venido echando carreras con mis amigos –contestó Bradley.

En una tabla de madera, sobre la encimera de la cocina, había un pescado del tamaño de un brazo de la señora Chalkers. Bradley vio cómo levantaba el cuchillo y, con un movimiento rápido, cortaba la cabeza al pescado.

El chico atravesó el pasillo, llegó hasta su cuarto y cerró la puerta.

–¡Eh, amigos, Bradley ya está en casa! –anunció con otro tono de voz–. Hola, Bradley. Hola, Bradley –saludó.

–¡Hola a todos! –respondió, esta vez hablando con su propio tono de voz.

Estaba hablando con su colección de animales. Tenía unos veinte. Uno era un león de latón que había encontrado en un cubo de basura un día al volver del colegio. Otro, un burro de marfil que sus padres le habían traído de un viaje a México. También había dos búhos que antes se habían usado como salero y pimentero, un unicornio de cristal con el cuerno roto, una familia de perros cocker unidos a un cenicero, un mapache, un zorro, un elefante, un canguro y otros animales que estaban tan rotos que no se sabía qué eran. Pero todos eran sus amigos. Y todos pensaban que Bradley era un tipo genial.

–¿Dónde está Roni? –preguntó Bradley–. ¿Y Bartolo?

–Ni idea –respondió el zorro.

–Se escapan juntos a todas horas –comentó el canguro.

Bradley alargó el brazo y metió la mano debajo de la almohada. Sacó a Roni, la coneja, y a Bartolo, el oso. Sabía que estaban allí porque él mismo los había metido en ese sitio antes de irse al colegio.

–¿Qué estabais haciendo allí? –les preguntó.

Roni se rio. Era una conejita roja con diminutos ojos azules pegados en la cara. Tenía una oreja rota.

–Nada, Bradley –se rio–. Solo había salido a dar una vuelta.

–Pues yo... tenía que ir al cuarto de baño –se excusó Bartolo. Bartolo era un oso de porcelana pardo y blanco, erguido sobre las patas traseras. Tenía la boca abierta, dejando ver sus preciosos dientes y su lengua roja.

–Se han hecho novios –anunció el burro mexicano–. Los he visto besándose.

Roni se rio.

–¡Vaya, Roni! –la regañó Bradley–. ¡Qué voy a hacer contigo!

Roni se rio de nuevo.

Bradley metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de trocitos de papel. Era su control de lengua.

–¡Mirad! ¡Os he traído comida! –les dijo.

Dejó caer los trocitos de papel sobre la cama y luego puso sobre ella todos sus animales.

–Más despacio –les dijo–. Hay comida para todos.

–Gracias, Bradley –contestó Roni–. Está deliciosa.

–Sí, está de rechupete –corroboró Bartolo.

–No juguéis con la comida –regañó la madre cocker a sus tres cachorros.

–Pasa la sal –pidió el búho pimentero.

–Pasa la pimienta –pidió el búho salero.

–¿Qué se le dice a Bradley? –dijo el león.

–¡Viva Bradley! –exclamaron a coro.

Roni acabó de comer y luego se alejó sola dando brincos mientras cantaba «du, di du, di du». Después dijo:

–Me parece que me voy a dar un chapuzón en el estanque.

El estanque era una mancha de color morado en la colcha, causada por un zumo de uva que se le había caído a Bradley.

Roni se metió en el estanque de un brinco. De repente gritó:

–¡Socorro! Se me ha cortado la digestión.

–No deberías haberte metido nada más comer –la regañó Bradley.

–¡Socorro, me estoy ahogando!

–Esos gritos son de Roni –dijo Bartolo, levantando la vista–. Me parece que se está ahogando en el estanque –añadió mientras corría hacia allí para rescatarla–. ¡Aguanta, Roni, aguanta! –chilló–. Voy...

La puerta de la habitación de Bradley se abrió súbitamente y entró su hermana Claudia. Era cuatro años mayor que él.

–¡Sal de aquí! –le espetó Bradley–. Si no sales te daré un puñetazo en la cara.

–¿Qué estabas haciendo? ¿Hablar con tus animalitos? –le dijo ella para chincharle mientras se reía enseñando su aparato de dientes.

Era Claudia la que le había roto la oreja a Roni. Había pisado el conejo sin querer. Le había dicho a Bradley que la culpa era suya por dejar sus animales tirados por el suelo. Y Bradley no le había contestado que Roni no estaba en el suelo, sino perdida en el desierto. No, en vez de eso, había dicho:

–¡Bah! Me importa un pito. Es solo una estúpida coneja roja.

–Mamá quiere verte –dijo Claudia–. Me ha dicho que viniera a buscarte.

–¿Qué quiere?

–Hablar contigo. Diles a tus animales que volverás enseguida.

–No estaba hablando con ellos –insistió Bradley.

–Entonces, ¿qué estabas haciendo?

–Los estaba ordenando. Los estaba colocando por orden alfabético para un trabajo que tengo que hacer. Llama a mi profesora si no me crees.

Claudia soltó una carcajada. Aunque siempre se burlaba de los animalitos de Bradley, se había sentido fatal cuando había pisado su conejita. Sabía que era el animal preferido de su hermano. Le había comprado el oso para hacerse perdonar. «¿Para qué quiero yo un oso?», le había dicho Bradley cuando se lo dio.

Bradley fue a la cocina. El pescado, ya cortado y cubierto de aros de cebolla, se estaba guisando sobre el fuego.

–¿Me llamabas? –preguntó a su madre.

–¿Cómo te va en el colegio? –preguntó su madre.

–¡Fenomenal! Hoy me han elegido delegado de clase.

–¿Y las notas?

–Bien. Hoy nos ha devuelto la señorita Ebbel el último control de lengua y he sacado un sobresaliente.

–¿Me lo enseñas?

–La señorita Ebbel lo ha puesto en el corcho, junto con todos mis otros controles de sobresaliente.

–La señorita Ebbel acaba de llamarme –dijo su madre.

El corazón de Bradley dio un vuelco.

–¿Por qué no me habías dicho que mañana había reunión de padres? –preguntó su madre.

–¿No te lo había dicho? –preguntó Bradley con voz ingenua.

–No, creo que no.

–Sí que te lo había dicho. Me contestaste que no podías ir. Se te ha debido de olvidar.

–La señorita Ebbel piensa que es importante que vaya –replicó su madre.

–Es su trabajo –dijo Bradley–. Cuantos más padres vayan, más dinero gana.

–Bueno. He quedado en verla mañana a las once.

Bradley la miró con incredulidad.

–¡No, no puedes ir! –gritó dando patadas al suelo–. ¡No hay derecho!

–Bradley, ¿qué estás diciendo?

–¡No es justo! ¡No es justo! –gritó mientras corría a su habitación y cerraba la puerta de un portazo.

Unos segundos más tarde, su madre llamó a su puerta.

–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Por qué dices que no es justo?

–¡No es justo! –gritó–. ¡Me lo habías prometido!

–¿Qué te había prometido, Bradley? Dime, ¿qué te había prometido? –insistió su madre.

Bradley no contestó. No podía hacerlo hasta que se le ocurriera por qué no era justo y qué le había prometido su madre.

Se quedó en su cuarto hasta que Claudia le dijo que tenía que ir a cenar. La siguió hasta el comedor. Su madre y su padre ya estaban sentados a la mesa.

–¿Os habéis lavado las manos? –preguntó su padre.

–Sí –mintieron Claudia y Bradley.

El padre de Bradley era policía. Hacía ya cuatro años que le habían dado un tiro en la pierna mientras perseguía a un ladrón. Desde entonces necesitaba apoyarse en un bastón para andar, por lo que trabajaba en una oficina en vez de en la calle. No le gustaba ese tipo de trabajo y a menudo volvía a casa quejoso y malhumorado.

La policía nunca había dado con el hombre que le hirió en la pierna.

–Odio el pescado –dijo Bradley sentándose a la mesa.

–Yo también –dijo Claudia–. Se me pega al aparato y pasan semanas antes de que se me quite el sabor.

–Las coles de Bruselas son vomitivas –siguió Bradley.

–Huelen a basura –corroboró Claudia.

–¡Ya basta! –los regañó su padre–. Comed lo que os han puesto en el plato.

Bradley se tapó la nariz con una mano, pinchó una col de Bruselas con la otra y se la metió entera en la boca.

–¿Qué tonterías son esas de que tu madre no cumple sus promesas? –preguntó su padre.

–Me prometió llevarme al zoo mañana, y ahora dice que no puede –repuso Bradley, que ya tenía la contestación preparada.

–¿Qué dices? –se indignó su madre–. Nunca te he prometido llevarte al zoo.

–Sí que me lo prometiste. Me dijiste que, como no había colegio, mañana podíamos ir al zoo –insistió Bradley.

–Si ni siquiera sabía que no tenía colegio mañana hasta que me lo ha dicho su profesora esta mañana –protestó su madre dirigiéndose a su marido.

–¡Me lo prometiste! –insistió Bradley.

–De acuerdo –dijo su padre–. Janet, ¿a qué hora es tu entrevista mañana con la profesora de Bradley?

–A las once.

–Entonces puedes ir a tu entrevista y luego al zoo, después de comer.

–¡Pero si nunca le dije que le llevaría al zoo! –protestó esta vez la madre de Bradley.

–Sí que me lo dijiste –la acusó Bradley–. Y además quedamos en ir por la mañana. Tenemos que estar en el zoo a las once.

–¿Por qué tienes que estar en el zoo a las once? –preguntó burlonamente Claudia.

Bradley lanzó una mirada de odio a Claudia y luego dijo a su padre:

–Porque es la hora a la que dan de comer a los leones.

Claudia se echó a reír.

–Me prometió que me llevaría a ver cómo daban de comer a los leones a las once –insistió Bradley.

–¡Ni siquiera sabía a qué hora comían los leones! –dijo atónita su madre.

–A las once –respondió Bradley.

–No mientas a tu madre –ordenó su padre.

–¡Es verdad! –exclamó Bradley–. Dan de comer a los leones a las once.

–No tolero las mentiras –dijo su padre.

–No estoy mintiendo –respondió Bradley–. Llama al zoo si no me crees.

–No mientas a tu madre. Y a mí tampoco.

–Llama al zoo –insistió Bradley.

–Tu madre dice que nunca te prometió llevarte al zoo.

–Miente –contestó Bradley, aunque nada más decirlo se dio cuenta de que había metido la pata.

–¡No se te ocurra llamar mentirosa a tu madre! –gritó su padre, rojo de ira–. Vete ahora mismo a tu cuarto.

–Anda, llama al zoo –suplicó Bradley.

–A lo mejor sí que le propuse ir al zoo –dijo su madre.

–¿Lo ves? –dijo Bradley.

–Sigue así, Bradley. Sigue así y verás. ¿Qué quieres ser de mayor? ¿Un criminal? ¿Quieres pasarte la vida en la cárcel? Veo a personas igualitas a ti en la comisaría todos los días. Sigue así...

Bradley miró a su padre con rabia.

–¡Todos los criminales no van a la cárcel! –afirmó–. ¿Qué ha sido del hombre que te disparó?

–¡Te he dicho que te vayas a tu cuarto!

Bradley se levantó de la mesa.

–Bien. Así no me tengo que comer esta basura –dijo saliendo al pasillo y encerrándose en su cuarto dando un portazo. Luego abrió la puerta y gritó–: Llama al zoo –por última vez antes de volver a cerrar la puerta de otro portazo. Entonces se echó en la cama y se puso a llorar.

–No llores, Bradley –dijo Roni–. Verás cómo se arregla todo.

–Ya verás cómo se te ocurre algo, Bradley –dijo Bartolo–. Siempre se te ocurre algo. Eres el chico más listo del mundo.